[Artículo] La mujer del filósofo, de Benito Pérez Galdós

I

Dos causas determinan, principalmente, el carácter de las personas: las cualidades innatas, o las que nacen y se desarrollan en la naturaleza a consecuencia de la educación y del trato. Son éstas las que, por lo general, enaltecen o rebajan el alma de la mujer, que, más flexible y movediza que su compañero, en goces y desdichas, cede, prontamente, a la influencia exterior, adopta las ideas y los sentimientos que se le imponen, y concluye por no ser sino lo que el hombre quiere que sea.

La mujer aislada, sobre todo en nuestro país, donde la emancipación de tan privilegiado ser no ha pasado de los códigos de alguna asociación extravagante, ofrece bien escasos tipos a la investigación del hombre observador y curioso.

Para explorar con fruto en la muchedumbre femenil, es preciso considerar a la mujer unida, formando, ya la pareja social y siendo un reflejo de las locuras o de las sublimidades del hombre. ¡Y qué singular aspecto ofrecen las cualidades de éste, pasando al través del carácter de su compañera, como pasa la luz, descomponiéndose y alterándose, al través del cristal! Habréis visto, muchas veces, pasearse por la escena del mundo, al avaro, al hipócrita, al mentiroso, y a otros muchos, más o menos raros. Todo esto es muy curioso; pero ¡cuánta mayor extrañeza no ofrecen tales y tan feos o risibles vicios, si encarnados en el alma de un hombre, se proyectan, digámoslo así, como sombras, sobre el alma de una mujer, sin contaminarla! Es de suponer que más de una vez habréis fijado la atención con asombro, en esos seres desdichados que el mundo designa llamándoles la mujer del avaro, la mujer del hipócrita, pobres hembras que en sí no son ni avaras ni hipócritas, pero que, por vivir unidas a quien posee cualquiera de aquellas fealdades morales, se distinguen de las demás de su sexo, y son una especialidad, como otras muchas marcadas, desde el nacer, con indeleble sello. Son el marido mismo, imperfectamente reproducido; son un facsímil incorrecto, una aberración fotográfica, una vislumbre, una caricatura, si se quiere.

II

Estas consideraciones hemos hecho buscando entre la multitud de hembras de todas clases que pueblan y regocijan el suelo de la católica España, una que se distinguiera, entre todas las de su sexo, por un desmedido amor a los trabajos especulativos; y digámoslo, en honor de la verdad, casi en honor suyo, no la hemos encontrado. La filosofante no existe: este monstruo no ha sido abortado afín por la sociedad, que, sin duda, a pesar de la turbación de los tiempos, no ha encontrado materiales para fundirla en la misma turquesa de donde salió, hace medio siglo, la literata sentimental, y hace treinta años, la poetisa romántica.

Es cierto que hace poco ha aparecido una excrecencia informe, una aberración que se llama la mujer sufragista; y puede ser que las fuerzas generadoras de la naturaleza hayan lanzado al mundo en este tipo un esbozo de la filosofante que ha de venir, cuando Dios se fuere servido de fustigar con nuevos azotes, este tan apaleado linaje a que pertenecemos.

Pero sea lo que quiera, ello es que la mujer consagrada a las investigaciones de la idea pura no existe, por lo menos entre nosotros. Aun no tenemos noticia de que haya sido el terror de cualquier barrio de Madrid, una krausista, una hegeliana, una cartesiana o una Peripatética. El único ser que alguna semejanza pudiera tener con las anteriores personalidades enteramente convencionales, es la mujer del filósofo, y a tan desdichado cuán anómalo ejemplar de la rareza humana, vamos a consagrar este capítulo.

Y aquí viene, como anillo al dedo, el nombrar a Doña María de la Cruz Magallón y Valtorres, mujer casada, por lo religioso y lo civil (aeclesia et republica) con uno de los más estupendos sabios de estos tiempos; hombre que, a tantas y tantas calidades propias de su inteligencia, añade la de ser bibliófilo, anticuario y rebuscador de papeles viejos, con lo cual dicho se está que calienta una silla en cada uno de esos panteones que se llaman Academias, y goza, entre los doctos, de un prestigio parecido al que inspiraban aquellos antiguos oráculos tan ininteligibles como graves, y objeto siempre de admiración ciega y supersticiosa.

Pues bien; el doctor X inspira a cuantos le rodean, un sentimiento parecido a la superstición, y la persona más fascinada es su consorte, que se considera puesta a gran altura sobre las demás de su sexo, por estar enlazada con varón tan por encima de los otros mortales.

Este matrimonio vive modestamente, aunque sin estrechez, porque el lujo chocaría de frente con los fueros de la filosofía, y la miseria es exclusivo don de poetas y literatos, alcanzando rara vez a los académicos y a los árcades. No tienen hijos, pues a nadie se esconde que los filósofos sólo se reproducen de peras a higos y en muy contadas ocasiones, por contener en sus naturalezas contemplativas la menor cantidad posible de animal. Aquel hogar no se parece a hogar alguno, del mismo modo que el filósofo no tiene punto de semejanza con ninguna otra curiosidad de la creación.

Nos está vedado penetrar en ciertas interioridades del matrimonio; pero aun sin necesidad de hacer exploraciones indiscretas, sabemos que el doctor X se consagra, noche y día, a sus estudios, sumergiéndose en cuerpo y alma en el océano sin fondo de la idea. En tan fatigosa tarea, el buen hombre se consume y adelgaza; el desarrollo excesivo de sus facultades mentales impide en él todo otro desarrollo, y cada vez es más espíritu y menos materia, según su gráfica expresión. El día no tiene bastantes horas para su trabajo, ni la lámpara de la noche suficiente petróleo para alumbrar su incesante lectura, escritura o meditación. Revuelve mil libros, hojea códices, saca apuntes, escribe cuartillas, y se enflaquece, como si cada idea le sacara del cuerpo una buena porción de su natural substancia. Añádase a esto que es sobrio sobre toda ponderación, más en el beber que en el comer, y se comprenderá cómo el doctor X va, paso a paso, encaminado a asimilar su naturaleza con la de un exprimido y enjuto bacalao.

Y en tanto (¡oh falta de equilibrio!) doña María de la Cruz engorda más cada día, y rebosa salud por todos sus poros.

III

Pasa un año y otro, y la mujer del filósofo no tiene hijos a pesar de desearlos ardientemente, aunque no sea más que uno, que perpetúe las glorias de su padre. La infeliz contempla el perenne afán de su esposo, advierte cómo se espiritualiza y adelgaza el sabio entre los sabios, y cada día se aburre más.

Este aburrimiento va creciendo y apoderándose de su espíritu. La mujer del filósofo también tiene sus horas contemplativas y sus momentos de profunda abstracción.

A su casa no van más que sabios, pero ¡qué  sabios!, académicos de todas las corporaciones conocidas y algún discípulo con antiparras, amarillo como un códice y desabrido como un sistema filosófico. Ninguno de estos seres saca a Doña María de la Cruz de su aburrimiento, así como tampoco el buen doctor X, que, cuando se encuentra a solas con ella, y en los breves momentos que le deja libre el trabajo, le explica complicadas teorías sobre la naturaleza y el espíritu. El tiene costumbre de relacionar siempre el efecto con la causa en todos los accidentes de la vida; pero esto no es entretenimiento para la melancólica esposa, que cada día se aburre más.

Y para que comprendas, lector amigo, la magnitud de su hastío, añadiré algunas noticias acerca de las relaciones de Doña Cruz. Sus amigas son:

Doña Antonia Cazuelo de la Piedra, mujer del investigador de antigüedades prehistóricas.

Doña Pepita Ariana de los Vedas, hija del profesor de sánscrito.

Doña Rebeca Talmud, hermana del hebraizante.

Doña Rosa de los Vientos, esposa del principal astrónomo del Observatorio.

Doña Margarita Romero y la Zarza, hermana del profesor de Botánica.

En las casas de todas estas veneradas personas suele haber reuniones íntimas, sobre las cuales los respectivos sabios que habitan allí, proyectan triste y fatídica sombra. En casa de los Cazuelo de la Piedra, el niño recita por las noches la conjugación griega, para que la tertulia admire precocidad tan inverosímil. En casa del profesor de sánscrito, Pepita hace minuciosa relación de la ceremonia del último grado conferido en la Universidad, y pasa revista a todas las togas rojas, amarillas o azules que exornaban tan interesante escena. En casa del hebraizante, su hermana no puede eximirse de referir los triunfos académicos de aquél, el número de prólogos que lleva escritos, para apadrinar otros tantos libros, y la cantidad de ediciones de sus obras que han hecho los libreros de Leipzig y Francfort. ¡Ciencia, ciencia por todas partes, en casa y fuera de casa! Doña Cruz se aburre más cada día, y remedando a su esposo en las aficiones contemplativas, busca consuelo en la soledad, y se extasía evocando algún recuerdo de cosa ignorante, profana e iliteraria, que endulce tan desabrida existencia.

Con estas ideas, Doña Cruz se asoma al balcón de su casa y contempla con arrobamiento la muchedumbre que va y viene, el vulgo alegre, movible, ajeno a las abstracciones, y que no estudia, ni escribe, ni se consume día por día. Doña Cruz siente una admiración instintiva hacia todo lo que es ignorante, y aborrece aquella perfección intelectual que distingue a su consorte de las demás curiosidades de la creación.

Y sigue él adelgazándose y consumiéndose, y ella echando carnes y reventando de salud y lozanía. Pasan arios y ningún hijo viene a hacer menos tristes y soporíferas las horas de este matrimonio. Está escrito que el filósofo no ha de reproducirse, y que en la tierra no ha de quedar un vástago para perpetuar las abstracciones del uno y los tormentos de la otra. Ella, que se cree de una fecundidad prodigiosa, está destinada a no ser madre. ¡Terrible privación! En vano su esposo le explica un día en que, por casualidad, hablan de este asunto, la teoría de las Mónadas de Leibnitz. Ella no entiende de mónadas, y llora la esterilidad de una unión formada por dos seres de tan diversa naturaleza y espíritu.

IV

Pero llega un momento en la vida de nuestra heroína, en el cual se para, piensa, calcula y toma una resolución definitiva. Conviene hacer aquí una bifurcación, es decir, considerar lo que haría la mujer del filósofo en dos casos distintos, según los sentimientos y la educación que le supongamos.

Al llegar al apogeo del aburrimiento (y sabido es que la mujer puede hacer frente al peligro y a la desgracia, pero jamás al hastío), al llegar a ese instante supremo en que es difícil aguantar más tiempo el peso de la cruz que se lleva a cuestas, la esposa del doctor X puede seguir dos caminos: o llenarse de resignación y seguir adelante, o cortar por lo sano y romper los lazos morales y sociales, volviendo la espalda a dos cosas igualmente austeras, la moral y la ciencia.

Si la mujer del filósofo es una de esas naturalezas impresionables y nerviosas, de fácil voluntad y dispuestas a dejarse arrastrar por cualquier arrebato de pasión o despecho, entonces es probable que busque fuera de casa lo que en ella no ha podido encontrar, y abandone para siempre la compañía de tan extraño ser. Incapaz de elevar su espíritu a las regiones de lo absoluto, tira a lo vulgar, como la cabra al monte; no comprende lo meritorio que sería unir, hasta el fin, su existencia a la de aquel buen hombre tan superior, por la inteligencia, a los demás de su especie, y huye buscando, lejos del santo hogar de la ciencia, las distracciones y los placeres que allí no existen. No puede soportar el fastidio, cree que tiene derecho a la mitad de las horas y a la mitad de la atención que su esposo consagra a abstrusas cavilaciones. Es orgullosa y egoísta. La gloria no vale más que ella; todo lo quiere para sí; no comprende que quepa en el hombre otro amor que el de la mujer, ni otro anhelo que el de contentarla. Turbada, desalentada y ciega, da el paso fatal y no vuelve más al buen camino.

Pero si, por el contrario, la mujer del filósofo es persona que tiene alta idea del deber y recta conciencia; si tiene en el fondo del alma esa fuerza incontrastable que vence las momentáneas y seductoras alteraciones nerviosas; si sabe sobreponer la voz serena de su razón a la chillona algarabía de los sentidos que clama sin cesar en momentos de turbación moral y de duda, entonces inclinará la cabeza respetando el destino y las conveniencias sociales, se encerrará en la triste vivienda, continuando en el desempeño de su fastidioso papel, con cristiana resignación.

¡Y cuidado si es triste su casa! Allí, ni un niño que juegue, ni un perro que ladre; ningún extraño y disonante rumor ha de turbar el silencio profundo en que necesita vivir la inteligencia del sabio. Algunas flores crecen, tristes y descoloridas, en un balcón, esforzándose en alegrar aquel recinto. Los días son más largos allí adentro, y las noches parece que no tienen fin. El tic-tac de un reloj está diciendo continuamente los instantes de tristeza que transcurren, y allí la uniformidad es la vida, y el fastidio es un sistema.

Entre tanto, algo se ha de hacer para calmar la impaciencia y natural inquietud de que la mujer del filósofo está poseída. Anhelando ejercitar las fuerzas de su espíritu, en alguna cosa, se hace mojigata, y ya la tenéis metida en el golfo de las más obscuras abstracciones, casi lo mismo que su esposo. Pasa todos los días cuatro horas en la iglesia, comiéndose a Cristo por los pies, como vulgarmente, y de un modo muy gráfico, se dice. Goza mucho contemplando la faz amarilla y charolada de este y del otro santo, y se entretiene en aquel inocente y soso comercio, con las imágenes, atiborrándose de letanías, rosarios, novenas, cuarenta horas y demás refrigerios espirituales. Su marido, entre tanto, se guarda muy bien de cohibir tan inofensivo pasatiempo, y como advierte que ella se va volviendo cada vez más austera, más agria y sobre todo más impertinente, él, por su parte, se va encerrando más dentro de su filosofía, como el galápago dentro de su concha. Se van reconcentrando uno y otro, aislándose cada día más, viviendo dentro de sí, con menosprecio y desgana de todo lo que pasa al exterior.

Pero véase qué singular desequilibrio: él enflaquece más y más con sus libros, y ella crece en gordura con sus santos. La disparidad aumenta. Hoy son más antitéticos que ayer, y mañana más que hoy, porque el filósofo es cada día más filósofo, y su esposa cada día más mujer.

V

Así pasan los años, y él se seca. El ejercicio de pensar consume la savia de su cuerpo, como una llama el líquido que le da la vida. Aquella máquina se va a pasar, fatigada de tanta faena, y el buen espíritu de nuestro doctor agita las alas, preparándose a partir para la región de donde quizá no debía nunca haber salido. En una palabra, el filósofo se muere del modo más apacible y sencillo del mundo; inclina la frente sobre el libro, contrae ligeramente los músculos de su rostro y expira. Su mujer se le encuentra así, cubierto de una aureola de gloria, y mal alumbrado por la débil llama de la lámpara, que se extingue también poco a poco por no vivir más que su dueño.

¿Y qué siente Doña Cruz en aquel supremo instante? La mojigatería produce cierta insensibilidad; pero no es tanta la de la mujer del sabio, que permanezca indiferente ante la ascensión (así puede llamarse) de éste. Después de todo, y a pesar de su pena, a Doña Cruz le parece que no se ha muerto nada en la casa. Un cuarto vacío, un libro huérfano y la ciencia de luto, según la fórmula oficial publicada al día siguiente en los periódicos.

Doña Cruz lee, con gozo mezclado de melancolía, los elogios póstumos, las gacetillas apologéticas, la ofrenda final de insípidos ditirambos que acompaña la inhumación del filósofo. Aquel matrimonio ilógico se deshace; aquel lazo absurdo se rompe; aquella pareja formada tan sólo por lo convencional, y en ningún modo por la naturaleza, se desbarata. La mujer del filósofo queda libre; pasan meses, y ¡cosa singular!, ya la compañía de los santos no le es tan agradable; la casa se anima; caras alegres y voces sonoras sustituyen a la voz y a la cara del profesor de sánscrito y del astrónomo del Observatorio. Doña Cruz sale y entra, va aquí y allí, se sonríe, y un día… ¡cielos! se casa. Inútil es decir que su segundo esposo no es ningún filósofo ni otro ser alguno que remotamente se le parezca. Es un señor de la curia, retirado a la vida privada después de hacerse rico; hombre ignorante y vulgar si los hay en la tierra. ¿Necesitaremos decir que Doña Cruz tiene un chiquillo todos los años? No; esto se supone.

*   *   *

Lector impresionable, no vayas a deducir de esta fabulilla, retrato, cuadro de costumbres o historia, si quieres, que los filósofos no deben casarse. ¡Qué herejía! Cásense enhorabuena; pero ya habrás observado más de una vez en cuántos apuros domésticos se ven metidos los hombres demasiado sabios, demasiado estudiosos y demasiado abstraídos. La inteligencia, lector amigo, también tiene su higiene, y si a esto añades que ninguna mujer casada con filósofo seguirá fácilmente a su marido a las regiones de la idea pura, puedes deducir la moraleja de este trabajo.

1871.

[Fuente: Benito Pérez Galdós. “La mujer del filósofo” (1871). Viajes y fantasías. Madrid: Renacimiento, 1923.]

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