[Artículo] Un viaje de impresiones, de Benito Pérez Galdós

NUEVE HORAS EN SANTA CRUZ DE TENERIFE

Yo no sé si necesito describir a mis lectores lo que es el puerto de Santa Cruz y su muelle para que puedan formar una justa idea de lo que es la capital de las Canarias por fuera y lo que podrá ser vista de dentro, pero de todos modos allá va.

El puerto de Santa Cruz no es otra cosa que una rada abierta a todos los vientos menos al norte y oeste, de los cuales aquel es el reinante en semejantes latitudes. La Punta de Anaga, elevada sierra de rocas volcánicas,
se extiende naciendo de la isla en dirección nordeste, deteniendo las nubes en su encrespada cima, siendo esta la causa que hace que el cielo esté casi constantemente despejado, diáfana la atmósfera y radiante el sol en los calmosos meses del estío.

Aquellas rocas salvajes, donde apenas crece alguna planta silvestre de raquítica vegetación, descienden precipitadamente en el mar hasta producir un fondeadero bastante respetable por su profundidad, y donde
los buques necesitan no pocas brazas para llegar a asegurar sus anclas sin peligro. Esto, y al mismo tiempo la oblicuidad de las capas de lava que en muchas partes visiblemente muestran las rocas de Anaga, han hecho
concebir la idea de que el puerto de Santa Cruz no es otra cosa que el cráter de un volcán cuya antigüedad se pierde en la noche de los siglos. Opinión que tiene en su abono la multitud de cráteres que a cada paso se encuentran en las Islas Canarias y el destrozo causado por el fuego y cuyos vestigios aparecen en las superficies y en las profundidades de todos los terrenos, con más o menos visos de antigüedad


Al sur de esta cordillera y a la misma lengua del agua se levanta la población rodeada de algunas huertas donde crecen como por un lujoso artificio, en un terreno de naturaleza calcárea, algunos pobres árboles que quieren esforzarse inútilmente por dar las gracias a su cuidadoso dueño, prestándole la escasa sombra de sus mustias hojas.


Un muelle que se prolonga a pesar de la profundidad del fondo convida al cansado viajero a echar pie a tierra e introducirse en la población que está pronta a recibirle con aquella franqueza que caracteriza a los hijos de las Canarias.

En medio de los abrazos de nuestros amigos saltamos nosotros, más deseosos de descanso que de simpáticas demostraciones. Así que nuestro primer cuidado fue atravesar el muelle y la espaciosa Plaza de la Constitución sin parar mientes en el triunfo que se levanta al naciente, trofeo de blanco mármol que recuerda la rendición de la isla de Tenerife y sus cuatro menceyes al valor de las armas españolas. Nos dirigimos a una fonda y, mientras nos preparaban el almuerzo, charlábamos amistosamente recordando los últimos instantes de nuestra partida de la Gran Canaria y proyectando motivos de distracción para alejar la monotonía que siempre lleva consigo un viaje por mar, aún cuando sea breve.

Con nosotros viajaba un inglés, el tipo del británico más autógrafo que yo pudiera figurarme. El inglés era el tema de nuestra conversación. Él estaba llamado a serlo también durante el viaje. Nos proponíamos estudiarle como un animal raro, y nos parecía que la suerte nos había deparado el entretenimiento más placentero que ni buscado pudiera hallarse mejor y más a propósito.

Regularmente se cree que un libro es el mejor amigo y que no hay nada tan propio para dejar el hastío
que produce un viaje como ir pasando sucesivamente las hojas de papel donde han vaciado sus pensamientos para esclavizar el nuestro y enredarle en el laberinto de sus ideas. Yo hago gracia al que quiera de semejante entretenimiento, y lo que únicamente podré decir es que todas las veces que he llevado conmigo un libro para seguir el consejo apenas he podido sujetar mi imaginación a ideas extrañas, y cuando maquinalmente he vuelto media docena de hojas, me he encontrado tan lejos del libro como metido dentro de mí mismo. No obstante, un gran efecto ha solido causarme el dicho compañero de viajeros, y por ese efecto bien puede recomendarse a los que padecen de insomnio porque es un narcótico, el más eficaz. Para mí el gran amigo del viajero, el más propio para distraer el ánimo y alegrarle hasta el exceso de preferir la vida dentro de un cascarón que sobrenada en medio del océano a la vida tranquila de tierra, es un inglés. Un inglés es un libro vivo y palpitante donde puede estudiarse toda la vida de un pueblo, donde pueden seguirse los más extraños pensamientos que, agitando el cerebro carbonizado de un hijo de la nebulosa Albión, salen a posarse en las extrañas arrugas que un cincel maestro parece ir trazando progresivamente en una cara de hierro.

Por último, nos llamaron a almorzar; ya lo deseábamos, así es que apenas el sirviente se acababa de retirar, nos dirigimos atropelladamente al comedor, en tal estado de escualidez habían quedado nuestros pobres estómagos.

Apenas concluimos, pregunté a mis compañeros:

—¿A dónde vamos? Porque yo creo que ustedes no pensarán en pasar estas cuantas horas mano sobre mano.

—No, no —contestaron unánimemente—. A la calle.

—Yo voy a comprar unas baratijas.

—Yo a hacer dos visitas.

—Yo a ver a los amigos.

—Pues, señores, yo voy al Casino, y de allí a paseo, y luego a lancha. Conque hasta la vista.

Y nos precipitamos por la escalera. El uno se fue a visitas, el otro a sus baratijas, aquel a sus amigos, y yo con dos o tres me dirigí al Casino.

Atravesamos la plaza, doblamos una esquina y nos hallamos en la calle de La Marina. A los dos pasos tropecé con un antiguo conocido, hombre de flema si los hay, amigo de sus amigos, gran corredor de bromas; que no hay trapisonda donde no esté, no hay riña que no deshaga, ni hay bautismo de barrios en que no sea padrino, ni baile de candil al que él no asista, ni gira campestre en que no se halle. No tiene oficio ni obligaciones que le detengan, y sin ser capitalista, ni mucho menos le gustan los caballos, busca y compra los perros de las mejores castas; y para corona y complemento de sus extrañas inclinaciones, mima gatos ingleses y cría pájaros canarios.

Con este amigo mío y otros me asocié en cierta ocasión nada menos que para privar a un vecino del dominio y posesión pacífica de un par de cochinchinas que pura y exclusivamente para su solaz había criado. No sin disgusto y temores se llevó a cabo la usurpación; pero al fin la víctima no tuvo otro remedio que lamentar la pérdida de su querido casad, que del corral pasó a nuestros estómagos en una noche de trueno bajo las verdes copas de unos plátanos. Mi amigo en esta ocasión se portó con su acostumbrada originalidad, participando al dueño de las aves nuestro proyecto antes de su ejecución, aconsejándole que nos sorprendiese, como en efecto lo hizo, y convidándole para fin de fiesta a nuestra cena.

Este solo caso y otros más que pudiera referir aquí pintan desde luego al individuo con que me encontré en la calle de La Marina.

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