[Artículo] El crimen del padre Galeote, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 21 de abril de 1886.

I

Un hecho inaudito, una tragedia espantosa, de esas que más parecen obra de los siglos medios que del tiempo presente, ha llenado de consternación a la capital de España hace dos días.

El Obispo de Madrid ha sido asesinado en el momento de entrar en la Catedral para celebrar la fiesta de las palmas. El asesino ha sido un sacerdote.

La noticia de este infame atentado era de tal naturaleza, que al principio no se le daba crédito. Parecía invención de imaginaciones dadas a lo maravilloso. Pero pronto se convenció Madrid entero de que, aunque increíble, la espantosa nueva era cierta. Los crímenes de esta naturaleza, por la calidad de la víctima y la investidura del delincuente, son raros en la historia, tan raros, que se pueden contar con los dedos de una mano. Un príncipe de la Iglesia, herido por un clérigo, y muerto en medio de la multitud que se agolpa a su paso con veneración, es caso que, como vulgarmente se dice, pone los pelos de punta. El fanatismo político de Merino, asestando una puñalada a Isabel II, tiene explicacación dentro del orden lógico de las cosas humanas; pero un cura disparando tres tiros de revólver contra su superior jerárquico por móviles de amor propio herido, por venganza de un castigo disciplinario, no cabe ciertamente, a primera vista, dentro de nuestras presunciones por pesimistas que sean.

El Obispo fué herido el domingo a las nueve y media de la mañana, y expiró el lunes a las cinco y cuarto de la tarde. El asesino no hizo resistencia a la policía, y confesó en el acto los móviles de su espantoso crimen.

Trataré de referir lo ocurrido, con la mayor claridad posible.

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Don Narciso Martínez Izquierdo era el primer Obispo de Madrid, circunstancia que merece tenerse en cuenta. Aunque parezca extraño, esta populosa Capital no era cabeza de Diócesis, y pertenecía desde los tiempos más remotos al Arzobispado de Toledo. Varias veces intentaron los Reyes crear

una Catedral en Madrid. El metropolitano no podía atender cumplidamente al gobierno eclesiástico de esta Corte con la prontitud y la diligencia que su numeroso clero exigóa. Por fin, en tiempo de don Alfonso XII se pensó seriamente en establecer la Diócesis, y habiéndose prestado Roma a secundar el pensamiento, se hicieron los trabajos de fundación y la nueva Catedral quedó establecida por bula pontificia, hace próximamente un año. El Gobierno puso al frente de la nueva Diócesis al Obispo de Salamanca.

Veamos quien era éste. En las Cortes de 1871 se suscitó discusión muy viva sobre la «Internacional». Era diputado en aquellas Cortes un clérigo joven, oscuro, elegido por Guadalajara. En la sesión del 28 de octubre, contendiendo el señor Nocedal con el señor Castelar, hizo alusión al citado sacerdote, quien, recogida la alusión, pronunció un discurso admirable, modelo de dialéctica y de buen decir. Desde aquel día, el nombre de don Narciso Martínez Izquierdo salió de la oscuridad. En la reñida contienda parlamentaria, Castelar reconoció las gran¬des dotes intelectuales de su adversario. Rival de Izquierdo en opiniones, no desconocía el gran tribu¬no, que era éste una de las personalidades más ilustres del clero español, y al año siguiente, siendo jefe del Estado, lo incluyó en la propuesta de obispos que hizo a Roma. En 1874, Martínez Izquierdo era preconizado Obispo de Salamanca. A los once años de desempeñar este cargo, fué elegido para ocupar la Sede de Madrid-Alcalá de nueva creación. Un año hace que tomó posesión. Su episcopado en la nueva Diócesis ha sido breve. El insigne prelado tenía cincuenta y cinco años.

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Se pensó en él para este cargo porque se adivinaban grandes dificultades, y se reconocía la necesidad de poner al frente del clero de Madrid a una persona de mucho carácter y entereza.

Por efecto de la relativa libertad en que ha vivido hasta aquí el clero madrileño, dependiente de Toledo, había no poca relajación en la disciplina. Madrid, como ciudad muy populosa, favorece ciertas licencias, encubre las faltas y muchos que no pueden vivir según su índole en las poblaciones pequeñas, campan aquí por sus respetos, sin que nadie se meta con ellos. En Madrid hay muchos clérigos que apenas usan el traje eclesiástico; otros frecuentan los cafés y aún sitios peores; los hay que dicen dos o tres misas al día, en diferentes iglesias, y por fin, las prácticas rigurosas del celibato eclesiástico no suelen ser, en bastantes casos, más que una vana fórmula.

Préstase a encubrir todas estas faltas la extensión de esta capital, la facilidad que en ella existe para burlar toda vigilancia, y ciertos usos inveterados, muy difíciles de extirpar. Poner al frente de la clerecía de Madrid un Obispo, que pudiera vigilarla y gobernarla más directamente que el de Toledo, era el mejor medio de corregir tales abusos, y el señor Martínez Izquierdo demostró desde los primeros momentos que servía para el caso.

Apenas tomó posesión de la Sede madrileña el Obispo de Salamanca, emprendió una campaña ruda y tenaz contra los abusos.

Hizo que cada clérigo se inscribiera en determinada iglesia para impedir las misas dobles y cuádruples; sujetó a examen a todos los sacerdotes residentes en esta villa, y empezó a retirar las licencias a todos aquellos que por su conducta no debían, a juicio del Prelado, disfrutarlas. Hay que advertir que en Madrid hay clérigos dignísimos, modelo de virtud y saber; pero también abundan los que vienen aquí expulsados de sus Diócesis respectivas buscando en la confusión de esta gran ciudad los medios de disimular su indisciplina o los perjuicios que les causa su torcida vocación.

La campaña emprendida por el señor Martínez Izquierdo debía de producir buenos resultados, por¬que las quejas de muchos clérigos contra los rigores del prelado no tardaron en hacerse oír. A las redacciones de algunos periódicos llegaban frecuentes comunicados. Unos se publicaban y otros no. El Progreso, órgano del republicanismo avanzado, recibía cartas diversas firmadas por un tal Cayetano Galeote y Cotilla, en las cuales se quejaba amargamente de no ser atendido por Su Ilustrisima, de que se le privaba del sustento, retirándole la misa con ciertos alardes de soberbia y extravagancia tan impropias de un sacerdote, que el ilustrado director del periódico, teniendo por loco o poco menos al autor de tales epístolas, no pensó en publicarlas. El sábado último presentóse en la redacción el mismo clérigo Galeote y dejó una tarjeta y un paquete de cartas. Eran copia exacta de las mismas remitidas antes en diferentes días. En la tarjeta rogaba al señor director que conservase aquellas cartas por si pronto necesitaba hacer uso de ellas.

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Llegó el Domingo de Ramos. Don Cayetano Galeote y Cotilla vivía en la calle Mayor en una casa humildísima y en compañía de una sobrina o ama de gobierno llamada Tránsito. Salió el clérigo muy temprano de su casa vestido de cura. Dícese que a primera hora de la mañana estuvo en un café desayunándose. Desde las nueve se le vió paseándose solo en el pórtico de la Catedral. La antes Colegiata de San Isidro, hoy Catedral, está situada en la calle de Toledo, la más grande y populosa de esta capital, pues pone en comunicación el centro con los poblados barrios del Sur.

Por delante de San Isidro transita siempre muchedumbre inmensa, hasta el punto de que la circulación se hace difícil a ciertas horas. Como en Madrid no se habían celebrado nunca las funciones de Semana Santa con la pompa y brillantez propias de una cabeza de Diócesis, y como este año era el primero en que tal se hacía, acudió mucha gente el domingo a la hermosa fiesta de las palmas. Todo el clero de Madrid, con cruz alzada, estaba allí. La Iglesia estaba llena de señoras; en el atrio no se cabía, y en la calle los tranvías y coches tenían que detenerse para no atropellar a la multitud.

A las nueve y inedia se vió venir el coche del señor Obispo. La muchedumbre se abrió paso, agolpándose en las escaleras para besar el anillo del Prelado. Este descendió del carruaje y subió las gradas del pórtico. Al poner el pie en el tercer escalón, un clérigo apartaba la gente para acercarse al Obispo, como si también él quisiera besar el anillo. Con movimiento rápido, Galeote sacó de debajo de la sotana un revólver y disparó tres tiros a quema ropa sobre el Obispo, el cual cayó en tierra.

El asesino gritó: «Estoy vengado». Al instante se echaron sobre él los que estaban más cerca, y la policía tuvo que hacer grandes esfuerzos para librarlo del furor de la muchedumbre. Fácil es hacerse cargo de la confusión, del espanto que se produjeron en la Iglesia y en el pórtico. El Obispo fué recogido exánime del suelo y transportado a una habitación que hay junto a la puerta y está destinada a conserjería.

Él mismo pidió ¡a Extremaunción, creyendo cercano su fin. El doctor Creux, que en la Iglesia estaba, acudió al instante, y desde los primer os momentos pronosticó un desenlace funesto. En la apretada multitud que llenaba la Iglesia, hubo las escenas que es fácil suponer: desmayos de señoras, tumultos, ahogos, gritos, ayes, lágrimas.

El herido fué acostado en una humilde cama, la primera que se pudo tener a mano. Tenía una herida en el muslo, de poca gravedad, y otra en el costado derecho gravísima y mortal de necesidad. La bala había traspasado la médula espinal e interesado los riñones. Al punto se inició la parálisis de las extremidades inferiores, y el herido cayó en gran postración.

Galeote, cuyo nombre no puede ser más siniestro, fué llevado a la prevención del distrito, donde prestó las primeras declaraciones con bastante aplomo, fumando cigarrillos. Parecía fatigado, pero no arrepentido, e insistió en la justicia de su causa y en que sus móviles no debían ser juzgados con ligereza. Fuertemente escoltado por la Guardia civil, fué conducido a la Cárcel Modelo, donde el Juez le tomó declaraciones aquella misma tarde. Tiene cuarenta y cinco años, es natural de Vélez-Málaga y padece de sordera. Este defecto físico parece tener alguna relación con la acritud de carácter. Es de temperamento muy nervioso, y las cartas enviadas a El Progreso, y que se publicaron integras al día siguiente del crimen, revelan una soberbia extraordinaria, un temple moral completamente depravado y un natural quisquilloso, levantisco y rebelde a toda disciplina. No niega el crimen, mas; trata de atenuarlo, diciendo que solo quiso herir al Obispo, no matarlo. Hace hincapié en lo de que su honor había sido ultrajado, y se presenta como victima de sus superiores y perseguido injustameute. Sostiene que sólo aspiraba a una modesta retribución, y que cometió el crimen impulsado por el hambre. La causa se sigue con rapidez; el sumario parece estar terminado ya, y pronto se celebrará el juicio oral, que ha de ser interesantísimo, y esclarecerá por completo un asunto, que, en realidad no está muy oscuro.

El infortunado Obispo estuvo hasta la hora de su muerte en una situación de martirio extaordinariamente dolorosa. Ni por un momento tuvieron los médicos esperanzas de salvarlo. La muerte era inevitable. Todo el vecindario de Madrid se ha condolido vivamente de tan horrenda desgracia, y la humilde conserjería en que pasó su postrero día el primer Obispo de Madrid fué visitada el domingo y lunes por las personas más ilustres. A las cinco y cuarto cesaron los sufrimientos del prelado. Su vida fué ejemplar, su muerte espantosa.

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Don Narciso Martínez Izquierdo nació en 1831 en Rueda, pueblo de la provincia de Guadalajara, en modestísima cuna.

Sus padres eran labradores, y los años de su infancia guardan cierta analogía con los de la de Sixto V.

A pesar de esto, su amor al estudio le sacó de aquel medio humilde, y habiéndose inclinado desde edad muy tierna a la carrera eclesiástica, sus adelantos fueron rapidísimos. El 57 recibió las sagradas órdenes y el 64 hizo oposición a la canongía penitenciaria de Sigüenza, la cual ganó después de brillantes ejercicios. Dos años después aspiró a la magistral de Granada, que ganó también por oposición. Durante el período revolucionario le eligieron diputado a Cortes sus paisanos, y de esta circunstancia y principalmente de su notable discurso de octubre de 1871, arranca, como he dicho antes, su notoriedad y su ingreso en el Episcopado español. Fué diferentes veces senador por elección de las provincias eclesiásticas y tomó parte en las discusiones de carácter religioso.

Su elocuencia era correcta, persuasiva, brillando principalmente en la controversia escolástica. Des¬plegó mucha energía en el gobierno de las Diócesis de Salamanca y Madrid. Su conducta privada era intachable.

La dolorísima impresión que en Madrid causó este inaudito hecho, ha dado origen a los comentarios más extraños. Parte de la prensa ve en este crimen una señal del desquiciamiento universal, la horrible preponderancia de las malas pasiones, y generalizando fácilmente con la cómoda retórica a que se presta un crimen de tal naturaleza, ven en éste un síntoma de la depravación de los tiempos, la protesta contra toda autoridad, así religiosa como civil. Otros, por el contrario, condenando también el crimen, ven en él uno de tantos, uno más añadido a la lista que diariamente publican todos los diarios, y quieren quitarle la importancia que le da la calidad de la víctima. En ambas opiniones hay evidente exageración. Galeote no es un fanático, ni ha obedecido a una idea extraviada, sino al impulso de su soberbia y de sus rencores personales. Tampoco puede admitirse que la jerarquía de la víctima sea un dato sin valor en el proceso, y los mismos que tal sostienen, lo niegan indirectamente con su conducta, pues si el asesinato de un Obispo es lo mismo que el asesinato de un tabernero de la esquina, ¿por qué consagran a éste diez lineas del periódico, y a aquél la mitad del número durante cuatro días?

Ni el crimen de San Isidro es un signo del desquiciamiento social, ni puede ser mirado tampoco como un suceso de todos los días. Hay que ver en él un resultado de la relajación a que ha llegado por desgracia una parte del bajo clero, una consecuencia de la indisciplina. Esta ha hecho una víctima en persona de las más eminentes y dignas del cetro personal eclesiástico, y la lección que de esto resulta no puede ser más elocuente. El Obispo que suceda al infortunado señor Martínez Izquierdo, tiene que adoptar el sistema de virga férrea, llevar sus rigores hasta la crueldad y no perdonar la más ligera falta, aplicando a sus subordinados un sistema disciplinario inspirado, hasta cierto punto, en los principios de la ordenanza militar. Si no lo hace así, los curas sueltos, que pululan por Madrid, traídos aquí por la ambición y echados de otras ciudades donde sus vicios les hacían muy notorios, le van a dar muchos disgustos. Tendrá que arrostrar la impopularidad entre esas huestes de cuerpos francos tonsurados. La idea de regenerar al clero de Madrid debe ser grande y de muy difícil realización, puesto que ya ha producido un mártir. Quiera Dios que no sea el primero…

* * *

La prensa ultramontana ha dicho que Galeote era masón, y aún indica la logia a que pertenecía, y el

nombre o número que usaba en aquella misteriosa asociación. Pero al sostener esto, los ultramontanos no han añadido ninguna prueba. Debemos ponerlo en duda, y creer que tal especie no tiene más objeto que echar la culpa del crimen a las ideas liberales que con más o menos fundamento, se asocian por algunos al instinto masónico. También se dijo que el cura Merino, que dió la puñalada a la Reina Isabel, era masón; mas no resultó cierto. El baldón que sobre el clero arroja la mano aleve de Galeote es demasiado grande para que los defensores del Estado eclesiástico no quieran arrojarlo sobre otra cabeza.

Las cartas escritas y coleccionadas por Galeote con la indudable idea de darlas a la publicidad, no le retratan como hombre fanatizado por una idea, sino movido de la soberbia y de las malas pasiones.

Hombre de menos pasta de sacerdote no es posible imaginar. El tono iracundo, insolente, y poco culto de sus epístolas bastan a justificar los desaires que supone recibidos de su víctima. En dichas cartas se ve claramente también la premeditación del crimen. En algunas cartas amenaza al Rector del Cristo de la Salud, que le había retirado la misa, en otras al cura de Chamberí, y en todas da a entender que si no le hacen justicia, es decir, si no le conceden lo que pide, tomará una resolución muy sonada. Los antecedentes del criminal son en verdad poco recomendables. En Puerto Rico, donde vivió cinco años, fué procesado varias veces. Vivía en Madrid con gran estrechez y sus relaciones eran escasas, porque su carácter duro y violento no era a propósito para cultivar amistades. Vivía en su compañía una mujer llamada Tránsito Durdal, de treinta y tantos años. Los que la han visto dicen que es guapetona, alta, de ojos negros, boca grande y conjunto muy agradable. Cuando el Juzgado se constituyó en el domicilio del delincuente para hacer un reconocimiento, la Tránsito prestóse sin dificultad a mostrar cuanto en la casa había. Encontráronse allí cápsulas de revolver. Los muebles y todo el ajuar es modestísimo. Una circunstancia digna de ser muy notada es que en la casa no se encontró más que una cama.

El ama de Galeote asistió con serenidad al reconocimiento. facilitándolo y ayudando al Juez en sus pesquisas. Unicamente se la vió turbarse cuando el Juez se fijó en un álbum de retratos en que estaban apareados el de ella y el de don Cayetano Galeote.

Este, en sus declaraciones, no ha intentado extraviar la opinión de la justicia, ni de enredar el asunto para obtener, ya que no un resultado favorable, las dilaciones siguientes. O ha tenido talento bastante para comprender que esto era imposible, o quiere que la sinceridad atenúe su delito. Sus declaraciones han sido francas y terminantes conformes en todo con lo que revelan sus cartas. Dícese que el proceso marcha con rapidez y que antes de un mes se pronunciará la sentencia. Ignórase aún quien será el defensor del reo. El desenlace de este drama, por lo que respecta a Galeote, no se sabrá fijamente hasta que la última palabra sea pronunciada; pero todo induce a creer que esta palabra será terrible.

30 de abril de 1886.

II

En mi última crónica me ocupé del asesinato del Obispo de Madrid. Posteriormente he procurado reunir datos positivos para comunicar a mis lectores la mayor copia de noticias sobre este drama terrible, y visité con tal objeto al cura Galeote en la cárcel de esta corte, y visité también a su ama de llaves, doña Tránsito, de quien tanto se ha ocupado la Prensa.

La primera impresión que me produjo el reo cuando le vi fué penosísima. Vacilaba yo entre el horror y la compasión, y al propio tiempo la curiosidad me hacía clavar en él la vista. El criminal, como el abismo, atrae la mirada, venciendo la curiosidad al espanto. De la sostenida atención que esta misma curiosidad produce, depende tal vez que no se olviden jamás visitas de esta especie, ni se borren de la memoria los términos de lo que en ella se habla.

En nuestra Cárcel Modelo, que es un edificio de primer orden, hay locutorios muy bien dispuestos, donde se ve a los presos y se habla con ellos sin peligro alguno de la seguridad. Doble reja de hierro con tejido de alambre separa al visitante del preso, y la cara de éste aparece como a través de un cañamazo. Tráenle al locutorio desde su celda, sin que se comunique con nadie, y su aparición tras las alambreras parece cosa fantástica, pues ni se sabe por dónde entra ni tampoco por dónde sale cuando se lo llevan.

Don Cayetano Galeote y Cotilla representa cuarenta y cinco años, y su fisonomía predispone poco en su favor. Tiene la nariz pequeña y corta, la boca muy grande y muy separada de la nariz, los ojos negros y vivos, la trente despejada. La sordera que padece da a sus ojos una expresión particular, pues, como todos los sordos, parece querer oír con las miradas. La tortísima excitación en que estaba el día en que le vi daba a su rostro contracciones muy extrañas, y su tartamudez era extremada. Mientras duró la conferencia tuvo ambas manos clavadas en la red de alambre, asomando por los huecos sus dedos afilados y manchados por el humo del cigarrillo. Apoyado en las manos, adelantaba su rostro hasta tocar en los alambres o lo retiraba hasta quedarse en la penumbra. Estos movimientos dábanle cierto aspecto de fiera enjaulada, y su inquietud habría sido poco tranquilizadora si no estuviera donde estaba.

Lo primero que nos dijo a las tres personas que le visitábamos fué referente a su situación legal; pero tan turbado estaba el infeliz, que no concluía ninguna frase ni acertaba a expresar claramente su pensamiento. A veces esta torpeza parecía marrullería, a veces perturbación física y moral. Lo que se deducía de su lenguaje balbuciente .era un deseo muy vivo de que no formáramos juicio definitivo del asesinato del Obispo hasta no conocer bien los móviles que le impulsaron a tan tremendo acto. Se manifestó como perseguido y vejado y arrastrado a la vindicación de su honor por la fuerza incontrastable de las circunstancias. Asegura que no quiso matar al prelado, sino simplemente herirlo, lo que no se compagina con el ensañamiento que mostró en la consumación del delito, pues disparó a la víctima dos tiros después de haberle herido gravemente y derribado con el primero. Cuando se le nombra al padre Vizcaíno no puede ocultar Galeote el rencor que le tiene. Este presbítero fué, según él, autor de su humillación y de la situación deshonrosa en que estaba. Lanzado de la Iglesia del Cristo, sin que se le dijera el motivo de su expulsión, Galeote pidió explicaciones, primero al padre Vizcaíno, después al prelado, y como ninguno se las quisiera dar, se tomó la justicia por sí mismo.

Cuando se le pregunta por qué, siendo el padre Vizcaíno el principal autor de la ofensa, no descargó sobre él su venganza en vez de descargarla sobre el Obispo, da unas contestaciones sofísticas y enrevesadas que no aclaran el hecho. Quizá él mismo no se dé cuenta de esta sustitución del objeto de sus odios. Aseguró después que cuando en la cárcel le dieron la noticia de la muerte del señor Martínez Izquierdo, se afectó extraordinariamente, quedándose un buen rato sin saber lo que le pasaba. Le hablamos de que el Obispo le había perdonado en la hora de su muerte, y oyó esta indicación con incredulidad; cuando nos referimos a su padre, anciano de ochenta años, pareció afectarse verdaderamente, y aún sollozó y lloró un poco; pero sus ojos continuaban secos. Un rato después, como volviéramos a hablar del Obispo y de su fin, encomiando sus altas cualidades, se excitó Galeote extraordinariamente y dijo que se retiraba. Fuertemente agarrado a la reja y crispando sus dedos amarillos, se dejaba caer hacia atrás v balanceándose con un movimiento semejante al de los cuadrumanos aprisionados.

La conferencia no podía continuar en un terreno que era como el suplicio del reo. Era forzoso dejar a un lado el crimen, si queríamos que Galeote no suspendiese la visita, y le hicimos varias preguntas acerca de su familia, de su infancia, de su vocación de sacerdote. En este terreno el hombre se encontró más dueño de sí. Fuése serenando poco a poco, y no tardó en expresarse de un modo natural y corriente, cual si los cuatro estuviésemos en la mesa de un café.

Su lenguaje es siempre incorrectísimo y revela muy poca cultura. Tiene de vez en cuando esas acentuaciones especiales del sacerdote, un cierto dejo meloso, adquirido por el hábito de ocultar los pensamientos. Rarísima vez emplea un término latino, y no con entera propiedad. Gesticula nerviosamente, y sus manos obedecen en ocasiones a los mismos hábitos de la condición clerical, queriendo dar al discurso una expresión de suavidad amanerada.

* * *

Lo que nos contó referente a su familia y a su juventud en Vélez-Málaga, es muy interesante. Eran once hermanos, de los cuales se han muerto dos y restan nueve. Uno sirve en la Guardia civil, otro es recaudador de contribuciones. Algunas de sus hermanas están viudas y viven en honrada pobreza. Su madre murió cuando él tenía diez años. Su padre vive aún y tiene la avanzada edad de ochenta y seis años. La industria con que este señor ha mantenido a su numerosa familia era la fabricación de ladrillos y tejas. Cayetano Galeote creció en el tejar de su padre, trabajando en las faenas más modestas. A pesar de esto, fué a la escuela y aprendió a leer y escribir en pocos meses, según él mismo dice, no sé si a impulsos de una disculpable vanidad.

No podía pensar su padre en darle carrera, como no fuera la carrera de los pobres, que es la eclesiástica. Pero el joven Cayetano, después de haber dado aquel ejemplo de precocidad aprendiendo tan brevemente a leer y escribir, no mostró ninguna aplicación ni deseos de ser hombre ilustrado. La vida del tejar le embrutecía sin duda, y con llevar y traer cubos de agua y arena veía colmadas sus aspiraciones. El padre, sin embargo, insistía en que fuera sacerdote. Un día hubo gran fiesta religiosa en Vélez-Málaga, con asistencia del señor Obispo, de muchos clérigos y de varios seminaristas, algunos de los cuales habían sido compañeros de Cayetano en la escuela de primeras letras. El viejo Galeote era, según declaración de su hijo, hombre muy piadoso y muy metido en la iglesia; así, cuando vió a los alumnos seminaristas, con su traje talar de aprendices de curas, se desconsoló mucho de que su hijo no estuviese entre ellos. Acabada la función, don Cayetano tuvo una conferencia con el muchacho, en la cual le dijo, casi con lágrimas en los ojos: «Cayetano, si tú quisieras estudiar, yo vendería hasta la camisa

De aquí arranca la vocación eclesiástica de este desgraciado, el cual se puso inmediatamente a estudiar latín en una gramática vieja que le trajo su padre. Y parece que tuvo cierto entusiasmo por la carrera, con lo que el anciano estaba loco de contento. Creía sin duda que la familia adquiría de este modo un lustre soberano, y que el clérigo de la casa estaba llamado a grandes destinos. ¡Ironías de la suerte! En el drama espantoso del Domingo de Ramos hay un personaje de segundo término, cuya situación excita hondamente la piedad de toda alma honrada. Este personaje es el anciano don Cayetano Galeote, que ha vivido ochenta y seis años para ver lo que ha visto, la familia denigrada y sus más caras ilusiones arrojadas por el suelo.

Cuenta el reo que en el tiempo en que se preparaba para recibir las órdenes, su padre le hacia leer vidas de santos, y platicaba constantemente con él de asuntos religiosos y litúrgicos. Júzguese de la alegría del buen señor, cuando el joven cantó misa en la iglesia mayor de la villa de Vélez-Málaga. Durante un espacio de tiempo, que no precisó, estuvo el cura don Cayetano desempeñando sus funciones en la citada iglesia. Debía de ser párroco o ecónomo, porque dijo que tenia sus tenientes. Gustaba de la pompa del culto, y de celebrar con mucho aparato las fiestas religiosas. En cambio, declara que no fué nunca de su agrado el confesionario, no sólo a causa de la sordera que padece, sino por otros motivos que no expresó con claridad.

Tampoco nos dijo por qué dejó la posición eclesiástica de Vélez-Málaga, que pinta con tan risueños colores, para marcharse a Puerto Rico. O no era tan envidiable su situación en su país natal, o si lo era, debió de surgir algún inesperado accidente que le obligó a embarcarse para América.

Sobre su residencia en Puerto Rico, de la cual se cuentan cosas que le favorecen poco, nada le preguntamos, porque deseando aprovechar el tiempo tratamos de saber algo de la vida privada en Madrid, y de su ama de llaves, doña Tránsito Durdal. De esta señora tiene Galeote tan buenas ausencias, que cuando se pone a hablar de ella no acaba. La señora que le asistía es, según él, un dechado de bondad y de buen gobierno. Tratábale con grandes miramientos, y ayudaba con su trabajo al sostenimiento de la casa, cuando el cura estaba mal de intereses. Gracias a ella, nunca faltó lo preciso en el modesto domicilio de la calle Mayor, y de ella partía también la iniciativa para mandar algún sobrante, en días de relativa abundancia, a la necesitada familia de Vélez-Málaga.

Terminada la entrevista con Galeote, intentamos ver a doña Tránsito en su casa, calle Mayor, número 61, tercero con dos entresuelos. Fuimos allá; nos recibió muy afable, y desde que cambiamos con ella las primeras palabras reconocimos que era muy fundado el agradecimiento de Galeote, y que doña Tránsito no es una mujer vulgar. Acerca de ella corrieron por la Prensa, en los primeros días, mil noticias absurdas, que hoy puedo rectificar con conocimiento de causa. Doña Tránsito es mujer que se gana las simpatías en cuanto se la trata. Representa treinta y cinco años, y tiene figura esbelta, fisonomía inteligente y modales corteses. En su semblante se observan las huellas del pesar que la aflige. Es muy discreta, mucho más discreta que Galeote en todo lo que dice, y mide perfectamente las palabras para que de ellas no resulte nada desfavorable al reo.

Antes de penetrar en la casa pudimos apreciar el buen concepto que tiene de esta señora la vecindad del número 61 de la calle Mayor. Es extraordinaria¬mente trabajadora y muy hábil en la confección de ropa blanca. Trabaja para las principales casas de Madrid en el comercio de este artículo.

Muestra especial empeño doña Tránsito en pintar a Galeote como un hombre de buenos sentimientos y como sacerdote intachable. Antes de la crisis de soberbia que le llevó a la perdición, Galeote tenía el genio apacible. Era tan bueno para su familia, que todo cuanto tenía lo daba a sus parientes- Al volver de Puerto Rico repartió todas sus economías, dando a onza por barba, y se quedó sin un cuarto. Frecuentemente venía a Madrid algún pariente a gestionar asuntos particulares, y don Cayetano lo alojaba en su estrecha vivienda.

—Por ser este hombre una mano rota—nos decía doña Tránsito—llegó a verse en la triste situación en que estaba últimamente.

Refiriendo los sucesos que llevaron al infortunado clérigo a aquel grado de exaltación, el ama de gobierno hace recaer parte de la culpa sobre el padre Vizcaíno. Las intrigas de sacristía exacerbaron el temperamento quisquilloso de don Cayetano. Los pasos que dió para que el prelado le rehabilitara fueron inútiles. Un día en que fué a visitar al señor Galeote el padre Gabino, confesor del Obispo, Galeote se le hincó de rodillas delante en la misma salita aquella en que estábamos, y echándose a llorar le pidió que intercediera con su ilustrísima para que le hiciese justicia. La misma doña Tránsito se presentó al señor Izquierdo para impetrar su apoyo en favor de Galeote. El Obispo se llevó el dedo índice a la sien para indicar que Galeote no estaba en su cabal juicio.

Y algo debía haber de ésto, porque durante los tres meses que antecedieron al crimen, Galeote no comía ni dormía; se había dejado crecer ia barba, y sus actos no eran propios de una persona sensata. Ignoramos si en esta época compró el revólver con que hirió al Obispo, o si lo tenía desde una época anterior. Respecto a la ocasión en que se apoderó del ánimo del infeliz cura la idea maldita de su venganza, nada nos dijo doña Tránsito, o porque no lo sabe, o porque no quiere decirlo. En lo que sí insiste, demostrando muy buen tino de defensora, es en pintar a Galeote como un hombre que en aquellos días obraba de una manera inconsciente, por causa de la alteración de sus facultades.

Según ella, la turbación en que estaba hacíale enteramente irresponsable; sus actos eran puramente mecánicos, impulsados por una voluntad ciega. Este es el único punto sólido en que puede apoyarse la defensa de Galeote, y doña Tránsito ha demostrado un instinto seguro al fijarse en él.

En su ademán, en la viveza y convicción de su lenguaje, en la pena que su semblante expresivo revela, se ve claramente el interés hondísimo que doña Tránsito siente por su infortunado huésped, y se comprende bien que sería ella capaz de los más grandes sacrificios por salvarle, o al menos por aminorar la pena que le aguarda. El tesón de esta mujer no puede menos de inspirar simpatías, cualquiera que haya sido el carácter de sus relaciones personales con el cura. Según indica, ella era dueña de la casa y él vivía allí en calidad de huésped. Pero Galeote decía la señora que me asiste, lo que parece indicar que el amo era él y doña Tránsito desempeñaba las funciones de ama de gobierno. No queremos ahondar este asunto, y nos parece poco delicado arrojar ciertos baldones sobre una pobre mujer que hasta ahora no figura en la causa sino como testigo, y no es acusada de complicidad. Lo que hubiere de cierto en esto se ha de saber a su tiempo. Hasta que el juicio oral ponga de manifiesto los resortes de este drama, aun los más escondidos, reservemos nuestra opinión, no sea que resulte que son infundadas las apreciaciones, un tanto ligeras, hechas por la Prensa al describir el hogar del cura Galeote.

Desde el día siguiente al que recibió nuestra visita, el reo se resistió a ofrecerse a la curiosidad y a los interrogatorios de escritores y periodistas. Comprendió, sin duda, que las declaraciones verbales eran peligrosas, y se mostró dispuesto a contestar por escrito a cuanto se le preguntara. La litera¬tura epistolar es su fuerte, como lo prueba la colección de cartas que ya han recorrido toda la Prensa española y extranjera. Durante bastantes días se resistió a tomar alimento. No bebía más que café, sin hartarse nunca. El director del establecimiento le prohibió o le redujo a límites prudentes el uso de esta bebida, porque la excitación nerviosa del reo era ya alarmante. Últimamente ha ocurrido una sensible modificación en las ideas de Galeote, sin duda por la intervención religiosa del capellán de la cárcel, que celebra con él frecuentes conferencias. Parece estar más tranquilo, y ha escrito dos cartas, una al Nuncio y otra al cabildo catedral de Madrid, en las cuales se muestra atribulado y arrepentido sin condiciones, declarándose movido de un ciego impulso de vanidad y soberbia al cometer el crimen. La defensa por locura parece, según se desprende de estas cartas, completamente abandonada por el reo.

* * *

Por extraña coincidencia, al asesinato del primer Obispo de Madrid, sucedió una serie de crímenes que podríamos llamar eclesiásticos por ser obra de manos de sacerdotes y perpetrados en recinto sagrado.

El más odioso, infame y vil de todos fué el que se consumó en la parroquia de San Luis de esta capital la noche del Jueves Santo. ¡Qué Semana Santa más trágica la de este año, y qué suelto ha andado en ella Satanás, según la creencia del vulgo!

Lo de San Luis sucedió del modo siguiente: Hallábane los hermanos de cierta cofradía velando el Santísimo Sacramento, cuando notaron que uno de ¡os grandes cirios chisporroteaba. Acercáronse a verlo los caballeros de guardia, y en el mismo instante estalló, con horrible estruendo, un petardo de dinamita contenido dentro del cirio. La detonación fué espantosa, y se apagaron todas las luces del

monumento, y las cortinas aparecieron luego con más de quinientos agujeros. Las dos personas que más cerca estaban quedaron gravemente heridas. Una de ellas, médico, muy conocido en Madrid, se llama Izquierdo, apellido funesto, que era el mismo del infortunado obispo de Madrid.

¿Cómo entró aquel cirio en la iglesia? Es muy sencillo. Cualquier persona puede llevar en estos días a las iglesias los cirios o velas que guste mandar, para que se enciendan en el monumento. Después recogen los cabos que se consideran benditos. El miércoles se presentó en la sacristía de San Luis un muchacho portador de un cirio algo más gordo que los usuales, para que fuera encendido al siguiente día. Nada podía sospecharse, ni había motivo alguno de recelo, pues aquel mismo día llegaron muchos cirios de diferentes calibres destinados al propio objeto.

El muchacho aquel desapareció sin decir si volvería o no a recoger el cabo, ni dar las señas del domicilio del piadoso donante. Todas las averiguaciones que la Policía ha hecho por descubrir a los autores de este salvaje y estúpido crimen han sido inútiles. El fabricante de cirios explosivos continúa envuelto en el misterio. Los cereros de Madrid declaran y aprueban que el cirio infernal de San Luis no ha sido de ningún establecimiento de esta corte.

Hacer el mal de esta manera, hiriendo al que le toque, es de lo más execrable que cabe en la naturaleza humana. Todos los crímenes, incluso el de Galeote, tienen la disculpa, ya que no la justificación, de un móvil personal, o bien venganza que satisfacer, o bien un lucro que conseguir. ¿Pero esto qué significa sino perversidad fría llevada a su último extremo? Se dice que el petardo estaba colocado de modo que estallase en el momento en que la iglesia estuviese llena de gente. El objeto de los criminales era, sin duda, robar las mesas de petitorio aprovechándose de la confusión que forzosamente se había de producir. Por casualidad providencial el cirio fué encendido más tarde de lo que calcularon los criminales, y la explosión no ocurrió hasta después de las doce y cuando el templo estaba cerrado y no quedaban dentro de él más que las personas encargadas de velar el Sacramento. Si la explosión llega a ocurrir cuando la iglesia estaba atestada de gente, habríamos tenido que lamentar una verdadera catástrofe.

* * *

Y va de cuento.

En un pueblo de la provincia de Huesca, y en los mismos días de Semana Santa, un cura disparó un tiro de revólver contra el maestro de escuela.

El móvil fué, según parece, odios y rencillas de localidad.

En Menorca, un canónigo de la catedral de Ciudadela, preso por amenazas al señor obispo, escribe a éste una carta insultante, reiterando su insubordinación y amenazando al prelado con hacer justicia por procedimientos análogos a los puestos en moda por Galeote y Cotilla.

En Madrid, no recuerdo bien si en los últimos días de Semana Santa o en los primeros de la Pascua, ocurrió un suceso, que por fortuna no terminó en tragedia. Más bien tiene sus puntos y ribetes de sainete.

En la calle de Cabestreros vivía una joven honesta y bonita, a la cual obsequiaba con miradas y epístolas amorosas un galán como de unos veintiocho años, que mañana y tarde le paseaba la calle. No era esta insistencia del agrado de la muchacha, ni me¬nos de un hermano suyo, que se decidió a ponerle los puntos sobre las íes al citado don Juan. Una noche se encaró con él, y le quiso disuadir con diversos argumentos de sus proyectos amorosos. El amartelado galán quería llevar la cosa por buenas y protestó de la honradez de su pasión, declarando de la manera más terminante que iba con buen fin.

No convencieron estas razones al celoso hermano; ambos se enredaron de palabra primero, y después a las palabras siguió la violencia de las acciones. Intervino una pareja de Orden público, y en la Prevención se descubrió que el galán era cura, uno de estos curas francos que tanto abundan en Madrid. En los bolsillos de su ropa seglar llevaba el angelito un revólver de cinco tiros.

Esta serie de hechos ha impresionado al público. Pero, ¿qué es esto? ¿Se viene abajo el mundo? ¿Satán se ha puesto los hábitos? ¿Qué clero es éste, que en un corto espacio de tiempo y en los días más santos del año ofrece a la estupefacción del mundo tal serie de escándalos y crímenes?

El mundo no se hundirá seguramente; pero todo indica que la llaga es honda en el Cuerpo eclesiástico, y que ha de tener muy buena mano el que se comprometa a curarla. Muchos sostienen que sólo con el hierro y el luego se curará.

9 de octubre de 1886.

III

Creo que desde que existe el juicio oral en España no se ha celebrado ninguno tan dramático y que tan hondamente haya conmovido al público como el del presbítero Galeote, matador del Obispo de Madrid. Había que ver, en los últimos días, las inmediaciones del Palacio de Justicia. Una multitud inmensa se apiñaba a las puertas; los unos, intentando penetrar en la sala, que sólo tiene cabida para ciento cincuenta personas; los otros, contentándose con ver al reo en el breve momento que tardaba en pasar del coche celular a la puerta del edificio. Galeote atravesaba por entre la multitud vestido de cura, con manteo y canaleja, aparentemente sereno.

Dentro de la sala, y frente al Tribunal, el reo se ha permitido las mayores extravagancias, ya desconociendo la autoridad del presidente, ya interrumpiendo a cada instante las declaraciones de los testigos. Pasando bruscamente del llanto a la ira, siempre agitado y nervioso, sus palabras, sus apostrofes, ora epigramáticos, ora terribles, han excitado vivamente el interés del público.

En resumidas cuentas, ¿está loco o no? Esta es la pregunta que se hace todo el mundo.

Una de las cosas más chocantes en este extraordinario criminal es que carece en absoluto de todo sentido moral y de toda idea de responsabilidad. No ha expresado sentimiento alguno que indique arrepentimiento; no manifiesta lástima de la victima, a quien inmolaría cien veces en aras ,de lo que él llama su honra. Esta monomanía de sacrificar a su honra la vida de un superior, de quien personal¬mente no había recibido agravio, indica un cerebro enfermo, una perturbación mental grave y una de¬generación total indudable. Sus frases se han hecho célebres. Algunas están impregnadas de groserías; otras revelan bastante agudeza. Todas indican la violencia de su temperamento y la fuerza de la soberbia, que ha causado la perdición de este hombre infeliz.

En el curso del interrogatorio se ve que se le trató con alguna desconsideración, pues si se le tuvo por demente debieron desengañarle y procurar su entrada en un manicomio. «Entonces—dice él refiriéndose a una de las entrevistas—empezó el chuleo.» Cuando vió llorar a su hermana, que era uno de los testigos de descargo, se inmutó extraordinariamente, diciendo: «Ahora mataría yo catorce obispos que se me pusieran delante.» No demuestra amor a la vida, y oyó con indiferencia calmosa la voz del fiscal, que pedía para él la pena de muerte. Cuando vuelve de sus espasmos de ira, convencido de que no se le quiere hacer justicia, su tema es éste: «Que me den un revólver, y, tris tras, me pego un tiro y todo se acabó.»

El informe de los médicos ha sido brillante. No queda duda, después de oír a los doctores Simarro y Vera, que Galeote es un ser degenerado. Su demencia es hereditaria, y muchos individuos de esta familia han padecido locura manifiesta o bien otras enfermedades que tienen relación con los desórdenes encefálicos. Galeote padece el delirio de persecución, y las determinaciones de su voluntad son completamente mecánicas, irresistibles y desligadas de toda idea moral. ¿Está por eso exento de responsabilidad? ¿Hállase la ciencia frenopática lo bastante adelantada para poder determinar dónde acaba la responsabilidad? ¿Se ha llegado a encontrar el punto exacto en que la justicia debe retirarse, poniendo a los criminales en poder de los médicos?

Esta es la cuestión grave, la más grave quizás, que se ofrece hoy a la consideración de los hombres de ley. Antes que éstos lleguen a una inteligencia completa con los alienistas ha de pasar mucho tiempo. En tanto la sociedad ve con alarma que cunde la tendencia a tener por locos a los criminales, que¬dando por tanto libres de castigo, y la penalidad re¬cae tal vez en los que han dado menos pruebas de perversidad.

En el caso de Galeote podría muy bien venir una solución que sería muy extraña, dando lugar a la más singular anomalía. Supongamos que el Tribunal, en vista de las innegables pruebas de locura que ha dado el delincuente en la comisión de su crimen y después en el juicio oral, le declara exento de responsabilidad y, por tanto, de pena, mandando que se le encierre en un manicomio. Tenemos, pues, a Galeote sometido, no a una corrección penitenciaría, sino a un tratamiento médico. Supongamos que éste es tan hábil que el enfermo se cura. Cuatro, cinco o seis años de vida reclusa, buena alimentación y un sabio método terapéutico le arreglan aquella desordenada cabeza, desaparece el delirio persecutorio, la manía de la honra, y mi hombre vuelve a la plenitud de sus facultades. Esto es difícil, pero no científicamente imposible, porque los reconstituyen¬tes pueden obrar ese prodigio y aun algunos mayores.

Pues bien; restablecido Galeote de la enfermedad que le impulsó a dar muerte al obispo, no hay ley ninguna que le pueda retener en la clausura del manicomio.

Precisamente, a los manicomios van los locos para curarse, y cuando se curan no hay más remedio que ponerlos en la calle. Estando Galeote en perfecto estado de salud y en perfecto equilibrio cerebral, tiene que ser forzosamente dado de alta. No será posible entonces aplicarle la pena que habría merecido si obrara con sano juicio en el asesinato del obispo, porque como loco era irresponsable, y, en una palabra, no supo lo que hizo. Su acción fué como la de una máquina. La ley y la lógica pedirían que no se le molestara en lo más mínimo y veríamos a Galeote paseándose por esas calles y quizá diciendo misa en la misma capilla del Cristo de la Salud.

A esta serie de consideraciones hipotéticas se contesta que Galeote debe ser encerrado en un manicomio a perpetuidad; pero no hay manicomios penitenciarios. La justicia moderna, aliada con la frenopatia, debe empezar por crearlos. Y si los crea, ¡no es absurdo que se tenga encarcelado a un hombre después de haber recobrado la razón? Si se sostiene la necesidad de los manicomios penales, se reconoce que hubo responsabilidad en el loco que cometió un crimen, pues de otro modo no sería justa la reclusión perpetua.

Todo esto demuestra que la ciencia penal no ha dicho aún la última palabra en este problema, o más bien que estamos aún en los comienzos de esta gran evolución en las teorías del derecho, influidos por los crecientes estudios de la fisiología y de la frenopatía. Estos no dan aún bastante luz sobre problema tan grave; pero los trabajos continúan, y cada día se esclarece más, cuestión tan oscura. En España cultivan estos estudios los doctores Simarro y Ezquerdo, ambos aventajadísimos en la teoría y en la experiencia.

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