[Cuento] Necrología de un prototipo, de Benito Pérez Galdós

I

Vosotros, ciudadanos graves, le conocíais muy bien. Cuando los negocios públicos os permitían algún reposo, cuando la ventilación de las cuestiones nacionales y europeas daba paz y desahogo a vuestros espíritus inquietos, solíais ir a la catedral con el santo fin de oír, ver u oler alguna misa; y entonces veíais al prototipo cuya desaparición deploramos. Vosotras, jóvenes amables, le conocíais también. Cuando gozosas y vivarachas penetrabais en la capilla de Santa Teresa para rezar un poco de letanía con toda la vista clavada en la santa y las tres cuartas partes del corazón fijas en vuestros novios, veíais al personaje, tipo, anomalía, aberración, cuya desaparición deplorarían los gabinetes zoológicos y anatómicos si aquí los hubiera.

Recordad bien los fenómenos acústicos que manifestaban la presencia de este proto-singular. Esta manifestación acústica era más determinada y característica que la visión misma. Oigámosle antes de verle: prefiramos el rumor a la forma. Hay seres que rechazan lo pintoresco. Hay fisonomías morales y físicas que no pueden ser abarcadas por el compás ni simuladas por el pincel: un diapasón les conviene más. Nuestro prototipo pertenecía a esta clase. Era un individuo cuya apreciación correspondía al oído. Su fisonomía auditiva era un rezo, una tos y un arrastrar de suelas de tan especial timbre que cualquier músico realista hubiera sacado de él una combinación instrumental. Cuando rezaba, su voz semejante a un eco subterráneo llenaba el ámbito inmenso de la catedral. El espacio que rodea las diez columnas ondeaba sonoro al influjo de aquella vibración: las treinta y una bóvedas respondían unísonas a aquel recitativo cantado en tesitura tan profunda. De repente tose… Parece que un trueno estalla en el templo. Todo el granito se estremece. Si las catedrales tosieran, ¡qué demonio!, toserían de aquella manera.

Veámosle ahora. Era aquel bulto que en la oscuridad de una capilla se distinguía, ya en pie y encorvado, ya de rodillas e inmóvil. Cuando las miradas del espectador se acostumbraban a la oscuridad, podía verse que de sus hombros pendía una luenga capa negra que en ambos costados tenía los mismos pliegues y las mismas ondulaciones. Parecía que aquellos dos trozos de capa eran dos tremendas alas, y que de repente iba a volar como un hipogrifo. ¡Cuán grave y sombrío y terrible!

Pero ¿las sombras y soledad del recinto no le dan tal vez ese aspecto siniestro y medroso? Quizá fuera de aquí sería una risueña y amable figura más propia para inspirar regocijo que pavura. Reparen ustedes en que este templo y este hombre son cosas que no pueden separarse tan fácilmente como una cabeza y un sombrero. La naturaleza hizo afines entonces la carne y la piedra, el pajarraco y el recinto. Caja musical muy bien construida en este último, pero hubiera permanecido sorda y sin vida si no hubiera tenido su tímpano sonoro. ¿Conciben ustedes una campana sin lengua?

II

Hay individualidades agregadas de tal modo a los monumentos que parecen una parte indispensable de los mismos. El hombre de los rezos era una especie de excrecencia: parecía que se había criado como un liquen en las piedras del edificio. De seguro un naturalista le hubiera echado el lente creyéndole una magnífica estalagmita. ¡Quién averigua el génesis misterioso de aquel hisopo adherido a una grieta, de aquel parásito desarrollado sobre una losa! Su organismo por el aspecto y el zumbido es de zángano. ¿Se incubarían las bóvedas en un lento trabajo de generación ovípara? Pero dejemos el origen y vengamos a la cosa ¡Qué feo era! Su piel semejaba al forro de un Decretalium thesaurus mil veces leído: los huesos de la cara pugnaban por salir a pública luz, la barba, que daba muestras de afeitarse en los días de solemnidad, estaba compuesta de una treintena de pelos, situados a tiro de ballesta, y tan rígidos y blancos como menudos filamentos de vidrio. Sus ojos (¡gran Dios, qué ojos!) eran perennes manantiales de cinabrio diluido, y su boca, cerrada siempre al paso de las aves nocturnas, se componía de dos grandes y flojas protuberancias de carne que, si no hicieran allí el papel de labios, creeríamos eran dos chuletas colgadas a la intemperie como en las manufacturas de tasajo. ¡Qué cosa tan fea, Dios mío! Su cuerpo… pero aquello no era cuerpo. Figuraos una capa con espinazo y extremidades, una capa que se yergue y se inclina como remedando el movimiento de una máquina muscular. Su cuerpo no era otra cosa. Pudiera creerse que bajo el paño secular había hasta una libra de carne; pero lo cierto es que había en cartílagos, tendones y huesos como unos veinte kilogramos. Por debajo del fleco que los años habían hecho en la túnica asomaban dos navíos portugueses en forma de zapatos con tantas troneras o remiendos que hubiera sido difícil imaginar su primitiva configuración. En el banco próximo estaba el sombrero, aditamento de aquel aditamento, excrecencia de aquella excrecencia. Esta prenda hubiera sido un documento arqueológico si las infinitas abolladuras y diversas capas de materias combustibles que le adornaban hubieran permitido a un anticuario adivinar el modelado primitivo. El tiempo, ustedes lo saben, convierte el capitel en adoquín y la cariátide en guarda-cantón: el tiempo había convertido en turbante (no es exageración) el mueble que el año 22, en tiempo de Angulema y de Riego, tenía todas las apariencias de sombrero. Investigaciones detenidas habían aclarado, no su forma, sí su fecha, que era poco menos que antediluviana. Este sombrero fue sin duda uno de aquellos que a consecuencia de cierto naufragio arribaron a las playas de Gran Canaria. Tal vez lo recibió el protofeo de manos de alguno de aquellos marineros que inmortalizó uno de nuestros más esclarecidos poetas. Y fue tal cuchipanda que hasta los marineros se robaban los sombreros que andaban de banda a banda.

El que se hubiera asomado al cráter de este sombrero hubiera visto un pañuelo encarnado, negro, verde y de otros colores del tamaño de un pabellón nacional. Dos o tres veces al día este pañuelo se desplegaba y acto continuo, ¡prum!, resonaba un trueno nasal y la gran masa del templo vibraba obedeciendo a la convulsión de aquella nariz ciclópea. Si las catedrales se sonaran (permitid esta hipótesis de mal gusto), se habían de sonar así.

III

¡Qué feo era! Sin embargo, sus ojos clavados en la bóveda brillaban con luz divina. Indudablemente, sus miradas al traspasar la bóveda escudriñaban en lo profundo de los cielos los misterios de la bienaventuranza y de la gloria, sus labios de corcho al balbucear una plegaria sostienen misteriosos diálogos con algún ángel mensajero solo visible para él. ¿Qué importa la deformidad del pescuezo, la aspereza de la piel, la destilación de los ojos, la verruga hiperbólica de la nariz? Esa estrellita de luz divina que baila en su mirada parece que espiritualiza al asceta mugriento y haraposo como un sacristán de aldea, arrugado y amarillo como un infolio. El éxtasis diviniza al penitente. ¡Rivera ha embellecido tantos Esopos! Mirad cuán bello está (no es paradoja) el hombre de la capa inmóvil, petrificado por la contemplación. Todas las feas partes de su rostro, de su cuerpo y de su vestimenta se manifiestan en graciosos contornos; la armonía reina en ellas; el color se acomoda a la idea; el fondo añade vigor y claridad al tono; la capa determina el claroscuro; los zapatos tienen los toques confusos del buen detalle; el resplandor de la calva es aureola. ¡Soberana y magistral creación! Miradle bien. Su espíritu está en comunicación directa con Dios. El cielo está abierto ante él: ve los siete círculos donde se asientan falanges de potestades; ve el trono que sostienen tres hiladas de dominaciones; oye la armonía de arpas y violines que tañen querubes musicantes. ¡Qué bello es!

IV

Sí, ¡qué bello era!… Pero ya no existe, señores. Está allá, más arriba de toda esta maquinaria. Agitó las grandes alas de su capa y cruzó el espacio como un animal apocalíptico. Hoy la catedral está sorda: le falta su tímpano sonoro.

Aquel hombre (no se rían ustedes) era el elemento musical de este templo. Poco importa que el cincel del arquitecto labre aquí bóvedas suntuosas, poco importa que el arte plástico quiera hacer más comprensible la grandeza por la magnitud de la forma. Es verdad que la belleza del estilo predispone al sentimiento a sus deleites espirituales; pero la fantasía exige más arte: es necesario un lenguaje mas elocuente y vivo que el lenguaje mudo de la piedra, más inmaterial y expresivo que esos signos resplandecientes que traza la luz exterior sobre el ramaje de la arquitectura. Para la gran obra del arrobamiento general; para que la mente cristiana salga de quicio es indispensable la ayuda de un arte que no es el arte de la piedra ni el arte espectral de los vidrios de colores. Allá a espaldas del coro se eleva el más enorme instrumento músico que han inventado los hombres. Un complicado sistema intestinal lo compone: cada intestino es una nota, cada serie de tubos un tono. Sus voces son la del violín, la del oboe, la del arpa, la del gallo, la del ruiseñor, la del pavo. Suena, muge, canta, trina, ronca, ensordece y calla. Todos los sonidos que en la naturaleza existen, ya en estado primitivo, ya en estado de cultura, están allí archivados y clasificados. El teclado es el índice, y aquel individuo que sentado en una banqueta recorre con ágiles dedos las teclas de marfil es el que tiene el secreto de ese Dédalo monstruoso, catálogo razonado de los ruidos. Pero el órgano no suena: veo una gran máquina y un manipulador; veo la linterna y a maese Ginesillo; pero aquí falta algo. Pues es claro: falta lo principal, Eolo; falta la luz a esta linterna de hermosas figuras; falta el elemento de vida, la primera materia de esta portentosa elaboración musical. El hombre de la capa se acerca, llega y exclama: fiat armonía.

De repente Favonio, Aquilón y Noto se precipitan en los ramificados conductos de aquel laberinto; y la maquinaria toda, vivificada por el soplo divino, lanza sus cien voces; conmuévese el recinto sagrado y el alma cristiana, rotas las materiales ataduras, se eleva estática hasta Dios. Junto a la elocuencia majestuosa de un órgano, ¿la voz de un Padre Santo no es desabrido lenguaje? Ahí tenéis el lenguaje de la religión, señores retóricos: dejad la pluma dogmática en el tintero, aljibe de silogismos, y prestad atención. Este órgano habla como el apóstol, como el profeta, como el misionero; como el mártir, como el doctrino. Él dice más que cuanto han escrito plumas sagradas desde el Evangelio al canon, desde el dogma a la liturgia. Resuena como las tropas de Jericó, como las arpas de David, como el clavicordio de Santa Cecilia. Remeda la voz de Gabriel, la de la pitonisa de Endor y la de la burra de Balaam.

¿Y esta melodía portentosa de tonalidades y timbres infinitos de dónde proviene? El órgano en su construcción no es más que una bella teoría, el pianista es un prestidigitador; uno y otro son dos curiosos ejemplares mecánicos. El alma de tan divinas armonías no es aquí ni el instrumento, ni el músico. ¡Oh!, ¡qué sería el conductor metálico sin potencia eléctrica!. ¡qué será el cuerpo humano sin aliento vital!. Figuraos el más ingenioso caleidoscopio sin luz. Concibe si puedes el arte sin naturaleza. ¿Qué sería el órgano sin viento? El hombre de la capa, el liquen, el papamoscas, Eolo es el alma de esta música, es el elemento musical de este templo.

V

Ved en su rostro la sacra inspiración de Paganini. Con mano trémula pulsa la delicada palanca del fuelle; y la agita con esa convulsión, síntoma del consorcio que en los momentos de entusiasmo se establece entre el instrumento y el artista; entre tanto, por efecto de la combustión interna que el genio alimenta, de los poros del prototipo brotan tremendas gotas de sudor que van a fecundar los abonados campos de su camisa. ¡Qué bello está! El instrumento y él son una misma cosa: una sola vida les anima, el viento; un solo pulmón les alienta, el fuelle. Respiran unísonos: las arterias sonoras del uno se unen a los nervios excitados del otro, y de este himeneo de un santo y un cajón, de un estafermo y una corriente atmosférica, resulta la más maravillosa sinfonía que han sentido oídos humanos. Aquel cuerpo mitad de carne y mitad de palo ofrece —¡quién lo diría!— abundantes secreciones de armonía y torrentes de sudor copioso.

VI

«Qué bien hemos tocado hoy», dice, y baja del coro y se va a su capilla y se coloca en su plinto grave (inventemos una palabra) petrificadamente, como la estatua de Ulloa después de cenar con don Juan. Llega la noche y aquella gran capa se postra, rechinan los zapatos y se siente… (¡qué miedo!)… un golpe seco y cadencioso como el de una mano descomunal que, uniendo en punta agudísima los duros dedos, hiere un pecho de gigante. Estos pequés hacen el efecto de los golpes de socavación subterránea. Cualquiera pensaría, al oír cómo se apedrea el pecho el nuevo Jerónimo, que bajo el piso hay catacumbas, y que allá abajo la piqueta del catecúmeno abre la fosa del mártir.

Pero el éxtasis tiene que concluir porque el sacristán repiquetea con las llaves y cerrojos de las grandes puertas. El Santo, ¡oh, portento!, sale arrastrándose: al pasar el umbral se acomoda en el sombrero, se persigna diecinueve veces, se envuelve en la capa y echa a andar hacia su garito. Ya le tenemos hecho hombre. Podemos seguirle sin miedo; ya no es santo ni papamoscas, ni estatua, ni elemento, ni Eolo, ni nada de eso; es un pobre diablo, un ser inofensivo, uno de esos entes desgraciados que viven en la poblaciones para servir de solaz de los chicos y de estorbo a los mayores. Sigámosle.

Suenan las campanas de oraciones. plan. plan. Nuestro hombre amaina la capa y arría el sombrero, pero no se detiene. Junto a él pasan descubiertos también dos pacíficos ciudadanos que vienen del muelle, de la carretera del Puerto o de otro agradable paseo; pasan parejas y más parejas de gente conocida. Ahora dos curas, dos canónigos, o un canónigo y un cura juntamente: después un oidor y un canónigo; más tarde un quídam y un oidor. Poco después una dama y un hermanito; enseguida una abuela remolcada por su nieto. Y pasan, pasan, pasan, como los pajarracos marinos de don Ramón Campoamor. El pobre diablo no repara en nada de esto: poco le importa la vuelta de los paseantes. Tampoco vuelve la vista para mirar el coche que, a todo escape y rechinando cual estrepitosa desgranadora, pasa también viniendo de Tafira o de El Monte; tampoco se fija en los alegres grupos de damas que van al baño con la correspondiente moza a retaguardia, adornada con una cesta o peineta monumental, donde van los aprestos y comestibles anexos al baño. El desgraciado no se fija en nada de esto: impórtansele una higa los curiosos accidentes pintorescos que caracterizan y representan la fisonomía crepuscular de esta población. Él sigue su marcha acelerada y sin tropiezos. ¿Adónde va? A su chiribitil. Confúndese en la penumbra y desaparece al través de una pared, como dice Fernández y González en todos los primeros capítulos de sus novelas. No penetremos nosotros; seamos pudorosos y quedémonos en la puerta, no profanemos el hogar sagrado. ¿Qué pasará allí dentro? Probablemente la capa dará a luz el cuerpo del protofeo; rodará de banda a banda el sombrero, el pañuelo dará cuarenta y ocho vueltas tapando la cabeza, y poco a poco tirará a la mar aquellas prendas de vestir más exteriores, quedándose con otras que le son inherentes y complementarias como la piel. Concluido el desparejo, cogerá unas disciplinas y poniendo en descubierto las espaldas se disciplinará a compás y con método desde el occipucio hasta el coxis, acompañando los golpes con todos los pater noster y avemarías que a tan espiritual tarea son indispensables. Después se dormirá y a la mañana siguiente.

Una mañana, señores, los vecinos notan que la puerta del chiribitil no se abre, el espantajo no ha salido. Tocan y nadie responde: no se oyen ni golpes de pecho ni de flagelaciones. Abren al fin y. (desastroso y fúnebre espectáculo) encuentran el pañuelo, el sombrero, la capa, los zapatos y entre estas prendas. no encontraron nada. Había volado de un soplo supremo hacia las regiones de la bienaventuranza. Este hombre tenía afinidad con el aire. Hay individualidades, dice Lamennais, que tienen afinidad con el mar y se arrojan a él: de aquí los suicidios y el vértigo. Este proto-. tenía afinidad con el aire y se evaporó. No es extraño: era la personificación de un fuelle.

VII

La catedral está manca: esta es la palabra, manca. Le falta un miembro, una parte, un adorno si se quiere: pero un adorno necesario y característico. ¿No estaría manca la catedral de Burgos sin papamoscas?, ¿no estaría manca la estatua de Mercurio sin caduceo? Pero si le falta al edificio este detalle pintoresco, más ha perdido en el concepto acústico. La catedral ha perdido su tímpano sonoro. Falta allí el rumor obligado de los templos, ese ruido que parte de un devoto incrustado en una columna, de un semisanto o semiloco esculpido en un zócalo. Todos los templos tienen su ruido; perenne cuerda que vibra a todas horas una misma letanía; gota sempiterna de llanto que cae siempre sobre una misma losa (perdonad la imagen); chirrido estridente de un zapato de pie tullido que se arrastra siempre en un mismo camino. La catedral ha perdido su rumor. Aquel diapasón con capa se cansó de habitar en el mundo; aquel fuelle incansable aspiró al cielo y se sopló a sí mismo.

Por las noches (esto no puede acabarse sin un epílogo plástico terrorífico) a la hora en que… (cómo decirlo…) a la hora en que los búhos. (así va bien) surgen con siniestro vuelo. (perfectamente) de entre las tumbas; a la hora en que reina el silencio en la catedral y las sombras envuelven el ancho recinto, se ve (el sacristán me lo ha dicho) vagar un fantasma por las capillas: se arrodilla, murmura una plegaria, una salmodia, un réquiem (¡qué miedo!). Después de recorrer toda la catedral sube al coro; se le ve empuñar la palanca del órgano; la mueve con afán, con ímpetu, con entusiasmo. De la voluminosa caja que el espectro anima salen millares de sonidos; pero señores, no se asombren ustedes, son sonidos que no suenan, son espectros de sonido, música celestial, señores míos. Con ella he hecho este artículo que es. el espectro de un artículo.

Las Palmas, 29 de noviembre de 1866.

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