[Artículo] Alemania y Francia, de Benito Pérez Galdós
Madrid, 1 de abril de 1881
Tiempo hace que el principal alimento de nuestra prensa viene del Extranjero, singularmente de Alemania, donde la muerte de Guillermo I ha creado una situación extraña. En lo de la salud del Emperador Federico III, el telégrafo expresa cada día impresiones diferentes. Hay días en que toca la impresión optimista: el Emperador está bien, no tose, duerme y come y hasta sale a paseo. Luego vienen los días en que toca lo contrario: el Emperador no va bien, y los alemanes temen que su reinado será muy corto.
Sobre si es cáncer o no es cáncer. Dios sabe las informaciones absolutamente contradictorias que han circulado por el mundo. Sin duda se ha entablado un pleito de amor propio entre el médico inglés Mackenzie y los doctores alemanes. El primero se vanagloria de haber salvado la vida al Emperador: los segundos no hacen augurios muy lisonjeros.
Lo peor es que con las apreciaciones facultativas viene ahora a mezclarse la política. El partido militar, habría preferido, según dicen, ver en el Trono al hoy Kronprinz. Federico III, sea por razón de su enfermedad, sea por convicción humanitaria, no quiere que se altere la paz, mientras que su heredero, joven e impetuoso anhela ceñir su frente con los laureles de la victoria. Después sale a relucir la enemistad sorda que parece existir entre Bismarcky la Emperatriz Victoria. A ésta y a su marido atribuyen propósitos de iniciar en Prusia una política liberal, lo que nada tiene de extraño, siendo inglesa la Emperatriz y teniendo un gran ascendiente sobre su marido. Ahora bien; Bismarck cree que la política liberal quebrantaría el firmísimo cimiento de autoridad, sobre el cual se ha edificado la unidad alemana. Sea de esto lo que quiera, es muy difícil que Bismarck extreme en esto sus opiniones, como lo es también que el actual Emperador prescinda de los servicios del gran Canciller, cuya poderosa inteligencia parece el fanal que alumbra el brillante cielo de la moderna Alemania. La unidad es obra suya, así como lo es la preponderancia militar del Imperio, el desarrollo de su riqueza, el vuelo que va tomando su industria.
Pero, al parecer, han surgido nuevas dificultades que acentúan el antagonismo entre la Emperatriz y Bismarck. Este se opone al matrimonio proyectado entre la Princesa Victoria, hija del Emperador y el Principe Alejandro de Battemberg, arrojado por una sedición del Trono de Bulgaria. La Emperatriz desea el matrimonio, patrocinado por su madre la Reina de Inglaterra; Bismarck lo rechaza viendo en ello una ingerencia hábil de la política inglesa y un nuevo motivo de disentimiento con Rusia, verdadera causante de la expulsión del Príncipe Alejandro. La Emperatriz, que no olvida ni puede olvidar su nacionalidad británica y la sangre que corre por sus venas, aparece en pugna con el representante más genuino del espíritu alemán, el grande hombre que ha consagrado su vida al servicio de su patria y a hacer de un reino secundario el mayor y más fuerte imperio del mundo.
Es de creer que por un casamiento, en el cual, según se dice, hay por ambas partes verdadera inclinación amorosa, no estalle la guerra entre la Emperatriz y el Canciller. Los rumores de la dimisión de éste que por Europa corren son, a mi juicio, infundados. Federico III es hombre de gran prudencia, y sabrá arreglar esta discusión que bien puede llamarse de familia, pues Bismarck no debe ser considerado como un simple ministro. La importancia de sus servicios es tal, que casi forma parte de las instituciones del imperio.
También se ha hablado bastante del brindis pronunciado por el Kronprinz en un banquete en honor del Canciller. Diferentes versiones han corrido acerca del texto de este brindis, algunas atenuando, otras acentuando la gravedad de su intención política. Cualquiera que sea la verdad no muestra el Príncipe Guillermo en aquel acto la reservada discreción que corresponde a un heredero del Trono.
Por lo expuesto, se ve que en todas partes hay desavenencias, rozamientos y disgustos. En el país más sólido del mundo, allí donde las instituciones descansan sobre base inconmovible, sobre el respeto unánime de la nación, sobre el principio de autoridad en su acepción más amplia, allí también corren vientos de discordia, y las altas influencias aparecen en grave inarmonía, que puede llegar a ser peligrosa, sobre todo si se complica con estas guerras domésticas el pavoroso problema del rompimiento de la paz europea. Vivir para ver, dice el proverbio. Si vivimos, veremos sin duda, acontecimientos extraños. Por de pronto, el enigma está en que la existencia de Federico III se prolongue o no. Su dolencia y el peligro en que está interesan vivamente al mundo entero. No ha existido enfermo alguno en esferas tan altas que inspire tantas simpatías, ni por cuyo restablecimiento se hayan hecho votos tan unánimes y sinceros.
II
Si de Alemania volvemos los ojos a Francia nos encontramos con un desorden moral muchísimo más grande. Todo en Francia huele a descomposición próxima; y la política que allí se sigue no puede ser más deplorable. La impopularidad d las Cámaras, y lo que es peor su impotencia para todo como no sea para derribar ministerios, se acentúan de día en día. La talla de los ministros baja de una manera alarmante, como ha bajado también la de los jefes del Estado.
¿Es culpa esto de las instituciones o de los hombres? Creo que de ambos a la vez. Los Gobiernos duran allí dos o tres meses. No hay ningún prestigio indiscutible dentro de la Cámara ni fuera de ella. Todo el clamor que se levantó contra Wilson, ya se ha visto que no era más que el grito de guerra para echar de la Presidencia al respetable Mr. Grevy. Este se fué a su casa, y Wilson ha sido absuelto. Todo sigue como antes. Tal como están las Cámaras, ningún Gobierno puede hacer nada
de provecho, sabedor de que cualquier intriga le echa por tierra. Los oportunistas, perdiendo fuerza cada día, los radicales ganándola y empleándola en la destrucción.
En este desbarajuste, no tiene nada de extraño que haya adquirido Boulanger la popularidad que da tanto que hablar en todo el mundo. Cierto que el tal Boulanger no es un héroe ni ha ganado batallas, ni tiene en su hoja de servicios ninguna hazaña resonante. El famoso caballo negro, las canciones de Paulus y las aficiones chauvinistas del general son el único fundamento, hasta ahora, del favor del pueblo. Pero todo ello demuestra que Francia, cansada de una estéril y menguada política, busca un hombre que halague sus instintos de gloria, y no encontrándolo, echa mano del primero que pasa; Boulanger ha sido el primero que ha inspirado a Francia la confianza en sus fuerzas para el desquite, ha hecho declaraciones resueltamente contrarias a la monarquía borbónica y orleanista, y se ha mostrado al propio tiempo enemigo del poder parlamentario.
Tiene, pues, todo lo externo, todo lo puramente formal para que el pueblo vea en él un dictador. Le faltan la historia gloriosa y los hechos heroicos; pero él y sus partidarios dirán de seguro que para eso tiempo hay. No creemos que si las cosas fueran de veras tuviera calor en Francia la idea del cesarismo, salvador de la sociedad; pero si la política no toma otros rumbos, si continúa empequeñeciendo al país realzando las medianías, y tras las medianías la vulgaridad, no sería extraño que se alzase cual¬quier día con la jefatura del Estado, el que, a falta de grandes méritos y virtudes tuviera el atrevimiento, que en ciertos casos también es virtud.