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Fernando Vela González

Beeidigter Übersetzer / Certified translator / Traductor jurado

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[Prólogo] Prólogo a „Niñerías“ del doctor Tolosa-Latour, por Benito Pérez Galdós

07/03/2009

[Nota: la ortografía no está actualizada]

Querido doctorcillo: No creas que voy á empezar ésta con la gazmoñería de suponerme indigno de poner un prólogo á tu libro; no creas que voy á quejarme de tu elección, ni á decirte, con afectado mal humor, que debiste esco­ger á otra persona para presentar tus Ni­ñerías al público. Lejos de pensar así, me tiene muy satisfecho la honra de sacar de pila á estas criaturas; me habría molestado que el padrino de ellas fuese otro, porque, dicho sea con sinceridad, algunas cosillas hay en mi pensamiento pertinentes al asun­to médico-infantil, las cuales no podría ex­poner si dejara pasar esta coyuntura del padrinazgo de tu libro. Conste, pues, que no me has buscado tú, sino que yo he querido meterme donde no me llamaban, y que no soy prologuista solicitado, sino más bien intruso, con lo cual dicho se está que seré quizás algo impertinente.

El primer fundamento de mi simpatía hacia las narraciones que componen esta obra consiste en que son como un terreno neutral en que se juntan nuestros gustos y aficiones. Ciertamente, tienes tú más de li­terato que yo de médico; pero tu amor á las letras no excede á la pasión que á mí me inspira la noble ciencia que ejerces, pasión silenciosa, resignada, como esos noviazgos platónicos y desiguales en que el galán se pasa la vida mirando de lejos á la que cree novia, haciéndole alguna tímida seña, mas sin atreverse á pretenderla en matrimonio, y echándose á temblar si por acaso tiene que dirigirle la palabra.

Pues en la ocasión presente, perdida toda esperanza de conquistar con señas, garatu­sas y suspiros á la hermosa doncella, se me antoja romper la cortedad y echarle cuatro flores cara á cara, cosa para la cual siem­pre me había faltado valor. A tus Niñerías debo estos ánimos. Considera si no hay su­ficiente motivo para que yo las quiera, avi­vando el afecto que mi padrinazgo me im­pone.

Y debo añadir que si las estimo por su parentesco con la hermosa hija de Escula­pio, no me entusiasman menos por la aten­ción preferente que en ellas dedicas á la parte más interesante de la humanidad, los chiquillos, que á mí me gustan tanto, como sabes, y con los cuales hago muy buenas mi­gas, dejándome tratar por ellos de igual á igual, con una especie de santa nivelación ante la inocencia. Aquí tienes un motivo más para ofrecerme á ti como prologuista oficioso, copando tu voluntad y apoderán­dome de la plaza antes que otros se presen­taran, con sus manos lavadas, á posesio­narse de ella.

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Ahora tengo que cohonestar mi oficiosi­dad con unas cuantas lisonjas que voy á dirigirte.

Es mi obligación darte bombo; pero te prometo hacerlo con templanza, para que no crean que te adulo por conveniencia propia. Me concreto á decirte que admiré siempre la especialidad profesional que has escogido, porque cuidar á los pequeñuelos enfermos me parece la mayor gloria y la dificultad más grande de esa ciencia expe­rimental y caritativa, que al erigirse en profesión, por la paciencia y valor que exige, por la rudeza del trabajo, y su con­tacto tristísimo con la miseria humana, viene á convertirse en una especie de ca­ballería entre científica y religiosa. Como tal la tengo, y los que militan en ella parécenme tanto más dignos de encomio cuanto más desvalido, más indócil y más rebelde á los medios terapéuticos se manifiesta el ser á cuyo cuidado se consagran. Para atender al niño enfermo y defenderle de la muer­te, que le acecha en la cuna, en los jue­gos infantiles, en la escuela misma, se necesitan mayor abnegación y solicitud que para cuidarnos á nosotros, los adultos, que ayudamos la acción médica con nuestro propio discernimiento. El médico de niños no cumplirá bien su objeto si á la ciencia no reúne la ternura, y eso que llaman án­gel, ó don misterioso de ganar confianzas; si no maneja el arte exquisito de endulzar los bordes del vaso para hacer tragar sin resistencia los amargores que contiene. Que tú posees estas cualidades, bien á la vista está, y ni aun me tomaría yo el trabajo de decirlo si no me sirviera de punto de partida para decir algo de tus aficiones li­terarias, considerando éstas como el mejor adorno de tu especialidad facultativa ó, si se quiere, como una consecuencia de las delicadezas de espíritu que aquella especia­lidad lleva consigo.

No puedo considerar como casual el he­cho de que muchos afamados médicos ha­yan sido artistas notables, cultivando con éxito las letras ó la oratoria, la poesía ó la música. Existe indudable concordancia en­tre aptitudes que, ante la mirada vulgar, parece que rabian de verse juntas. El sen­timiento de la naturaleza, la observación y el amor á la humanidad, germinan en el alma del médico que ejerce con elevadas miras su profesión, y no pueden menos de producir una florescencia artística, que se manifiesta con caracteres diversos. Si el arduo trabajo profesional no permite á muchos ofrecer al mundo estas flores del espíritu en forma determinadamente litera­ria, es, en cambio, muy común que maes­tros eminentes de la ciencia médica expresen sus ideas en la cátedra ó en la conversa­ción con elegancia y galanura. Los que tra­tamos al Dr. Asuero no olvidaremos nunca la gracia seductora con que hablaba, su dominio de la frase imaginativa y el donai­re con que revestía el conocimiento cientí­fico de elegantísimas galas retóricas. Era verdadero poeta, sin dejar de ser profesor de los más esclarecidos. Los enfermos recibían de su trato un consuelo efectivo; y ai quererle con filial ternura, facilitaban la acción médica de un modo pasmoso. Ejer­cía como una fascinación sobre el paciente, ganándose su afecto ó infundiéndole alegría y confianza. Otros ejemplos de esta clase podría citar. En cuanto á los médicos, que han manifestado su aptitud artística pro­duciendo hermosas obras literarias, podría citar muchos, españoles y extranjeros.

De una manera ó de otra, dicha aptitud existe y existirá siempre en los cultivadores fervientes de la Medicina, y se avalora con la observación, con la piadosa tristeza que Ies infunde el continuo estudio del dolor fí­sico, y de las miserias y debilidades de nues­tra especie. Lo que comúnmente se llama ojo médico no es más que intuición, que obra en el terreno físico, por ejercitarse en él con preferencia; misteriosa facultad de un espíritu zahorí, que sabe sorprender en la exterioridad de nuestros semejantes el reflejo de sus desórdenes fisiológicos.

Comprendo sin esfuerzo que los hombres consagrados al examen del mal físico sien­tan verdadera avidez por expresar en forma artística lo que ven y oyen en su continuo comercio con la humanidad doliente, que es la humanidad más espiritual. La mayor parte no tienen tiempo ni ocasión de satis­facer su anhelo, ó retroceden ante las difi­cultades técnicas; otros procuran vencerlas, y producen obras estimables. Los más vi­ven siempre apartados de toda tentativa de este género, callándose muy buenas cosas, archivando experiencias y casos que nos serían muy útiles á los que tenemos por oficio el pintar la vida y el dolor, y estu­diamos nuestro asunto menos directamente que el médico, á mayor distancia de las verdaderas causas, y fijándonos en la na­turaleza moral antes que en la física. Creo que es más fácil llegar al conocimiento to­tal de aquélla por el de ésta, que dominar la moral sola y sin tener en cuenta para

nada ó para muy poco el proceso fisiológi­co. Por eso envidio tanto á los que poseen la ciencia hipocrática, que considero llave del mundo moral; por eso vivo en continua flirtation con la Medicina, incapaz de ser verdadero novio suyo, pues para esto se ne­cesitan muchos perendengues; pero mirán­dola de continuo con ojos muy tiernos, por­que tengo la certidumbre de que si lográ­ramos conquistarla y nos revelara el secreto de los temperamentos y de los desórdenes funcionales, no sería tan misterioso y enre­vesado para nosotros el diagnóstico de las pasiones.

Las escapatorias de los médicos al cam­po de las letras revelan elevación de espíri­tu, y el que consagra sus horas de descanso á referirnos en narraciones amenas lo que siente y observa, al lado de los enfermos, me parece que perfecciona sus servicios á la humanidad, y que merece doble estima­ción. Si tú no curaras, podríamos cerce­narte el aplauso, concretándolo sólo al mé­rito literario; pero como curas y trabajas con afán y caridad, visitando diariamente á multitud de desgraciados, hemos de tri­butar á tus pasatiempos un aplauso entu­siasta, proclamando muy alto que tus Ni­ñerías son narraciones de la vida real, in­teresantes y sinceras, en las cuales el sabor artístico no perjudica á la intención docen­te, y que en ellas adivinamos, aunque pa­rezca extraño y paradójico, las bellezas de la Terapéutica, los hechizos de la Neuro­patía, de la Higiene y de otra porción de señoras á quienes muchos creen absoluta­mente privadas de gracias personales.

Lo que agradará sin duda en estas pá­ginas es que en ellas se ve siempre al mé­dico tras el escritor, que las escenas, cua­dros y figuras que en ellas se pintan son hechura de la experiencia y se han elabora­do en las entrañas fecundas de la realidad. La ficción imaginativa no disimula, ni había para qué, el origen profesional de estas historietas, concebidas ante los espectácu­los tristísimos que ofrece la pérdida de la salud, y en el fragor de las luchas que la Ciencia entabla con la Muerte. Todas re­velan profundo amor á la humanidad, y particularmente á la infancia desvalida, y el vivo deseo de defender á ésta contra las mil celadas que en el terreno moral y en el físico les tiende el mal; tarea generosa y altamente caritativa, que ha de hallar sim­patía en todos los corazones. Alégrate mu­cho de haberlas escrito, y más de reunir­ías, como ahora lo haces, en volumen, para que tomen puesto en la bibliografía litera­ria de nuestros tiempos. En ellas se ve que, siendo tu ocupación normal la práctica de la ciencia, posees los gérmenes de la flor del arte, que tan fácilmente arraiga en los hábitos intelectuales del médico, y en vez de dejarlos perder en conversaciones ociosas, los cultivas en tus ratos de descan­so. Es sensible que, por causa del trabajo creciente, aquéllos hayan de ser cada vez más breves, y no puedas en lo sucesivo va­ciar en páginas amenas y graciosas lo mucho que has de observar y sentir todavía posando tus manos, cada día más expertas, sobre tantas lástimas y dolores.

La ciencia no perdería nada con que es­tos escarceos de la fantasía se repitieran, y los profanos á la Medicina, los que la co­nocemos de lejos y la amamos sin atrever­nos á decírselo, nos alegraríamos de poder tratarla en esta forma. Si de algo vale mi consejo, te incito á no abandonar las letras, que, además del bien que puedan reportar, revistiendo de galas imaginativas los asun­tos áridos, tienen, para un trabajador co­mo tú, la ventaja de proporcionarte el des­canso más agradable y más higiénico, pues bien sabes que no es el mejor remedio de la fatiga la ociosidad, sino el dar de mano á la férrea obligación de nuestros quehaceres habituales, ocupando el espíritu en cosa muy distinta, y que lo recree sin oprimirlo.

Las letras permiten elasticidad casi sin límites en la manera de cultivarlas, por no ofrecer su técnica las asperezas de otras ar­tes. Las han cultivado con gran acierto hombres que sólo podían poner en ellas una atención secundaria. Anímate con este re­cuerdo, y no cedas á la rutina de creer que es impropio de la formalidad de un filósofo de salud el dar á sus escritos amenidad, emoción y esa ligereza de concepto que tan bien suele encarnar á veces la solidez de los principios. Á las personas ordenadas no les faltan medios de arrancar al tiempo al­gún jirón para dedicarlo á desahogar el al­ma de penitas que á veces la agobian y que sólo se aplacan vaciándolas en el ánfora del arte. La idea que se nos atasca, como em­bolia de nuestra mente, deja de ser un suplicio desde que la expulsamos, convirtién­dola en historia soñada ó fingida, semejan­te á la realidad, y es gran satisfacción verla prender de cabeza en cabeza por el infinito reguero de lectores, posesionándose lentamente del reino de la opinión. Haz, pues, más Niñerías, que han de parecemos hombradas por su valor literario y por el sentimiento cristiano que las inspira. Sa­nos, nos deleitaremos con ellas; enfermos, tendremos que agradecerte algunos ratos de solaz, y si, sobre recrearnos, nos curas, te bendeciremos dos veces, como doctorcillo inteligente y como escritor de buena sombra.

B. Pérez Galdós. Madrid, Junio de 1889.

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