La muerte de Galdós (IV)

Narración de los último días de Galdós realizada por Hyman Chonon Berkowitz en su libro: Pérez Galdós, Spanish Liberal Crusader, Univseristy of Wisconsin Press, 1948, pp. 457-458.

La España Oficial, que con tanta inquina había tratado a Galdós, parecía deseosa de enmendarse participando en las ceremonias fúnebres con la pompa de rigor. Se le reservó la zona de cabeza del cortejo fúnebre, justo detrás del carruaje y se ordenó a las masas que mantuviesen una distancia considerable. No obstante, el pueblo, argumentando que una procesión ceremoniosa marchando en líneas bien organizada contravendría el espíritu sencillo de Galdós, desafió los intentos de la policía de organizarlo de acuerdo con el esquema establecido. La muchedumbre empezó a hacer presión contra la parte posterior y los laterales del carruaje fúnebre, defendiendo su derecho a permanecer cerca de Don Benito. Un joven estudiante grito con entusiasmo: “¡Viva Galdós!”. Un clamoroso grito de “¡Viva!” se extendió rápidamente por la compacta multitud de cuarenta mil personas. Cuando la policía intentó de nuevo que los asistentes marcharan en orden, las protestas se elevaron al grito de: “¡Dejadnos en paz! ¡Don Benito nos pertenece!”. Un contingente de unos quinientos trabajadores procedentes de la Casa del Pueblo entró en acción tratando de abrirse paso hasta la carroza, inició un pequeño motín que las autoridades sofocaron frente al Casino de Madrid en la Calle de Alcalá.

A excepción de de este y otros incidentes de poca importancia, la procesión se abrió paso más o menos en orden, aunque no sin cierta dificultad, hasta la Plaza de la Independencia. Allí se detuvo. Los plañideros públicos habían llevado a cabo su cometido y se marcharon ceremoniosamente. Entonces la multitud quedó al cargo y acompañó a Don Benito hasta el mismo borde de su tumba. Hay una distancia considerable desde la Plaza de la Independencia hasta el Cementerio de la Almudena. Para llegar hasta allí es necesario ir en metro hasta el final de la línea y desde allí coger un taxi para cubrir una distancia nada despreciable. Sin embargo, la multitud desafió la fatiga y el frío agudo, continuando la procesión con solemnidad y orden mientras la España Oficial regresaba al cálido refugio que le ofrecían los salones, los clubs y los cafés.

A las seis menos cuarto, tras una marcha de tres horas, el cortejo fúnebre llegó al cementerio. Mientras el cuerpo de su admirado amigo descendía a la tumba, la multitud comenzó a avanzar, contemplando la escena con cara de circunstancias. Nadie se movió durante un largo intervalo. A nadie parecía gustarle la idea de dejar a Don Benito solo en aquel lugar. Los trabajadores del cementerio pidieron al gentío que se apartaran de la tumba, pues la creciente oscuridad hacía imposible ver nada. Alguien gritó: “¡Caballero, es imposible ver nada!”, como si de repente hubiera llegado al fondo de una gran verdad. En aquel momento la luna salió de entre unos nubarrones, lanzando sobre la zona una luz grisácea y difusa que perfiló la tumba y a los afligidos asistentes. Un hondo silenció se apoderó de ellos cuando se retiraron algunos pasos del sepulcro. Un sacerdote entonó el último responsorio y la primera palada de tierra cayó sobre los despojos terrenales de Benito Pérez Galdós. La multitud regresó a la ciudad sumida en un silencio gélido y escalofriante.

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