[Artículo] Un viaje real, de Benito Pérez Galdós
Madrid, 19 de julio de 1885.
I
De la noche a la mañana ha surgido una cuestión grave, que se roza con lo sanitario y lo político. El viaje del Rey a Murcia va a ser un hecho, conforme ha manifestado resueltamente don Alfonso en el Consejo de ministros de ayer. Tal era el tema de todas las conversaciones anoche, y continúa siéndolo hoy. Los ministros se oponen con tenacidad, el Rey insiste, y probablemente el Rey triunfará, y el viaje será un hecho. Lo peliagudo de esta cuestión consiste en que el Gobierno está en el deber de oponerse a los deseos de Su Majestad, y de la divergencia entre el Rey y su Gobierno no puede resultar una crisis constitucional, porque el acto del Soberano está inspirado en los móviles más generosos. Es temerario y digno de loa. No hay más remedio que aplaudirlo y contrariarlo, de donde resulta una situación tirantísima para las personas que por razón de su cargo están llamadas a aconsejar todos los actos del Monarca con arreglo a la letra de la Constitución.
Y el estado de los ánimos es tal en Madrid, que Alfonso XII perdería mucho en el concepto público si desistiese de su, temerario propósito-
Se ha arraigado de tal modo en la conciencia pública la idea que la declaración del cólera en Madrid obedecía a la idea de impedir el viaje del Rey, que ahora, para desvanecer tan malas impresiones, es indispensable que la excursión se realice.
Los ministros a quienes se acusaba (creo que sin motivo) de medrosos, no tienen ahora más remedio que hacer de tripas corazón y acompañar a su Soberano al suelo infestado, donde ocurren diariamente 200 invasiones y 8o o 90 defunciones.
La desatentada política sanitaria del Gobierno ha puesto las cosas en el estado en que hoy las vemos, haciendo y deshaciendo cólera a su antojo, encubriéndolo cuando le convenía y dándole proporciones cuando así cuadraba a su interés.
El público se complace extraordinariamente en suponer al señor Romero Robledo camino de Murcia, y aunque nadie desea verle atacado, todos gozarían un tantico viéndole sufrir con paciencia, al regresar de su expedición, las increíbles molestias de lazaretos, fumigaciones y desinfecciones con que él está poniendo a prueba, desde hace dos años, la paciencia del país.
En cuanto al Rey, su viaje a la provincia infestada tiene dos aspectos: el personal y el político. En el primero, todos los elogios son pocos.
Cuando las personas acomodadas huyen del foco de la epidemia, él acude allá; cuando el pánico cunde y las familias se disgregan y los más allegados a un enfermo le abandonan, poseídos de invencible terror, la persona más alta de la nación, que no tiene ni puede tener relaciones personales con ninguno de sus súbditos, se dispone a consumar un acto de abnegación, al cual no está obligado, ni aun moralmente, por ninguna ley. La persona colocada en el Trono en medio de esplendores que parecen impropios de nuestra época, disfrutando esas comodidades suntuarias que tanto envidian los humildes, desconociendo las amarguras del oficio de Rey; esa persona, que parece más alta que las demás, y a quien se respeta por tradición, ya que no por sentimiento, abandona su hogar y se lanza en busca de un gran peligro, deseando aliviar la suerte de los desgraciados murcianos, repartirles socorros, darles ánimos y levantar el espíritu público en aquella provincia tan duramente azotada. ¡Buena lección para las familias aristocráticas que han huido de Madrid impulsadas por el miedo, apenas supieron que había casos de cólera a 100 leguas de esta capital! ¡Buena lección para esa muchedumbre egoísta, que no piensa más que en su bienestar y ve con calma cómo se añaden a los males de la epidemia los del hambre, ocasionada por la deserción de las clases pudientes!
II
Convengamos en que el oficio de Rey es en nuestros tiempos un poco duro, y que esa alta posición, rodeada de esplendores y de boato, puede, en ciertos casos, resultar inferior a la oscura medianía de los que, con menos goces que satisfacer, tienen también menos deberes que cumplir.
Bajo el aspecto político, la cuestión del viaje es muy distinta. En todo país monárquico aun en aque- líos en que la sucesión a la Corona no ofrece ni puede ofrecer dificultades, la vida del Soberano es de grandísima importancia. En España, donde la sucesión a la Corona es la caja de Pandora, que, abierta, echa de sí todos los males posibles, la vida del Soberano tiene un valor incalculable. Los monárquicos más fervientes no se hacen ya ilusiones respecto a las consecuencias de una desgracia de Alfonso XII. Pocos, muy pocos son los que creen que el problema de la sucesión se resolvería pacificamente con arreglo a lo que dispone la Constitución escrita. La muerte del Rey sería la señal de la conflagración, y el problema dinástico se confundiría con el problema de forma de Gobierno para hacer más pavorosa la situación del país. Porque las instituciones a cuya sombra vivimos con mayor o menor holgura están aquí, como suele decirse, prendidas con alfileres, y si el Trono queda vacante, o lo que es lo mismo, si el alfiler se cae, sabe Dios lo que sucedería. Por de pronto, veríamos surgir de nuevo con sus estúpidas pretensiones el bando carlista, y la guerra civil y los cantonales y todas las insensateces que bullen en el fondo de nuestra sociedad.
Véase, pues, cuán delicada cuestión es esta y qué males podría ocasionar la generosa temeridad del Rey si ocurriese una desgracia. El ejemplo del Rey Humberto, que citan los partidarios del viaje, no tiene fuerza; porque en Italia la institución monárquica tiene más solidez que aquí, la sucesión masculina está allí asegurada, y el principio de unidad, alma de Italia, va unido con indisoluble lazo a la dinastía de Saboya. Allí no hay carlismo ni cosa que lo valga. La pérdida del Rey, si por desgracia hubiese sido atacado en Nápoles, habría sido un duelo inmenso para el país, pero sin consecuencias en su suerte ulterior.
En España no ocurre lo mismo, como comprenderán los que conozcan medianamente este país. Aquí vivimos en perpetuo estado de incandescencia, como los terrenos geológicos que están en vías
de formación y no se han solidificado todavía.
Los ministros cumplen con su deber aconsejando al Monarca que no se mueva de Madrid, y haciendo los mayores esfuerzos para impedir el viaje. Pero éste se realizará, según en público se dice, con la aquiescencia del Ministerio o sin ella. Dicen que en cuanto el Rey vuelva se planteará la crisis, y así parece natural, porque el viaje regio al país infestado es condenación palmaria de la política sanitaria que viene practicando el señor Romero Robledo desde el año pasado. La situación de este señor no puede ser más desairada, y para colmo de desdicha, se ve obligado a acompañar al Rey en su peligrosísimo viaje.
Si es cierto, como la gente dice, que tiene mucho miedo, es realmente digno de lástima.
Pero doy poco crédito a esto de miedo de Romero Robledo, y lo tengo por invención malévola de sus muchos enemigos. Y en resumidas cuentas, tenga miedo o no, él sabrá cumplir con su deber y ponerse en el lugar que las circunstancias le exigen.