Sepulcro de Gómez Carrillo de Albornoz y su esposa

Catedral, Presbiterio.

Texto de don Ricardo de Orueta

En el muro de la Epístola de la capilla mayor de la catedral de Sigüenza, y algo más abajo que el sepulcro del cardenal de San Eustaquio, se abren estos otros dos, superpuestos, como las literas de un camarote, y bajo arcos que, indudablemente, no son los primitivos, sino del tiempo de Mendoza, cuando se reformó el presbiterio. Antiguo no quedan más que las dos estatuas y el sarcófago del caballero con su pestaña, que es donde está la inscripción. Esta dice así:

«AQUI YACE EL NOBLE CABALLERO GOMEZ CARRILLO DE ALBORNOZ, CAMARERO DEL REY D. JUAN SEGUNDO NUESTRO SEÑOR; FINO EN ESCALONA JUEVES DOS DÍAS DEL MES DE NOVIEMBRE DE MILL E CCCC E QUARENTA E UN AÑOS. Y LA MUY NOBLE SU MUGER, CUYA ANIMA DIOS AYA, UNO EN BRIHUEGA A CINCO DIAS POR ANDAR DEL MES DE OCTOBRE AÑO DEL NASCIMIENTO DE NUESTRO SALVADOR JHU XPO DE MILL CCCC QUARENTA E OCHO AÑOS».

Se ha supuesto que este Gómez Carrillo de Albornoz fuera el padre del cardenal de San Eustaquio, pero el obispo Sr. Minguella cree que se trata de un sobrino de dicho cardenal, hermano de D. Alonso Carrillo de Acuña, obispo de Sigüenza y arzobispo más tarde de Toledo. En este caso la yacente de arriba debe representar a D.ª María, su esposa, hija de D. Diego de Castilla, un bastardo de D. Pedro el Cruel.

También son estas dos obras francamente borgoñonas, aunque muy diferentes en su estilo y en su tendencia a la del cardenal, y de un arte sobrio y elegante y de lo más hermoso que tenemos en nuestra historia. Por el modo especial como aparecen tratados los huesos del rostro, por la línea quebrada, también sui generis, que forma la cabeza con el cuello y éste con la espalda, por la manera de comprender la oreja y de labrar los paños, y por la esbeltez de las proporciones, me parece que coinciden estas estatuas con las de los parientes de D. Alvaro de Luna, en la catedral de Toledo, y desde luego me atrevo a pensar que se deben todas a un mismo artista, que debió florecer aquí al finalizar la primera mitad del siglo XV.

Siendo este escultor un seguidor fiel de la manera borgoñona en cuanto a la factura y a las notas generales, no deja por esto de acusar fuertemente su personalidad en la tendencia estética o efectos que desea causar, y hasta en las mismas particularidades de ejecución que apunto más arriba. Sus estatuas funerarias – únicas que conozco como suyas de modo indudable- tienden, por excepción, aquí en Castilla a causar un efecto trágico, a evocar de un modo directo la idea de la muerte. Esto no era raro allá en Francia ni en Borgoña, pero no se coincidía en aquellos países de un modo perfecto con el arre de este escultor. La visión de la muerte se ocasionaba allí presentando con un realismo minucioso, a veces repugnante, todas las fases de la descomposición de la materia: esqueletos, momias, cadáveres en putrefacción, produciendo unos efectos de horror y repulsión que podrán ser muy piadosos y muy saludables, pero que no tienen nada de calcológicos. La escultura funeraria castellana, procediendo directamente de la francoborgoñona, hasta el extremo de que el mayor número y los más afamados artistas conocidos eran naturales de allá, no sigue, sin embargo, esta dirección -tal vez los compradores la rechazaran y se opusieran a la inclinación de los artistas, sino que, por el contrario, tiende siempre a encubrir, a disimular la evocación más o menos remota de la muerte. El sepulcro aquí, sólo es un monumento a la gloria y honor del difunto, como lo eran también los italianos, con algo, no mucho, de pensamiento religioso y desde luego nada, o lo menos posible, de sugestiones fúnebres: abundan las estatuas dormidas, como la del cardenal de San Eustaquio, o las hieráricas e impasibles, con impenetrabilidad de esfinge, o las vivas y despiertas, con los ojos abiertos, pasando el rosario, abriendo un libro, que no toman del cadáver más que la posición supina. 1.a nota melancólica la suele dar un pajecito o dueña, muy delicados, que velan o rezan a los pies de la estatua. El tema religioso falta en muchos monumentos, y en otros sólo aparece en lugares secundarios o poco visibles. En cambio se acentúa el valor de las armaduras, los escudos, las insignias y los hábitos, y se detalla extensamente en la inscripción el lugar social que ocupara el difunto.

Pues este artista no es en su tendencia ni ultrapirenaico ni castellano. Sus estatuas están muertas, profundamente muertas, pero no toman de la muerte su repugnancia, sino únicamente su dramatismo; no dan asco, sino terror de muerte; no son materia que se pudre, sino espíritu que sufre, evocaciones espectrales, quejidos del otro mundo. La emoción que causan es trágica y honda, pero eminentemente espiritual, sin asomo de movimiento físico repulsivo; impresiones de alma a alma, del alma misma de la muerte, allí representada, al alma que contempla y se conmueve; y esta conmoción, aunque fuerte, es dulce, sentimental y bella.

Me es imposible analizar desintegrando los medios técnicos de que se vale el escultor para producir estas impresiones, porque esos matices de la emoción tienen siempre mucho de inconscientes, de emanaciones espontáneas de la sensibilidad, que ni el artista prefija, ni el crítico puede señalar con precisión demostrativa. Creo, sin embargo, que la impresión grata y plácida de esplritualismo tranquilo, la fundamenta en la depuración de las proporciones, que alarga y estira cuanto los cánones de aquel tiempo le consienten, acentuando este efecto con un ropaje de luces y sombras muy contrastadas, muy seguidas, y todas en la misma dirección, paralelas al cuerpo, que además subrayan la impresión de horizontalidad, que con la posición de las manos son las notas, en cuanto a la actitud, que sugieren de un modo vago la emoción de la muerte. A más de esto, adelgaza los miembros, afina las articulaciones, estira el cuello, con lo que adquieren las figuras una suprema elegancia y alguna de ellas aires de juventud, fácil y suelta en sus movimientos.

El acento hondo de tragedia lo da siempre la cabeza, el rostro principalmente, y aun dentro de él las partes duras. Se acusan con vigor inusitado los pómulos, que se continúan hasta las orejas por unas arcadas zigomáticas más salientes y más agudas que lo real y verdadero; bajo éstas se marcan unas cavidades, casi desprovistas de cuerpos carnosos, que limitan por abajo algunas masas blandas pegadas ya al ángulo de la mandíbula, y que no son tan abundantes que impidan acusar con fuerza y vigor todo su borde. Ls ojos se rodean así por un círculo de huesos, y hasta la oreja, con un dibujo tan duro que da tanto relieve al borde de su pabellón, parece también de hueso, o por lo menos seca. Pero no por esto se produce jamás el efecto de calavera o de momia, pues el autor ha cuidado de contrarrestarlo con la boca, siempre blanda y joven -hasta en las estatuas de los arzobispos, personas de cierta edad- rica en matices de modelado y en frescura.

Esta cabeza descansa sobre un montón cúbico de laureles -que luego se imitará en la capilla de Santa Catalina-, y como este almohadón no cede apenas ni se hunde con el peso de la cabeza, ésta viene a ocupar una posición horizontal, en un plano algo más alto que el del cuerpo y paralelo a éste, unidos ambos por la línea muy oblicua del cuello. Este zigzag marcado es muy característico del escultor y acentúa la expresión de malestar, de ansia, a más de dejar perfectamente visible el cuello, tan flaco y tan espiritado.

Otra característica, y también expresiva, de este escultor, es su manera de tratar el escaso cabello que siempre pone en sus estatuas. Parece que le repugna hacerlo. Ls seis que conozco suyas están cubiertas, y sólo en las cinco de varones deja asomar bajo el borde de los tocados una faja estrechísima de pelo, que disminuye hacia la frente, afectando la forma de un segmento de círculo, sin el menor recuerdo de patilla ni del dibujo peculiar que suelen trazar los cabellos sobre las sienes. Esto, que causa un efecto de peluca, no obedece a impericia ni a indolencia para tratar con el cincel las minucias engorrosas de una gran masa de pelos largos o cortos, pues en el sepulcro de D. Juan de Luna, en Toledo, ha labrado bastante bien unos salvajes sosteniendo escudos, que tienen grandes bigotes, barbas y melenas y el cuerpo entero cubierto con largos vellos. Lo debió hacer para no velar en nada la sequedad de la oreja ni la demacración de las sienes y mejillas, y para poner más de relieve la dureza y el grosor de los huesos del rostro, principalmente de los zigomáticos.

Lo distingue también que sus estatuas no tienen carácter, no ofrecen rasgos singulares; no debieron nunca ser retratos. Más bien se parecen las unas a las otras, sin distinción de jóvenes o viejos, hombres o mujeres, lo que parece indicar, además de la identidad en la manera de hacer, delatora de un mismo artista, que no se ha ido a buscar la fidelidad individual, que no habría de darse del mismo modo en personas de tan diferentes familias, y que sólo se ha buscado el producir en todas el mismo efecto, empleando siempre idéntico recurso.

Todo esto, como se ve, difiere ya bastante de la tendencia que dominaba en el sepulcro del cardenal de San Eustaquio. En el de D. Gómez Carrillo, como en todos los de este escultor, se busca ya un efecto estético o religioso, aunque siempre sea el mismo, se desentraña la realidad, se la selecciona, y el artista rebusca en ella con una guía, la de este efecto que desea causar, o marcha hacia la emoción o la nota sentimental adonde lo arrastra su temperamento. En uno o en otro caso, sea su arte prefijado o inconsciente, coincide bastante con los artistas de Italia, pero no se trata más que de coincidir, y en algo muy importante, pero no único, ni suficiente por sí solo a caracterizar a los escultores de allá, que a más de ésta aportaban otras muchas notas que no se ven aquí, y aun esta misma se da alguna que otra vez en artistas góticos, aun cuando no sea de un modo general ni llegue nunca a ser signo de la escuela. Es, pues, una coincidencia que no implica aprendizaje en Italia, ni aun siquiera haber visto cosas italianas, ni autoriza, por lo tanto, a suponer que estos sepulcros dejen de ser góticos en todo el rigor de la palabra.

Miden estas yacentes un metro sesenta de longitud, y están labradas en alabastro y no en mármol, como también se ha supuesto.

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