Observaciones sobre la novela contemporánea en España (II)

II En la novela de impresiones y de movimiento, destinada sólo a la distracción y deleite de cierta clase de personas, se ha hecho aquí cuanto había que hacer, inundar la Península de una plaga desastrosa, haciendo esas emisiones de papel impreso, que son hoy la gran conquista del comercio editorial. La entrega, que bajo el punto de vista económico es una maravilla, es cosa terrible para el arte. Es como la aplicación del periódico a toda clase de manifestaciones literarias, y expresa una tendencia de nuestro siglo, la tendencia a aceptar para todo el sistema inglés de los muchos pocos, que aquella buena gente sabe aplicar a todo. Como quiera que sea, los recursos de publicidad aumentan considerablemente con la entrega, El libro, dividido de este modo, penetra hoja por hoja en todos los hogares, y es accesible a las fortunas más modestas. No vituperamos todavía ese sistema; porque el mal no está en él. Como excelente medio de propagación la entrega ha podido difundir lo malo y darle una extraordinaria circulación con la rapidez y la ubicuidad del periódico. No ha absorbido todo el público la clase de novelas de que hemos hablado. Siempre hay un pequeño número de lectores para los ensayos que en otros géneros se han hecho. También aquí se ha intentado crear una novela de salón; pero es una planta ésta difícil de aclimatar. Verdad es, que por lo general, valen poco las producciones de esta clase, que no son sino imitaciones muy pálidas y muy mal hechas de la literatura francesa de boudoir. A esto contribuye en gran parte el afrancesamiento de nuestra alta sociedad, que ha perdido todos los rasgos característicos. Ya desde principios del siglo pasado, la reforma de la etiqueta, la venida de los Borbones, la irrupción de la moda francesa, comenzaron a desnaturalizar nuestra aristocracia. En el presente siglo aún existía un resto de aquellas costumbres caballerescas de la antigua nobleza; la parte principal del reinado de Fernando VII fomentó en ella su innata afición a los toros y a los frailes, al paso que le hacía perder sus cualidades seculares de noble orgullo y exagerado pundonor; y por fin, la mayor cultura de la presenta época, la educación literaria recibida por casi todos los jóvenes de alta alcurnia, ha modificado completamente la clase, alejándola de aquel vicioso y rancio españolismo que fue una degeneración de la primitiva caballerosidad castellana. Hoy la aristocracia no es aventurera, ni petulante, ni idólatra de los toros, ni mogigata. Es una clase perfectamente reconciliada con el espíritu moderno; que ayuda a impulsar más bien que entorpecer el movimiento de la civilización, y vive tan tranquila y pacífica en medio de una sociedad que ya no domina y dirige, contenta de su papel, contribuyendo a la vida colectiva con lo que su influencia y su poder le permita, alternando con todos nosotros durante el día y retirándose por la noche allá al recinto de sus salones, donde penetran ya toda clase de mortales. Por lo demás, los amantes de los pintoresco y lo característico encontrarán a esta aristocracia un poco vulgar: la adopción del ritual francés para todas sus ceremonias, el continuo uso de aquella lengua y de sus fórmulas de cortesía, la afición, mejor dicho, el delirio por los viajes elegantes ha rematado esta obra de nivelación, asimilando a todos los nobles de la tierra. Por eso la novela de salón, de una tendencia puramente elegante y de sport, es entre nosotros una flor exótica y de efímera existencia. Además, el círculo de la alta sociedad es estrecho; nos interesa poco lo que hace esa buena gente allá en sus encantados retiros; es verdad que la pasión suele presentarse en ella con bríos extraordinarios, dando origen a sucesos de gran interés y novedad. Es verdad que hay allá arriba vicios trascendentales (vulgarmente) que no son distintos de los vicios de aquí abajo (aunque no mayores como se cree), y que son un gran elemento de arte ridiculizados o corregidos con habilidad, pero, o nuestros novelistas no saben tratar el asunto, o no han tenido el acierto de ser un poco más generales, poniendo en contacto y en relación íntima, como están en la vida, todas las clases sociales. La novela, el más complejo, el más múltiple de los géneros literarios, necesita un círculo más vasto que el que le ofrece una sola jerarquía, ya muy poco caracterizada; se asfixia encerrada en la perfumada atmósfera de los salones, y necesita otra amplísima y dilatada, donde respire y se agite todo el cuerpo social. La novela popular es la que únicamente ha sido cultivada con algún provecho, sin duda por las tradiciones de nuestra novela picaresca, cuyos caracteres y estilo están grabados en la mente de todos. Es más fácil retratar al pueblo, porque su colorido es más vivo, su carácter más acentuado, sus costumbres más singulares, y su habla más propia para dar gracia y variedad al estilo. En el pueblo urbano, muy modificado ya por la influencia de la clase media, sobre todo en las grandes ciudades, la dificultad es mayor. Los nuevos elementos ingeridos en la sociedad por las reformas políticas, la pasmosa propagación de ciertas ideas que van penetrando en las últimas jerarquías, la facilidad con que un pueblo dócil y de vivísima imaginación como el nuestro acepta ciertas costumbres, hacen que sea más difícil y complicada la tarea de retratarlo. El pueblo de Madrid es hoy muy poco conocido: se le estudia poco, y sin duda el que quisiera expresarlo con fidelidad y gracia, hallaría enormes inconvenientes y necesitaría un estudio directo y al natural, sumamente enojoso. Se equivoca el que cree encontrar a ese pueblo en las obras de Mesonero Romanos. El buen Curioso Parlante se quejaba de que hubiesen desaparecido las manolas, los chisperos, los covachuelistas, los lechuguinos, los antiguos barberos: él fue un pintor concienzudo de los nuevos tipos que produjo la transformación de la sociedad hace treinta años; y tal vez estaría muy lejos de creer el ilustre madrileño, que bien pronto desaparecería también aquella falange de personajes que él vio nacer y que observó con singular maestría. Ya todo es nuevo, y la sociedad de Mesonero nos parece casi tan antigua como la de las antiguas fábulas, como la categoría de los rufianes, buscones, necios, corchetes, gariteros, hidalguillos y toda la gentuza que inmortalizó Quevedo. En la novela de costumbres campesinas, Fernán Caballero y Pereda han hecho obritas inimitables. El primero ha pintado la buena gente de los pueblos de Andalucía con suma gracia y sencillez, retratando la natural viveza y espontaneidad de aquella noble raza. Sólo se bastardea y malogra su ingenio cuando quiere salir del breve círculo del hogar campestre. Fernán Caballero cae por tierra desde que quiere elevarse un poco, y nada hay más pobre que su criterio,  ni más triste que su filosofía bonachona, afectada de una mogigatería lamentable. Pereda es un pintor muy diestro: sus Escenas Montañesas sin pequeñas obras maestras, a que está reservada la inmortalidad. ¡Lástima que sea demasiado local y no procure mostrarse en esfera más ancha! El realismo bucólico y la extraña poesía de que debe revestir a sus interesantes patanes, no pueden realizar por completo la aspiración literaria de hoy. Es aquello muy particular, y expresa una sola faz de nuestro pueblo. Es un horizonte más vasto, aquel ingenio tan observador y perspicaz haría cosas inimitables, satisfaciendo esa secreta aspiración de toda gran sociedad a manifestarse en forma artística, produciendo una expresión o remedo de sí misma. Parte I Parte II Parte III Parte IV

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