[Artículo] Un drama de amor, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 12 de febrero de 1889.

I

La trágica muerte del Principe Rodolfo de Austria es el tema preferente de toda la prensa europea. Desde que se anunció la muerte del infeliz Príncipe hasta hoy, las versiones acerca de esta desgracia y de sus causas han sido varias. El telégrafo nos ha dado todos los días una historia distinta. La fantasía popular ha hecho de la suya con tan extraño acontecimiento. Hubo quien al propalarse el hecho, vió en él un caso semejante al del Príncipe don Carlos, hijo de Felipe II. Después vino una historieta de amores, enlazada con un duelo a la americana; luego un accidente de caza. Por fin, la cosa ha quedado en drama de amor, el eterno drama de amor, que se repite sin cesar en todas las grandes poblaciones. En Madrid hemos tenido no ha mucho uno conforme al patrón correspondiente; dos amantes que, contrariados por sus respectivas familias, exaltados, delirantes, resuelven darse la muerte, y se la dan. Esto pasa con frecuencia en las sociedades modernas, lo extraordinario es que el caso se haya dado en personas de alta estirpe. La historia de algunos siglos acá no ofrece un drama de tal naturaleza en que sea protagonista el heredero de un poderoso imperio. No suelen producirse, pues, esas pasiones tan furibundas en las alturas de un trono, en el seno de una familia reinante. El lugar de la acción, la jerarquía de los héroes, la resonancia de sus nombres constituyen la verdadera gravedad del drama, y también su poderosísimo interés estoy por decir su belleza, la cual realmente pide un Schiller que la exprese en forma literaria.

La versión admitida hoy y que parece verdadera es que el Príncipe estaba enamorado de la baronesa Vescera y tenia con ella relaciones ilícitas. La Princesa Estefanía, esposa de Rodolfo, ofendida y celosa le amenazó con retirarse a vivir con sus padres los Reyes de Bélgica, el Emperador Francisco José, escribió a su hijo haciéndole ver de una manera amistosa lo escandaloso de su conducta. He aquí preparado ya el fatal desenlace, los amantes ven que sus lazos criminales no pueden continuar; no tienen valor para romperlos. El conflicto es insoluble dentro de los medios ordinarios de la vida; surge entonces la muerte como única solución. En la humanidad se repite con dolorosa frecuencia este argumento sencillo y poético; de pocos personajes, sobrio y terrible.

Claro está que en cuanto aparece un nuevo caso, se dice que los amantes que tal hicieron y a tan nefando extremo se precipitaron, estaban locos. No alcanzamos a comprender que estén en su sano juicio los que de tal manera resuelven un grave problema de la vida contra la vida misma, cortando el nudo en vez de desatarlo. Pero aún no ha definido la ciencia con completa claridad el concepto de la locura; y no debemos vanagloriarnos mucho de la cordura con que condenamos y clasificamos estas resoluciones trágicas de los que se cansan de la lucha y abandonan el campo.

II

La observación que a todos se nos ocurre al ver que personas de tal categoría se matan por amores, es la de que todos los tiempos son los mismos, que el romanticismo y la exaltación de los afectos no pasaron con la época en que los hombres llevaban gorguera y jubón, y las mujeres tontillo y guarda infante. La humanidad, fuerza es confesarlo, es bastante monótona; ofrece poca variedad en sus des-envolvimientos, y cuando alabamos nuestra época creyendo que representa el triunfo de la razón, somos más vanidosos que justos. La cultura, difundiéndose prodigiosamente, varía la superficie; pero no el fondo de las sociedades. Los horrores y las tonterías de hoy parécense a los de hace siglos como dos gotas de agua. En cuanto a la tan cacareada experiencia, que tenemos por maestra infalible, bien puede asegurarse que de sus lecciones sacan poco provecho, así el individuo como la especie. La experiencia es un consuelo artificial con el cual engañamos la triste uniformidad de los sucesos de nuestra vida.

Pero dejemos estas filosofías fáciles, y volvamos a la tragedia austríaca. Alguien ha visto un sino sangriento en la ilustre dinastía de Hapsburgo; y como una vena de demencia en la raza, vena quizás heredada de la infeliz doña Juana, que dió el ser a Carlos V y Fernando I. El actual Emperador ha visto en su familia dos tragedias espantosas: la de su hermano Maximiliano en Méjico y la de su hijo en Meyerling.

Los casos de enajenación han sido raros en la familia, aunque no los de esas rarezas de carácter, que en cierto modo tienen parentesco patológico con la pérdida de la razón.

Historiadores hay que no ven en Carlos V al encerrarse en Yuste un juicio cabal. Su nieto, el Príncipe don Carlos, era un epiléptico. Carlos II, el Hechizado, un histérico en grado casi próximo a la locura. La rama de Lorena que hoy reina en Austria, ofrece bastantes ejemplos de Príncipes cuyas facultades no han estado en perfecto equilibrio. Sea por lo que quiera, este funesto drama es un golpe terrible para la familia reinante en el Imperio austro- húngaro. Se ha hablado de abdicación del Emperador; pero esto no se confirma. El sucesor inmediato a la corona es el Archiduque Carlos Luis, hermano de Francisco José, y por renuncia del Archiduque pasan sus derechos a su hijo.

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