Palabras de Galdós. A los republicanos [1907]

Nunca creí que el despertar del pueblo español fuese tan rápido: nunca pensé que las esperanzas de encontrar en el cuerpo nacional el calor de la vida tuvieran realidad tan pronto. Los que allá, en el pára­mo de la oligarquía, miden la extensión del aplanamiento de España por el escepticismo y la tristeza del rebaño monárquico, podrán decir ahora con sorpresa y alegría: El pueblo español vive, o despierta, o re­sucita; el pueblo español se nos presenta de nuevo en pie, con la noble arrogancia cívica, con todo el espíritu de libertad y reivindicación que palpita en nuestra historia, desde Viriato hasta Prim.

Creíamos que la dura piedra arrojaría lumbre en cuanto se le hi­riera con el eslabón. Pero aún ha sido más eficaz este pedernal de la patria. No ha necesitado recibir el golpe: en cuanto ha visto cerca el eslabón, ha empezado a soltar chispas por uno y otro lado. Percutid enérgicamente con las aceradas voluntades, y sacaréis todo el fuego preciso para el generoso incendio de nuestra regeneración.

Ya podemos abrir nuestros corazones a la esperanza. Los que vi­ven en aquel páramo no tienen este consuelo, porque allí la esperanza no es más que una flor marchita, y sobre marchita, pisoteada.

Allí tan sólo crecen exhuberantes el pesimismo agorero, las bur­las escépticas de todo ideal grande y humano, el desdén de las glorias patrias, la negación desnuda y fria de que podamos llegar a un estado mejor. Allí todo es ruina y marasmo: allí la familia española, encerrada en corto espacio mental, como el rebaño dentro de la teleras, no pue­de dar un paso; los magnates y privates, satisfechos con el bienestar heredado o con el adquirido en lo que bien podremos llamar «indus­tria política», prohíben hasta el intento de renovación; disminuye el suelo cada día; disminuye y se rarifica el aire respirable; allí, en fin, es­cucháis de continuo estas expresiones siniestras que hielan la sangre: «No hay salvación…Todos son lo mismo…Se han acabado los hom­bres…». «Los vicios de la raza son ya irremediables; las virtudes de la raza se fueron y no han de volver».

De este modo hablan, de este modo piensan; y así como los men­tirosos de profesión acaban por creer las falsedades que ellos mismos inventan, muchos habitantes de aquel páramo han creído hasta hoy que la vida española podría comprimirse dentro de tan estrecho mol­de. Pero el molde se ha roto, y por las roturas salen las voces de los oprimidos, de los hambrientos de verdad y sedientos de luz. Así en el orden monárquico como en el religioso, recobra su imperio la dulce incredulidad, fruto precioso de la inmensa labor mental del siglo XIX. Muy pronto, los que creían o fingían creer, movidos del particular in­terés y del provecho colectivo, destaparán el rostro servil, destaparan el rostro farisàico y no han de recatarse para decir: «Se acabó el enga­ño, se acabó el Carnaval político y religioso en que hemos corrido y bromeado vestiditos de abates honestos o de palaciegos rutilantes y entramos en la vida común de la verdad». La verdad se impone. Con­tra esa luz soberana no hay artificio que no sea pasajero, ni convencio­nalismo que dure más que los falsos sentimientos que lo motivaron.

Grandes son los obstáculos que habréis de vencer para traer a nuestra nación a un régimen de verdad; pero vistos y examinados de cerca pierden bastante de su aterradora corpulencia. Volver los ojos al siglo pasado, del cual venimos todos como avalancha que arrastara un mundo de pasiones, de ideas y formas, fundamento y materia prima para la inmensa labor de las generaciones del presente. Volved los ojos al siglo anterior y veréis que todo su desarrollo histórico puede y debe llevar esta rotulación amarga y lúgubre: Siglo XIX. La herencia de Carlos IV. Aquel desgraciado rey y su lozana esposa María Luisa de Parma, fueron sin duda, enemigos inconscientes de la nacionalidad es­pañola o sintieron hacia ésta un odio entrañable y trágico. Como si nos echaran una maldición, semejante por su terrible eficacia a las sen­tencias de los hados en la edad mitológica, nos dejaron y legaron a sus dos hijos Fernando VII y D. Carlos María Isidro, infundiéndoles al echarles al mundo una vida que había de perdurar entre nosotros por tiempo indefinido.

Aquellos dos hombres representativos de dos ideas, que al fin en la reconciliación presente han llegado a ser una sola idea y una acción sola, entorpecieron durante el siglo precedente por diferente modo toda tentativa de cultura; pusieron vallas al progreso, encenagaron la instrucción del pueblo, opusieron a la libertad el absolutismo descara­do o su hipócrita variante el gobierno personal, desataron la furibunda teocracia unas veces a la luz del día, otras solapadamente, con disfraz de artificios constitucionales.

Nada o muy poco pudieron las revoluciones y las luchas civiles contra estos seres maléficos que se infiltraban en nuestra existencia. Su política y su guerra civil los derrotaban, les daban muerte y sepul­tura; pero ellos poseían el don fatídico de resolver la vida y de salir de sus mal cerradas tumbas para reaparecer entre nosotros tomando for­ma y representación de personas vivas, trayendo a nuestra vida su muerte y sus gusanos, a nuestro calor su frío glacial.

Las revoluciones los mataron y las guerras civiles los enterraron. Ni la grandeza de El Escorial o del panteón de Gratz han sido losa bastante pesada para impedirles que salgan y nos visiten, que nos go­biernen y se burlen con fúnebre risa macabra de nuestras ansias de li­bertad y de vida.

Pues bien, amigos y correligionarios, es preciso que, definitiva­mente y de esta vez para siempre, queden esos muertos execrables donde no puedan inmovilizar ni corromper nuestra existencia. Es for­zoso enterrarlos de veras, poniendo sobre ellos pesadumbre tan abru­madora que no logren levantarla. No bastará la mole del Escorial; po­ned encima todo el granito del Guadarrama, todo el mármol en que están grabadas nuestras Constituciones y nuestros derechos, encima la grandeza infinita de la conciencia libre y encima de todo la mano tre­menda justiciera de la República Española.

Palabras leídas por Galdós a los republica­nos de Madrid en el Casino de la calle de Pontejos, y El País, 19 de abril de 1907.

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