[Artículo] La exposición de París, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 14 de mayo 1889.

I

La inauguración de la Exposición de París, lleva ya mucha gente a la capital de Francia. El precio de los alojamientos ha duplicado, y se asegura que en los meses de verano y otoño subirán hasta una altura proporcionada a la de la torre Eiffel. Este monumento, que es la grant atraction de la actual fiesta francesa, tiene un carácter simbólico, y servirá para marcar los precios que va a tener allí la vida en estos meses, precios que serán colindantes con las nubes.

Pero no se pescan truchas a bragas enjutas, y si los encantos de la Exposición de París superaran a los de todas las que allí se han celebrado, es justo y natural que tales goces se paguen y que los bolsillos de los concurrentes se vacíen a medida que se llenen los de los parisienses.

Fuerza es reconocer que estos tienen como nadie el don de celebrar exposiciones, reunir mucha y diversa gente, entretenerla, alegrarla, y explotarla con tantísima gracia, que los despojados salen de allí contentos, deseando que llegue otra ocasión de divertirse y enriquecer a los parisienses. Ninguna otra ciudad del mundo posee los atractivos, el gancho, digámoslo así, de la gran Lutecia, la graciosa y siempre joven cortesana, igualmente seductora con la República que con el imperio.

París es una ciudad cosmopolita y enteramente escéptica en política. La forma de gobierno que en ella impera no altera su modo de ser ni varía sus condiciones excepcionales y únicas de pueblo hospitalario.

Lo mismo agasaja a los Reyes que a los tribunos, y cuando da estas solemnes recepciones, en que invita a todas las naciones, centuplica sus amabilidades, se hermosea, se excede a si misma, y sus huéspedes, al despedirse, salen encantados, deseando ser invitados nuevamente.

No viene mal en esta ocasión un recuerdo de acontecimiento análogo a la actual solemnidad parisiense: la Exposición de 1867; los veintidós años transcurridos desde tal fecha no han borrado de mi memoria los esplendores de aquellos días que eran los más brillantes del segundo imperio.

Este parecía, entonces, de una robustez a toda prueba, a pesar de que la malhadada expedición de Méjico había empañado bastante las glorias de Malakoff y Solferino. Francia tenía en Europa la influencia y el predominio que trece años después asumió Alemania. Napoleón III, combatido por una minoría exigua en las Cámaras, se apoyaba en la clase media y en el pueblo, asociando a su causa los grandes intereses industriales y mercantiles. Las colosales obras de urbanización acometidas en París, le atraían las simpatías de una parte considerable de las masas obreras. Manejando hábilmente el mecanismo plebiscitario, el Imperio se revestía de las formas de la popularidad. Los tratados de comercio habían desarrollado considerablemente el tráfico de Francia, y su industria, particularmente en el ramo de novedades parisienses, alcanzaba una boga inmensa. El Imperio tomaba su fuerza de las glorias militares, que tan fácilmente alucinan al pueblo francés, y las robustecía con los intereses creados a la sombra del orden y de una administración activa. No se vislumbraba en aquel tiempo la caída del coloso, y más fácil era contemplar su cabeza de oro que descubrir la fragilidad de sus pies de barro.

II

Contribuía no poco al esplendor de aquel reinado la interesante personalidad de nuestra compatriota la Emperatriz Eugenia, de asombrosa belleza, señora, además, de mucho entendimiento, y que empuñaba, sin género de duda, el cetro de la elegancia universal. Trece años después, la insigne española descendía del más grande apogeo a que puede elevarse mujer alguna, y probaba las grandes amarguras de la vida, como soberana, como esposa y como madre; del segundo imperio, que parecía deslumbrar al mundo entero con los rayos de su gloria, no queda ya nada; sólo queda una anciana de cabellos blancos, que vive en Inglaterra, dolorida y olvidada. Aún subsisten en ella los rasgos característicos de su delicada hermosura, y la distinción exquisita de su persona. Ha sobrevivido al imperio y al partido imperialista que recibió el golpe de gracia en África, con la muerte del Príncipe Napoleón Eugenio.

Pues en aquel tiempo, en el verano de 1867, París, Francia y la dinastía de Bonaparte se hallaban en perpetua fiesta, obsequiando a sus huéspedes, que era muchedumbre inmensa de todas las naciones, y además los Soberanos y Príncipes de toda Europa. Recuerdo perfectamente, como si la hubiera presenciado ayer, la fiesta del 15 de agosto, que parecía una solemnidad asiática. Las multitudes que la presenciaban recordaban las emigraciones de los pueblos.

Mezclarse con ella era como ser arrastrado por un torbellino humano del cual no se podía salir. Recuerdo también la parada de cincuenta mil hombres a que asistió con el Emperador el Sultán de Turquía Abdul Azis, y el desfile en Longchamps en el tiempo que duró la Exposición, desde mayo a octubre; estuvieron en París, además, el Czar de Rusia Alejandro II, el entonces Rey de Prusia, Guillermo IV, después Emperador Guillermo I, el Rey de Portugal, el de España, don Francisco de Asís, el Príncipe de Gales y otras testas coronadas. En cuanto al buen Rey de Prusia, recuerdo perfectamente su fisonomía bondadosa y su corpulenta estatura. ¡Quien había de pensar que trece años más tarde aquel buen señor entraría en Francia como conquistador y se coronaria Emperador de Alemania en la propia casa de Luis XIV, en Versalles!

La Exposición se celebraba en el mismo sitio de la actual, el Campo de Marte, que propiamente debemos llamar Campo de Marzo. Claro que en comparación de lo que se ha hecho hoy, las obras de de aquel tiempo aparecerían mezquinas; pero entonces eran el último esfuerzo de la arquitectura fabril El edificio único, con su combinación acertadísima de galenas elípticas y radiadas, era en verdad grandioso, y los anexos y pabellones sueltos el complemento de aquella imponente unidad.

Por primera vez se pensó entonces en quitar a las exposiciones aquel aspecto de masacote uniforme que antes tenían, y se crearon las instalaciones sueltas de cada país, con el sello característico de trajes y costumbres. La Exposición ofrecía variedad inmensa de atractivos, y respondía al doble objeto de estudiar y divertirse, que caracteriza a estos grandes certámenes. Fué aquella la primer gran exhibición celebrada por Francia, pues antes sólo Inglaterra, inventora de estas enormes fiestas, las había podido celebrar. Pero hay que convenir en que Francia se ha adiestrado tanto en el arte de organizarías, que hoy no la supera en él ni su misma maestra, la constructora del Palacio de cristal y de todas las maravillas de 1851.

La Exposición de 1879 superó en grandeza a la de 1867, por ley del progreso; pero no tuvo el esplendor aristocrático que dió a ésta la corte napoleónica. La del presente año es mucho más grande que sus predecesoras y también más democrática como que se conmemora en ella una fecha que no ha de ser simpática a los Reyes y Príncipes europeos; pero París tiene gracia bastante y bastante cortesía para hacer olvidar a sus huéspedes, por regios que sean, la significación republicana de la fiesta de este año.

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