[Artículo] Fuera de España, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 14 de noviembre de 1887.

I

Actualmente, la opinión se preocupa más de lo que pasa fuera de España que de nuestros propios asuntos. La enfermedad del Principe imperial de de Alemania, que se ha agravado tristemente en los últimos días, haciendo temer un desenlace funesto y próximo, es objeto de mil comentarios; porque se cree segura la guerra en caso de que, faltando el actual Emperador y Príncipe imperial, recaígala corona en el Príncipe Guillermo, bastante joven para desear ceñirse los laureles de Marte. También es objeto de comentarios muy pesimistas la situación de Francia, donde los partidos han llegado a un grado increíble de apasionamiento y furor de combate. El vergonzoso asunto Caffarell y la saña con que los unos han querido complicar en él al general Boulanger, y los otros a Wilson, yerno del Presiden¬te de la República, es el peligroso terreno en que se están dando la batalla los odios antiguos de Francia y las disensiones que la desgarran. Allí hay quien lleva su furor hasta el punto de comprometer la suerte de la República por perder a Wilson, y los antiboulangeristas no vacilan en unirse con los monárquicos para arrojar un poco de cieno sobre el ídolo de los patriotas. Los últimos despachos revelan espantosa confusión en aquella Sociedad, y ese estado de calentura en que los prudentes llegan a perder la cabeza. Las sesiones del juicio oral en los tribunales han venido a arrojar combustible a la hoguera por las declaraciones que comprometen al célebre yerno, y por las cartas exhibidas, de cuya autenticidad principia a dudarse. La prensa de París revela la exaltación de las pasiones, y hasta se habla de la dimisión del presidente Mr. Grévy. Si esto se verifica, Francia entraría quizás en un período de violencia y confusión que comprometería acaso gravemente su porvenir.

Últimamente se ha dicho que el presidente no dimitiría sino en el caso de que resultara comprobada la complicidad de su yerno en la escandalosa cotización de las cruces. Y siguen apareciendo en el proceso, a medida que se desarrolla ante el público, nuevas piezas que aumentan la confusión, v continúa la implacable campaña contra Wilson, personaje que empieza a inspirar lástima en el mundo todo. La opinión general es que Wilson ha podido emplear medios poco delicados para extender su influencia personal; que ha podido abusar algo de su posición en el Elíseo, pero que no es culpable has¬ta el punto que se le atribuye, ni tiene parte alguna en los ignominiosos tratos de la Limouzin, la Ratazzi y compañeros de aventuras. Conviene, no obstante, reservar la opinión definitiva hasta que el proceso ponga en claro todo lo sucedido, si es que llega a ponerlo.

II

Es realmente incomprensible que la sociedad francesa dé tanta importancia a las condecoraciones, que en todos los países más bien son emblema de la vanidad que del mérito. Por más que se diga, el tráfico de cruces no debe ser nuevo en Francia, y es casi seguro que en los tiempos del Imperio las agencias montadas a estilo de Madame Limouzin funcionaban como ahora. Parece increíble que se dé tanta importancia en un país como Francia a la colocación de un cintajo en el ojal de la levita. Allí, como en todas partes, ha de haber muchísima nulidad condecorada. Y, sin embargo, los grandes industriales, los agricultores eminentes y aun los escritores de nota, se pirran por poseer la famosa cinta, hasta el punto de dar dinero por ella. Es creíble que el reciente escándalo les cure de esta ridícula manía.

En España la vanidad da también importancia a la posesión de tales o cuales cruces; pero es casi seguro que ningún español daría un céntimo por ser agraciado con una encomienda de Carlos III o de Isabel la Católica. Esto consistirá tal vez en que se han prodigado con exceso, dándolas en montón a los diputados para que las distribuyan entre sus amigos y adeptos: pero en Francia debe de pasar lo mismo, porque rara vez se encuentra un francés que no lleve en el ojal el consabido botoncito rojo.

Aquí ha caído muy en desuso el engalanarse con cruces o con las cintas que las representan, y fuera de la vida diplomática donde tal adorno es indispensable, la mayor parte de los hombres públicos de algún valer presentan su pecho completamente desnudo de toda especie de quincalla más o menos va¬liosa. Los pocos personajes que poseen el Toisón de Oro suelen usarlo en ciertos actos; pero nada más. Don Nicolás María Rivero, que jamás aceptó ninguna cruz y tenía las extranjeras (que son irrenunciables) olvidadas en el último cajón de su cómoda, decía que a todo español, en el momento de nacer, se le deberían adjudicar todas las cruces grandes y chicas del orden civil, y luego írselas quitando a medida que en el desarrollo de la vida fuese adquiriendo méritos. De este modo al llegar a los puestos más eminentes y al adquirir toda la gloria posible, se le despojaría de la última insignia, y la historia diría de él: «Para que se comprenda lo que valía Fulano, baste decir que no le quedaba ya ninguna cruz

Con esta burlesca paradoja expresaba aquel hombre tan ingenioso su escepticismo en materia de honores condecorativos.

Deja un comentario