[Cuentos] Manicomio político-social

SOLILOQUIOS DE ALGUNOS DEMENTES ENCERRADOS EN ÉL



JAULA I: EL NEO



«Al fin Dios me iluminó.

Sentí una confusa y agradable impresión, después se cruzaron en mi entendimiento unas cuantas ideas, después deseé, y al fin un movimiento poderoso de mi voluntad realizó en mi espíritu la mayor evolución que cabe en lo humano.

Quise ser neo.

No digo «fui neo», porque desde el momento en que se hizo la luz en mi cerebro, hasta que encontré realizada en mí la perfección espiritual, transcurrió un buen espacio de tiempo, el suficiente para leer dos números de La Regeneración y dos artículos gabinianos de La Constancia.

Yo había asistido a una sesión de Armonía y, al oír allí una disertación agridulce sobre los destinos caseros de la mujer, sentí que de cada uno de mis ojos salía un río de lágrimas. Plorans ploravit in noctem.

Yo había leído una homilía teológico-churrigueresca con que el padre Sánchez adornó las columnas de La Lealtad; yo había devorado los artículos litúrgico-gongorinos que El Pensamiento ofrecía diariamente en sus cuatro planas; yo estornudé con La Esperanza y bostecé con La Regeneración. Pero todos estos regodeos literarios que por algún tiempo llevaron mi espíritu al más alto grado de placentera y enfática contemplación, no hicieron sino preparar el gran trastorno, el espontáneo y rápido salto de mi entendimiento hacia las claras esferas del bien y a los cerúleos espacios de la salud. Extra neos nulla salus.

En el paroxismo de mis dudas, sentí una voz fuerte, terrible, altisonante, tremebunda, grandilocuente, tanquam vocem aquarum multarum; abrí los ojos y vi un papel ante mí. La voz decía: tolle et lege. Lo tomé y lo leí: era La Constancia.



* * *



Leí La Constancia, leí al padre, leí al hijo, leí a Gabino Tejado, y las tres resplandecientes y aguzadas puntas del triángulo nocedalino hirieron mi mente, dejando en ella una impresión de plácido dolor, de dulce martirio. Doncellas del Manzanares, tañed la cítara y cantad y regocijaos, porque La Constancia dio luz a mis ojos, regalo a mi paladar, sones a mi oído y salud a mi alma. Traed el novillo más gordo de vuestros campos y aderezadle y comedle, porque la verdad económicopolítico- parlamentaria entró en mi espíritu iluminándole con resplandores del cielo. Fulserunt Candidi tibi soles.

Mientras más leía, a medida que mi ser se identificaba en el periódico y el periódico penetraba en mi ser, fui adquiriendo la sabiduría. ¡Qué de cosas supe! Desde los asuntos políticos que constituyen la materia ex qua de aquel diario, hasta las aspiraciones ministeriales que son el ut quod de su existencia; todo penetró en mí irradiando intelectuales efluvios. Lampades ignis, o Non fumum ex fulgore, como dijo el Profano.

* * *

 

Pero era preciso elevarme hasta la misma mismidad de los neos; fui, por tanto, presentado en un conciliábulo.

Me examinaron y fui totaliter aprobado.

Entonces comprendí cuánta era mi sabiduría adquirida repentinamente solo por el propósito de ser neo.

Doncellas del Abroñigal, ceñíos de blancas vestiduras, embalsamaos con olorosos ungüentos, quemad pebeteros del Oriente y cantad y festejadme con honestas y regocijadas alegrías, porque la luz entró en mi alma y fui neo y me llamaron neo; porque me llamaron sabio y me coronaron de esparto y cáñamo, y cantó El Pensamiento mis alabanzas con voz más delicada que la misma Patti. Pauperiem patti.

Selgas el Taumaturgo escribió una revista del género reduplicativé, y Vildósola soltó unos sueltos del género fastidiositer.

Hubo otro conciliábulo.

Vi muchos hombres de aspecto triste y severo, de actitud sombría, de voz hueca, de mirada siniestra, de color amarillo. Eran ellos, los neitos.

Levanteme de mi asiento trémulo y encogido. La presencia de tanto sabio me llenaba de pavor y zozobra. Uno de ellos me preguntó qué entendía por liberalismo.

Aquella pregunta era demasiado difícil para un principiante.

¡El liberalismo!, dije pasa mí; ¿qué es esto de liberalismo? Volvió el neo a preguntarme con terrible voz. Yo no sabía qué contestar. Sin duda me espesaba una silba. Amarilla sylvas, como dijo el Mantuano.

 

* * *

Mi turbación crecía. Más de pronto un rayo de luz me iluminó. Comprendí lo que era el liberalismo; pero la voz se detenía en mi garganta y no podía articular una palabra.

Yo había recibido unas cuantas lecciones de mímica, y hallé un medio de contestar a la pregunta de mis jueces sin abrir la boca; saqué del bolsillo una caja de fósforos de Cascante, Cascantinei fulgores; cogí una cerilla, y raspándola en el cartón la encendí, mostrando la llama a mis jueces que se quedaron atónitos y petrificados. Sin duda mi sabiduría les pareció extraordinaria y nunca vista. Se miraban unos a otros como si no pudieran explicarse aquel prodigio. Aquel argumento mímico del fósforo para contestar a una pregunta sobre el liberalismo, les pareció la más alta idea que podía brotar de cabeza humana. Humano capiti, como dijo el Lírico.

Animado por tan buena acogida, recobré repentinamente el uso de la palabra, y dominando mi turbación exclamé gritando con toda la fuerza de mis pulmones:

¡¡Fuego con él!!

Los neos no pudieron contener su entusiasmo; se lanzaron sobre mí, me abrazaron, me llamaron el Sabio de los sabios, el Profundo, el Simbólico, el Exegético, el Poliantheo, el Apologético.

¡¡Fuego con él!!, repetí yo.

Donceles de Alcorcón, coged la espada y poneos el casco de reluciente cimera, y aparejad vuestros caballos, porque la hora del exterminio ha sonado y no quedará piedra sobre piedra. ¡Oh!, ciudad prevaricadora, habitáculo de prevaricaciones, centro de inmundicia, monstruo de liberalismo, foco de ideas pestilenciales, yo curaré con fuego tu lepra y purificaré con fuego tu corazón, echando al río tus cenizas. Super flumina Manzanares.



* * *

La realización de mis teorías fosfórico-neas me llevó a la cárcel. ¿Quién me iba a defender? ¿El Taumaturgo, el Simbólico o el Apocalíptico? ¡Ay!, aquellos patriarcas que aplaudieron mi tesis en el examen, dijeron que estaba loco. Sed non erat his locus.

* * *

Por loco me encerraron en esta jaula, donde padezco horribles tormentos; porque no tengo a nadie a quien quemar. Me han quitado los fósforos. Sin embargo, no ceso de clamar: ¡Yo soy neo!, ¡soy neo!».



El filántropo curioso que copió por taquigrafía el monólogo del neo, continuaba su trabajo en las jaulas sucesivas, cuando un incidente lamentable inutilizó lo que había escrito. Hallábase copiando… cosa curiosa, y prometía gran aceptación, cuando un loco, que a la sazón andaba suelto por aquel patio, vino muy callandito por detrás y le dio un tremendo apabullo en el sombrero, enterrándoselo hasta la boca, con lo cual el filántropo curioso se vio en un gran aprieto; cayósele de la mano el papel y la pluma, y cuando desempaquetando su cabeza, pudo al fin ver la luz del día y trató de coger sus enseres, el viento se los había llevado. Ansioso de seguir su trabajo, volvió pocos días después; pero el loco no quería hablar, y se vio precisado el copista a entretener su pluma en otro maniático de los más notables de la casa.



JAULA II: EL FILÓSOFO MATERIALISTA



¡Ay! En los tiempos en que yo no era filósofo, mi vida era un continuo martirio. Ilusiones aquí, esperanzas allá, recuerdos hoy, presentimientos mañana. No comprendía yo que era una gran majadería molestarse en pensar, en querer y en sentir.

Un día tuve una inspiración luminosa, flamígera, centelleante.

Hallábame discutiendo con un amigo que se había olvidado de comer. Él era un cartesiano furibundo. Discutíamos sin cesar en los solemnes momentos de la comida; y aquel día, mientras estaba resolviendo el arduo problema de comerme media perdiz, mi contrincante dio un suspiro y empezó una filípica contra la ridícula costumbre de comer.

—¡Comer!, decía él. ¡Grosera función de la materia, hábito que iguala al hombre a los brutos más brutos de la Creación! ¡Comer! ¡Injuria que hace el cuerpo al espíritu, solidario de la Divinidad, al espíritu inmaterial, infinito, inapetente, no susceptible de digerir, ni de engordar, ni de enflaquecer!

Y en tanto se comía una lonja de solomillo con guisantes, del tamaño de un queso manchego.

—¡Comer!, dije yo, abriendo la boca y metiéndome lo mejor que pude en ella una cucharada de garbanzos, nutritivo fundamento de la comida, verdadero pienso humano. Pues el comer es la clave y el principio de toda la filosofía.

—El principio de la filosofía, dijo mi amigo, comiéndose de un mordisco una pera de Donguindo del tamaño de las bolas del puente de Segovia; el principio de la filosofía es: Yo pienso; luego existo.

—Pues ese es también el principio de mi filosofía: Yo pienso; luego existo.

—O quitando la parte caballar o asnal que esto tiene, digamos:

—Yo como; luego existo.

Desde entonces fui lo que soy, filósofo materialista. Principiaron mis grandes especulaciones; y al fin sorprendí todos los arcanos de la naturaleza y todos los misterios del alma y de la vida. El átomo fecundo, fuente de la vida, elemento de toda forma y de toda idea, materia prima del alma, se presentó bailando ante mis ojos como un infusorio y vibrando sonoramente como una pulga que se hubiese metido a sochantre. Yo vi aglomerarse muchos de estos átomos en torno mío y formar la sustancia fundamental, figurando aquí una piedra, allá una flor, por un lado un deseo, por otro un afecto; y esta sustancia engendradora de la luz y del amor, del fósforo y del azufre, de la gelatina y del aquilón gomado, de la sangre y de la idea, del cuerno y de la ilusión, de la masa encefálica y de la aptitud para hacer versos alejandrinos, se presentaba ante mí obedeciendo a mi llamamiento, como obedecen a la gravitación universal todas las masas errantes en el espacio, constituyendo ese bello juego de coreografía cósmica que se llama armonía sideral, rotación y traslación sistemática de los planetas.

La materia estaba a mis órdenes, sujeta a mi exploración. Esta materia presentaba ante mí sus más raras transformaciones; y yo vi que el resultado de sus juegos, de sus posturas, de sus equilibrios, constituye ese clown interno que se llama alma.

Entonces principié a desarrollar mis teorías públicamente.

El alma, dije, es una posición especial de los átomos. Yo me diferencio de una vela de esperma y de un felpudo, en que los polos de mis átomos tienen una dirección determinada.

Las facultades del alma son debidas a la repercusión íntima de unos átomos con otros. Cuando yo quiero se verifica en mí una cosa semejante a la que se observa en un cepillo de dientes cuando las crines, frotándose unas con otras, producen una vibración casi imperceptible.

Cuando yo pienso, se desarrolla lentamente en mi cerebro un hilo que va a enrollarse en una especie de cilindro que tenemos debajo del casco en las inmediaciones del cogote. Por eso se dice que un hombre se devana los sesos cuando piensa mucho.

Cuando yo siento, mi corazón, que es una esponja empapada en sentimiento, segrega el amor, la amistad, el odio, los celos y otros líquidos. Puede compararse el corazón a una bodega sentimental, donde el consumidor halla toda clase de licores, los cuales se sirven también a domicilio.

* * *

Un día quise enseñar mis teorías.

Mi cerebro devanó unas tres o cuatro varas bien medidas de pensamientos felices, con dos o tres cuartas de proyecto acalorado y cosa de pulgada y media de esperanza de éxito.

Mi corazón segregó tres azumbres de amor al prójimo, tres azumbres bien medidos, con algunas jicarillas de temor vago, y hasta media docena de copas de entusiasmo endulzadas con algunas gotas de satisfacción del amor propio de sabio.

Yo deseé; es decir, mis átomos estuvieron dando y chocando unos con otros, y tambaleándose y cayendo como si estuvieran bebidos, por espacio de dos segundos y medio, quedándose después quietecitos como en misa.

Cuando me cercioré de que había pensado, sentido y deseado, mandé que cada cosa se pusiera en regla y doblé cuidadosamente el alma para que no se estropeara, y me la guardé en el bolsillo, no fuese que alguno me la quitara. Le limpié el polvo al pensamiento, porque este es un objeto que se ensucia con facilidad, y lo metí en un estuche, cuidando de untar con aceite los tornillos y las ruedas de la voluntad para que no se tornaran de orín y marcharan con desembarazo en otra ocasión. Envasé los sentimientos, teniendo cuidado de atarlos uno a uno y de que no se escurrieran por entre los dedos, y eché la llave a todo esto, con lo cual quedé muy sosegado y satisfecho.

* * *


Mi intención fue demostrar con ejemplos y con la observación la verdad de mi sublime teoría. Necesitaba para ello exponer un gabinete físico-psicológico en que se vieran clasificadas y encerrada en sus respectivos frascos todas las facultades del alma con sus funciones particulares. Para esto me valí de la química; y cogiendo una gran retorta con un alambique, un hornillo y algunos tubos de vidrio, monté mi laboratorio.

Fui en busca de material. El primer simple que yo quería destilar era el amor, por ser el más curioso de los líquidos por sus propiedades corrosivas, su facilidad de evaporación, su sabor acre y su olor agradable.

Yo tenía un criado que estaba enamorado perdidamente de la hija de la portera. ¡Magnífico material químico! Cogí a mi hombre cuando estaba dormido y lo metí en una gran cacerola que tenía dispuesta para el caso, y lo puse al fuego a un calor de 49 grados. Antes le introduje un tubo en el pecho, con objeto de comunicar la esponja sentimental con el aire exterior. Pronto empezó la destilación con la ayuda de unas cuantas descargas de la botella de Leiden y unas limaduras de hierro.

Obtuve medio cuartillo de amor puro, de gran concentración. Quise probar las propiedades de aquel líquido. Apliqué una gota a la piel de un gato, y el pobre animal se murió en un arrebato de pasión, profiriendo unos ayes que partían el corazón.

Apliqué otra gota a un zapato; y el zapato se animó, se puso sobre el tacón y empezó a caminar solo en dirección a una babucha, a la cual dijo algunas palabras apasionadas.

Obtenido el amor, quise obtener aunque no fueran sino algunas cuartas de razonamiento analítico o un retacillo de juicios prematuros, para lo cual cogí a un chico de dieciocho años, bastante listo, y lo puse en disolución con un poco de arsénico. Pronto empezó a precipitarse la idea en el fondo del vaso, y ya me preparaba a recoger algunas partículas de pensamiento, cuando unos agentes de policía entraron en mi laboratorio y me prendieron, diciendo (¡qué embuste!), que yo había asesinado a mi criado y al chico que en aquel momento estaba en disolución.

Yo quise recoger en mi frasco algunas gotas de aquel error craso de la policía, para lo cual cogí un palo y le di un fuerte golpe en la cabeza a uno de ellos, con esperanza de poder analizar en su cerebro aquel magnífico ejemplar de descortesía e ignorancia; pero se apoderaron de mí, me maniataron y me trajeron a esta jaula, donde gimo encerrado.

¡Humanidad loca y soñadora y visionaria! Si me hubieras dejado, yo hubiera fabricado hombres lo mismo que se fabrican fósforos de Lizarbe.

 

JAULA III: EL DON JUAN

«Esta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.

¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea ligeramente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de cuatrocientos caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo, su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol oscurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.

No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, santo Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, como corchea escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don Juanes de la tierra. Su voz había pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar:

—Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu?

Era gallega.

* * *

 

—Ángel mío, dijo su marido, que era el que la acompañaba: aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce.

Entraron, entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo… no me acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que comí).

Él no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que parecía

hecho por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo, sus cejas angulosas y la línea de su nariz y de su boca tenían algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de setecientas páginas, voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.

Después supe que era un bibliómano.

* * *

Yo empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita. Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.

«Victoria», dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número mil tres.

Comieron, y se hartaron, y se fueron.

Ella me miró dulcemente al salir.

Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.

Salieron, salí.

Entonces era yo el don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras solo por verme. El día en que pasó la aventura que os refiero era un día de verano. Yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de lila, que estaban diciendo comedme.

Se pararon, me paré, entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.

En el balcón del quinto piso apareció una sombra: «¡Es ella», dije yo, muy ducho en tales lances.

Acerqueme, miré a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos!, ¡cae sobre mí un diluvio!…, ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.

Lleneme de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la escalera.

Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.

Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura.

* * *

 

Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó de ira.

Mi aventura mil tres había fracasado. Aquella era la primera derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!… Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela. Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias.

Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla desde donde sin ser visto dominaba a la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies.

Yo colegí que era hermosísima, por esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.

Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, «algún matrimonio en la luna de miel». Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía al balcón, alargaba la mano, me hacía señas… Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el jardín.

Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.

Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.

Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía de salir de un seno inflamado con la más viva llama de amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella… cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó tras de mí; abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años, una harpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía como se reiría la abuela de Lucifer si un don Juan le hubiera hecho el amor.

Los golpes de aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaba el bibliómano y su mujer, que parecían ser los autores de aquella trama.

Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otra por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la inmundicia acumulada durante la noche.

Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.

 

JAULA IV: EL ESPIRITISTA

Costome tres pesetas la composición del velador, que había perdido la más elocuente de sus patas durante la trascendental sesión de los espíritus humorísticos, y bien puede decirse que después de la sabia aplicación de un clavo, dos tornillos y algunas cuñas, la pata reveladora quedó tan bien compuesta, que no le excedieran en facundia y verbosidad el mismo oráculo de Delfos ni la trípode de la pitonisa de Endor.

Entonces yo, propietario de aquel mueble divino, de aquella máquina parlante, me entregué con todo el ardor del entusiasmo y de la fe a mis investigaciones psico-antropo-cosmológicas. Bajo mis dedos, bajo las diez sutiles y perspicuas yemas de mis dedos, sentía correr el sublime fluido, agente supremo de toda vida, soplo fecundo de la creación y equilibrio del universo.

Lo mismo que bajo los dedos del pianista se cruzan las corrientes de armonía y se producen los hermosos sonidos que el fluido acústico saca de los profundos espacios del silencio, así bajo mis dedos surge la vida ignota de los espacios invencibles. Lo mismo que el médico aplicando la mano al pulso del hombre descubre las oscilaciones de la vida humana, así bajo mis manos siento el latir profundo de la vida espiritual, siendo el pulso tranquilo, acompasado, uniforme, eterno, que desde el centro del cosmos se extiende hasta los más pequeños objetos de cada planeta.

Me parece que he dicho algo.

* * *

 

Yo no comía, ni bebía, ni dormía, ni hablaba con nadie, ni salía a paseo, ni iba al teatro, ni hacía cosa alguna de las que se usan en la prosaica vida del vulgo. Consagraba las veinticuatro horas del día a mis profundas especulaciones, y antes diera la vida que la mesa; antes prefiriera ser espíritu errante y sin cuerpo, habitador de los espacios e invisible danzante de todas las mesas de tres pies, que renunciar a mis regocijos de médium, a mis entretenidas comunicaciones con los misteriosos ciudadanos de la gran república del vacío. Un día llamé a un espíritu con quien conversar un rato; a poco de haberlo llamado, vino; era de la familia de los serios. Dio un porrazo tan fuerte en la mesa, que casi estuvo a punto de hacerla añicos. Después se puso tocar un pasodoble con la pata izquierda, por lo cual vine en conocimiento de las aficiones marciales de mi visitante.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

No contestó, por lo cual me decidí a hacerle la pregunta de un modo más cortés.

—¿Cuál es su gracia de usted?

—Julio César —contestó dando cuatro redobles con la pata derecha, lo mismo que un tambor.

—¿Dónde estabais cuando os he llamado?

—En el cuartel.

—¿Qué, también tenéis cuartel por allá?

—Sí; cuartel en donde están todos los soldados que han vivido en todos los mundos.

—¿Y en qué os entretenéis por ahora?

—Hemos estado probando el Chassepot.

—¿Y qué os parece?

—Admirable —dijo haciendo con la pata del centro un ruido semejante al que produce el gatillo de un arma de fuego.

—¿Y qué hace Napoleón?

—Está muy preocupado con lo que pasa en París.

—¿Cuándo os volvéis a encarnar?

—Antes que concluya el siglo, porque habéis de saber que ahora van a empezar unas guerras, que déjelo usted estar. Alejandro volverá pronto a la tierra, y el Gran Capitán parece que está ya en Prusia en forma de un quinto de caballería, que bien pronto empezará a hacer proezas.

—Decidme, ¿y D. Quijote no está también por allá?

—Sí, es grande amigo mío, y a veces solemos echar unas cañas juntos en la taberna de la quinta región.

—¿Quién os mató? Y dispensadme esta pregunta, que es algo indiscreta.

El espíritu calló y empezó a tocar de nuevo el tambor con la pata

derecha.

—¿Quién os mató? —repetí yo palpitando de emoción—; ¿fue Bruto?

—¡Quia! —contestó el espíritu—; no fue Bruto, ni Casca, ni Casio, ni ninguno de aquellos excelentes sujetos. Matome una indigestión de cangrejos de Tarento, que me regaló el pretor Cayo Junio Pomponio el día de mi santo; y como después me bebí dos cuartillos de agua y fumé mucho aquel día, me dio un cólico que me partió.

—Conque todo eso que dicen de tu quoque, etc., ¿es una falsedad?

—Cosas de los periódicos de aquel tiempo.

—¡Oh sombra! —exclamé en un acceso de entusiasmo—; conjúrote por la laguna Estigia que me reveles todos esos arcanos.

Pero la sombra no quiso hablar más, y se fue tocando una especie de retreta con las tres patas.

Quedeme atónito y confuso. Poco después publiqué aquella magnífica obra en que probaba que César había muerto de una indigestión de cangrejos de Tarento; obra en que achacaba el embuste del asesinato a los periodistas de aquel tiempo.

Dijeron que estaba loco el que tales cosas escribía.

¡Qué horribles armas emplea la envidia!

* * *

Llamé un espíritu. Presentose sin dilación y dijo:

—¿Qué hay?

—¿Cómo os llamáis? —le dije.

—¿Queréis dejarme en paz? Pues no sois poco impertinente. Cómo que me habéis hecho venir desde Saturno, donde estaba arreglando los papeles y dirigiendo los ensayos de la comedia que se ha de representar esta noche en el teatro de una gran ciudad de por allí.

—¿Cómo os llamáis?

—D. Luciano Francisco Comella es mi nombre, para lo que usted guste mandar, y bien le puedo decir que, mientras estuve en la tierra, fui el más grande poeta que se ha visto.

—Ya le conozco a usted de nombre. ¿Y ahora está usted en Saturno?

—Sí, señor. Estoy en el séptimo grado de perfección, lo cual podría usted comprender si le fuera posible verme y ver esta charretera encarnada que me han puesto aquí en el hombro derecho.

—¿Y cómo se titula esa comedia?

La más etérea diafanidad de los abismos extra-siderales, o sea los espejuelos de don Mateo, el administrador de aduanas.

—¡Valiente título, que a ningún habitante de la tierra se le habría ocurrido!

—Los habitantes de la tierra son unos entes tan imperfectos, que ocupan en la categoría cosmogónica el mismo lugar que ocupa el topo entre los animales de este astro.

—¡Válganme los cielos! ¿Y no está con ustedes Calderón?

—¡Qué iba a estar! Calderón no ha pasado del segundo grado, y está en el cielo de los malos poetas, esperando el momento de encarnarse para tomar otro oficio y hacerse barbero, comadrón o verderón municipal.

—¡Oh, destinos humanos! —exclamé yo en un arrebato de sorpresa.

El espíritu de Comella desapareció. Poco después publiqué yo aquella inimitable obra en que probaba hasta la evidencia que Comella era el más grande poeta que habían visto los siglos en nuestro planeta, y Calderón, el más insufrible hilvanador de versos que había asolado la humanidad.

No me creyeron. La envidia, como de costumbre, me llamó loco.

* * *

Las frecuentes palpitaciones de la tercera pata de mi velador anunciaban la visita de un espíritu.

—¿Quién eres? —pregunté.

Aquel espíritu era de la familia de los lacónicos, de los que no dicen más que sí y no. Era preciso que yo le ayudara en la conversación.

—¿Eres europeo?

—Sí

—¿Eres español?

—Sí.

—¿Hace mucho que has muerto?

—Sí.

—Apuesto a que eres el Cid.

—No.

—¿Felipe II?

—No.

Entonces, viendo que no era posible que yo acertara, quiso satisfacer mi curiosidad, y exclamó con voz tremenda:

—¡Soy Torquemada!

—¡Jesús! —exclamé horrorizado—. ¡El gran quemador de herejes!

—¿Tienes ahí un fósforo?

—Sí, aquí tengo una caja llena.

—Pues enciende uno; me gusta ver el fuego. Si no lo enciendes, me voy a Júpiter, donde tengo una hoguera perfectamente encendida.

—Dime, ¿hay neos en Júpiter?

—Pues no ha de haber, si allí todos son neos.

—¿Y los quemas?

—Los achicharro.

—El fósforo se me ha concluido y se me han quemado los dedos.

—Mejor. Encended otro si queréis que esté aquí. El espíritu es el fuego, despojado de sus propiedades perceptibles y conservando tan solo sus cualidades elementales, la esencia flogística, alma del universo. Diciendo esto, el espíritu se alejó poco a poco.

Poco después di a la estampa aquel magnífico tomo en que probaba que el ideal de las sociedades era un país de neos, gobernado por el sistema de la hoguera: fundaba estas conclusiones en mi teoría sobre el espíritu universal, que es el fuego despojado de sus cualidades perceptibles y conservando tan solo la esencia flogística, alma de las almas, elemento vital de todo el universo.

Los envidiosos no se contentaron entonces con llamarme loco, sino que además me encerraron en esta jaula, donde me muero de hastío, porque la mesa es una losa sostenida sobre cuatro puntales de hierro clavados en el suelo, incapaces, por tanto, de significar con golpecitos acompasaos el elocuente y sublime lenguaje de los espíritus.

1868

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