Sepulcro de don Martín Vázquez de Arce (el Doncel de Sigüenza)

Texto de don Ricardo de Orueta (1868-1939)

Sigüenza, Catedral. Capilla de Santa Catalina.

Don Martín Vázquez de Arce

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Se encuentra colocado este sepulcro en el muro del Evangelio de la capilla de Santa Catalina, inmediatamente después de pasar el arco de entrada. Su forma es la que tanto abunda en los sepulcros góticos del siglo XV: la urna o pedestal sostenida por leones, sobre la que descansa la estatua, presentando en su frente adornos vegetales, y dos pajes en el centro sosteniendo el escudo; todo ello embutido en un gran nicho, terminado por arriba en un arco en plena cintra, adornado con dentellones ojivales que simulan otro arco conopial, y en el testero la inscripción, por bajo de una luneta pintada, que representa varias esce­nas de la pasión. Sobre esta pintura, que a pesar de sus deterioros parece bastante hermosa, se ha claveteado en tiempos posteriores una tosca cruz de madera, que, además de tapar una buena parte del cuadro, interrumpe la sucesión de las escenas y causa un efecto deplorable. En las jambas interiores del arco se ven dos imágenes en relieve, que repre­sentan a Santiago y a San Andrés, en un estilo muy alemán y algo diferente del resto.

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La inscripción del testero dice así:

«AQUI YAZE MARTIN VASQUES DE ARZE | CAUALLERO DE LA ORDEN DE SANCTIAGO | QUE MATARON LOS MOROS SOCOR | RIENDO EL MUY YLUSTRE SEÑOR DU­QUE DEL IFATADGO SU SEÑOR A | CIERTA GENTE DE IAHEN A LA ACEQUIA | GORDA EN LA VEGA DE GRANADA | COBRO EN LA HORA SU CUERPO | FERNANDO DE ARZE SU PADRE | Y SEPULTOLO EN ESTA SU CAPILLA | ANO MCCCCLXXXVI. ESTE ANO SE | TOMARON LA CIUDAD DE LORA LAS | VILLAS DE ILLORA MOCLÍN Y MONTE | FRÍO POR CERCOS EN QUE PADRE Y | HIJO SE HALLARON

Además de esta corre otra inscripción por la cornisa o pestaña del sarcófago, que dice:

«D. MARTIN VASQUES DE ARSE COMENDADOR DE SAN­TIAGO EL QUAL FUE MUERTO POR LOS MOROS ENEMYGOS DE NUESTRA SANTA FÉ CATOLICA PELEANDO CON | ELLOS EN LA VEGA DE GRANADA MIERCOLES (falta un tro­zo) AÑO DEL NACIMIENTO DE NUESTRO SALVADOR HIU XPO DE MILI. E CCC E LXXX E VI ANOS. FUE MUERTO EN EDAT XXV».

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La estatua representa a D. Martín recostado sobre un montón de laureles, en el que apoya el codo derecho; tiene las piernas perezosa­mente cruzadas y un libro abierto en las manos. Viste armadura de piezas rígidas en los brazos y piernas, y una cota de mallas bajo otra tejida con tiras de cuero le defienden el cuerpo; sobre los hombros lleva una capa echada atrás, con la cruz de Santiago en el centro, y cubre su cabeza por un casquete bajo el que asoma el cabello, sedoso y largo hasta los hombros, y recortado en flequillo por delante, según la moda del tiempo. A los pies, un pajecito sentado a la morisca, se pasa la mano por el rostro con expresión dolorida; junto a él, y empotrado ya en la jamba, un león muy semejante a los que sostienen la urna, simboliza la resurrección en la otra vida.

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Esta es la celebrada estatua de D. Martín Vázquez de Arce, segura­mente la más hermosa entre todas las que encierra la catedral de Sigüenza, y una de las más sentidas, más inspiradas y más delicadamente bellas de cuantas ha producido el arte de Castilla en toda su historia, pudiendo soportar ventajosamente la comparación con las mejores creaciones de la plástica cristiana universal.

La armonía de las proporciones, en las que el artista ha apurado toda la delicadeza de su sensibilidad, imprimen a la obra el sello de juventud, de aire señoril y de gracia que aun se acentúan más con el descuido, la sencillez y el desmayo de la actitud. Es un cuerpo joven, suelto y ligero,que hace entrever un estado de cansancio espiritual, de vagar de alma, de abandono y de ensueño, tristeza, si existe, no aparece claramente al exterior, salvo en el pajecito, pero la sugiere de un modo vago la dejadez del cuerpo, la seriedad y la gravedad profunda de todo el conjunto; y esta sugestión fundida o combinada con las de gracia, juventud y elegancia, producen la emoción más suave y más rica y abundante en poéticas com­plejidades que haya jamás producido ninguna estatua castellana. La eje­cución es sobria, sencilla, sin detalles de modelado que sorprendan, pero amorosamente cuidada, sentida en todos sus momentos, y revelando el goce íntimo de su autor al mismo tiempo que trabaja.

Hay complacencia en el orden de traducir la forma; dígalo si no la cabeza, con aquel cabello largo, que analizado no es más que una masa de alabastro con unas toscas ranuras paralelas, pero dispuesto con tanto acierto, que rellena y mata los ángulos poco estéticos que formarían los hombros con toda la cabeza, resultando así una sola línea seguida que, partiendo del codo derecho y pasando por la redondez del casquete, llega hasta la punta del pie en una suave y plácida ondulación, síntesis bellísima del abandono y laxitud de aquel cuerpo. Pero, además, esta masa de cabello está ordenada de modo que dé sombra y vele los con­tornos del cuello, disimulando así su inverosimilitud, porque es tan excesivamente flaco, que desnudo de la gola de malla y de la camisa, nos parecería absurdo. Y este cuello sin embargo, tenía que ser así, no sólo para contribuir al efecto de esbeltez, sino también para que el contraste con su sequedad diera valor de carnosidad a las mejillas y acentuara la impresión de gracia y de juventud, sin tener que recurrir a un redondeo excesivo del rostro que hiciera perder al óvalo su pureza y su espiritua­lidad. Si la moda de entonces hubiera sido la de años más tarde, la del cabello corto, la ordenación de estos elementos hubiera sido muy otra. Pensemos si no, en el efecto que causaría esta parte de la estatua sin su cabellera: los hombros y el cuello serían los de un enfermo en el último grado de extenuación; la cara resultaría larga y huesuda en sus pómulos; las líneas perderían su continuidad, y la cabeza toda, no sólo no tendría la belleza que hoy tiene, sino que asentaría mal y se mantendría difícil­mente.

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Del mismo modo se combinan y armonizan los recursos estéticos en toda la estatua y en sus más delicados efectos: en el abandono y espon­taneidad de la actitud, en el cruce indolente de las piernas, la posición de los brazos, el ritmo y la cadencia del contorno; y siempre en una combi­nación que parece inconsciente, mucho más sentida que pensada, no de­jando ver el esfuerzo mental, si es que lo hubo, y estableciendo una rela­ción íntima y directa entre la emoción creadora y la emoción del que contempla. Por eso, a pesar de su riqueza enorme en notas y complicacio­nes bellas, lo que primero y que con más fuerza deleita en esta estatua es la espontaneidad.

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A esto contribuye también la ejecución, que, como digo, es sobria y hasta defectuosa, a la manera que entonces se usaba. Hay espacios en­teros completamente vacíos; superficies uniformes, planas o curvas. Sin la menor variante en toda su extensión ni el más pequeño matiz de modelado. Y no causan, sin embargo, mal efecto porque si no son ricas en ondulaciones, son perfectas en su ajuste y en su proporción, y siem­pre dibujan el contorno, por dondequiera que se le mire, a grandes rasgos, pero de un modo armónico y natural. La esencia de este arte no consiste, como luego más tarde, cuando los grandes técnicos italianos nos enseñaron, en copiar paso a paso las apariencias de una superficie, sin perdonar la más pequeña entrante o saliente, práctica que, exagera­da, por nosotros nos había de llevar a un naturalismo excesivo; ni tampoco en aislar y acentuar tan sólo ciertas notas de emoción, con detrimento de las demás, lo que pudiera dar lugar a un arte unilateral y estridente: aquí se hace la labor siempre con el todo, sin perder jamás de vista la totalidad completa y manejando sólo las grandes masas, sin acusar apenas los detalles. Por eso es un arte que no divaga, que va directamente al fondo de la emoción misma, traducida por las notas primordiales de la forma, y que si por faltarle recursos técnicos no puede expresar los matices variados de cada parte, esto mismo lo fuerza, si quiere decir algo, a armonizar las unas con las otras y a agudizar el sentimiento y la expresión de los conjuntos, resultando así un arte de totalidades emocionales, de combinación de las esencias últimas de cada movimiento espiritual en su más amplia y más general expresión, aun­que también sea la más vaga.

Y por esto mismo es un arte muy evocador, porque como no explica ni aclara con los detalles, como no da las impresiones totalmente hechas y determinadas para que no tengamos más que sentirlas tal como el artista nos lo ordena, la sensibilidad que llega a fundirse íntimamente con esa obra puede suplir mucho; no pierde ni por un momento el goce supremo de sentirse libre; ejerce una función activa, la de crear también, asociando asi su propia alma al alma de ese admirable artista desconocido, puesto que la estatua no hace otra cosa que remover, provocar, inspirar sentimientos generales, sin imposiciones ni tiranías concretas.

Así, pues, las emociones que esa escultura despierta son las de juven­tud, elegancia, espontaneidad, gallardía, dejadez y abandono, y de un modo muy vago y en último término, la de algo muy serio, grave y quizás, quizás triste. No creo que el autor haya puesto más, ni hacía falta. Va con eso, que es en sí muy vario y muy general, el sentimiento se complica y la atención se despierta; nos comenzamos a sentir delei­tados por el goce estético y subyugados por la obra, y aquí se inicia ya el proceso nuestro, de nuestra actividad creadora, que suple, termina, construye y, por encima de todo, goza. Y sentimos primero una emo­ción de respeto y de amor y de ternura paternal por aquella juventud y aquella belleza; y después sentimos que aquellas manos tienen el libro delicadamente, como pudieran tener un joyel; y que bajo la armadura hay un cuerpo sin fuerzas, sin vigor muscular, caído y desmayado; y que aquellos ojos que miran al libro tal vez no lo vean; y todo esto nos da el sentimiento de un espíritu fino, ausente, desprendido, vagando libremente por regiones puras, elevadas, donde quizás reine la tristeza. Y puede que con esto pensemos en la muerte, evocación última de todo sepulcro cristiano, pero en la muerte bella en la resurrección espiritual, muy lejos de esta vida, sin sus cuidados ni su mediocridad, nunca en la muerte de otros sepulcros del tiempo, que no muestran más que des­composición de materia repulsiva y desagradable.

Esta dirección ideal, tan refinada y tan exquisita, era un fenómeno que comenzaba a darse en el arte escultórico castellano del siglo XV, principalmente en sus finales, que hubiera podido dar lugar a un arte propio muy interesante si no hubiera abortado antes de adquirir su completo desarrollo.

Nuestra plástica en todos los tiempos del goticismo es un producto exclusivo de la importación. Nos importan las esculturas labradas, o los artistas formados, o las ideas, las tradiciones y hasta las recetas de taller con que se habían de formar los artistas que aquí nacieran. Por eso las obras no ofrecen ni grandes diferencias técnicas ni grandes diferencias ideales con las de otros países. Durante el siglo XV continúa la corriente, y aun quizás se acentúe, como parecen indicarlo los muchos nombres de escultores extranjeros que aparecen en los documentos; pero ya no es como antes, ya no se pide otra cosa a la importación que técnica, medios e instrucciones para ejecutar, para vencer a la materia y obligarla a expre­sar; pero lo que había de expresarse, el verbo, el alma de la escultura, comienza ya a ser castellano, porque ya se inician aquí ideales, pocos o muchos, gustos propios, y se trasluce en ocasiones un ambiente estético nacional, en el que suelen inspirarse los mismos escultores extranjeros que traspasan el Pirineo.

Como el desarrollo de este tema, que dejo ya apuntado en otra parte (1), no es propio de este lugar, y como, además, me propongo tratarlo por extenso en un trabajo especial, sólo he de insistir en el ejemplo que ofrece este Doncel de Sigüenza, muy dentro, por su labor y su disposición, de todo lo gótico de aquel tiempo, pero de un arte y unas direcciones caleológicas tan extrañas, que no se encuentra nada que se le parezca, ni remotamente, en la plástica europea de aquellos años, y habría que recurrir a la italiana muy anterior, o nada menos que a las estelas griegas, a pesar de sus grandes discrepancias bajo otros aspectos, para asignarle algún pa­rentesco sentimental, siquiera fuese lejano.

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He notado, y hasta lo experimente en mi mismo, que todos los que ven por primera vez esta estatua piensan en Donatello. A esta asociación no quisiera darle un valor excesivo; en cuanto a mí, me parece que la ocasio­nó un vago recuerdo de la armadura del San Jorge, de su juventud y de la gracia de sus proporciones. No hay que olvidar que Donatello fue muy anterior a este artista, el que, bien fuere castellano o ultrapirenaico, no parece que haya visto siquiera las cosas de Italia. Pero es un hecho que el recuerdo que apunto se da, y si tampoco nos apresuramos a desechar esta idea por la disparidad de tiempos que representan ambos escultores, quizás notemos algunas otras concomitancias, vagas también, imprecisas y leja­nas, solamente de los últimos ideales, pero no sólo con el San Jorge, sino con el David, con el San Giovannino, de la casa Martelli, y con otras esculturas de Donatello y de los italianos contemporáneos suyos, y hasta es posible que de los posteriores. Y no es esto decir, ni siquiera inclinarme a pensar, que esta estatua de D. Martín ofrezca tendencias italianas. Pre­cisamente por no encontrarle paridad con lo de Italia, ni con lo de ningún otro país, la creo genuinamente española; pero como estimo que no se puede producir un movimiento en el arte sin que sea precedido de otro movimiento en los gustos y en los ideales todos de la sociedad, me inclino a creer que quizás tengamos aquí un fruto del sentir puramente castellano de aquel preciso momento histórico, que no porque estuviese ocasionado por la evolución de ideas y sentimientos que en aquellos días se operaba en Italia, y mejor aun en la Europa toda, dejaría de ser una adaptación original de nuestro pueblo, en la que dominaran los elementos propios, expresiva del ideal de nuestra raza, y producto, sobre toda otra causa, del alma castellana.

Debo advertir que este fenómeno que señalo en la plástica española se daba igualmente en la de otros muchos países, aunque claro está que correspondiendo al progreso cultural de cada uno, se adelantaba o re­trasaba algunos años, acá o allá, pero siempre dentro de un periodo aproxi­mado que viene a comprender, poco más o menos, el siglo XV. En todos ellos el goticismo acentúa sus notas diferenciales por virtud de la diversa sensibilidad de cada pueblo y adapta a su manera, dándoles matices pro­pios y nacionales, las diversas tendencias y sentimientos nuevos que co­menzaban a aparecer, no sólo en Italia, como se ha supuesto, sino en el ambiente general de la Europa cristiana. Así se ve que al comenzar el siglo son góticos, como regla general, los escultores de todos los países, incluso los florentinos. Trabajan con los mismos medios y de idéntica manera, aun cuando los unos, como es natural, superen a los otros en perfección téc­nica. Tienden a considerar la forma sólo como un elemento de expresión espiritual, sin que esa forma, por sí misma, tenga el menor valor. Aspiran a narrar una historia mística, o a despertar un sentimiento religioso, siem­pre con la vista fija en la otra vida y con un fin más educador que estético, todo ello prefijado por la religión o por la práctica constante y a fuerza de traducirse los mismos ideales con los mismos medios acaban por formarse las escuelas con sus estilismos de factura y hasta de sentimiento y expre­sión.

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Pero al mismo tiempo comienzan a aparecer hombres que, sin des­echar las prácticas y tendencias ya asentadas, aspiran a imprimir al arte su propia personalidad, a enriquecerlo con elementos nuevos y origi­nales que lo vigoricen y lo aceleren en su marcha progresiva, fenómeno corriente que ocurre en todos los tiempos de la Historia; pero si en algunos momentos, por haber una cultura muy definida, muy arraigada en el espíritu de la raza, muy antigua o, sencillamente, muy escasa, esto se hace con dificultad y con mucha lentitud, como ocurrió en el arte egipcio y luego, más tarde, en el bizantino, en otros, como en estos finales de la Edad Media, la multitud de ideas y sentimientos que, de un modo uniforme, comenzaban a aparecer, estimulaban esta iniciativa individual y la inspiraban de idéntica manera, aun cuando cada artista adaptase esta inspiración y sólo tomase del ideario universal aquello que pudiera convenir con el ideal de su pueblo y las inclinaciones propias de su genio singular. Y en esta renovación Italia y Borgoña se adelan­taron a Castilla, la que coincidió luego con la primera en sufrir unas influencias muy semejantes, por virtud quizás de una paridad de tem­peramentos y necesidades espirituales que la llevara a tomar las mismas cosas del fondo común, pero no porque la imitara ni recibiera su inspira­ción, como ocurrió después, de las obras ya creadas por los artistas de allá. Por el contrario, Mandes, Borgoña y Francia fueron las que continuaron enviándonos sus propias creaciones, que, como no se ajustaban ya tanto a nuestros gustos, se sintieron mal y se modificaron, y únicamente en el trabajo práctico y en lo extremo del arte fue en lo que siguieron imperando. Todo esto explica cómo no es un simple azar el que este D. Martin Vázquez de Arce sugiera un vago recuerdo de Donatello, a pesar de no ofrecer ninguna influencia directa italiana.

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Y permítaseme que insista en este punto y concrete más aun la cuestión a este sepulcro, que, siendo precisamente muy gótico, tiene mucho también de castellanismo y de reflejo espontáneo de aires renacientes. Su labor es gótica, como ya digo, nada más que gótica. La disposición de sus partes, sus formas generales, a pesar del arco cintrado, y su decoración, góticas también, pero de un goticismo ya nuestro, de una adaptación particular que había hecho este pueblo de las formas y tradiciones del goticismo septentrional. Su espíritu, en cambio, es una novedad en nuestro arte.

Durante la Edad Media, ya he dicho, el arte de aquí, como el de todas partes, traduciendo el común sentir, aspiraba siempre a dar una impresión religiosa, y si para esto era conveniente producir emociones bellas, se producían, y si había que reflejar la vida, que casi siempre era la vida cotidiana y singular, se reflejaba, pero sólo como fines secunda­rios y supeditados al otro superior, que no sólo gobernaba a las artes, sino a la cultura toda de aquellos tiempos. Esto llegó a producir en algunos países, concretándonos a los sepulcros que son los que aquí interesan, una exposición cruda y acentuada de los horrores y escenas tristes que acompañan a la muerte: cadáveres que se descomponen, causando espanto y repulsión y ocasionando el desprecio por la mate­ria; dolor y llanto de los que sobreviven; la ceremonia religiosa con su solemnidad; las obras de caridad y pasajes edificantes de la vida del difunto, y los atributos macabros; y para armonizar todo esto y darle la unidad y elevación ideal que se deseaba, se incluyeron también los santos patronos, escenas religiosas, ángeles guardianes y otras repre­sentaciones semejantes; se ordenaron estos elementos lo mejor que fue posible y se acabaron de fundir y armonizar con el relato de las inscrip­ciones que explicaban o decían aquello que la plástica misma era insu­ficiente a expresar. Se formó, pues, un arte utilitario, donde la complacen­cia espiritual y el goce estético no entraban para nada, aun cuando muchas veces se consiguieran, y se buscó en la vida, no la emoción bella, que distraería del fin, sino la emoción intensa, a más de la propiedad y el verismo, que siempre agudizan y dan realidad a la impresión; y si el arte de Castilla debe reconocerse que no llegó entonces a las mayores vio­lencias, manteniéndose bastante más sereno y más comedido, tampoco se sustrajo por completo a la influencia general del goticismo.

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Pero en el siglo XV, y quizás algo antes, comienzan ya a sentir los hombres que la vida tiene un valor por sí misma. Y no me refiero a otros muchos sentimientos que también comenzaban a aparecer porque con éste me basta. Tienden a desintegrar del fin que siguen, consideran­do supremo, la religión, otros fines espirituales, que hasta entonces no tuvieron más que un valor muy relativo, y que ahora van alcanzando importancia y se va reconociendo su realidad; se deslindan más los campos, y habiéndose ya formado las ciencias divinas, aparecen las humanas; y se amplía la noción de la vida, y se fundamentan y ordenan sus goces, y se presiente que la belleza, sólo por ser belleza, pueda tener un valor, como lo tendrá el arte sólo por ser arte, y lo tiene la vida, y se considera un bien y una alegría el simple hecho de vivir. Y esto había de traer el conocimiento de la vida misma, el estudio de los caracteres y temperamentos, la valoración de los sentimientos y las bellezas mo­rales, como algo después se analizaría el cuerpo humano, se sentiría la belleza de sus formas y, en el dominio del arte, aparecería el desnudo, lo que sería bastante, aun cuando no hubiese habido otras revoluciones ideales ni desenterramientos de estatuas para transformar el pensamiento medioeval y convertirlo en renaciente.

Varios ejemplos se pudieran citar aquí en Castilla de esculturas influidas por este nuevo sentir, pero ninguna lo está de un modo tan claro ni tan perfecto como este Doncel de Sigüenza que estamos estu­diando. Como es una estatua sepulcral, tiene forzosamente que dar una nota triste y evocar, conforme al pensamiento gótico, la impresión de muerte; pero esto, ya he dicho, lo hace de un modo vago, indetermi­nado, y sólo en el último lugar de la impresión. Y si el arte no es más que una relación emocional que se establece por medio de la obra entre la sensibilidad que crea y la sensibilidad que se conmueve, para conmover las sensibilidades castellanas del siglo XV, quizás no habituadas del todo a estas vaguedades, puso el artista el delicado pajecito que está a los pies, que acentúa e intensifica con su actitud dolorida la laxitud y la tristeza que la estatua no hace más que dejar entrever.

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Cumplido así, de un modo tan nuevo y tan refinado, el fin del sepulcro gótico, aprovecha el escultor esta misma tristeza y melancolía para sacar partido, por el contraste, de la gracia y la belleza de la vida. Aun era temprano para hacer un desnudo en Castilla, ni el asunto tampoco lo consentía; pero aquellas piernas y brazos forrados de hierro traducen ya la forma, precisan la proporción y acusan la soltura, supliendo sobradamente los detalles musculares, que no eran necesarios y hubieran podido pertur­bar el efecto. Al mismo tiempo el torso, cubierto de mallas y tiras flexibles de cuero, ondula sin estorbos en una cadencia de cuerpo joven, fácil y ligero en sus movimientos. No es un desnudo aún, pero ya están en él la esencia, las cualidades, las bellezas todas, sin que le falte más que el acuse de detalles. Y este desnudo, o este cuerpo, es gallardo y señoril, y está recostado en actitud perezosa y lánguida: si ha perdido ya la horizontalidad del cadáver, no ha recobrado por completo la vivacidad del hombre; se encuentra en un estado intermedio de divagación y de ensueño. Pero esa actitud misma ofrece sin veladuras la gracia exquisita de aquellas líneas, la ligereza de los miembros, la esbeltez y la arrogancia de rodo aquel conjun­to, y comprendemos muy bien que si el muchacho se levantara fuera apto para la carrera, para el salto, para la lucha, y hasta podemos imaginar sin esfuerzo que sea noble, generoso, valiente, que tenga amores. Y todo esto se vislumbra sólo en potencia, entre aquel desmayo y dejadez, como un atisbo que hace nuestra sensibilidad, a través de aquel cuerpo caído, del pleno vigor y la plena fuerza y que despierta en nosotros como una cierta añoranza de la alegría del vivir.

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Y ya así, se acaba de explicar cómo la arrogancia y la nobleza señoril de este guerrero tan joven hacen recordar al San Jorge de Orsanmichele, y su espíritu melancólico y soñador al David del Bargello, y sus formas espiritadas y tristes al San Juanito de la casa Martelli, sin que haya que recurrir a influencias italianas, ni siquiera a que el autor haya visto las cosas de Donatello.

La postura, que es otra bellísima novedad en el arte español y del mundo entero, la supongo también una creación genial, aunque acuse del mismo modo las influencias generales que dejo apuntadas. Si esta escultura se hubiera labrado en Italia, se explicaría su actitud por un re­cuerdo o un renacer de los sepulcros etruscos o de algunas estelas romanas; pero hay que tener en cuenta que es anterior a las estatuas incorpo­radas italianas, y no digamos las de otros países, y que tampoco reproduce la posición. La estatua italiana es siempre una yacente que reposa sobre un costado y que en vez de apoyar la cabeza directamente en el almohadón, interpone un brazo replegado, sobre el que la descansa, o la apoya en la mano, siendo entonces el codo el que se hunde en la almohada; tiene, además, los ojos cerrados, y cuando en las manos conserva un libro, tampoco está abierto, y un dedo que se introduce en sus hojas parece señalar la página en que se interrumpió la lectura. No es, pues, otra cosa la estatua italiana que una variante de la antigua estatua dormida, en actitud algo mas complicada, pero sin añadir nada a su espíritu ni a su idealidad. Este tipo, que fue creado por Sansovino en los sepulcros de Santa María del Popolo, comenzado el uno en 1505 y el otro en 1507, pudo proceder, si no se quiere que de este Doncel, de los sepulcros o estelas mencionadas, o de la Cleopatra, más conocida hoy por la Ariadna, y desde luego se extendió por toda Italia y traspasó los mares, llegando a nosotros, entre otros ejemplares, en los hermosísimos de San Vicente de la Barquera y la catedral de Málaga.

El Doncel de Sigüenza es anterior; su actitud no conviene apenas con las líneas generales de las estatuas italianas, y absolutamente nada con su espíritu, ofreciendo una tendencia ideal mucho más avanzada y ten­diendo a dar una impresión más compleja y más dentro del nuevo ambiente, y una perfecta armonía, sin embargo, con el pensamiento cristiano. Su técnica, por el contrario, es mucho más atrasada, completa­mente gótica, y lo mismo son los adornos, y lo mismo es el gusto que preside a toda la obra: hacía ya muchísimos años que en Italia no se trabajaba de este modo ni se disponían los sepulcros de esta manera. No puedo, pues, suscribir la idea de los que piensan en Sansovino, ni en los discípulos de Sansovino, ni siquiera en influencias, por remotas que se supongan, de este escultor. Para ella no hay más argumentos que algu­nas líneas, muy pocas, de la silueta, y la afirmación de Vasari de que en 1491, cuando probablemente ya estaría labrado o en vías de labrarse el sepulcro de Sigüenza, pasó algunos años el artista en la corte de Portu­gal, no en España. Pero se olvida que la técnica de Sansovino es preci­samente una de las más perfectas y más acabadas que había en aquellos años; sus obras son todas modelos de ejecución, desde el altar de San Spirito, citado por Vasari como anterior al viaje a Portugal, hasta sus grandes sepulcros de Roma, y en todas inicia ya la misma disposición, que él aporta como novedad: un gran arco central, muy renaciente en sus adornos, con dos más pequeños adosados; y en todos emplea el grutesco ofrezca tanto. La rayita con que se marca el pelo, siendo muy larga y poco ondulada, no tiene el mismo valor en todos sus momentos, como pudiera trazarla un peine en el cabello mojado y como la suelen trazar los otros artistas en la piedra: aquí unas veces no hace más que arañar y otras profundiza, causando una sombra mayor y sin quebrarse, perderse ni dejar de ser siempre una misma raya; también se la ve aproximarse o separarse de la que tiene al lado con una cierta intención, como en un deseo vago, no precisado aún, de acusar los mechones; no son iguales todas ni tienen la misma importancia, sino que más se pudieran llamar directrices, por marcar una dirección o ritmo en aquella armonía, y otras se limitan a llenar un espacio, señalándose apenas. la misma masa general también es inten­cionada en su disposición, ondula más, da una impresión mayor de sedosidad que las otras masas de cabellos esculpidos de aquella época. Es lástima que la oreja, que tanto suele decir en estas pesquisas, esté aquí siempre tapada.

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La cota de malla está trabajada con nitidez, con precisión, ahondado mucho el cincel y marcando claramente los aritos, pero sin que parezca haber habido trepanación; en cambio ésta parece indudable en el tejido de tiras de cuero que cubre el pecho y la cintura.

El ropaje, cuando se trata de pliegues quebrados, está muy dentro de lo que entonces se usaba, como se puede ver en los santos de los relieves y en la capa de D. Martín, que por estar echada atrás hay que subirse sobre el sepulcro mismo para estudiarla: lo forma un plegado duro, anguloso y revuelto. Pero cuando el pliegue está formado por el propio peso de la tela y, por no tocar con el suelo ni con nada, no se quiebra, como se ve en los pajecitos, entonces sí ofrece un cierto paralelismo y estiramiento particular, en cierto modo análogo a la labor de los cabe­llos y que pudiera revelar la misma intención y la misma mano. Enton­ces parece que toda la tela está tirante, no sólo en los trayectos que median desde los hombros al cinturón, en los que era posible que así ocurriese, sino en los que siguen después del cinturón, en los del ple­gado colgante, que, a pesar de no ofrecer ya violencia alguna, dan la misma impresión. A esto se une otra pequeña modalidad de este artista, la de complacerse en labrar grandes superficies vacías, incluso las muy curvas, en las que rara vez una tela deja de marcar algún pequeño detalle.

Sus cabezas imberbes, que son las que mejor se prestan al estudio, se distinguen por su sobriedad y hasta pobreza de modelado, aun más pobre la del Doncel que las de los tres pajecitos. Todas ellas tienen la nariz recta, la barbilla saliente, con un desarrollo grande del mentón, la boca dibujada por aristas duras y el surco nasolabial acusado. Pero lo que más las caracteriza son los ojos, muy aovados, muy a flor de cara y con una curva muy pronunciada del párpado inferior, que todavía en la estatua del héroe y en el paje triste se explica muy bien por tener éstos los ojos bajos o cerrados, pero en los del escudo no tiene razón de ser esta curva, que contrasta con la rectitud del párpado superior y hace el efecto de que estos pajes abren y cierran los ojos solamente por abajo, con un mecanismo enteramente opuesto al de la naturaleza. También lo caracteriza la poca profundidad que da a la mandíbula inferior, la pequeña distancia que pone entre la oreja y la nariz; en cambio, como sus caras son muy largas, esta distancia resulta excesiva entre la oreja y la punta del mentón.

Pero lo más singular en la labor de este maestro son las manos.Desde luego no las entiende bien: esquematiza su forma total y casi la viene a reducir a dos planos dominantes y paralelos, la palma y el dorso, de donde arrancan los dedos, que tampoco están muy bien imitados. Como estas superficies, sobre todo en el dorso, había que llenarlas con algunos detalles para disimular algo su dibujo torpe, coloca dos venas que corren paralelamente de la muñeca a las falanges, y una o dos transversales que van de la una a la otra, en un trazado raro y muy peculiar suya Toda esta red venosa se levanta, no en forma de medios cilindros que se con­tinúen, variando su grueso y altura conforme a cierta intención de analizar el natural, sino de pequeños pianitos, largos y estrechos, que se prolongan con uniformidad por una superficie también muy lisa y monótona, sobre la que levantan un poco. Hacen el efecto de cintas de tela gruesa que se hubieran pegado allí; y después de esto, casi no se señalan tendones ni matices musculares, ni otra cosa que las uñas y unas toscas arruguitas en cada articulación.

Como se ve, muchos de estos particularismos, principalmente los de los ojos y las manos, son verdaderos defectos; impericias ocasionadas por no haber observado bien la forma humana, y que no han podido tener nunca su origen en el estudio del natural, sino en una práctica viciosa, fruto sólo de la fantasía de un individuo, producto exclusivo de una torpeza singular, que luego se hayan transmitido débilmente, con las otras fórmulas técnicas, a los aprendices del mismo taller. Lo que no puedo admitir es que espontáneamente hayan coincidido diferentes maestros en estas mismas, idénticas anomalías, que no han podido ver en ninguna parte, por lo que estimo que este conjunto de particularismos, y especialmente los de los ojos y las manos, forman una base bastante sólida para sentar conjeturas sobre el autor o los autores. Y si esto es así, ya entonces se puede afirmar que todos los sepulcros de esta capilla y algunas otras obras de la catedral se deben al mismo taller, a la misma escuela, aunque no asegure que al mismo maestro. Es más, me atrevería a pensar que se notan aquí tres momentos de un mismo arte: el primero de todos en el del Doncel, obra de un solo artista, aunque ofrezca desigualdades entre las distintas partes, que debió ser encargada por D. Fernando de Arce, padre de D. Martín, poco después de la muerte de éste. Es posible que este escultor se formara en la escuela o en la tradición del maestro que labró aquí en Sigüenza los sepulcros de D. Gómez Carrillo de Albornoz y de su esposa, y en Toledo los de los parientes de D. Álvaro de Luna, pues todas estas obras ofrecen bastantes analogías técnicas con este Doncel. A más de éstas no encuentro en toda esta catedral ninguna otra que le haya podido influir y una sola que pueda indicar la misma mano. En cambio, en las iglesias de San Pedro, de Ciudad Real, y Santa María de los Huertos, de la misma Sigüenza, me parece que el sepulcro de D. Femando de Coca y la estatua de Maese Juan, aun siendo muy inferiores, están muy dentro del mismo estilo y revelan al mismo artista. Con éste se formaría aquí en Sigüenza el autor del otro sepulcro de los padres de D. Martín, obra encargada ya por el obispo de Canarias. Este mismo autor debió ser el que ejecutara en la colegial de Talavera de la Reina el de un caballero desconocido del linaje de I/>aysa, y es su arte algo más tosco en algunos momentos, y empieza ya a revelar influencias directas del estilo italiano. EI tercero, también del mismo taller, pero mucho más renaciente, labraría el sepulcro del obispo de Canarias y el de sus abuelos y trabajaría, solo o en compañía, en el de D. Fadrique de Portugal, el retablo de Santa Librada y en otras varias obras de esta catedral.

Todo esto lo expongo sólo por llegar a las últimas consecuencias que­ me parecen posibles y apurar el mayor número de conjeturas, pero claro está que no pretendo, teniendo tan pocos datos y moviéndome en un terreno tan difícil, haber sentado verdades inconcusas ni haber esta­blecido ninguna base inconmovible. Pudiera haber ocurrido también, aunque no lo creo, que todas las obras que cito, tanto de Sigüenza como de otros lugares, se hayan encargado al mismo maestro y éste las haya ejecutado, no por sí solo, lo que, dado su gran número e importancia, sería un imposible, sino ayudado de otros, que, aunque discípulos o parientes suyos y dirigidos por él, era natural que no llegaran a la misma perfección técnica ni coincidiesen de un modo absoluto en la labor, y que estas obras, como era forzoso, se ejecutasen en diferentes tiempos y que por esto fuesen revelando progresivamente las influen­cias italianas que en aquella época comenzaban a llegar a España. No se olvide que hasta en el sepulcro del Doncel, que es el más homogéneo de trabajo y el que parece más antiguo, hay variantes y discrepancias técnicas que, aunque no sean muchas ni radicales, pudieran dar fuerza a esta opinión. Lo que sí me parece seguro y creo poder afirmar como verdad es que todas esas obras, a pesar de sus variaciones y sus influen­cias, pertenecen a la misma escuela y proceden del mismo taller o la misma familia artística.

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Pero no es el taller ni la familia lo que más interesa en este lugar, sino el autor mismo que labrara esta estatua de D. Martín: su nombre y su persona. Concretada así la cuestión, tal vez ese Maese Juan que está re­presentado en Nuestra Señora de los Huertos, en el caso de ser el mismo el autor de su propia imagen, como es lógico suponer, nos pudiera dar la clave.

Como la orante de Maese Juan está colocada a más de nueve metros del suelo y en el interior de una iglesia que, aunque tenga buena luz, hace siempre dificilísimo cualquier estudio minucioso, no me atrevo a afirmar nada, pero sí puedo dar como simple conjetura una opinión que me tiene muy convencido.

La estatua del Maese Juan es mucho más tosca más defectuosa que el Doncel; pero téngase en cuenta que está labrada en piedra arenisca de grano grueso, que no se presta, como el alabastro, a primores de ejecu­ción y que se había de colocar allá en las bóvedas, donde los detalles y las delicadezas se tenían que perder. La lejanía y la poca luz me impiden ver cómo se abren los ojos, como se traza el surco nasolabial, cómo están hechas las manos y el cabello; pero éste, en su masa total, ofrece la misma disposición y ondulado que en el Doncel y en los pajecitos; el cuello también es delgadísimo; la cara, larga, con muy poca distancia entre la nariz y la oreja y mucha entre ésta y la barba; los ojos, aovados y a flor de cara; las cejas y la nariz, exactamente iguales; la boca, dura y seca y alargando la distancia entre la nariz y la barba; los pómulos, salientes. Pero más que estos detalles me sorprende el parecido de ambos rostros, en su totalidad, que casi se reproducen, y que acusa un fenóme­no que es muy frecuente en la plástica medioeval: el de un artista que no sabe labrar más que uno o dos tipos, que reproduce en todas sus obras, como le ocurre, por citar un ejemplo de la misma Sigüenza, al autor de la yacente de D. Gómez Carrillo de Albornoz.

También coinciden en el modo de colocar la cabeza sobre los hom­bros y en el plegado, aunque aquí, por la forma del traje, se recuerden más a los pajecitos que sostienen el escudo que al propio Doncel; pero unos y otros tienen la misma tirantez y la misma continuidad, aunque aquí, por las razones que dejo apuntadas, sean los pliegues menos numerosos y más gruesos, haya más espacios vacíos y se acentúen más las profundida­des de los obscuros.

Sello de correos del Doncel de Sigüenza. Fecha emisión: 15 julio 1968 – Turismo (V serie) 38 al 42.

Hay, por último, otra coincidencia de valor más secundario, porque no son tan directas ni se refieren a la materialidad de la ejecución. La estatua de Maese Juan, aunque tosca y ruda, no deja de tener mucha gracia en su colocación, gallardía en la actitud y en las proporciones, belleza en las líneas: delata también a un artista que se deleita en la figura humana, que sabe observar y traducir sus aspectos y que dentro de estos siente predilección por los más juveniles, más esbeltos y más delicados. Es, además, una orante, y debo advertir que la orante no llegó a Castilla hasta muy mediado el siglo XV, y en este tiempo -en sus últimos años o los comienzos del XVI- son todavía muy raros los ejemplares. Esto pudiera ser indicio de un escultor que siente repugnancia por la yacente, que era la que estaba en gran moda, y por la impresión de muerte que siempre produce, enamorado de la vida y de sus bellezas, conforme a los nuevos ideales.

En cuanto a la fecha probable en que se labrara el sepulcro de D. Martín, ya digo que por su estilo y factura me parece el más antiguo de la capilla y que creo que lo debió mandar hacer su padre a raíz de la muerte de aquél. Me confirma en esto, además, la inscripción, que tiende a enaltecer la gloria y el nombre del padre tanto o más que la del hijo, y una cláusula del testamento del primero, mancomunado con su esposa, que dice así: «… e mandamos que nuestros cuerpos sean sepultados dentro esta iglesia cathedral de Sigüenza en la capilla que tenemos en la dicha iglesia so la vocación de Sant Juan baptista e santa cathalina donde esta Sepultado el cuerpo de nuestro hijo Martin Vazques de Arce que dios aya que fue muerto por los moros enemigos de nuestra Santa fe catholica en la vega de granada». De aquí se desprende que el 11 de Enero de 1504, fecha que lleva el testamento, ya estaba D. Martín sepultado en la misma capilla en que hoy lo está, y no es nada violento, dado el estilo y la técnica, el suponer que también estuviera labrado su sepulcro, mucho más cuando figura en este testamento la frase: «fué muerto por los moros enemigos de nuestra Santa fe catholica en la vega de granada», que está copiada a la letra de la inscripción que corre por la comisa de la urna, y no es fácil, ni aun probable, que se copiara del testamento al grabarla en la inscripción.

También creo que este sepulcro ha debido sufrir alguna modificación en fecha remota, y que esta modificación ha debido consistir en estrechar su arco, tal vez cuando se labrara el otro sepulcro del hermano, para dejar sitio. Me indica esto el que la inscripción que corre por la pestaña no termina porque la tapa el muro, y que el león de los pies aparece hoy empotrado en la jamba, con desagradable efecto, no siendo probable que se colocara de este modo cuando se hizo ni se pensara así el monumento.

Mide éste 3 metros 40 de altura, en el interior del arco, por 2,10 de ancho y 0,55 de fondo.

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