La muerte de Galdós (II)

Narración de los último días de Galdós realizada por Hyman Chonon Berkowitz en su libro: Pérez Galdós, Spanish Liberal Crusader, Univseristy of Wisconsin Press, 1948, pp. 451-455.

La muerte de Galdós fue su último y mayor triunfo popular, si tenemos en cuenta que los últimos años de su vida los pasó en soledad, sin contacto alguno con las masas cuyo calor tanto le había reconfortado. El gobierno nacional rehusó celebrar un funeral de estado alegando que no ostentaba ningún cargo oficial, la misma razón por la que se le negó el entierro en el Panteón de Hombres Ilustres, una distinción que, por cierto, el escritor había rechazado en varias ocasiones. No obstante, la ausencia de pompa y ceremonia oficial no alivió el dólar de la multitud. Toda la nación, impactada por su muerte, se puso de luto. De alguna manera los españoles de a pie habían llegado a considerarlo inmortal por haber sido una fuerza vital de carácter nacional.

El duelo por la muerte de Galdós fue crudo y frío. A primera hora de la mañana, los chicos de los periódicos ya recorrían las calles anunciando la noticia. La portada de casi todos los periódicos mostraban claros signos de luto y sus titulares rezaban la sencilla frase de ¡Galdós ha muerto! No pasó mucho tiempo sin que el vecindario donde se encontraba la residencia de Galdós se convirtiera en una sólida multitud de seres humanos aturdidos, pasmados y apesumbrados. Los mensajeros entraban y salían de la casa como flechas para entregar una continua serie de telegramas procedentes del país y de fuera. Curiosamente, muchos de los telegramas estaban dirigidos al propio Galdós, como si los emisarios se negasen a reconocer su muerte. A lo largo de la mañana, cuando las puertas de la casa se abrieron, figuras distinguidas del panorama nacional –artistas, escritores, actores, representantes del gobierno, líderes políticos- comenzaron a entrar en el estudio donde yacía el cuerpo y donde artistas hacían esbozos sobre el papel o sacaban máscaras mortuorias. El ministro de instrucción pública acudió en representación del Palacio Real. Al salir los visitantes escribían su nombre en un libro, y algunos de ellos incluían también una dedicatoria apropiada. Gonzalo Cantó improvisó los siguientes versos:

En España ha habido dos

Escritores brillantes:

El primero fue Cervantes,

El segundo fue Galdós.

La procesión continua de visitantes se prolongó durante la mayor parte del día. La familia pidió en vano un instante de privacidad. Cientos de desconocidos solicitaron humildemente poder ver por última vez a don Benito –su don Benito. Por la tarde, una mujer francesa joven y de aspecto distinguido pidió permiso para cambiar un ramo de flores enorme que había traído por uno de los crisantemos del féretro. Resultaba obvio que su dolor era hondo y sincero. Se quedó frente al cadáver con la cabeza inclinada mientras rezaba en silencio, y las lágrimas cubrían su rostro cuando se marchó. Un halo de misterio embargó a los presentes en la casa de Galdós: ¿quién era aquella mujer, una amiga o alguien más estrechamente vinculada al finado?

Al final de la tarde, cuando la continua afluencia comenzó a afectar a la afligida familia, la ciudad de Madrid anunció que a la mañana siguiente los restos mortales serían trasladados al patio de cristal del Ayuntamiento, donde se instalaría la capilla ardiente hasta que se llevase a cabo el entierro. El gobierno municipal y el nacional harían las gestiones necesarias para asumir todos los gastos. Tras el anuncio, sólo los amigos íntimos de Galdós pudieron entrar en la casa. Fuera continuaron reuniéndose pequeños corrillos, mientras que en las esquinas de las calles, en cafés, clubs, casinos y redacciones de periódicos la gente hablaba en voz baja sobre su aflicción. Madrid quedó en silencio el domingo por la noche: todos los teatros cancelaron las funciones en reconocimiento al dramaturgo que tanto entretenimiento había ofrecido a la capital.

La gran capacidad de la lengua española en lo que a expresión encomiástica se refiere quedó patente en los editoriales y artículos de portada que aparecieron en los días siguientes. No se trataba de encomios estudiados: aquellos artículos estaban marcados por una tristeza genuina y hacían hincapié en la idea de que con el fallecimiento de Galdós una parte personal e integral de España, casi un órgano vital, había desaparecido. Incluso algunos periódicos católicos fingieron magnanimidad y, en compensación por la confesión de Galdós de la que falsamente habían informado, restaron importancia momentáneamente a lo que ellos veían como sus errores más graves. El periódico conservador El Debate proclamó en sus titulares que Galdós había muerto en el seno de la Iglesia. Sólo los carlistas de El siglo futuro se negaron a perdonar y a olvidar. Al mismo tiempo que exhortaban a sus lectores a rezar por la misericordia divina para el alma de Galdós, se apresuraban a recordar que durante toda su vida se había propuesto socavar la fe en la religión de toda la nación. No obstante, fue la prensa liberal la que expresó mejor el alcance de la pérdida que acababa de sufrir el país: “¡Galdós ha muerto! Aquellas palabras sonaban como el anuncio del fin de toda una época. Un siglo entero que había podido contarlo como historiador y poeta se estaba tambaleando mientras las escuchábamos”.

 

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