[Artículo] Visiones y profecías, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 29 de enero de 1883.

I

He tenido la suerte de que al inaugurar estas crónicas hayan ocurrido sucesos de tal naturaleza que su significación, por lo encubierta, da lugar a ruidosas disputas y comentarios. Me refiero al viaje a España del Príncipe imperial de Alemania. Alguien ha dicho que desde Carlos V acá no ha pisado las calles de Madrid un personaje de tal magnitud, como representación del principio monárquico y del poder político. Sea lo que quiera, hay que reconocer que el hecho de esta visita carecería de importancia si no se la dieran, y muy grande, los acontecimientos de París en septiembre último, y las varias interpretaciones de la Prensa española y extranjera.

El Príncipe Federico Guillermo ha venido a pagar una visita; así lo aseguran los que no ven segunda intención en este inesperado viaje.

Pero la casa imperial de Hohenzollern ha querido cumplir sus deberes de cortesía con una precipitación que, según dicen, no responde a las prácticas de la etiqueta. El Príncipe estaba tranquilo en Wiesbaben, sin sospechar siquiera la embajada que se le iba a confiar, cuando recibió órdenes de venir inmediatamente a saludar a Don Alfonso XII. Estas prisas, la significación altísima del personaje y la particularidad de no atravesar el territorio francés para venir acá, dan carácter muy marcado, o por lo menos sospechoso, a este cumplimiento internacional, a esta caricia de la más poderosa nación de Europa.

Como en todos los actos de la afortunada vencedora de Francia, cree ver la diplomacia europea alguna manifestación más o menos encubierta del pangermanismo, al pronto se ha atribuido la visita al deseo de hacer entrar a España en la alianza austroitalogermánica. Aún no considera Bismarck que Francia está bastante aislada y quiere que haya Pirineos, pero Pirineos más altos que los que quiso abatir Luis XIV, más con la palabra que con los hechos.

Y como las combinaciones diplomáticas son, por lo misteriosas, las que dan mayor y más fácil incentivo a la imaginación de los políticos, y las que más sirven dé comidilla a la gente cavilosa, todo el mundo se echa a discurrir y a formar planes de crueles guerras, mudanzas y repartimientos, dando cortes a este pobre mapa de Europa, que ya parece que mana sangre por las infinitas puntadas, amputaciones y tijeretazos que ha recibido. La manía de construir la historia futura es tan general que difícilmente pueden los más discretos librarse de ella. El poderoso talento sintético y la sagacidad que se atribuyen a Bismarck deben de ser ya, a lo que parece, patrimonio de todos los nacidos, porque ¿cuál de nosotros, por poco versado que esté en historia contemporánea, no se cree bastante fuerte para predecir lo que pasará en Europa el año que viene, las alianzas y coaliciones que se han de hacer, las desuniones y trastornos que han de sobrevenir y, finalmente, el replanteo de fronteras? Me atrevo a invitar a mis lectores a que se rían conmigo de los profe- las de café, recordándoles que los acontecimientos más decisivos de los últimos tiempos—la guerra de 1870, la hegemonía prusiana en la Europa central, la unidad de Italia, la destrucción del poder temporal del Papa, la revolución de España, su restauración misma en nuestro país—, han venido como de sorpresa, contra los cálculos de los que pasaban por más sagaces.

¿Qué pasará ahora? Hay un malestar inexplicable que es como el pesado bochorno que precede a los terremotos. La conflagración europea está próxima. Preparémonos.

Para saber lo que va a resultar de la guerra que amenaza a Europa, bástanos tener oídos y oír: «El primer cañonazo suena de la parte de Oriente. Las tres naciones aliadas han roto el fuego contra Rusia. El turco se estremece en su rincón de Europa no sabiéndo a qué santo o a qué Santón encomendarse. Cuando aún no ha vuelto de su asombro este desdichado, le gritan: «a Constantinopla», mas no para realizar, dándosela a los rusos, el sueño dorado y el testamento de Pedro el Grande, sino para añadir un remiendo más al abigarrado imperio danubiano. Como es muy probable que Francia, al ver a sus enemigos tan entretenidos en Oriente, les ataque por el Rhin, nosotros los españoles somos encargados de poner en un aprieto a nuestros vecinos, atacándoles por nuestra frontera. Los Pirineos, como los Alpes, responderán con ecos de guerra al tumulto de los Balkanes, y mientras allá sucumbe Turquía, y Rusia es empujada hacia el Asia, en Occidente resonará el Finis Galliae. Suponiendo que las cosas pasen tan fácil y sencillamente como se dice en cualquier suelto de periódico, vendrá inmediatamente el reparto del botín. Atención: «Alemania se redondea con la Polonia rusa, y además toma del Austria la Bohemia, la Galitzia y todas las provincias tudescas. Compensa estas pérdidas el imperio austrohúngaro con la adquisición de la hermosa Bizancio, codicia eterna de sus vecinos, y aun puede desprenderse del Trentino y del Tirol en favor de Italia. Esta arrebata a Francia su Niza y la Saboya, y a nosotros, los buenos occidentales que hemos coadyuvado a los planes de la triple alianza, nos dan, en pago de nuestros servicios, el Rosellón y Portugal.» A los autores de estas bonitas combinaciones de ajedrez, se les suele olvidar una pieza importante, y en el caso presente se han olvidado de la acción de la más astuta, la más vigilante y la más atrevida y quizá la más poderosa de las entidades europeas, Inglaterra, que en todas partes se encuentra y a todos los campos puede acudir con sus enormes armamentos por el ancho camino de los mares.

Por lo que a nosotros toca, una frase de Martínez de la Rosa, resucitada ahora con mucha oportunidad, expresa admirablemente cuál debe ser la conducta de España si son ciertas las sugestiones germánicas para hacerla entrar en la alianza: Amistad con todos, intimidad con nadie. En esta materia el buen sentido ha prevalecido aquí, cosa muy rara, pero evidente y lisonjera. Nuestra posición geográfica en Europa parece que nos marca la neutralidad como condición eterna de nuestra política exterior. Y por grandes que hayan sido nuestros progresos en los últimos años, no hemos adquirido las fuerzas necesarias para tomar parte en estas contiendas, ni nos hacen falta aumentos de territorio, porque en nuestra propia casa lo tenemos de sobra.

Pero si todos estamos conformes en no ofrecer ni un soldado ni una peseta a las furibundas ambiciones y rencores de la Europa central, la visita del príncipe alemán y los sucesos de París han producido aquí vehementes escisiones dentro de la esfera platónica de las simpatías por una u otra raza. A la hora presente todos los españoles somos galómanos ardientes o furiosos germanófilos. Disputamos calorosamente en público y en privado, en la Prensa y aun en los círculos estrechos de la amistad y de la familia sobre cuál de las dos naciones continentales excede a la otra en riquezas, en nervio, en cultura, y sobre cuál ha dado a la humanidad mayores frutos de civilización en ideas y hombres.

Vemos con gusto a personas, que siempre tuvieron pocas amistades con los libros, acudir ahora a las bibliotecas, revolver páginas, extraer citas, datos y argumentos en historias y enciclopedias. Nuestro temperamento pesimista y la vieja costumbre de desenvolver en la polémica la táctica ofensiva, es causa de que los disputadores, antes que de allegar argumentos favorables a la defensa de lo que estiman mejor, se cuiden de recoger y arrojar toda la ignominia y todo el desdoro posible sobre la parte contraria.

«¿Qué es Francia?—dicen algunos—. El país de la vanidad y del chauvinismo, o sea patriotismo cursi, defectos ambos que la llevan rápidamente a la decadencia. Su desprecio de todo y su desconocimiento de las fuerzas de sus enemigos lleváronla a la catástrofe de 1870. Hoy, la populachería de la revancha, aleja más cada día las probabilidades de recuperar el puesto perdido, y gasta sus fuerzas en declamaciones y en bravatas de mal gusto.

»Es, además, la falseadora de todos los principios, católica sin fe, republicana con hábitos monárquicos, anarquista y militar. Abusando de su papel de propagandista y de mediadora de las ideas, desfigura y corrompe cuanto toca.

»Ha escarnecido la religión, ha encanallado el poder, ha envilecido el arte. Habiendo matado el ideal por asfixia ha puesto en su lugar un dios de oro, a quien rinden homenaje todos los vicios. Los vínculos de la familia cristiana han quedado en su territorio reducidos a ridicula fórmula. No hay ya familia; hay sólo hombres y mujeres. Las liviandades organizadas en su capital dánle aún prestigio mentiroso, que arranca de las debilidades de los innumerables estúpidos y viciosos que hay en el mundo. La higiene y la policía del continente exigen que se desinfecte esa zona de Europa, centro y foco de tantos errores y vicios. Lo peor es que este gran enfermo padece, además, una locuacidad calamitosa y una insolencia incurable. Pudriéndose no cesa de amenazar, y muriéndose perdona la vida de todos los que lo rodean. Su riqueza no es un síntoma de vida; es, por el contrario, la calentura que le abrasa.»

II

Veamos ahora la contraria.

«¿Qué es Alemania? País de usurpación, formado de naciones que agrupó el látigo y ató el miedo; raza tosca, brutal, mal alimentada, cuyo ideal de preponderancia europea es un delirio estúpido, que se desvanecería si renunciara al uso inmoderado de la cerveza. Tiene por cabeza una especie de Tarnerlan, Emperador, Rey, Papa luterano, que afianza su trono en la ceguedad de su pueblo, y que se rodea de una pompa militar y palatina más propiamente asiática que europea. Gobierna en su nombre un aborrecido parásito, mezcla de altanería, crueldad y cinismo. Posee las cualidades del diplomático y del polizonte, y es maestro en el alto espionaje, en la mentira, la doblez y la venalidad. Para ahogar la conciencia pública han hecho de todo el país un cuartel y de todos los alemanes soldados, dominando así por el embrutecimiento y la disciplina militar. Sólo es permitida una libertad inocente: la filosofía, que, al sentir de muchos, contribuye al adormecímiento nacional y al servilismo de la raza. Llenan las Universidades manadas de filósofos, casta insufrible, enemiga de la discreción, del sentido común y de todo concepto claro.

»Durante un siglo, la Humanidad, ofuscada por la jerga alemana, ha tenido la flaqueza de tomar en serio esos indigestos santones de raciocinio enfermizo, nacidos de cerebros donde las ideas parecen tomar formas de oscurísimas y polvorosas telarañas.

»La filosofía germánica es la enfermedad encefálica de una raza; pero el mundo, que de ella se contaminó, ha comprendido al fin su ninguna sustantancia, y encierra en un manicomio a los que aún existen por acá dañados de esa ciencia funesta e incurable. El imperio alemán, con su ejército insostenible de soldados y filósofos, se empobrece más cada día, y al fin liquidará de un modo desastroso. El cáncer del socialismo que le corroe las entrañas se encargará de esto y de la. dispersión de los pueblos que componen aquella nacionalidad artificial y heterogénea. De esta raza han nacido, como de todas, artistas y poetas; pero la gracia es desconocida en todas las obras de sus ingenios, así como en otro orden faltan la delicadeza y suavidad de costumbres. Su tan ponderada Walhalla es la región del fastidio, porque la mayor parte de sus dioses no hacen más que bostezar allí, pidiendo al númen superior que les devuelva a la oscuridad, de donde nunca debieron salir.»

Al hacerme cargo de opiniones tan singulares las someto, sin añadir nada, al discreto juicio de mis lectores.

En medio de esta balumba de disputas y juicios tan diversos, importa declarar que hemos recibido al príncipe Federico Guillermo en las calles de Madrid, con cordialidad que no ha tardado en ser verdadera simpatía. No puede desconocerse que la forma ejerce mucha mayor influencia que la idea sobre las muchedumbres. La hermosa figura marcial de este señor prusiano, el lujo de su uniforme, su gallardía, aquella expresión de firmeza combinada con la afabilidad, aquel vigor que disimula los cincuenta y dos años de su alteza, presentándolo como un hombre de treinta y cinco, el prestigio militar que le rodea, la fama de sus victorias, lo que se cuenta de la sencillez de su vida privada, las anécdotas que se refieren de sus fabulosas campañas, han hecho viva impresión en el pueblo más novelero del mundo, que es sin disputa el de Madrid. Ni la más ligera manifestación de desagrado turbó la tranquilidad de estos días en que el príncipe se ha mostrado en público con la familia real. .

El día de la revista militar fué de lucidísima fiesta, por la esplendidez del sol, por la afluencia de gente en las calles, por el ruido y alegre tumulto de la pompa musical.

Nada seduce tanto al pueblo español como estas exhibiciones de nuestros soldados, cuya exterioridad es motivo de orgullo y aun de entusiasmo en la muchedumbre. No sé si en otras partes se dará el caso de que el estrépito de músicas y cornetas) al desfilar un regimiento, sea ahogado por los aplausos de los espectadores y que el murmullo del público sea tal que no se sienta el rodar de la artillería. Aquí es esto muy común, y cualquier falta cometida en el desfile da motivo a comentarios mil y a censuras acerbas. Somos muy militares, demasiado militares quizás, y en esta cuestión concreta del ejército atendemos más a la forma que al fondo de de las cosas. Quiera Dios, o nuestro patrón Santiago en su nombre, darnos un buen ministro de la Guerra, que organice nuestra milicia a la moderna, poniéndola en disposición de lucir tanto en el campo como en las calles. Y si por hoy nuestras dificultades interiores, que no son pocas, nos aconsejan la neutralidad, los horizontes políticos de Europa se presentan muy tenebrosos, y pudiera suceder que, contra la voluntad de muchos, nos viéramos envueltos en el torbellino antes de poder evitarlo.

III

De nuestro huésped dice en español el célebre escritor alemán, doctor Fastterath: «Federico Guillermo heredó la indestructible alegría de sus ante-pasados, las ocurrencias felices de Federico Guillermo I, la vena satírica de Federico el Grande y de Federico Guillermo IV; a su padre, el Emperador Guillermo, le debe la rectitud alemana, la discreción, el valor y la caballerosidad de los Hohenzollern; en fin, todas aquellas dotes que caracterizan a la Prusia vieja; y a su madre, la Emperatriz augusta, princesa de Sajonia Weimar, la delicadeza de sentimientos y una contemplación universal.»

En honor del joven Fritz, como le llaman en Alemania, se han dado aquí diferentes banquetes y saraos, en Palacio y en el Ayuntamiento espléndidas recepciones, cacerías en el Pardo y la Casa de Campo, corrida de toros, funciones en los teatros. Ha asistido a dos inauguraciones: la del nuevo local de la Academia de Jurisprudencia y la del hermoso grupo de bronce de Isabel la Católica, erigido recientemente. Y la citada Academia, institución humilde, donde los jóvenes jurisconsultos y estudiantes de Derecho se reúnen para adiestrarse en las lides del foro, nombró al futuro emperador de Alemania su socio honorario, concesión que, según dicen, ha agradecido mucho el favorecido. No parecerá esto muy fuera de lugar a los que sepan que su alteza ilustrísima cursó la facultad de Derecho en la Universidad de Boun y que tiene particular afición a los estudios morales, políticos y sociológicos. Es ciertamente extraño que el más elevado representante de la autoridad en Europa, el que parece humano emblema de los potentes ejércitos modernos, el que simboliza los más ruidosos triunfos de la espada, haya recibido de una Comisión de estudiantes la medalla y el título de esta Corporación modesta, cuyo nombre no se ha pronunciado nunca fuera de aquí; que se haya puesto la medalla, demostrando, no sólo indulgencia y galantería, sino verdadero gozo, y que al contestar al presidente de la Academia se haya manifestado orgulloso de la distinción recibida, diciendo que muchos se la envidiarían en su país. No faltarán quizás maliciosos que interpreten esto como inspiración de aquella vena satírica de que habla el doctor Fastterath; pero tenemos idea muy alta de la gravedad y honradez de estos señores Hohenzollern para ver en sus palabras otra cosa que una sinceridad caballeresca.

De todas maneras, es maravilloso ver cómo se han humanado los dioses. Este hombre, que pasea entre nosotros, que trata con exquisita cortesía y hasta con familiaridad a cuantos se le acercan, se ceñirá mañana, por ley de la naturaleza, la corona de hierro. En su mano estarán los ejércitos más grandes y poderosos del mundo, y podrá con la sonrisa de sus labios o el ceño de su frente, anunciar a sus cortesanos la paz o la guerra. Pendiente de su dictamen estarán pavorosas cuestiones, y le bastará desearlo para que sea lanzada la Europa toda a grandes alteraciones y catástrofes.

Deseemos, pues, que Dios conserve en su ánimo las aficiones de académico, de jurista y de alumno de la facultad de Bonn. Deseamos que no se acuerde más de los sangrientos laureles de Chum, de Woerth y de Wissemburgo.

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