Mensaje de Galdós [1908]

El levantamiento espiritual de España, precursor sin duda de una resurrección activa de la Democracia, se ha manifestado ya en diferen­tes ciudades, villas y territorios de nuestra Península. Faltaba que las voces tribunicias, que han despertado los corazones dormidos, resona­ran aquí, en este pórtico de la casa hispana por donde salimos a respi­rar la civilización europea, por donde esa misma civilización, oleada vivificante, penetra en los pulmones de la vida nacional.

A esta ciudad de refinada cultura, de fresca y juvenil belleza, como recién salida del seno de las artes urbanas, corresponde hoy for­mular la protesta contra las leyes de absurda represión que intenta im­ponemos el ultramontanismo. Vuestra protesta será más que ninguna confiada y arrogante, porque desde aquí, volviendo los ojos a la cerca­na frontera, veis el rostro amable de Francia y su mirar dulce y tran­quilo, en el cual resplandecen tantos ejemplos dignos de imitación.

Resuenan nuestras voces en los oídos de España y en los de la nación hermana y vecina, para que ésta pueda contar al mundo nues­tro duelo por el suplicio con que se nos amenaza, decirle también vuestra resolución firme de cortar los vuelos al poder clandestino que nos gobierna. San Sebastián, que con Inín, Hemani y otros pueblos heroicos, supo contener el empuje del absolutismo armado, sabrá de­fenderse ahora de este otro absolutismo que introducido en nuestras viviendas, quiere destruimos, no con el hierro y la pólvora, sino con el veneno de sus artes farisaicas.

La capital de Guipúzcoa es testimonio vivo de las dos espantosas guerras, que vistas a distancia desde nuestros días nos parecen fantás­ticas, inverosímiles, como pesadilla histórica que nos oprime el cora­zón aún después que despertamos de ella. Estos nobles pueblos pre­senciaron la primera descomunal contienda en que la fe liberal, con loco esfuerzo y sacrificio de generosas vidas, pudo al fin salvar y afian­zar el trono de Isabel II. Años después, pasada la tregua en que des­cansaron las armas, pero no el enojo recíproco de los beligerantes, vie­ron estos pueblos otra campaña sañuda y tenaz, a la cual con nuevo esfuerzo y derroche de sangre, puso fin la gente liberal consolidando el trono de Alfonso XII. No pasa mucho tiempo sin que se suscite una tercera guerra, mejor dicho, ocupación o asalto en los primeros años invisible y silencioso, guerra que no estalla sino más bien mina, ene­migo astuto que tantea y ocupa todo lo que encuentra débil en el cuer­po social, y allí se establece, allí se nutre, engorda, crece y acaba por imponer su autoridad entre las muchedumbres distraídas o acobarda­das. De tal suerte, los vencidos de las dos primeras guerras civiles han venido a monopolizar cómodamente la gobernación de estos desdicha­dos reinos.

Cómo se ha operado esta metamorfosis del absolutismo, antes fiera pujante, ahora «bacillus» que invade el interior del organismo, es cosa difícil de explicar sin largo examen de hechos y personas. Este fe­nómeno de los vencidos en la guerra, vencedores en una paz descuida­da, es evidente en nuestro país y está bien claro a la vista de todo el mundo. Observando en derredor nuestro las desdichas que exteriori­zan la intoxicación absolutista, el fanatismo, la incultura, el atraso, la pobreza, viene a nuestra mente el recuerdo del colosal sacrificio de vi­das, del inmenso desgaste de energía belicosa con que llenamos casi toda la Historia del siglo XIX. Mas remordimientos que vanagloria traen a nuestro espíritu aquellas épocas de sacrificio, en las cuales puso la nación española toda su alma, abnegación, hazañas, ardorosa fe.

¿Será posible, decimos hoy perplejos y angustiados, que los gran­des méritos de un pueblo no tengan otro pago que la ingratitud? Si esta interrogación no fuese desmentida de un modo eficaz, aunque tar­dío, todos los españoles amantes de la libertad sentirían clavada en su mente la idea de que se imponen a la nación nuevos y más claros de­rroteros. Esto es rigurosamente fatal, porque si por la experiencia sa­bemos que la vida privada puede manifestarse la ingratitud sin dejar huella, produciendo tan solo pasajeros quebrantos, la Historia nos dice que en la vida de los pueblos nunca dejó de tener inexorable fallo.

Leído por Adrián Navas, director de La Voz de Guipúzcoa, en el mitin de San Sebas­tián del 20 de junio. El País, 21 de junio de 1908.

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