[Artículo] Aniversarios y centenarios, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 1.º de enero de 1885.

I

El centenario del Marqués de Santa Cruz de Marcenado ha sido una solemnidad fría. Los iniciadores de la idea no han podido acalorar los ánimos con su entusiasmo, ni hacer comprender a la mayoría de los españoles que la memoria de aquel distinguido escritor militar merece perpetuarse y su nombre celebrarse con la ruidosa pompa con que aclamamos el de Calderón tres años ha. Los centenarios, como grandes y resonantes jubileos de la religión de la humanidad, no pueden consagrarse a la memoria indecisa de varones más o menos insignes cuyo nombre no va unido a colosales empresas guerreras, políticas o literarias. Cuando a un hombre se le cuenta su fama por siglos, y esto quieren decir los centenarios, es porque ha hecho o escrito algo muy grande, y su mérito se halla tan profundamente grabado en la conciencia humana, que ha venido a formar parte del sentimiento y del pensar universales. Por esto, y aún siendo muy apreciable como tratadista militar, el Marqués de Santa Cruz de Marcenado, la festividad de su centenario ha sorprendido a todo el mundo. Muchos, la inmensa mayoría, ignoraban quién fuese el tal marqués y por qué hazañas se había distinguido en la historia patria; algunos le confunden con el otro Marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, vencedor de Lepanto, insigne capitán de nuestra marina, y no faltaba quien, a boca llena, declarase que el centenario del 19 de diciembre era, a todas luces, intempestivo y contraproducente.

Los iniciadores de la fiesta la defendían diciendo que en un país, donde tan poco se enaltece el mérito, vale más pecar por carta de más que por carta de menos en esto de ensalzar las glorias patrias; que si el Marqués de Santa Cruz de Marcenado es poco conocido, más debe culparse a sus indolentes compatriotas que a su falta de mérito, y que esta misma ignorancia en que estamos del valer literario y militar de aquel prócer es razón cumplida para que se intente sacar del olvido una figura tan interesante. «Por lo mismo que nadie le conoce—decían—, nos esforzamos nosotros en que le conozca todo el mundo».

A esto debe contestarse que es muy santo y muy bueno que se trate de refrescar la memoria de un hombre ilustre más olvidado de lo que merece; que una festividad puramente académica habría estado muy en su lugar para tan noble y meritorio fin; pero que es sacar las cosas de quicio pretender que una nación entera se entusiasme por una personalidad que no conoce. Porque, hablando en plata, cuando ha pasado un siglo sobre un nombre, sin que este nombre se destaque entre la triste muchedumbre de los fenecidos, cuando en un siglo de publicidad y discusión, aquel nombre no se ha ganado por sí mismo un puesto en la memoria humana, alguna razón habrá para ello. Raras, muy raras son las injusticias seculares de que se quejan los iniciadores de este centenario. Por eso vemos con frecuencia que cuando los eruditos sacan del polvo de los archivos algún nombre desconocido y lo pregonan como hallazgo valioso y lo ofrecen a nuestra admiración como digno de figurar entre los más ilustres, rara vez consagra la opinión general esta conquista. El erudito rebuscador obtiene los plácemes de otros eruditos rebuscadores y averiguantes, y el nombre aquel tan ponderado, después de resonar con débiles ecos durante algún tiempo, vuelve a caer en el olvido de que nunca debió salir.

Los centenarios, tal como se entienden en nuestra época, son solemnidades en que se interesa una nación de gran historia y en ella el mundo entero, y que no pueden celebrarse sino en conmemoración de esos nombres que están en la mente de todos, que igualmente tienen un lugar en las ideas del sabio y del ignorante, que ilustraron una época, que llenaron un siglo, que resisten potentes al paso del tiempo, y que viven siempre en los sentimientos de la raza que los produjo. Cuando esto no es así los centenarios resultan fríos y hasta un tanto risibles, como el del Marqués de Santa Cruz, pues la primera condición para el éxito de estas pomposas fiestas es que todo el mundo sepa de qué y de quién se trata, y que no oigamos la enfadosa pregunta: «¿pero este señor, quién es, qué hizo, qué escribió?»

II

Ahora, cúmpleme decir los méritos del indicado marqués, los cuales, aunque no dignos de un centenario con cañonazos, parada militar, procesión, versos y discursos, merecen ser recordados. Nació don Álvaro de Navia Osorio y Vigil en 1684, en Asturias, cuna de tantos barones ilustres. Su familia, una de las más nobles del Principado, le dedicó desde su edad temprana a la carrera de las armas. La guerra de sucesión ofreció ancho campo a su afición militar, y a los diez y nueve años, después de haber servido en el regimiento de Asturias, se puso al frente de las tropas levantadas en la cuna de la monarquía para sostener los derechos de Felipe V contra las pretensiones de la casa de Austria. Tomó parte en las más sangrientas acciones de aquella penosa y larga guerra, y sus ascensos correspondieron a la magnitud de sus trabajos, pues en 1718 fué nombrado mariscal de campo y jefe de las tropas que operaban en Cerdeña. Desde esta fecha en adelante, distinguióse más como diplomático que como militar, representando a España en la corte de Saboya, y posteriormente en el Congreso de Soissons. La Embajada de París ofreció luego campo más grande a su habilidad y profundo conocimiento de cosas y personas. Pero el desempeño de tan alto y difícil empleo no habría llevado su nombre a la posteridad si en los ocios de la Embajada no hubiese compuesto su obra capital Reflexiones militares, en once tomos, celebrada entonces de alemanes, franceses e italianos, traducida a diversas lenguas, y estimada particularmente por el gran Federico de Prusia, que en ella, según dicen, bebió por decirlo así, las ideas fundamentales de la Táctica que lleva su nombre. Es fama que el rey de Prusia elogiaba con gran calor la obra de nuestro compatriota y que la recomendaba a sus subalternos como una de las más felices compilaciones de máximas de guerra. En España, las Reflexiones militares sólo eran conocidas de algunos eruditos.

Por aquel tiempo escribió también su Rapsodia Económica Política, y trazó el plan de un Diccionario Universal, que no pudo realizar por falta de tiempo. Se le deben asimismo las bases que sirvieron para la fundación de nuestra Academia de la Historia. De los inventos que ocuparon su actividad, tales como el de un cañón de nuevo sistema y el de un fusil que se ha creído precursor de las actuales armas de precisión, no se tienen noticias exactas. Quién sabe si contando con más protección y con ciertos medios mecánicos habría dejado su nombre unido a una imperecedera reforma.

Fué víctima de las intrigas que por entonces devoraban la Corte, y sus servicios no fueron ni bien apreciados, ni recompensados como merecían. Llamado a Madrid para desempeñar la cartera de Guerra, fué nombrado, inopinadamente, gobernador de Ceuta, destino que, en cierto modo, equivalía a un destierro.

En una expedición que el marqués de Montemar dispuso para castigar a los moros de Orán, pereció aquel insigne hombre, después de un reñido combate en que desbarató a los enemigos. Su muerte fué gloriosa, aunque la jornada no es de las que están escritas de un modo indeleble en nuestra historia. Era don Álvaro Navia Osorio valiente militar, dadivoso y noble caballero, de rígidos principios morales, entendido en las armas y en las letras. Sus méritos como escritor, consignados quedaron en la obra Reflexiones militares, poco leída, es cierto, pero digna seguramente del aprecio de la crítica histórica y de la veneración en que le tienen los doctos.

«Era—dice un biógrafo—de mediana estatura, pero proporcionado, algo grueso y de hermoso rostro». Su retrato, reproducido estos días en la prensa ilustrada, nos presenta su faz dentro de una inmensa peluca, de aquellas que caracterizan la época artística del barroquismo. Nos cuesta, trabajo creer que bajo aquel monte de rizados pelos exista un cerebro, y, sin embargo, bajo tales ingentes postizos pensaron D’Alembert y Rousseau, compuso versos Racine, hicieron admirable música Gluck y Handel, y empolló los gérmenes de la revolución francesa Voltaire.

Si no nos parece digno de la majestuosa pompa de un centenario, por no ser sus hechos de universal renombre, por no tener sus obras juntamente el sello de lo extraordinario y la sanción de lo popular, vemos en el Marqués de Santa Cruz de Marcenado una de las figuras más simpáticas de nuestra historia, merecedora de que se reverdezca su memoria y de que se le tribute el aplauso que no supieron o no quisieron otorgarle sus contemporáneos.

III

Este año de 1884, que no nos ha dado grandes bienes, que nos trajo el cólera, la disminución de las rentas y muchas cuestiones enojosas, ha querido despedirse de un modo harto desagradable, y en los últimos días de su vida nos ha obsequiado con un terremoto. ¡Y qué día escogió el pícaro! El 25 de diciembre, día de universal regocijo doméstico en todos los pueblos cristianos. Serían las nueve de la noche, cuando los habitantes de Madrid sentimos una marcada oscilación del suelo. La primera impresión fué que las casas no estaban seguras sobre sus cimientos. Se movían con el lento vaivén de aquellas apreciables personas que habiendo bebido más de la cuenta, se tambalean sin llegar a perder pie. Las campanillas se pusieron a tocar solas, cual si quisieran unirse al concierto de rabeles y pandectas, que es la música propia de estos días; las puertas se abrían y cerraban. Creeríase que andaban misteriosos duendes por las casas, y que algún genio invisible quería correr la broma en día tan calificado para ella.

Los relojes de pared tuvieron a bien pararse, declarándose todos en huelga. Pronto conocimos que el motivo de esta perturbación era muy hondo. La, Tierra temblaba ligeramente, cual si sintiera escalofríos. Muchos habitantes de Madrid no se dieron cuenta del movimiento, y ni en personas ni edificios hubo que lamentar desgracias, fuera de los sustos y de algún resquebrajamiento de paredes. Pero ya, desde aquella noche, colegimos que en otra parte del planeta el fenómeno había sido más desastroso, y que el temblor del arenoso suelo de Madrid era como las ondas fugitivas de un sacudimiento grande ocurrido en país lejano. ¿En dónde había sido la catástrofe? ¡Ay!, no presumíamos que fuera tan cerca, en nuestro propio suelo, en la hermosa Andalucía.

Desde el día siguiente el telégrafo empezó a traernos malas noticias. Granada y Málaga habían padecido mucho. Las oscilaciones, repitiéndose desde las nueve hasta más de media noche, habían sembrado el pánico en la población. Llenaba el público los teatros, y al sentir que el suelo se movía, la alarma, las carreras, el afán de salvarse, el egoísmo, produjeron desgracias y contusiones. Los vecinos, despavoridos, se echaban a la calle, temerosos de que se hundieran las casas. La repetición de las oscilaciones les obligaba a huir de debajo de los techos; las familias acomodadas se refugiaron en sus coches, puestos sin caballos en medio de las plazas; los pobres acampaban al aire libre. La idea de que el terremoto había de reproducirse a las veinticuatro horas mantenía al vecindario en un estado de zozobra y pánico indecibles. Afortunadamente, el suelo ha permanecido quieto, y la gran mayoría de los granadinos y malagueños ha vuelto a sus hogares. Los desperfectos ocasionados por el terremoto en edificios públicos y particulares han sido grandes, calculándose la pérdida de la propiedad urbana, sólo en Málaga, en tres millones de pesetas.

La Catedral de Granada, obra admirable de Siloe, ha sufrido algo, aunque no tanto como se temió al principio. Las bóvedas del gran arco de la puerta principal se han movido, anunciando ruina si no se acude prontamente a remediarlo. En el interior, se han caído algunos trozos de la cornisa de las naves; pero estos últimos desperfectos en la parte puramente decorativa del edificio, no afectan a la seguridad de la fábrica.

La incomparable Alhambra, afortunadamente, no ha sufrido, o por lo menos, nada se ha dicho hasta ahora.

Pero donde tenemos que lamentar estragos verdaderamente terribles es en los pueblos de ambas provincias. En Albuñuelas, que tenía 1.900 habitantes, han sucumbido más de la mitad entre los escombros de las casas. En Motril y en Loja se hundieron varios edificios y se resintieron todos. En Alhama se hundieron unas doscientas casas. Los detalles de la catástrofe en este último punto son horrorosos. En Periana, pueblo de Málaga, el hundimiento de un cerro llamado Punta del Sol ha producido la total ruina del pueblo, sepultando a gran parte de sus habitantes.

En Antequera, la colegiata y tres iglesias más amenazan desplomarse. En Irigiliana, la mitad de las casas son. un montón de escombros, y los habitantes huyen despavoridos. Torrox, uno de los pueblos más ricos de la provincia, sufre también los horrores del terremoto, a los cuales siguen los de desamparo y el hambre.

Por último, la gran Sevilla ha compartido con sus hermanas esta gran desgracia. Su grandiosa catedral, en cuya reparación se viene trabajando tiempo ha para salvarla de la ruina, ha sufrido bastante ahora. Los resentimientos del cimborrio han aumentado, y las varias hendiduras del Crucero que tanto alarmaban a los sevillanos, se han ensanchado de un modo visible. Los desperfectos que en la Giralda causó el año anterior una descarga eléctrica, se han aumentado más ahora. A pesar de esto no se teme la pérdida de aquellos soberbios monumentos, como equivocadamente se creyó fuera de España. Los periódicos ingleses de estos últimos días publicaron telegramas anunciando el desplome completo de la Giralda y la Alhambra y el Standart, de Londres, dedica un largo y sentido artículo a llorar la pérdida de estas maravillas incomparables de la arquitectura musulmana.

Pero si hemos salvado los monumentos, el estrago ha sido grande en lo más sensible, que es la humana vida. Aún no se sabe fijamente la cifra de víctimas; pero los cálculos de los conocedores de la localidad la hacen subirá 1.ooo. Añádanse a esto las pérdidas de la propiedad y se apreciará en toda su magnitud este horrible desastre. No resulta, no, inferior al de la hermosa isla de Ischia, de la bahía de Nápoles, ocurrido en el verano del 83.

Dura ha estado con nosotros la Providencia en este malhadado 84, que también nos trajo inundaciones espantosas en nuestras hermosas provincias de Levante. ¡Y es particular que aquellas regiones mediterráneas, donde un suelo espléndido, una campiña risueña y un cielo diáfano parecen convidar a la vida, sean las más duramente castigadas en estos desórdenes de la naturaleza!

De cuantos fenómenos naturales perturban o trastornan la vida, ninguno despierta en los seres animados tan gran terror como los terremotos. Los animales todos, así domésticos como salvajes, comprenden el peligro y corren azorados a impulsos del instinto de conservación. El hombre mismo, perdiendo en un instante la serenidad de rey de la creación, no es más que un organismo intuitivo compuesto de egoísmo y de miedo. Es que desde la niñez el hombre, como los irracionales, tiene muy arraigado en su ser el sentimiento de la estabilidad del planeta que habita. De este sentimiento arrancan todas sus leyes dinámicas.

De aquí que el fenómeno del movimiento del suelo, presentándose como un hecho imprevisto y para muchos sobrenatural, trastorne toda la naturaleza humana y animal, destruya todo equilibrio, y alterando la ley física del uno y la razón del otro, convierta a todos los irracionales en fieras y a todos los hombres en locos.

IV

Abiertas las Cortes, han empezado los debates políticos con una vehemencia y un fuego que hacen presagiar días aflictivos para el Gobierno conservador. Diríase que bajo la insegura planta de los ministros se estremece el suelo del Congreso y el Senado, remedando los últimos trastornos de la naturaleza. El Gobierno se ve acosado por todas partes, combatido sin tregua ni descanso. Cuestiones que parecían insignificantes mientras el Parlamento estaba en vacaciones, resultan ahora graves. La cuestión de los catedráticos, la de las cuarentenas, los Tratados de comercio, darán motivo a sonoras batallas. Para aumentar los apuros ministeriales ha surgido un asunto tan desviado como peligroso en el hecho de haber sido trasmitido por telégrafo a los Estados Unidos el Tratado cubano-americano por una persona muy calificada en la situación actual, la cual cobró al New York Times por este servicio la gratificación de dos mil duros. Como el Tratado debía permanecer secreto hasta su presentación en las Cámaras de Wáshington, el hecho es calificado de infidencia venal, de traición, y comentado de la manera más desfavorable para la persona a quien se acusa de su perpetración. Con este motivo las oposiciones han dado un ataque formidable al Gobierno en las dos primeras sesiones. El Gobierno ha tratado de esquivar la responsabilidad; pero es difícil que lo consiga. Sus enemigos, que son muchos y encarnizados, cuidan de agriar el asunto, de personalizarlo y de tapar hábilmente las junturas por donde el ministro de Estado, señor Elduayen, que evidentemente facilitó al individuo en cuestión el texto del Tratado, trata de escurrir el bulto.

La mucha duración de las vacaciones parlamentarias, que hasta cierto punto ha dado al Gobierno días de sosiego y respiro, es ahora el principal motivo de su ahogo, pues los oradores, con el dilatado asueto que han tenido, se presentan en los escaños con verdadero furor retórico. Los anuncios de interpelaciones menudean. Hay quien quiere discutir ampliamente la política exterior de los últimos tres años; hay quien propone la reforma constitucional en Cortes ordinarias, hay, por fin, quien quiere traer al palenque oratorio todos los sucesos políticos ocurridos desde la restauración. Es seguro que los primeros meses del presente año serán horriblemente parlamentarios y que oiremos discursos bastantes para hacer con ellos, si se imprimen, una copiosa biblioteca.

V

En los últimos días del año que acaba de pasar celebramos dos aniversarios bien tristes: el del general Prim, asesinado alevosamente en 1870, y el del insigne poeta Ayala, que acabó sus días el 30 de diciembre de 1879. El recuerdo de aquel gran carácter que encauzó la revolución de septiembre, que restableció la Monarquía y supo dar alas a la libertad apretando las ligaduras del orden, no se borra fácilmente de nuestra memoria. Aquellos días trágicos no se olvidan fácilmente. Los peligros de hoy parece que reverdecen en nuestro pensamiento, y aunque el personal es totalmente distinto, faltan analogías que entristecen el ánimo.

Ayala dejó en las Letras castellanas un vacío que no se ha llenado ni se llenará fácilmente. Sus tres obras capitales El tejado de vidrio, El tanto por ciento y Consuelo vivirán eternamente en nuestra literatura. Aquel potente ingenio que descollaba tan bien en la oratoria, y era un hábil político, murió en el altísimo puesto de presidente de las Cortes. Aún podía haber vivido mucho y dar a las Letras frutos admirables. Había cumplido cincuenta años, y su complexión robusta parecía anunciar una larga vida.

Para que todo sea triste en las postrimerías del año que acaba de pasar, éste se ha despedido con una gran nevada. Nuestros campos están cubiertos de un sudario blanco. Madrid es un remedo de San Petersburgo. Aquí la nieve, que es un fenómeno raro, entristece la población y llena a sus habitantes de sombría tristeza. En vano tratamos de sacudir este manto de frialdad que el cielo nos arroja, o desgarrarle en mil pedazos para recobrar la alegría de nuestro ambiente. Todo es inútil, y por unos días es forzoso que nuestra risueña capital se vista de este desapacible armiño y sea una capital del Norte, en la cual la vida doméstica prevalezca sobre la vida callejera. Pronto pasará esta contrariedad, fundiremos la nieve, si ella no se quiere fundir, y nos derramaremos por calles, plazas y paseos en busca de los divertimientos, que nos son tan necesarios como la luz y el aire.

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