[Artículo] Colonias africanas, Benito Pérez Galdós

Madrid, 20 de octubre de 1884.

I

La Conferencia de Berlín, convocada por Alemania sobre los asuntos de África, ha despertado entre nosotros algún interés, aunque no tanto como merece. Invitada España a asistir a ella con voz y voto, más nos hemos ocupado de la persona que ha de representarnos que de los delicados puntos que se han de tratar y del criterio que debemos sostener en ella. Tenemos en África importantes posesiones; mas nuestro abandono es tal, que apenas se conoce allí nuestra nacionalidad, como no sea por los colores de la línea que la marcan en las cartas geográficas. Los asuntos interiores absorben de tal modo nuestras fuerzas y nuestra atención, que apenas nos ocupamos de nuestras colonias de Guinea, como no sea para nombrar unos cuantos empleados que van de tiempo en tiempo allá a consumirse de fiebre sin tener nada que hacer. El escaso comercio de aquellas regiones se hace con bandera inglesa, y, hace poco, la alemana ha empezado a ondear por aquellos mares. Es que Alemania, nación pletórica en poder y actividad, «necesita explayarse y llevar a regiones distantes su industria y su actividad fecundísima. Para esto le falta lo que a nosotros nos sobra, colonias, es decir, terreno. Esta nación no ha sido marítima, sino en tiempos recientes. Jamás tuvo tampoco Corteses ni Pizarros. Hoy, necesitando su imperio colonial y no habiéndolo heredado de sus mayores, se lo proporciona por los medios que le ofrece su poder presente y el respeto que infunde su nombre a grandes y pequeños. No hace mucho tiempo que nos sorprendió con la ocupación de la desembocadura del río Camarones y costa contigua. En esta región hay terrenos elevados y salubres, abundantes ganados, grandes mercados de marfil, comunicaciones fáciles. Para anexionarse este territorio, Alemania ha empleado un tacto exquisito. El canciller confió esta delicada comisión a Nachtigall, asistido del célebre viajero Prohlls.

La legitimidad de esta ocupación es tan problemática, que a ser Alemania una nación débil, no habría tardado mucho tiempo en irse, como vulgarmente decimos, con la música a otra parte. Pero nadie ha puesto estorbos al acto. Y, verdaderamente, ¿qué fuerza moral han de tener para defender sus derechos territoriales, naciones que sólo fundan éstos en la historia y no han sabido sancionarlos con la ocupación material y el comercio? Tales derechos, si se sobrepusieran a lo que muchos llaman usurpación, serían un estorbo al progreso y retardarían la civilización de ese inmenso y riquísimo continente.

El objeto de Alemania al iniciar la Conferencia es asegurar sus fáciles adquisiciones de territorio en la costa africana, hacerlas reconocer por las potencias cuya bandera ondea en aquellas regiones, y, principalmente, presentarse ante Inglaterra con humos de importancia colonial, como anunciándole la probable creación de un imperio africano que contrapese en lo futuro la grandeza de ese Indostán inglés, que es una de las mayores maravillas de la historia contemporánea.

El programa aparente de la Conferencia es establecer un criterio fijo en materias de ocupación de países salvajes, partiendo del principio de que sin la ocupación material los derechos históricos prescriben y caducan irremisiblemente. Tratárase además de una cuestión íntimamente ligada con esta que es la navegación y comercio del Congo, que, según la historia, es un río portugués, y ahora parece que es de todo el mundo, menos de nuestros vecinos. La cuestión del Congo, donde hoy comercian alemanes, ingleses y franceses, trae consigo la cuestión del Niger, donde Inglaterra campa como señora hace mucho tiempo, sin temor a las Conferencias. Anunciada la de Berlín, Inglaterra le puso muy mala cara. Poquito a poco los hijos de Albión se iban comiendo la mitad del Africa sin que nadie se apercibiera de ello, y esto de la Conferencia era publicidad, discusión, luz y descubrimiento de estas oscuras conquistas de nuestra época, obra del tráfico astuto más que de la guerra. Y como a los ingleses no les podía gustar que Alemania aspirase a tragarse una parte de aquel continente que ellos quisieran para sí todo entero, pensaron que la Conferencia no podía dar de sí nada provechoso a los fines de la omnipotencia británica. Creyóse al principio que con no asistir Inglaterra a la reunión diplomática ésta fracasaría; pero el retraimiento de la gran nación colonial no se ha confirmado. Inglaterra va a Berlín, y no será aventurado afirmar que su gran experiencia de estos asuntos y su genio inmenso en materias de colonización triunfarán de la diplomacia, y en los protocolos que de allí salgan, Inglaterra, como en los mares, sabrá triunfar siempre y alzar su pabellón sobre las tempestades.

II

¿Y cuál será la suerte de Portugal en estos líos? ¿De Portugal, a quien la ciencia geográfica debe tanta parte de sus conquistas? Si España es la madre de América, Portugal es la madre de Africa. Escrita está en lengua lusitana la historia de este continente, como lo declaran los nombres de sus ríos, de sus costas, de sus islas. De la misma manera, toda la Geografía americana habla el castellano del siglo XV, desde California a la Tierra de Fuego. ¡Y Portugal, cuyos grandes navegantes descubrieron, exploraron, demarcaron y dieron nombre a estas tierras, está destinada hoy a presenciar pasivamente cómo son menospreciados sus derechos, cómo sus territorios son usurpados por asociaciones de ávidos comerciantes, y cómo, en fin, hasta los nombres de bautismo, que declaran el abolengo lusitano de las más bellas porciones del Africa, son borrados del mapa para sustituirlos con impronunciables y antipáticos términos sajones!

De cualquier manera que se considere, esto es injusto. La incuria de nuestros vecinos, como la nuestra, debe tener correctivo; pero no el desproporcionado castigo de un despojo absoluto.

Aquí se ve que la fuerza es, aún en estos tiempos de progreso, el único derecho eficaz en los destinos del mundo. Somos débiles, no digamos más. Nuestros derechos quedan reducidos a cero con esta secreta y decisiva afirmación. Somos débiles. Hoy, como en tiempos de Carlos V, el débil no tiene nunca razón; el fuerte lleva en su espada la antorcha que esclarece todas las dudas en materia de posesión. Alemania, omnipotente por tierra; Inglaterra, poderosísima en los mares, sintetizan el moderno jus: ellas son el alfa y el omega de la historia contemporánea. Nuestra única esperanza es que estos dos colosos incurran en la tontería (no es la primera vez que los colosos flaquean por este lado) de ser rivales: que Inglaterra tenga celos de las ambiciones coloniales de Germania; que ambas se pongan de punta, y nos den, en la tierra o en el mar, el espectáculo delicioso de uno de esos duelos titánicos en cuyo desenlace, como en el gracioso combate del cuento andaluz, no quedan más que los rabos.

Pero si se ponen de acuerdo y marchan unidas, pronto veremos que la preponderancia del principio sajón será decisiva en el mundo, y que aun los más autónomos nos veremos iasensiblemente arrastrados a una situación dependiente y subalterna, recibiendo leyes de los más fuertes en lo político y en lo comercial. No sólo perderemos poco a poco nuestras colonias, sino que de una manera insensible nos iremos convirtiendo en algo conquistable y colonizable para provecho de ellos. El protectorado industrial en que ya nos tienen con la formidable arma de la hulla, se irá trocando poco a poco en dominio de otra clase, y los que hoy somos consumidores y parroquianos, llegaremos quizá, por la fuerza de las leyes físicas, a ser verdaderos súbditos.

III

Quizá sea esto exagerado, pesimismo; pero vivamos prevenidos. Esperemos nuestro remedio de vigorosa resurrección del espíritu ibérico, en el sentido más amplio que se pudiera imaginar. Apartemos los ojos de nuestras estériles contiendas, y reconozcamos la fuerza intrínseca que aún atesora nuestra raza. Aprovechemos esa fuerza y no la dejemos perder. Ante todo, tengamos conciencia de nosotros mismos, sumémonos, en una palabra, reunamos, en una cifra, a todos los que hablan las dos lenguas ibéricas, y veremos que somos una falange de ochenta millones de seres. Esta simple operación aritmética ya nos infunde ánimos. Lo primero que se hace en presencia de un enemigo es medir la propia fuerza. Hemos medido la nuestra y hemos hallado que no es nada despreciable.

Después de saber cuántos somos, averigüemos si somos capaces de tener un ideal común.

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