[Artículo] Un enemigo del cólera, de Benito Pérez Galdós

Madrid, junio 13 de 1883.

I

Le ha salido al cólera un enemigo encarnizado: el doctor Ferrán.

Parece que en sus formidables paseos por Europa jamás ha tropezado el viajero del Ganges con una entidad científica que de una manera tan resuelta se le ponga delante y trate de estorbarle el Paso.

Es la primera vez que se ha visto la posibilidad de atajar definitivamente a tan fiero enemigo, mejor que con lazaretos, cordones y cuarentenas, que así le detienen, como podrían las telarañas detener una bala de cañón.

El pensamiento de curar los estragos de un mal con el mal mismo no es nuevo en medicina. Lo Prueban la variolización y la sifilización para evitar con la misma enfermedad benigna el desarrollo de la maligna.

Jenner fué el primero que redujo la cuestión a términos concretos, inoculando la vacuna. En el presente siglo, el sabio francés Mr. Pasteur, con sus experimentos sobre la rabia y el cólera de las gallinas, ha dado un gran paso en este sistema profiláctico.

Ferrán se propuso aplicarlo al cólera morbo asiático, y comenzó sus estudios con admirable paciencia en Marsella y Tolón, donde la epidemia hizo tantos estragos el año pasado. El primer resultado de sus experimentos fué descubrir que el microbio del doctor Koch no es más que una fase de tan temido organismo vegetal, y que éste es susceptible de cultivo y atenuación sometiéndolo a condiciones especialísimas de temperatura y otros modificadores químicos.

El causante del cólera es el bacillus vírgula, recogido directamente de las deyecciones. A tan formidable enemigo le encierra Ferrán en matraces dispuestos para el caso. Lo cultiva allí con líquidos, que le hacen inofensivo, y a los tres o cuatro meses ya está preparado el bacillus para producir el cólera profiláctico en los individuos que lo reciban.

Al principio hizo el experimento en distintos animales. Tal era su fe, que se inoculó a sí mismo; sus discípulos y admiradores hicieron lo mismo, y la inmunidad pareció comprobarse desde los primeros días.

La fama de este procedimiento tan fácil de comprender cundió rápidamente por los pueblos invadidos de la provincia de Valencia; los casos de inmunidad aumentaban de día en día, y acudían por centenares a vacunarse del cólera personas de todas clases.

La inoculación produce un cólera benigno con síntomas que alarman a los que no están profunda-mente penetrados de su escasa importancia.

Los inoculados, a poco de asimilarse el líquido que contiene el bacillus mediante inyección en ambos brazos, experimentan un fuertísimo dolor en el bíceps; a éste sigue pesadez, cefalalgia, envaramiento de los brazos, enfocando la actividad mental en el sitio doloroso.

Rápidamente crece el quebrantamiento de fuerzas y la pereza orgánica, y la temperatura suele ascender en algunos a 40 grados con 130 pulsaciones.

Entonces principian los síntomas propiamente coléricos, a saber: frío intenso, calambres y por fin de-lirio que dura sólo breve tiempo. A las catorce horas Próximamente, el inoculado siente que se alivian sus molestias y los síntomas desaparecen al fin, sin dejar otra huella que algunos dolores locales, que des-aparecen a las veinticuatro horas. El cólera experimental apenas desfigura el semblante por uno o dos días, y después de sufrido, la persona puede afrontar impunemente los focos miasmáticos más peligrosos.

La inmunidad es absoluta al decir de los entusiastas del doctor Ferrán.

Inútil es decir que estos hechos, propalados por la prensa de todos los países, han producido gran sensación.

Conocido en España el doctor Ferrán como hombre profundamente serio, sus teorías no han podido en ningún caso ser consideradas como charlatanismo.

Hay quien las pone en duda; pero su buena fe no ha sido puesta en tela de juicio por nadie.

Todas las naciones han enviado a Valencia una comisión para estudiar de cerca el interesantísimo problema, y actualmente se hacen en aquella comarca estudios de que ha de salir al fin una verdad clara y definitiva.

Parece indudable que la inmunidad de los vacunados es un hecho. Los que se asimilaron el virus colerígeno atenuado por el cultivo, no han sido atacados.

Ahora bien: ¿cuánto tiempo dura la inmunidad?

Este es otro problema que sólo la experiencia puede resolver. Es cosa probada que todas las enfermedades infecciosas ocasionan inmunidad: la dan la peste de Levante, la fiebre amarilla, el tifus pitequial, la viruela, el carbunclo y la hidrofobia.

En cuanto al cólera, por más que algunos tratadistas afirman que nunca repite, hay muchos casos que demuestran lo contrario. Individuos hay que lo han padecido dos y hasta tres veces.

Si la inoculación del cólera experimental nos preserva del mortífero, ¿cuánto tiempo dura esta seguridad?

Sobre esto aún no han sido muy explícitos los Ferranistas, ni lo serán hasta que los hechos y el tiempo arrojen nueva luz sobre tan grande misterio.

Hay quien dice que la inmunidad prevalece durante diez años; hay quien los reduce a tres y aun a pocos meses. En este último caso el remedio del cólera no sería de los más recomendables.

Pero parece natural que la inmunidad sea eficaz en todo el período de la invasión de una epidemia, el cual varía, en nuestras zonas, de uno a dos años.

No quiero dejar de hacer alguna indicación ligera de las causas que determinan la inmunidad.

Las doctrinas microbianas no han llegado aún a un punto definido. Tres hipótesis parecen gozar de más autoridad:

1.ª La de Grawitz, que se funda en la modificación que imprime al protoplasma celular el fitoparásito, la cual subsiste durante algún tiempo, transmitiéndose de unos a otros elementos de nuestro organismo, hasta que se pierde el impulso y la inmunidad desaparece.

2.ª La de Duclaux, que sostiene que el microbio profiláctico se nutre a expensas de nuestro organismo, y por eso, cuando aparece el microbio malo, ya no encuentra campo de nutrición y desarrollo.

Traduciendo esta hipótesis al lenguaje vulgar e imaginativo, puede expresarse de este modo: Al recibir la inyección del bacillus atenuado o domesticado, nuestro cuerpo es como un terreno fértil, donde el inmenso plantío se extiende y crece maravillosamente. Vive algún tiempo hasta que esteriliza el terreno, absorbiendo todo su jugo.

Cuando viene el otro bacillus, el mortífero, encuentra un suelo completamente esquilmado e in-fecundo y no puede arraigar en él.

3.ª Consiste esta hipótesis en sostener que el microbio produce materiales ofensivos a su propia vida, y hace, por consecuencia, mortal el campo donde anteriormente estuvo.

De cualquier modo que sea, la inmunidad es un hecho. Falta sólo determinar el tiempo que dura, y esto en el cólera morbo asiático es de capital importancia.

Ferrán y su sistema tiene partidarios decididos y entusiastas, y también tiene enemigos. Los primeros, entre los cuales hay médicos eminentes, hacen propaganda favorable por medio de conferencias y discusiones animadísimas. Entre los segundos hay también personas entendidas que aseguran no estar convencidas aún y que esperan mejores y más firmes datos.

Por lo general, todos miran al doctor Ferrán con benevolencia reconociendo su talento, su profundo saber y su buena fe, pero al paso que algunos dan como probados sus asertos, otros necesitan que la experiencia y el tiempo ilustren más este gran problema. No encontró Ferrán apoyo muy caluroso en las regiones oficiales.

AI principio y cuando las poblaciones de Valencia lo aclamaban como el mayor bienhechor de la humanidad, la camarilla del ministerio de la Gobernación se le mostró hostil. Cuando vino a Madrid a dar explicaciones de su sistema, aquellas prevenciones se suavizaron y por último el Gobierno nombró una Comisión científica para que, acompañando al doctor Ferrán por los pueblos invadidos, asistiera a los experimentos y emitiera su luminoso informe sobre la profilaxis del cólera según el novísimo sistema. Ferrán ha sido autorizado por el Gobierno para continuar sus inoculaciones y éstas se verifican hoy en Valencia con increíble entusiasmo. La fe de los inoculados, destruyendo uno de los principales agentes del mal, que es el miedo, ha de influir favorablemente en el éxito del sistema.

II

Jaime Ferrán es un hombre de treinta y siete años, de mediana estatura y temperamento vigoroso.

En el laboratorio viste luenga blusa de dril.

Su trato es afabilísimo y habla muy poco. Como todo gran pensador, carece de palabra fácil para expresarse; pero entre sus discípulos los hay muy aptos para la propaganda.

Está rodeado de activos apóstoles que en poco tiempo han derramado su doctrina por toda España.

Su rostro es pálido, su barba muy negra y no exenta de canas, a pesar de no haber llegado a los cuarenta.

Revela en la expresión de su fisonomía una inteligencia grande, una atención sostenida y profunda y el hábito de la observación.

Si no estoy equivocado, Ferrán estudió la Medicina en Barcelona. Antes de darse a conocer por sus estudios sobre la profilaxis del cólera, desempeñaba las modestas funciones de médico de partido en Tortosa; población situada a orillas del Ebro en la provincia de Tarragona.

Cuando estalló el cólera en Marsella y Tolón Ferrán corrió allá sin auxilios del Estado, trabajó concienzudamente en unión de otros sabios extranjeros. De vuelta a España continuó con admirable paciencia sus estudios y no tardó en establecerse en Valencia, desde que la primavera inició los casos de cólera. Descubrió las transformaciones del «bacillus vírgula» de Koch y sus reproducciones hasta lo infinito. Modificado por el cultivo, el «Peronóspera Ferrani» (que tal nombre tiene ya en el mundo científico) es el ser destinado a preservarnos del cólera que mata, por medio del cólera benigno.

Tiene el sabio de Tortosa convicciones arraigadísimas, no afirma nada de que no esté muy seguro; no se deja arrebatar de la imaginación. El sobrio laconismo de sus frases lleva al ánimo la tranquilidad precursora del convencimiento. En Valencia adquirió tal popularidad, que las gentes del pueblo se disputaban violentamente el turno para ser inoculadas. Se creía que la epidemia estaba para siempre vencida. Los hechos han suministrado después datos importantísimos favorables a Ferrán, y de entre el in-menso número de inoculados sólo se citan dos en los cuales la inoculación no resultó eficaz. Murieron; pero se asegura que es cosa probada que ya estaban atacados del verdadero cólera antes de sufrir la inyección del atenuado.

Imposible afirmar nada terminante hasta que no pase algún tiempo.

Si el cólera se propaga, como parece desgraciada-mente cierto, hemos de salir de esta epidemia con la convicción de que se ha encontrado su remedio o con un desengaño más. La prueba va a ser ahora terminante.

Pero, como cada día son menos los que dudan y aumenta considerablemente el número de los creyentes en esta buena nueva, debemos esperar que triunfe al cabo la perseverante inteligencia del experimentador que ha consagrado a tan grave problema toda su vida y su actividad.

III

Pero, preciso es confesarlo, hay personas que aun demostrada la eficacia de la vacuna del cólera, repugnan emplearla. El remedio—dicen—es, sino peor, casi tan malo como la enfermedad. Si este sistema profiláctico se extiende a todos los males de carácter infeccioso, y se descubre el bacillus del tifus, de la fiebre amarilla, del antrax, etc. vamos a llevar en nuestro cuerpo un archivo patológico.

Es imposible que la naturaleza humana soporte sin daño evidente la ingerencia de estos distintos parásitos; es imposible que seamos un campo donde pasten esos voraces rebaños, sin que nuestro organismo sufra la influencia devastadora de tales seres. A esto se añade que la misma variolización, tan bien reputada hasta ahora, y autorizada por su experiencia, empieza a tener enemigos en eminencias científicas de Inglaterra y Alemania.

La ingerencia de enfermedades atenuadas—dicen éstos—no puede ser nunca provechosa. Si en multitud de casos puede ser útil en la vida individual, es a todas luces perniciosa en la vida general. Va destruyendo el vigor de la raza y predisponiéndola al fin y a la postre para ser más accesible a todas las perturbaciones patológicas y a la muerte. Si a la viruela profiláctica añadimos el cólera profiláctico y tras éste la rabia, el carbunclo y las fiebres palúdicas, nos preservaremos quizás por el momento, pero destruiremos nuestro organismo y abreviare- remos sin género de duda la vida media.

Ninguna enfermedad, aunque sea curada, pasa por el organismo sin dejar en él rasgos profundos. Si artificialmente nos propinamos todas las enfermedades, repitiendo la ingestión cada vez que una epidemia amenaza la localidad en que vivimos, resultará una inmunidad de muy poco provecho, porque reventaremos de puro vacunados.

Esto dicen muchos. Si tienen o no razón, no lo sé. Es la lógica del sentido común aplicada a estos problemas científicos, que tan alborotado traen el campo de la ciencia. Dudo que el sentido común baste a iluminar por completo estas cuestiones; pero es siempre una luz que no debe apagarse allí donde contienden todas las teorías y los experimentos más ingeniosos para buscar la verdad.

IV

Como pasa siempre en épocas en que el sentimiento popular está muy excitado, las supersticiones y consejas hacen grandes estragos en los entendimientos ineducados de los pobres aldeanos de Levante. Corre hoy por la provincia de Valencia una conseja que he de referir, porque es muy interesante y marca muy bien el estado de los ánimos. El hecho, llamémoslo así, se cuenta del modo siguiente:—Iban por un camino dos carreteros. De improviso se acerca al que marchaba delante una viejecita andrajosa, y, además de pedirle una limosna, le suplica la lleve en su carro hasta la población próxima.

El carretero le contesta, en el pintoresco y brutal estilo de la clase, que se vaya muy enhoramala, y que él no tiene su carro para transportar viejas feas e impertinentes. Acude entonces la anciana al otro, el cual, más humano que su compañero, acoge a la mendiga y la lleva un buen trecho en su vehículo. Al despedirse, la mujer aquella, que parece ser sibila, profetisa o cosa tal, dice con acento solemne:

«Morirá mucha gente y la epidemia será espantosa. »Sólo se salvará el que se persigne con el aceite de »la lámpara de la Virgen del Puig.» Pasmado oyó el carretero aquellas palabras, y entonces la viejecita señaló al bárbaro que iba delante, y dijo: «¿Ves a tu compañero? Pues ahora mismo morirá por haberme negado el socorro que le pedí.»

Y dicho esto, la anciana desapareció, y el carretero inhumano reventó como una bomba entre el estupor de las personas que acudieron horrorizadas a presenciar el milagro. No hay que decir: la mujer aquella resultó ser la propia Virgen del Puig, quien quiso, por muy extraña y maravillosa manera, de-mostrar que protege a los que la veneran y castiga cruelmente a los pillos que no le hacen caso. Desde aquel día la peregrinación al Puig ha tomado proporciones considerables. Acuden de todos los pueblos de la provincia a persignarse con el maravilloso aceite, y por fin, éste ha venido a ser, según dicen, un artículo de comercio en la misma ciudad de Valencia.

La superstición religiosa hace siempre un gran papel en todas las calamidades públicas.

Imposible que esta manera singular de ver las cosas se corrija mientras la instrucción popular no sea muy distinta de lo que es actualmente. A los que tal creen, ya pueden todas las Academias del mundo explicarles las teorías del bacillus coma y del peronóspora Ferrand. Sostendrán que son invenciones de los médicos para disimular su ignorancia, y que el verdadero específico está en las lámparas de la Virgen del Puig.

Madrid no podía escapar al pánico general despertado por la epidemia. Desde hace ocho días tenemos nuestros casos correspondientes, seguidos de las indispensables precauciones. Las circunstancias especialísimas en que estos casos se producen y la poca gravedad de la mayor parte de ellos, hacen creer que el cólera que hoy tenemos es puramente oficial. Es opinión general que todo se reduce a los casos anuales del llamado cólico de Madrid, producido por el uso inmoderado de las frutas y hortalizas tempranas y el abuso de las bebidas refrescantes, de que son causa los estímulos del excesivo calor que aquí se siente en esta época del año. Entre las precauciones, las hay tan cómicas como las referentes al «aseo de los perros» y otras completamente dictatoriales, como el saneamiento forzoso de las viviendas pobres. Esto último no nos parece mal, y debiera ser sistemático, verificándose todos los años a la entrada del estío.

Los medrosos, que son los más, alborotan a los tranquilos, y los que poseen el más eficaz de los remedios profilácticos, que es el dinero, se ponen en cura radical, marchándose a escape, decididos a no volver.

Estos tales se muestran igualmente incrédulos ante las inoculaciones de Ferrán y ante el aceite milagroso de la consabida lámpara. Optan por el grande y bien probado específico de la distancia, poniendo toda la posible entre sus cuerpos y el foco epidémico. Hay otros muchos individuos que, teniendo un temperamento flemático, se están muy tranquilos en sus casas y consideran que la peor de las calamidades es ser sorprendido por cualquier enfermedad en el numerado aposento de una fonda buena o mala. Uno de éstos se mostraba en los últimos días contrario a la emigración, y sostenía que los efectos del cólera no son tan mortíferos como la mayoría de las gentes da en suponer. «Yo salí de Madrid—decía—durante las terribles invasiones del 34, del 55 y del 65, y cuando regresé, pasada la racha, me encontré a todas las personas que me cargaban. Ni una sola se había muerto».

Como el Gobierno se ha erigido en guardián de la salud pública, a los ministeriales les sabe muy mal que se quite importancia a la epidemia reinante. Para ellos es buena noticia que menudeen los casos, porque así la naturaleza viene a comprobar las opiniones coléricas del señor Ministro de la Gobernación y a justificar sus extrañas, minuciosas y omnímodas precauciones. Toda la gente de oposición no ve en los casos ocurridos sino enfermedades comunes, y un comodín para poner en juego mil resortes gubernamentales que ayudan al gabinete para contener la ruina que lo amenaza.

El Gobierno se defiende de su propia destrucción con toda esa marimorena de los lazaretos y de las fumigaciones. La higiene, que Letamendi llama Medicina política, viene a ser uno de tantos recursos para ir tirando y entretener a las fuerzas que lo combaten.

La actividad febril que desplegan los funcionarios más allegados al señor ministro de la Gobernación, sería de eficaces resultados metódicamente dirigida. Nunca hemos visto aquí un furor de limpieza semejante, ni un rigor más inflexible para hacer cumplir ciertas prescripciones municipales que atañen a la salud pública.

Lo malo es que lo que hoy se dispone y se hace no se haya hecho siempre, porque entonces viviríamos en el mejor y más higiénico de los mundos Posibles. ¡Dios quiera que no tengamos más cólera que el oficial, y que las medidas sanitarias del señor Ministro no sirvan más que para proporcionar a éste satisfacciones de amor propio e inspirarle la convicción de que le debemos una inmunidad tan maravillosa como la que proporciona el aceite de la santa imagen del Puig!

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