[Artículo] Cosas de príncipes, de Benito Pérez Galdós
I
Es hoy objeto de todas las conversaciones la proyectada expulsión de los individuos de familias reales o imperiales, propuesta a la Cámara francesa por los radicales. El Conde de París y los demás Príncipes de la familia de Orleáns, los Principes Jerónimo y Víctor Bonaparte no podrán vivir en territorio francés, si la expulsión se realiza. Esto se considera como un síntoma fatal para la República, porque si se cree tan insegura por la pretensiones de los Príncipes, éstos le han de hacer más daño fuera que dentro de las fronteras francesas. Ya se sabe que las conspiraciones más temibles son las de emigrados. De las emigraciones han salido siempre las iniciativas más poderosas contra los estados, que se creían seguros segregando de sí elementos de discordia. En España tenemos pruebas palpables de esto. Todos los trastornos que han alterado la paz de este país han venido de las emigraciones. Desde el momento en que la frontera se ha abierto a los proscriptos, las conspiraciones han perdido su fuerza. Parece que el ambiente del propio país en cuyo suelo se forjan, les es desfavorable. Don Carlos dispuso y organizó la formidable guerra civil de 1872 en el Extranjero. Viviendo en España no habría podido hacerlo.
¿Qué temen los republicanos franceses? ¿Un golpe de Estado como el de 1851? Pues esto, lo mismo pueden organizado los Príncipes dentro que fuera, y mejor aún desde las fronteras suiza, belga o alemana. Y si el golpe de Estado no tiene apoyo en la conveniencia pública, fracasará, seguramente, aunque lo trabajen todos los Principes de la tierra en el corazón de Francia, en París. Si el proyecto de expulsión significa miedo, mal síntoma para la República es la flaqueza, y de fijo tendrá más enemigos asustándose de ellos, que mostrándose serena y magnánima.
Si el derecho no es igual para todos los ciudadanos, la República será menos liberal que las monarquías de Inglaterra, Bélgica, Italia y España, y concluirá por ser un gobierno de partido. Los monárquicos franceses que algo valen en calidad y en número, se han de crecer por la ley histórica que engrandece a los perseguidos; los Príncipes apare¬cerán rodeados del prestigio de víctimas, y si antes interesaban poco a las multitudes, la proscripción Ies ha de labrar una corona de simpatías que antes no tenían.
Los republicanos templados condenan la expulsión, como obra de jacobinismo. Si a esta medida suceden las demás que se anuncian inspiradas por la intransigencia, como la purificación del personal administrativo, la supresión del presupuesto de cultos, malos vientos corren para la República francesa, que ha dado en otras ocasiones ejemplos de sensatez y tolerancia.
Todas las situaciones se pierden por el exceso de celo y exclusivismo. La teoría de la República para los republicanos es contraria a toda idea de buen gobierno. Bien puede asegurarse que el propósito de expurgar la administración, alegando la necesidad de poner todos los destinos en manos de personas amantes de las instituciones vigentes, encubre el deseo egoísta de hacer huecos para colocar a paniaguados. Con este sistema la República convertirá en enemigos furiosos a muchos empleados probos, que, aunque monárquicos, le servían lealmente, y a cambio de esta pérdida, tendrá el apoyo de algunos estómagos agradecidos.
Si se realiza la supresión del presupuesto de Cultos, el Clero en masa se pondrá en frente de la República, y ya se comprende lo que esto puede significar aun en país tan civilizado y culto como Francia. Dígase lo que se quiera, el Clero es pacífico cuando no se meten con él; pero no hay enemigo peor cuando se decide a serlo. Allí no hay realmente clérigos dispuestos a coger un fusil, ni cabecillas con sotana, pero el dominio sobre las conciencias es quizás más grande y eficaz que entre nosotros. Si a estos planes se une el de rematar la expulsión de los Príncipes con la confiscación de sus bienes, los enemigos de la República crecerán como la espuma. Téngase muy presente que hay en Francia muchos monárquicos tibios que apoyan lealmente la forma republicana, como hecho consumado y por evitar trastornos. Si la era de las proscripciones comienza, tras los secuestros de bienes de familias regias vendrán los de particulares y se creará al fin una atmósfera irrespirable para los republicanos.
Hay que confiar, no obstante, en que Francia es país muy aleccionado por la experiencia; abundan en él las personas instruidas y sensatas, y bien podría suceder que todas estas alharacas del jacobinismo fueran al fin sofocadas por la opinión recta y juiciosa de la gente templada.
II
Con esto de la expulsión ha coincidido la boda del heredero de Portugal con la hija del Conde de París, v quizás haya cierta relación entre una cosa y otra, porque los republicanos franceses han creí¬do ver en las bodas de Lisboa una manifestación antirrepublicana y una exhibición de pretendientes. No creemos que por la mente del jefe de la casa de Braganza haya pasado la idea de molestar a Francia, ni de intervenir poco ni mucho en sus destinos. También es muy peregrino que los republicanos se entrometan en los casamientos de los Beyes y pongan el veto a ciertas alianzas. ¿Tanta libertad, tanta fraternidad y un Príncipe no puede elegir esposa según los impulsos de su corazón?
Las fiestas han sido espléndidas, pues la Corte de Portugal es fastuosísima y sabe hacer estas cosas con rumbo y aparato. Lisboa es ciudad de mucho lucimiento para fiestas públicas, por sus dimensiones y por la belleza que le da su anchuroso y magnífico río. Concurrieron a estas suntuosas bo-das varios Príncipes extranjeros, el hermano del Rey de Italia, don Amadeo de Saboya, que fué Rey de España, y el Príncipe Jorge, hijo del heredero de la corona de Inglaterra. De los Príncipes de Orleáns, estaban todos o casi todos, porque faltaba el Duque de Montpensier, abuelo de la desposada. A la ida y a la vuelta han pasado por España los Condes de París, el Duque de Chartres, el Príncipe de Joinville, el Duque de Aumale y la Princesa Clementina. Don Amadeo y el Príncipe Jorge fueron a Lisboa en las escuadras de sus respectivos países, y en ellas han salido, el primero para Génova, y el segundo para Gibraltar.
III
Para llevar a Portugal a los Condes de París y a su hija, corrió por primera vez días ha, el tren de la nueva línea de Salamanca a la frontera portuguesa. La inauguración para el público no se ha verifica¬do todavía; pero no tardará. Línea es ésta de gran importancia, y con ella son ya cuatro los enlaces de vía férrea que tenemos con el reino vecino y hermano. Salamanca, la histórica ciudad, que por falta de comunicaciones con el Oeste, estaba como arrinconada, hállase ahora a pocas horas de Porto. Es aquella provincia rica en ganados y en cereales; posee una ciudad industrial de mucha importancia: Béjar, las renombradas aguas de Ledesma, la fortaleza de Ciudad Rodrigo y otros elementos de vida. Su capital es una de las ciudades más monumentales de la península, quizás la que más tesoros artís¬ticos contiene después de la de Toledo, Sevilla y Granada. Sus dos Catedrales, la vieja, bizantina, y la nueva, gótica del tercer periodo, ofrecen innumerables maravillas a la admiración del viajero. De sus celebrados colegios quedan algunos; entre sus conventos hay dos de inimitable arquitectura; sus palacios dánle aspecto de ciudad italiana, y, por fin, su Universidad, de histórico renombre, se conserva materialmente en pie, aunque es una de las menos importantes de España, por el número de sus escolares.
Baña los muros de Salamanca el afamado Tormes, cuyo nombre no puede separarse del título de la más clásica de nuestras novelas picarescas, y no lejos del puente de cimientos romanos está el célebre prado del Zurguén, que fué una especie de arcadia y cuya belleza han cantado todos los poetas salmantinos, desde fray Luis de León hasta fray Diego González.
Aquel verdor apacible inspiró las inmortales endechas de la Vida del campo, hasta más poéticas por su aroma de sencillez y sentimiento, que las declamaciones de los Tilenos, Jovinos, Delios y Lisardos en el siglo pasado. Hablando con franqueza debe decirse que el Zurguén desilusiona bastante, cuan¬do se le ve hoy, pues las flores, aun las silvestres» escasean en él, y ofrece en su desnudez más des¬amparo que poesía. Pero aquellos insignes soñado¬res veían las cosas reales de otra manera, proyectando sobre ellas los rayos luminosos de su espíritu o quizás el célebre prado ha venido a menos y no es hoy sombra de lo que fué.
Otro recuerdo insigne hay en los alrededores de Salamanca, y es el cerro o cerros de Arapiles, donde se dió la grande y descomunal batalla en que las tropas combinadas, españolas e inglesas, al mando del general Wellington, abatieron a las francesas, dando a la ocupación de la península el golpe de gracia, que después se remató en la batalla de Vitoria. Todavía el arado, al desgarrar el terreno en los cerros de Arapiles, descubre restos de aquella sangrienta y ferocísima batalla, y salen huesos, cráneos, botones, placas de morriones, balas y otros despojos de guerra.
Por sus monumentos incomparables, por sus recuerdos literarios y militares, esta ciudad, en la cual han nacido tantos hombres ilustres en todos los órdenes, es de las más interesantes de la península, y a todo el que ha pasado por España sin haberla visto, se le puede recomendar que pase otra vez con el exclusivo objeto de hacerle una visita.