[Artículo] El cólera y la política, de Benito Pérez Galdós

Madrid. 14 de agosto de 1885.

I ‘

Invadida por el cólera morbo gran parte de nuestra península, estamos presenciando las cosas más peregrinas y estrambóticas en materia de precauciones. En algunas localidades toman tan en serio los cordones y lazaretos, que se cometen verdaderas crueldades con los infelices viajeros; en otras fumigan de tal suerte, que al que le toca se asfixia sin remedio o coge una bronquitis crónica.

En vano el Gobierno truena contra los lazaretos y dispone su desaparición. O no le obedecen, o fingen obedecerle para volver al poco tiempo a las andadas.

Llaman lazaretos en algunos pueblos a un destartalado pajar, un molino sin uso, un corral de ganado o cosa parecida, donde no hay camas ni alimentó, ni comodidades de ninguna clase, ni aun lo más necesario para la existencia.

A todo el que llega, venga de donde viniese, me le meten allí y me le encierran durante siete u ocho días, a voluntad del alcalde, que suele serlo de monterilla.

Hay lazaretos que tienen por techumbre la bóveda del cielo, para que puedan los detenidos disfrutar las delicias del relente por las noches y de un sol canicular durante el día.

Contra tales heregías, protesta el país entero; el Gobierno envía delegados a las zonas acordonadas; pero hasta ahora no se advierte que mejoren los procedimientos preventivos.

Suelen ceder los alcaldes de los pueblos pequeños; pero los de las grandes ciudades, como Sevilla y Málaga, persisten en sus medidas de crueldad e inhumanidad.

Ya parece que el Gobierno amenaza con emplear la fuerza para deshacer los dichosos cordones, y en este caso podrá atajarse a tiempo este movimiento anárquico, que llegará a tomar proporciones graves, si no se pone remedio en ello.

He hablado de Aranjuez y Murcia, como los puntos más castigados por la epidemia. Ambas poblaciones están libres ya, y Valencia, donde alcanzó la mortalidad una cifra bastante alta, parece también volver a su situación sanitaria normal.

Hoy las localidades más azotadas son Zaragoza, capital de la provincia de su nombre y del antiguo reino de Aragón; Teruel, capital de otra provincia aragonesa; Albacete, lindante con Murcia; Jaén, provincia de Andalucía, y Don Benito, ciudad, importante de Extremadura.

También ha hecho el cólera enormes estragos en Monteagudo, pueblo de la provincia de Soria; en todos los de Alicante, en Cartagena, y como chispazos, se han advertido algunos casos en Castilla la Vieja, principalmente en Palencia, Zamora y Salamanca.

Madrid continúa casi lo mismo, pues el ligero aumento que ha tenido el número de invasiones, no es de extrañar, considerando que han buscado asilo en la metrópoli unas cincuenta mil personas procedentes de Aranjuez, Zaragoza, Teruel y otros puntos.

Continúa verificándose el fenómeno de ser más cruelmente invadidos los campos que las poblaciones, y de adquirir más desarrollo la mortalidad en las zonas pantanosas o encharcadas por los riegos artificiales. Zaragoza está rodeada de extensísima y fértil vega, regada, como Murcia, por acequias y canales.

Monteagudo, el pueblo donde mayor número de víctimas ha hecho el veneno asiático, tiene en su término un pantano o depósito de aguas llovedizas, que por efecto de las persistentes lluvias de este

año, se había convertido en charco pestilencial. En las localidades secas y frescas, como Segovia, la epidemia no ha arraigado, y Madrid continúa siendo la prueba más clara de que no encuentra el virus condiciones favorables allí donde no existen aguas estancadas o humedades persistentes.

El Norte y Noroeste de la Península permanecen libres por completo de la epidemia, recibiendo gente de las zonas atacadas, sin que se altere la salud.

No existen aquí cordones ni lazaretos, y todo el mundo entra y sale libremente.

Se cubre el expediente con una ligera fumigación, que es una verdadera farsa, y todo va bien hasta la hora presente.

Es digno de fijar la atención el consolador espectáculo que ofrece Zaragoza. El vecindario ha recibido la calamidad con perfecto tesón, haciéndole frente y combatiéndola sin desmayar un punto.

Es la ciudad célebre por sus heroicos sitios, y en este caso se defiende como supo defenderse de las paralelas de un ejército, inmortalizando su nombre.

Allí las clases pudientes no han emigrado como en otras poblaciones; allí el miedo y la cobardía son desconocidos; allí todo el mundo está en su puesto, y cada enfermo encuentra multitud de sanos que le auxilien. Las Juntas de socorros funcionan sin embarazo alguno; y para que la ciudad conserve su aspecto ordinario, cosa que tanto influye en los ánimos, los comercios continúan abiertos, los talleres funcionan, y aun los teatros y divertimientos reciben al público que quiere visitarlos. De esta manera los estragos de la epidemia son mucho menores.

La grandeza de ánimo de los zaragozanos es el mejor específico para atenuar los terribles efectos del morbo.

Fácilmente se comprenderá que, en una ciudad, donde por la actitud de todo el vecindario se ha suprimido el pánico, se tiene mucho adelantado para reconquistar la salud pública.

Desgraciadamente, este noble ejemplo no ha sido imitado en todas parces.

Pueblos hay que, dejándose vencer del terror, han visto duplicado el número de víctimas por causa del abandono y de la precipitación. Allí, donde el egoísmo ha decretado los aislamientos, se ha dado el caso de permanecer insepultos los cadáveres, infestando la atmósfera. Muchos enfermos, a quienes una regular asistencia habría salvado, han perecido en espantosa soledad, y rotos los lazos de la familia, el pánico ha separado el padre del hijo y el hermano del hermano.

Tardarán mucho los pueblos en comprender que la serenidad es el mejor dique que se puede oponer a esta asoladora epidemia, y que el cólera, atacado con prudencia, oportunidad y energía, es una de las enfermedades que menos víctimas causan.

La estadística y la ciencia lo declaran así, de un modo que no deja lugar a duda. Atacado el mal en los síntomas prodrómicos, casi siempre cede; pero muchos descuidan estos síntomas, no les dan importancia o no los declaran por no alarmar a las familias.

Cuando la insistencia del sufrimiento les obliga a declararlo, ya el mal está en el segundo período y difícilmente tiene remedio.

Si el desarrollo del ataque fuera lento, desaparecería quizás el pánico que esta enfermedad produce.

Lo que la hace espantosa es la brevedad y prontitud de su proceso, más que la muchedumbre de víctimas. A esta rapidez del proceso colérico se deben también las preocupaciones que acerca de su generación y propagación corren validas en el sentimiento del vulgo.

Ninguna enfermedad hiere la imaginación popular como ésta, porque ninguna reviste esa forma de descarga fulminante o de golpe homicida que el maldecido cólera tiene.

Por eso en todas las invasiones de esta epidemia se extienden las consejas de envenenamiento de aguas. En 1834, cuando por primera vez fué nuestro país visitado por el que desde entonces se llamó viajero del Ganges, el envenenamiento de los manantiales se atribuyó a los frailes. Esta creencia estúpida produjo los atroces asesinatos de regulares perpetrados en Madrid y otras capitales.

Las invasiones posteriores han tenido también su conseja, más o menos ridícula, y aun hoy la mente popular, incapaz de ponerse a la altura de los doctores Koch, Pasteur y Ferrán, en la apreciación de los organismos micróbicos, explica la epidemia con las hipótesis más risibles.

Unas veces es el Gobierno el autor del mal, otras son los médicos. El primero envía agentes secretos a derramar en las fuentes botellas de pestilente líquido; los segundos administran a los enfermos unos endiablados polvos para que revienten cuanto antes, aumentando las estadísticas, de cuyos números se lucran ellos.

Por fortuna, estas ideas encuentran ya poca acogida.

La masa principal del pueblo tiene bastante sentido para no darles circulación.

Pero la ojeriza contra loé médicos subsiste en algunas localidades, y en determinados barrios de éstas.

En Madrid mismo han ocurrido escenas semejantes a las que ocurrieron en Napóles el año pasado, y en varios pueblos los médicos se han resistido a prestar su asistencia en ciertos caseríos, por temor a las vejaciones y atropellos de que eran objeto.

II

El estado de nuestro país es hoy tan lastimoso que la lectura de la Prensa causa amargura vivísima. En los círculos todos no se habla más que de calamidades. El comercio y la industria están totalmente paralizados. A los males de la epidemia se unirán pronto los de la miseria, si Dios no lo remedia, y para que nada falte, nuestro ministro de Hacienda, disponiendo la variación del impuesto de consumos con ciega inoportunidad, ha traído una nueva plaga sobre esta infeliz tierra.

Es verdaderamente inconcebible que se pretenda aumentar ¡a tributación que pesa sobre los artículos alimenticios, precisamente cuando la carestía es más sensible que en época alguna.

Es absurdo que el Estado acapare los recursos de que viven los Ayuntamientos cuando éstos carecen de lo preciso para las más urgentes atenciones sanitarias. La tenacidad del señor Cos-Gayón no tiene nombre; pero en el pecado lleva la penitencia, porque pensando reforzar el impuesto, lo ha echado a tierra, y hoy se encuentra con enormes mermas en el presupuesto del Estado.

Su desatentada gestión produce motines diarios.

Todos los pueblos no castigados aún por el cólera, se distraen del aburrimiento de estos tiempos amotinándose y rebelándose contra las disposiciones referentes a consumos. De veras digo que España es hoy un país de delicias. Los lazaretos y cordones por una parte, las algaradas de consumos por otra, hacen de nuestra patria una verdadera jaula ele dementes. El que cae en la mala tentación de viajar es enchiquerado, permítase la palabra, en un barracón infecto, donde le ahúman hasta que echa los bofes, y allí me le guardan después sin darle de comer ni prestarle auxilio alguno. Cuando esto no ocurre, el infeliz viandante puede encontrarse en el fuego de los disparos entre el pueblo y los empleados de consumos. Felizmente estas guerrillas han hecho hasta ahora pocas víctimas.

Lo verdaderamente funesto y temible es el cólera, que no quiere dejarnos vivir en paz.

La política está ahora completamente muerta, lo que en rigor es un mal insignificante o quizá un bien entre tantos y tan complejos males.

Nadie disputa el Poder a los que lo poseen, ni se fiscalizan los actos ministeriales con tanta saña como en el último período parlamentario.

El Gobierno no es molestado por las oposiciones, si no en el desgraciado asunto de los lazaretos, que no desaparecen con la rapidez que el poder central desea. La paz relativa de que disfrutamos desaparecerá cuando recobre la salud el cuerpo doliente de la nación. Algo se habla, no obstante, de asuntos extraños al mal que nos aflige, y entre estos temas no es de los últimos el de la jefatura del partido carlista, vacante por muerte de don Cándido Nocedal. Cuentan que el pretendiente está en grandísima perplejidad, no sabiendo a quien encomendar la dirección de su cotarro, pues no es fácil que entre sus secuaces encuentre un hombre de las condiciones de Nocedal. Este era un insigne jurisconsulto, elocuente y habilísimo en las discusiones parlamentarias, gran manipulador de hombres y de intrigas. Había recorrido toda la escala política, empezando su carrera por progresista avanzado, y poniéndose necesariamente todas las vestimentas que designan el color político hasta llegar a la sotana. Nocedal era simpático y muy afable en su trato, circunstancia que no suele hallarse en todos los individuos del partido en que últimamente militaba.

Dirigiendo la causa de don Carlos, demostraba grandísima energía e inflexibilidad. No cedía ni ante la autoridad de los obispos, en su gran mayoría enemigos del carlismo, no hacía maldito caso de los réspices que le enviaba de Roma el cardenal Jacobini, secretario de Estado, y afectando sumisión al Soberano Pontífice, en realidad hacía tanto caso de él como de las nubes de antaño. Habíase erigido en Pontífice infalible para todas las cuestiones políticas, civiles y religiosas que afectaran al carlismo, y en su mano de hierro este partido adquirió una fuerza y unidad que difícilmente tendrá en lo sucesivo.

Dominaba al clero rural, a los cabecillas vasco-navarros ya todo el elemento levantisco de las provincias del Norte.

Su periódico, El Siglo Futuro, bastante bien escrito, se distinguió siempre por su acometividad, por la descarada osadía de sus ataques a todo lo que no fuera don Carlos. No respetaba a los obispos, ni al mismo Nuncio de Su Santidad.

Sus odios más vivos eran para la «Unión Católica», fracción desmembrada del carlismo, a la cual pertenecen Pidal y todos los ultramontanos que se unieron al partido conservador. A estos les ataca El Siglo Futuro de la manera más despiadada y antievangélica. Sus diatribas no tienen nada de cristianas; pero hay que confesar que son ingeniosas.

Muerto Nocedal, a consecuencia de una parálisis, don Carlos no encuentra un hombre que a su lugar-teniente sustituya. El partido carlista no es fecundo en personajes de aquellas condiciones. Ni los guerrilleros, que hoy están mano sobre mano, ni el fiero obispo de Daulia sirven para el caso. Ninguno de ellos conoce las triquiñuelas de la política y del manejo de personas que Nocedal aprendió en su larga vida de periodista, de abogado y de secretario de todos los partidos. Fué diputado en un período de .veinticinco a treinta años; fué también ministro, conocía muy bien los resortes y teclas con que se mueve todo lo movible en nuestro país.

En su vida privada cuentan que ofrecía Nocedal un contraste muy vivo con las ideas que defendía. Si la historia completa de este hombre se escribiera, ofrecería un conjunto monstruoso de defectos y cualidades, de flaquezas insignes y de talentos extraordinarios. Su trato, como antes dije, cautivaba. No cabe más afabilidad ni maneras más exquisitas ni conversación más simpática y amena. Hablaba muy bien y escribía con no común elegancia.

Desde que se han empezado a citar nombres para designar el apoderado político de don Carlos, han principiado las discusiones en el batallador partido. Don Carlos no sabe qué hacer ni a quien encomendarlo; pide consejos a sus partidarios, y estos se los dan tan contradictorios que más valdría no se los dieran. Ya se indica a un prócer, ya a un guerrillero célebre, ya por fin a una Junta, compuesta de lo más granadito del partido; pero el elemento militar y el eclesiástico, menos afines de lo que parece, andan ya a la greña por ver cual de ellos prevalece en tal Junta. Todo indica que van a empezar días de descomposición para ese partido, que tan profunda-mente ha perturbado a nuestro país. La disciplina rigurosa le ha dado vida, y la disciplina le ha de extinguir en un plazo más o menos largo.

III

Las emigraciones de verano no son en el presente año lo que en los años normales. Todo lo ha perturbado el cólera, y en las estaciones balnearias no es donde menos se sienten sus efectos. Bastó que el cocinero de Betchu enfermara y muriera de enteritis para que aquel acreditado establecimiento fuera abandonado precipitadamente por los bañistas. Lo mismo ha pasado en otros, a pesar de disfrutarse en ellos de buena salud. Aquellas gratas residencias, donde otros años reinaba tanta alegría, están hoy desiertas. El mismo San Sebastián, punto favorable a la emigración por su proximidad a la frontera, tiene este año poca concurrencia.

Las familias cobardes, o si se quiere, ricas, han acampado en Biarritz, donde también han empezado las alarmas, porque se ha hablado de algún caso fulminante ocurrido en Bayona, y la existencia, ya declarada, de la terrible epidemia en Marsella, hace peligroso todo el Mediodía de Francia.

Desde hace pocos días se ha marcado una corriente de emigración hacia Madrid, a pesar de que también en Madrid hay casos, si bien no pasan de veinticinco o treinta. No obstante, la gente prefiere residir en Madrid a andar a salto de mata por esos pueblos de Dios, pasando fronteras, sufriendo inspecciones sanitarias, lazaretos que aburren y sahumerios que asfixian. En Madrid no se molesta a nadie; ni siquiera se exige a los viajeros que enseñen la lengua, como pasa en la frontera francesa; todo el que quiere entra y sale libremente, y las fondas y hoteles reciben con agasajo a todo viajero sin reparar la cara que trae. Por esto en Madrid se disfruta de una tranquilidad relativa, y aunque el cólera tiene su parte muy principal en la conversación diaria, se habla también de otras cosas, y los espectáculos y paseos públicos están llenos de gente. Ni aun se han suprimido las corridas de toros, que dicen son peligrosas por la aglomeración de gente.

En los pueblos, aun en aquellos que aún no han sido invadidos, se ha dispuesto la supresión de ferias, espectáculos, corridas de toros y toda clase de divertimientos, sistema cuya eficacia es muy discutible, pues si es inconveniente la reunión de personas, también se tiene por indudable que la espansión del ánimo y la alegría disminuyen las probabilidades de que el individuo y la colectividad sean atacados.

En cambio en todos estos pueblos se celebran rogativas y jubileos, y creyendo necesario que las imágenes se ventilen, las sacan en procesión todos los domingos con grandísima solemnidad. Muchos pueblos fían demasiado en San Roque, y descuidan su higiene. Hace pocos días he visto en una importante población, que no quiero nombrar, una imponentísima procesión. San Roque era llevado en andas por las calles principales, acompañado por todo el vecindario. La doble fila de personas de todas clases, con vela encendida, era interminable. Iban todos con devoción sincera, cantando letanías. El efecto que resultaba era en verdad más propio para entristecer el ánimo que para espaciarlo.

Con lo que se gastó en velas en aquella fastuosa solemnidad religiosa se habría podido hacer mucho aplicando el importe de la cera a los servicios de higiene y saneamiento. Pero es difícil que los pueblos comprendan esto. Mientras pasean a San Roque permiten que las calles estén llenas de basura, que las alcantarillas despidan miasmas pestilentes, que vivan hacinadas las familias pobres en míseras y estrechas zahúrdas, y que en los mercados reine la suciedad y la adulteración de todos los alimentos.

Yo creo que ambos sistemas pueden hermanarse perfectamente, con admirable resultado; que se puede invocar la protección de San Roque, atendiendo al mismo tiempo a lo que ordenan la higiene y la experiencia. De este modo se asociaría lo religioso con lo práctico y la protección del cielo combinada con nuestra propia defensa daría resultados seguros. Rezar todo lo que se quiera, y por si acaso, desinfectar al mismo tiempo. Tengo la seguridad de que al mismo San Roque le ha de gustar que lo paseen por las calles bien barridas y no por albañales inmundos y mal olientes. Para que se vea cuán propicio es San Roque en las localidades limpias: En Londres no le pasean nunca; es más, creo que ni siquiera le conocen, y, sin embargo, allí no va nunca la peste, y si va la expulsan a escobazos y chorros de agua. En otras partes, ¡ay!, donde es abogado de la peste, obtiene un culto fervoroso, la peste se ceba impía, prueba evidente de que en el reino de Nuestro Padre no nos amparan cuando nosotros no nos amparamos con los medios que la Providencia nos ha dado.

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