[Artículo] Pánico colectivo, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 30 de julio de 1885.

I

Bien quisiera cumplir lo ofrecido al terminar mi última crónica. Anunciaba en ella que tal vez en la presente hablaría de cosas agradables, para desvanecer la mala impresión de las tristes nuevas de que vengo ocupándome meses ha. Pero seguimos de malas, como vulgarmente se dice, y tras una desgracia viene otra, y el cólera no nos deja vivir, invadiendo ciudades y campiñas con aterradora prontitud. De la región mediterránea, que hasta ahora parecía tener el triste privilegio de albergar al terrible huésped, ha saltado éste a la región central, cebándose de un modo espantoso en la risueña Aranjuez, a orillas del Tajo. La estadística de la mortalidad en este infeliz pueblo da una cifra incomparablemente superior a la que representan los estragos de la epidemia en Murcia en el año que corre, y a los que sufrió Nápoles en el pasado. Las doscientas invasiones que algunos días ha tenido Aranjuez, equivaldrían a cuatro o cinco mil si esta villa de Madrid fuera atacada en la misma proporción.

El pánico ha sido inmenso, y las escenas de desolación, horrorosas. Durante ocho o diez días Aranjuez ha sido un hospital. La cuestión de subsistencias ha venido a complicarse con la sanitaria, produciendo dificultades tales que sólo el espíritu de caridad y los expeditivos recursos de la asociación han podido vencerlas. Han llegado a faltar médicos y farmacéuticos, y aun se han visto diezmadas las valientes filas de Hermanas de la Caridad, las verdaderas heroínas de estos fúnebres tiempos. Pero de Madrid han ido facultativos, y la valerosa Orden de San Vicente de Paúl ha enviado nuevas heroínas para ocupar el puesto de las que habían sucumbido.

Por fin, tantos esfuerzos reunidos, y más principalmente la propia degeneración y desgaste del mal, han hecho su efecto, y la epidemia, después de los horrorosos estragos de principios de mes, ha descendido rápidamente. Hoy, cuantas personas han quedado vivas en aquel país, visten de luto.

Tiene fama Aranjuez por su espléndida vegetación y la fertilidad de su suelo. Es el más célebre

de los sitios reales de los monarcas españoles, aunque de algunos años a esta parte es poco visitado de la Corte. El palacio, casi tan grande como el de Madrid, es un hermoso edificio lleno de maravillas suntuarias. Fué muy favorecido de la familia real en los reinados de Carlos IV y Femando VII, y en él se verificaron los sucesos del 19 de marzo de 1808, de memorable recordación en nuestra historia, pues constituyeron el primer pronunciamiento militar, determinando dos actos tan importantes como la caída del favorito Godoy y la abdicación de Carlos IV.

Hasta la mitad del reinado de Isabel II, El Sitio, como vulgarmente se designaba a Aranjuez, tenía todos los años una temporada que podríamos llamar de moda.

No sólo se trasladaba a él la Corte con todo su boato, sino la aristocracia de la sangre y el dinero. En el mes de abril era Aranjuez la verdadera capital de España. Uno de los primeros ferrocarriles que en España hubo fué el de Madrid a Aranjuez, construido por el emprendedor Salamanca en tiempos en que era una necesidad para ciertas familias el trasladarse al Real Sitio en cuanto despuntaba la primavera.

Pero desde que fueron un hecho las grandes líneas de ferrocarril, los madrileños empezaron a tomar afición a los viajes largos y a buscar los encantos de la primavera y del verano en zonas más distantes. Porque, a decir verdad, Aranjuez, con su vegetación admirable, carece de condiciones para el verano.

La primavera es hermosísima; pero es tan corta, que apenas dura quince días. Desde mayo comienzan los calores, que son insoportables. De este calor y de la abundancia de agua en la fértil vega, fecundada por el Tajo y el Jarama, provienen las fiebres perniciosas que en aquel término se padecen.

Las mismas causas engendran al propio tiempo la flora más rica que posee nuestra Península en su zona central. Nada existe más bello que las alamedas del Príncipe y la isla. Sin exageración, puede afirmarse que los álamos, los plátanos, los chopos, los fresnos y tilos que allí existen son los más altos, esbeltos y frondosos de Europa. Las bóvedas de verdura que las altas ramas forman en las principales avenidas, ofrecen un admirable conjunto y una frescura sin igual. Después innumerables arbustos y plantas de adorno embellecen el suelo. Las rosas crecen con lozanía exuberante, y el aire, cargado de aromas, embriaga.

Los dos ríos que allí se unen son bastante caudalosos. En otros tiempos tenían los reyes una escuadrilla, compuesta de capitana y media docena de embarcaciones menores, para pasear a lo largo del Tajo.

Mandaba la flota un almirante de verdad y la servían y la tripulaban oficiales y marineros escogidos entre lo más granado de los apostaderos del Ferrol y Cartagena. Había para la conservación y seguridad de la escuadrilla, diques, muelles y careneros, y la Casa Real gastaba enormes sumas en este juego inocente. Hoy todo esto ha desaparecido.

Las naves fluviales han sido convertidas en leña. El río no ve en su corriente más que las enormes balsas de madera que bajan de los pinares de Cuenca y que se desembarcan en Aranjuez para ser transportadas por ferrocarril.

Permanecen de aquellos regios esplendores, las alamedas siempre verdes, misteriosas, sombrías algo tristes y pobladas de ruiseñores. Y en medio de ellas se alza el palacio inmenso, abandonado, al cual los actuales reyes despojan de sus tesoros artísticos para traerlos a Madrid. No obstante, aun conserva el Real Sitio verdaderas maravillas en porcelanas, chimeneas, relojes de bronce y tapices.

La población de Aranjuez hállase rodeada de terrenos feracísimos, admirablemente cultivados, de extensas dehesas donde pastan las cabañas reales.

Cerca está la Flamenca, propiedad magnífica de Fernán Núñez, que en otros tiempos perteneció a la Casa Real.

Cerca está también la afamada ganadería de toros bravos del duque de Veragua.

La agricultura y la ganadería están bien representadas en esta zona incomparable que surte el mercado de Madrid y produce riquísimos frutos.

Y sin querer volvemos al cólera, pues han dado en decir los entendidos que la epidemia de este año trae la especialidad de no aclimatarse sino en las zonas palúdicas, o sea en aquellos territorios en que los riegos agrícolas encharcan el suelo, produciendo una gran elaboración de miasmas orgánicos.

Los hechos confirman esta idea, pues hemos visto que hasta ahora el cólera no ha tomado proporciones aterradoras sino en las huertas de Valencia y Murcia, y en la ribera de Aranjuez, que son precisamente los puntos donde más uso se hace de los abonos para fecundar el suelo y de los riegos para humedecerlos.

Que estos dos elementos, abono y riego, favorecen el desarrollo de infecciones más o menos dañinas, no hay para qué discutirlo. Que el cólera encuentra en tales condiciones un campo terriblemente propicio a su desarrollo, bien claro se ve, y no necesita la ciencia hacer esfuerzos para demostrarlo. Ahora lo que falta es que se contenga aquí y no invada con igual saña las localidades secas. Hasta ahora todo parece confirmar la constitución especial del cólera de 1885. En medio de los horrorosos estragos causados por la epidemia en las zonas agrícolas de Levante, vemos con asombro que aparece inmune Alicante, situado en terreno árido y pedregoso. Cartagena, en cuyos alrededores no hay vejetación, se conserva también libre del azote.

Y hay que observar que en las invasiones de 1855 y 65, Alicante, como todos los puertos de mar, llevó la peor parte. El cólera de entonces se encariñaba con el litoral pasando como de soslayo por las zonas interiores. Hoy viene con diferente tendencia y aficiones. Diríase que ha cambiado de gustos. No hace caso de los pueblos costeños, y se ensañaron los que poseen cultivo intensivo a la orilla de las grandes comentes fluviales. Se ceba en Murcia, que es toda un jardín, gran parte del año encharcado; hace estragos en toda la huerta de Valencia, en la cual abundan los pantanos destinados al cultivo del arroz; pasa indiferente y como a saltos por las provincias de Albacete y Cuenca hasta que descubre la rica zona del Tajo y Jarama. Allí se establece, desarrollando con ímpetu terrible la magnitud de su fuerza destructora, que en puridad es potencia fecundante, para crear millones de millones de organismos microscópicos. Aunque tiene a Madrid tan cerca, pues sólo dista cuarenta y nueve kilómetros de Aranjuez, lo respeta, y después de picar aquí y allí en la provincia, se le ve saltar a las vegas del Jalón y el Ebro, siempre buscando los suelos fértiles para la agricultura y mortíferos para el hombre.

Madrid, con su medio millón de habitantes continúa casi inmune, pues los cuatro o cinco casos que diariamente ocurren, tienen poca importancia, y casi todos recaen en individuos procedentes de Aranjuez. Barcelona, a pesar de su situación mediterránea, se libra también, al menos por el momento. En Andalucía no ha ocurrido aun ni una sola invasión. El Norte de España se conserva totalmente libre.

¿Podremos confiar en que resulte cierta la hipótesis de la constitución palúdica del cólera de 1885?

Allá lo veremos, pues de aquí al Otoño se ha de resolver el problema.

II

De veras digo que el doctor Ferrán, si al fin no tiene la suerte de encontrar el remedio del cólera, ganará seguramente el cielo en esta ruda campaña que sostiene contra enemigos mil en defensa de su invento. Porque en el tiempo transcurrido entre mi última crónica y la presente, se le prohibió practicar sus inoculaciones; luego diósele permiso para ello, y al fin se le ha retirado el mismo permiso resuelta y al parecer definitivamente. Todas estas prohibiciones y autorizaciones se han hecho sin criterio, obedeciendo a impresiones pasajeras. Debe de estar el célebre doctor aburridísimo, y un tanto arrepentido de sus tareas filantrópicas. Ya es un periodista que le ataca y le desautoriza sistemáticamente; ya es un gobernador que le acusa de industrial; ya es un Ministro de la Gobernación que en pleno Parlamento pone en duda la sinceridad de su proceder científico. Es verdad que también hay personas y colectividades que le defienden contra viento y marea, y en los pueblos donde ha practicado su sistema continúa siendo popular y muy querido. Si al fin logra que sus teorías prevalezcan, será un mártir porque los obstáculos que últimamente se han encontrado en su camino son muy grandes. Necesita de una perseverancia heroica para vencerlos. Decididamente el mundo oficial es hostil, y para continuar sus experimentos tendrá precisión de valerse de subterfugios o quizá de procedimientos misteriosos, cuando no de trasladarse a otra región castigada por la misma epidemia objeto de sus estudios.

Ha contribuido no poco a esta hostilidad lo acaecido con la comisión venida de Francia a estudiar las inoculaciones. El doctor Brouardel que la presidía se retiró intempestivamente, apresurándose a desautorizar por telégrafo el método de nuestro compatriota. Mil comentarios sucedieron a esta brusquedad del francés. Los partidarios de Ferrán se acobardaron. Tomaron alas los enemigos y de aquí que las discusiones se renuevan más acaloradamente que nunca. El informe que Brouardel dió ante la Academia de Medicina revela displicencia, mal humor y cierta ojeriza contra el doctor Ferrán. Las referencias más imparciales sobre este particular nos manifiestan al médico francés presentándose ante nuestro compatriota con severa arrogancia, no como quien viene a estudiar un asunto científico, sino a pedir cuentas de un desafuero.

Los mismos periódicos de la vecina República aseguran que Brouardel vino a España con prevención, decidido a no reconocer valor científico en las ideas de Ferrán, sin duda por el grave defecto de no haber sido concebidas en el cerebro de un francés.

Cuentan que su actitud no era la de un colega, sino la de un maestro impertinente que examina a un discípulo avieso. Sus preguntas y exigencias debieron excitar la ira del médico de Tortosa, que no creyó sin duda conveniente hacer el doctrino.

A la interrogación del francés sobre la manera de cultivar el bacillus para la atenuación, contestó Ferrán mostrándole los caldos y diciéndole que los analizara si quería saber de qué se componían.

No necesitó más el otro para dar por concluida su misión, y al punto tomó el camino de Francia, seguido de sus compañeros. No bien llegó a París, el telégrafo trasmitiónos las malas impresiones de estos señores.

Según ellos, el llamado invento del doctor Ferrán no tiene valor científico por ser secretos y empíricos los procedimientos que emplea para atenuar el virus colérico. Al mismo tiempo, nuestro compatriota es acusado de querer sacar productos demasiado positivos de su profilaxis y como si esto no fuera bastante para desacreditarle, se añaden críticas acerbas de su laboratorio.

El doctor Brouardel se ocupa con cierta complacencia en declarar que el microscopio usado por Ferrán apenas aumenta 700 tamaños, que los matraces y hornillos son insuficientes, que todo el material es pobrísimo, y, por fin, que no hay animales para los experimentos.

Si esto es así, supone un mérito mayor en Ferrán, que con tan pobres medios ha llegado a tales resultados, pues aunque el remedio del cólera no saliese de sus experimentos, siempre quedaría el incontestable valor de sus trabajos preparatorios, cuya importancia científica pocos se atreven a negar. Además, la pobreza de Ferrán no es argumento contra su seriedad, ni lo es tampoco que desee obtener de sus trabajos el beneficio que por ellos le corresponde, pues como hombre de carrera y como padre de familia tiene necesidades que satisfacer. Que el Estado español le señale una renta, y entonces se le podrá exigir un desinterés absoluto y una consagración completa de sus servicios al interés de la humanidad.

Ni comprendemos tampoco los exagerados escrúpulos de los franceses en materia de mercantilismo científico, ellos que tan bien saben asociar el bien de la humanidad con las ventajas del individuo.

III

Pasadas las primeras impresiones, en Francia misma se ha determinado una reacción en favor de Ferrán.

Periódicos muy leídos acusan al doctor Brouardel de ligereza.

Le Fígaro, en un importante y severo artículo, dice, entre otras cosas muy atinadas: «Prescindimos de ocuparnos de si un médico puede o no, sin dejar de ser digno de la estimación pública, utilizarse de un trabajo, porque esta cuestión, puramente moral, no es de la incumbencia de Mr. Brouardel, que ha sido nombrado única y exclusivamente para estudiar el ensayo de vacunación colérica de Ferrán: que éste sea un hombre práctico no dice nada en contra de su invento.»

Luego se ocupa el mismo diario de los descubri-mientos científicos cuyo valor se ha negado siste-máticamente en un principio y cuya utilidad ha sido después reconocida.

En la prensa inglesa se leen apreciaciones semejantes, censurando la impertinencia y arrogancia del sabio francés, que, por lo visto, es el mismo que el año pasado estuvo durante dos meses negando sistemáticamente la existencia del cólera en Tolón para complacer a Mr. Ferry. Es Mr. Brouardel un médico distinguido; pero no una eminencia ni mucho menos, y cualquiera que sea su valer intelectual, le faltan condiciones de carácter y aquel aplomo y tacto que son necesarios para juzgar de hombres y cosas en país extraño.

Su visita a España ha sido poco fecunda.

Ha querido ver mucho y no ha visto nada, y ha dicho a su regreso todas las tonterías de tourista, que ya no nos hacen efecto por lo muy acostumbrados que estamos a ellas.

IV

Una mañanita de este mes de julio, cuando mayores eran los estragos del cólera en Aranjuez, salió el Rey Alfonso de su palacio acompañado de uno de sus ayudantes. Ocultaba el uniforme de capitán general con un gabancillo de verano.

Cuentan que dejó escritas dos cartas: una para la Reina y otra para el Presidente del Consejo.

La temprana salida, las cartas y otros detalles parecían preludios de un mal paso, y así fué efectivamente, pues el Rey se dirigió a la estación de Atocha, y, tomando su billete de primera, como cualquier particular, se plantó en Aranjuez.

La noticia circuló por Madrid a las diez de la mañana, y no fueron los menos sorprendidos los ministros de S. M., y a más de sorprendidos, desconcertados, porque (aquí de los apuros) ¿qué explicaciones dar al arranque del Rey, cuando el proyectado viaje a Murcia había sido motivo nada menos que de una crisis ministerial?

La valerosa conducta de Alfonso XII, presentándose sin séquito, sin boato y sin precauciones en el lugar más castigado de la epidemia, debía ser condenada por sus ministros, que algunos días antes presentaron la dimisión porque el Rey quería ir a Murcia.

Jamás se ha visto un Gobierno en aprieto mayor.

¿Aprobaba la conducta del Rey? Pues, entonces, cómo razonaba su oposición al otro viaje? ¿Lo desaprobaba? Pues ahora, y no antes, cuadraba la dimisión.

Así se vió el fenómeno singularísimo de que cuando todo el vecindario de Madrid acogía con sinceros aplausos a don Alfonso a su regreso del Real Sitio, los ministeriales, es decir, los que blasonan de más monárquicos, andaban cariacontecidos y trastornados, no acertando a dar su opinión sobre el noble acto que Madrid aclamaba.

Hubo entre ellos quien lo tachó de calaverada, quien le quitó el carácter de arranque humanitario, presentándolo como una simple visita de propietario a sus fincas patrimoniales; pero estos subterfugios no valían, y la gente conservadora pasó un día muy amargo.

Con todo, el Gobierno no creyó prudente retirarse.

Hay lógicas para todo, y los hombres de ingenio encuentran muy a mano los argumentos que les hacen falta para salir de todas las situaciones en que les ponen sus propios errores.

Dice el Gobierno al Rey: «Si vas a Murcia, dimito». El Rey se conforma, renuncia a una expedición que le dictan generosos impulsos, y los ministros continúan en sus puestos.

Pasan días, y el Rey, en cuyo espíritu continúa actuando irresistible la nostalgia del peligro, se va a Aranjuez, donde su salud corre más riesgo que en Murcia, y se va sin pedir permiso al Gobierno ni contar para nada con él.

La lógica menos rigurosa exigía que el Gabinete conservador dijese al Soberano: «Puesto que has ido al peligro sin mi permiso, dimito, y ahora sí que va de veras». Pues nada de esto ha ocurrido.

A pesar de la dura lección recibida, el Gobierno ha tomado la cosa con fría calma.

Nunca faltan varones para continuar mandando. El orden público, la cuestión sanitaria…

Pero no hay idea del quebranto de la situación después de estos sucesos.

Los últimos días de sesiones parlamentarias han sido días de prueba para los individuos del partido conservador, y hemos visto al señor Cánovas haciendo verdaderos milagros de talento y habilidad para impedir el completo naufragio y acabamiento de su partido en la desecha borrasca que está corriendo. Sólo la gran inteligencia y el tesón admirable del presidente del Consejo pueden triunfar de tantas dificultades.

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