[Artículo] Política francesa, de Benito Pérez Galdós

Madrid, noviembre 28 de 1887.

I

Me equivoqué al expresar la idea de que la situación creada en Francia por el asunto de las condecoraciones no afectaría a la política de aquel país, deteniéndose en la persona de Wilson, destinado a ser tema, pretexto y víctima del escándalo. En ésta, como en muchas cuestiones, la rectificación es necesaria, porque los sucesos han venido a aumentar la gravedad del caso, dándole un alcance que no esperaban los más pesimistas.

En primer lugar, Wilson aparece mucho más comprometido de lo que se creyó al principio en el oscuro negocio de las condecoraciones. La información parlamentaria, aunque irregular y antipolítica, puso de manifiesto que el yerno del presidente no es, por lo menos, un modelo de delicadeza. El tal personaje ha sido siempre muy impopular en Francia; ahora ha venido a ser sumamente odioso, y responsable de la comprometida situación en que se encuentra la República.

Cómo el asunto de las inmoralidades atribuidas a Wilson ha venido a convertirse en cuestión política, formándose una avalancha que ha destruido no sólo al Ministerio Rouvier, sino la presidencia de la República, claramente se ha visto en el desarrollo del drama parlamentario de esta última quincena. No es preciso reseñar lo que allí ha pasado, porque todo el mundo lo sabe. Bien puede asegurarse que con muchos dramas de esta clase, la República en Francia no tendrá días muy venturosos.

Las ambiciones se han desatado allí, y el Poder ejecutivo, cuya estabilidad era muy dudosa, va a estar ahora a merced de cualquier intriga parlamentaria.

La cuestión de moralidad ha sido un medio y nada más, digan lo que quieran.

Lo peor del caso es que los republicanos radicales han sido, con más candidez que malicia, instrumento de las derechas monárquicas, el verdadero traidor en la intriga dramática. El éxito de esta campaña y la triste gloria de ella pertenece a los monárquicos, que no pudiendo destruir la República, se complacen en desacreditarla, con la esperanza de que el imperio probable de la anarquía les prepare el terreno para cambiar algún día la forma de Gobierno.

II

Todos los republicanos, así los radicales como los templados, han desempeñado un papel poco airoso en estas circunstancias. Los monárquicos han hecho de ellos lo que han querido. Contaban con la ambición de los jefes de grupo, aspirantes a la presidencia, y los jefes de grupo han respondido a la ingeniosa maniobra con una puntualidad digna de mejores fines.

Desatadas las pasiones en la Cámara, izquierda y derecha, asestaron los tiros contra monsieur Grevy, el cual, teniendo plena conciencia de sus deberes y de su dignidad no se manifestó dispuesto a dar gusto a los que a todo trance le pedían que se marchara. Esperaba sin duda el anciano y honorable presidente que los jefes de los grupos en ambas Cámaras le apoyarían; pero los Ferry, los Freycinet, los Brisson aparecieron también tocados del delirio de destrucción. Parece que todos se contagiaron de la insensata manía de hacer tabla rasa de las instituciones.

Grevy se ha defendido con heroísmo de la presión de los que fueron sus amigos, previniendo sin duda los grandes males que han de venir sobre Francia si se ponen en moda estos pronunciamientos parlamentarios para cambiar al jefe del Estado siempre que se le antoje a una fracción más o menos influyente. Las entrevistas del Presidente con los notables de la República han sido muy interesantes como estudio del corazón humano. Desde Clemenceau, jefe de los radicales, hasta Ribot, el más templado de los republicanos, lo que quieren es que se vaya y les deje vacante su puesto para disputárselo después.

Podía monsieur Grevy obstinarse, escudado en la Constitución y sostenerse en su puesto contra viento y marea; pero los notables le han atacado por el vacío, negándole su concurso para la formación de Ministerio. Por último, el Presidente anuncia que dimitirá, y prepara un mensaje a las Cámaras con el cual declarará que no abandona su puesto voluntariamente, sino obligado a ello por una presión anticonstitucional.

Los ánimos están excitadísimos en Francia, y los parisienses, impresionables y amantes de la novedad, tienen ahora abundante materia para animar el boulevard y los clubs durante todas las horas del día. Ya se están haciendo los preparativos para la reunión en Versalles de las dos Cámaras que han de elegir presidente, y han empezado las cábalas para este acto solemne, indicándose como candi¬datos a seis o siete individuos entre los cuales hay dos o tres que reúnen más probabilidades. Quizás la lucha quede reducida a dos términos nada más, Ferry y Freycinet, aunque también se habla de Boulanger. De cualquier modo que se resuelva el problema, no hay duda de que se inaugura en Francia un período sumamente peligroso para las instituciones republicanas. Sin la estabilidad del jefe del Poder Ejecutivo, la República va paso a paso a los excesos y al desgobierno de la Convención. El establecimiento del Septenado en 1875, pareció dar al presidente mayor independencia política que la que tenía por la ley de agosto del 71; pero siempre es un delegado de las Cámaras que le eligen, y aunque no es responsable sino por delito de alta traición, sus facultades resultan prácticamente muy limitadas por la preponderancia de las Cámaras.

III

Hay que añadir a esto que el Senado no responde a la significación que la Cámara Alta debe tener en el régimen parlamentario, y que el presidente no puede disolver el Congreso sin consentimiento del Senado. Todo está al arbitrio de las fracciones parlamentarias del Cuerpo Legislativo, que ya han devorado tres presidentes y los devorarán en lo sucesivo más al por menor. No existiendo un poder moderador, permanente y apartado en absoluto de las contiendas de los partidos, el régimen parlamenta¬rio es imposible, y por lo que respecta a la forma republicana, la estabilidad del Jefe del Estado no puede obtenerse sino por la elección directa popular, y por una ley que le haga irresponsable durante un cierto número de años, salvo en los casos marcados por la Constitución.

En Francia están muy acalorados los ánimos para que se haga justicia a monsieur Grevy, cuya integridad es proverbial, y que pudiendo ofrecer a la historia una vida intachable, no es natural que en los últimos días de su vida se haya manchado con ninguna clase de complicidad en las corruptelas de Wilson. El respetable anciano injustamente agobiado de acusaciones, despierta vivas simpatías en todas partes, como víctima de las pasiones políticas. En esto los que van ganando son los monárquicos, verdaderos manipuladores de la intriga parlamentaria, que les ha salido a medida de sus deseos. En sus manos están hoy por hoy la suerte y el prestigio de la República, y como sigan contando con la colaboración de Clemenceau, el orador de las masas y el corifeo de las exageraciones, van a ser durante algún tiempo dueños de la situación. La historia se repite con increíble amaneramiento. En todas las épocas en que los vínculos de la autoridad no están bastante apretados, los intransigentes y bullangueros hacen el caldo gordo, como se suele decir, a los retrógrados. Francia, en este caso, con su experiencia de tantos años parece tan inexperta como los pueblos en que se inicia la práctica de la libertad y al cabo de los años mil, cuando parecía que ese país no tenía nada que aprender, nos sale con larutina de confabularse sus extremas para atropellar el buen sentido e imponerse a las tendencias sensatas, lo que prueba que los pueblos tardan más de lo que parece en salir de la adolescencia, pues cuando se les creía maduros hacen tales tonterías que no merecen sino azotes.

Deja un comentario