Carta de Galdós [1908]

Siento alegría indecible al verme de nuevo en esta ciudad incom­parable, gala de España y del mundo; ciudad que con los esplendores de su belleza y su cultura trae a mi espíritu la evocación de amistades inolvidables y de los afectos más puros de mi vida literaria. Siento además orgullo y emoción al verme frente al pueblo de Barcelona, vi­goroso y consciente cual ninguno, por su percepción clara del dere­cho, por la entereza grave con que se apresta a cumplirlo y a pedir su cumplimiento a los Poderes públicos. Poseéis fuerza anímica porque sois trabajadores: el trabajo es el primer auxiliar de la inteligencia y el estímulo de toda energía. De los holgazanes y distraídos no ha obteni­do jamás la Humanidad benefìcio alguno.

Nuevo en la política activa el que ahora os habla, habréis de per­mitirle que deje a un lado historias recientes, y que prescinda de mo­tes, denominaciones o marcas políticas para apreciar los hechos en su estado presente y en su actualidad viva. Bien podéis decir que os en­contráis en vuestras posiciones propias, y que en ellas sabréis mante­neros con la sola virtud de vuestra perseverancia en los ideales que antes os movían. Triunfaréis con la eficacia del viejo programa arran­cado de las entrañas de la Nación dolorida, programa elemental, uno y santo, nacido del secular sufrimiento y alimentado por la infinita an­siedad de existencia más gloriosa y fecunda. Vuestro programa senci­llísimo es la voz clamante del alma nacional que os dice: «No quiero morir. Renovad mi vida con generaciones robustas, ricas de sangre, de pensamiento y voluntad».

En su continua evolución moral y fisica, Barcelona, hiriente de actividad, nos ofrece nuevos aspectos dignos de admiración, y otros que nos mueven a profunda tristeza. De algún tiempo acá han soplado aquí furibundos vientos de discordia; criminales hechos han turbado la conciencia pública; locas intransigencias y aberraciones del espiritua- lismo han alterado profundamente la paz de las almas. En días lejanos, el circuito de vuestra noble ciudad se componía tan sólo de severas construcciones industriales. Hoy tenéis en derredor de vuestro caserío un cerco apretado de baluartes, que son fábricas de fanatismo y talle­res de superstición.

Ese cordón que os rodea, como curva hilera de comensales satis­fechos sentados en tomo a la mesa de un festín, os dice claramente que a todos los problemas políticos se ha de anteponer el de la instruc­ción teórica, pesada y asfixiante tutela que nos imposibilita para toda función vital, desde el pensamiento a la respiración. Esta ingerencia se manifiesta entrometida y perseguidora hasta en los actos más distantes de la vida espiritual; con sutileza tenaz penetra en la vida afectiva; se apodera de las resoluciones del hombre por el corazón y la piedad irre­flexiva de la mujer; fomenta el raquitismo intelectual en la educación del niño y a todos cierra el camino para la libertad confesional. Si re­negáis de su dominación absorbente, trata de quitaros el agua y el fue­go, os aísla, os maldice, amarga vuestros esparcimientos y os prohíbe las más honestas diversiones; enturbia, en fin, las fuentes de la vida, para que, muertos de sed, extenuados por la miseria y el embruteci­miento, os rindáis al poder orgulloso que desde un trono lejano quiere afianzar aquí su dominio, imponiéndonos leyes inquisitoriales, como ésta del terrorismo, contra la cual, airada, se levanta España entera.

En vuestra hermosa ciudad, elementos egoístas, atentos sólo a rodearse de comodidad para cultivar con descanso sus intereses y qui­tar todo estorbo al manejo caciquil, dieron los primeros martillazos en la forja de esta ley nefanda. A vosotros, republicanos catalanes, os co­rresponde ser los más enérgicos en condenarla, los más ejecutivos en desbaratar esa máquina de tormento y hacerla polvo.

Contra el bárbaro engendro desplegad toda vuestra pujanza; no empleéis la violencia, que, en realidad, ha de ser innecesaria. El figu­rón teocrático, inspirador de esta ley, es menos terrible de lo que a primera vista parece por la negrura de su aparato externo y por los tortuosos procederes de su gestión y propaganda. Bastará, creo yo, la actitud, siempre que ésta sea firme, perseverante y sin ningún des­mayo. Mostraos inflexibles, derechos, poniendo delante de la ira la se­veridad y delante de la severidad la razón. Obligad a los Gobiernos, cualesquiera que sean, a levantar un valladar fuerte entre las preten­siones teocráticas y la vida nacional.

Libertad, decid, libertad para todos, no para ellos solos. Clamad porque la enseñanza en todos sus órdenes pase de las manos de la ciencia muerta a las de la ciencia viva. Sean desatadas las conciencias, con lo que la misma fe religiosa levantará su vuelo a mayor altura.

Si esta política de defensión no bastase, y nuestros enemigos nos burlaran prolongando por vías tenebrosas su acción absorbente, no vaciléis en emplear la política del despejo. Desechad todo escrúpulo; nada temáis; como no tropezaréis con derechos de cuidadanía, podréis legalmente aplicar a la teocracia intrusa, con muchísimo respeto, el trato de invasión extranjera.

Esta obra podrá ser realizada por vosotros, quizá por algún Go­bierno monárquico; que no es aventurado suponer la súbita precipita­ción de los acontecimientos. De la eficacia del despejo, como función política, nos dieron ejemplo admirable un monarca absoluto y un vale­roso ministro. La memoria de aquel Rey y de su consejero debemos enaltecer aquí, proclamando por bocas republicanas los nombres de Carlos III y del conde de Aranda.

Considerad esto, finalmente, como un nuevo tributo y homenaje a la Independencia Nacional, porque el ejército invasor, con su cabeza y miembros principales en país extranjero, pretende afianzar y perpe­trar en el nuestro el dominio de las almas y del territorio. Defendamos nuestro suelo, defendamos nuestras almas. Declaremos intangibles la tierra y el cielo de España; es decir, el pan y la conciencia.

Leído por Galdós en el mitin de Barcelona.

El Cantábrico, 16 de junio de 1908.

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