La muerte de Benito Pérez Galdós (I)
Narración de los último días de Galdós realizada por Hyman Chonon Berkowitz en su libro: Pérez Galdós, Spanish Liberal Crusader, Univseristy of Wisconsin Press, 1948, pp. 451-453.
Galdós entró en la fase final de agonía. Los cuidados combinados de su familia, su hija y el doctor Marañón no podrían retrasar mucho el final. Galdós tenía pocos momentos de lucidez. La mayoría del tiempo su mente estaba obsesionada con sus recuerdos de la infancia –su ciudad natal, sus hermanos y hermanas, su madre. Murmuraba incoherentemente sobre mamá Dolores, pero rara vez mencionaba a su padre. Agotaba a todos aquellos que estaban a su lado con explicaciones sobre sus juegos infantiles y con el constante tarareo de las canciones de sus Canarias natales. No obstante, su confusa locuacidad no resultaba tan molesta como sus lamentos constantes. En sus momentos de debilidad, y a menudo también en sus sueños, se quejaba amargamente de ser un prisionero virtual de su cama, obligado a desatender el trabajo que se le estaba acumulando con tanta rapidez. ¿Por qué no podía ir a Río Tinto para reunir información sobre los mineros? ¿Y por qué nadie hizo nada para salvar la biblioteca del incendio de El Escorial? Tenía que consultar algunos documentos muy importantes y aquella colección tan valiosa tenía que salvarse. Don José intentaba distraer desesperadamente a su tío con promesas y esperanzas. Las obsesiones de Galdós no tenían fin, y a veces llegaba a defenderlas con argumentos lógicos. En alguna parte del vecindario había un edificio en construcción y sus silbatos y campanas que llaman a los trabajadores al trabajo exasperaban a Galdós. Quería que el ruido cesara. Argumentaba que no era necesario llamar a los trabajadores con estos medios: ¿Acaso él había tenido que esperar a los silbatos o las campanas para ponerse a trabajar?
Durante su última semana, Galdós se debatió entre la semiconsciencia y el delirio. Una tarde uno de sus sueños delirantes predijo un auténtico “cataclismo”. El obispo de la diócesis envió al coadjutor de la Iglesia de la Paloma –a la sazón confesor de sus hermana Concha y Carmen- para que preparase al paciente para su final inminente. El clérigo encontró a Galdós profundamente dormido y ofreció a esperar junto a su cabecera, pero don José se opuso violentamente s su sola presencia en la casa. Se produjo una amarga discusión, al final de la cual don José sugirió que la decisión final le correspondía a María Galdós. Ella permitió que el sacerdote viera a su padre. Ambos se sentaron a cierta distancia de la cama. Su respiración era pesada y gruñía de vez en cuando. De repente, Galdós levantó la cabeza de una sacudida, miró fijamente al clérigo en la puerta y exclamó colérico: “Ni Santo Cristo ni Dios Bendito”. María y el sacerdote estaban desconcertados. ¿Significaba aquello que Galdós rechazaba el auxilio espiritual? El coadjutor se marchó, prometiendo regresar al día siguiente.
La hija de Galdós pensó que quizá había tomado una decisión imprudente. ¿Y si su padre rehusaba realmente el ministerio de la Iglesia? ¿Y qué había querido decir con aquella exclamación tan confusa? Don José le explicó que aquella frase era un coloquialismo de las Islas Canarias que su padre usaba a menudo para dejar claro a todo el mundo que estaba demasiado ocupado para recibir visitas. Era posible que el tío Benito hubiera salido de una ensoñación sobre su trabajo desatendido cuando contempló al sacerdote. De ser así, no había que darle un significado especial a su exclamación. Por otro lado, sugirió don José, la frase podía interpretarse literalmente: que el tío Benito no quería recibir el consuelo espiritual de un sacerdote. La equívoca explicación de su primo no tranquilizó a María. Había prometido al cura que le permitiría regresar al día siguiente, ¿qué iba a hacer? Don José se ofreció a sacarla de su vergüenza. A la mañana siguiente Paco llevó un mensaje al sacerdote indicándole que don Benito había experimentado una mejoría notable y que su ayuda no sería necesaria hasta nuevo aviso.
El mensaje nunca se envió. El 29 de diciembre se perdió toda esperanza acerca de la posible recuperación de Galdós. Se había conseguido contener la hemorragia intestinal, pero entonces se produjo un violento delirio durante el que Galdós pedía repetidamente que lo llevaran a su estudio mientras afirmaba: “¡Tengo mucho trabajo que hacer…muchísimo!”. En aquel momento pareció que el enfermo estaba mejorando, pues pudo descansar y comió sin protestar tanto como otras veces. La familia estaba ligeramente satisfecha, pero no esperanzada. Todos se habían dado cuenta de que la uremia, la arteriosclerosis y las hemorragias intestinales no constituían una combinación que se pudiera curar. De hecho, en octubre los médicos, expresando su sorpresa por la vitalidad de Galdós, habían esperado el final de un momento a otro.
Éste se produjo en la madrigada de un domingo, 4 de enero de 1920. A medianoche Galdós había requerido atención para caer después en un profundo sueño. Aproximadamente a las tres y media de la madrugada un lamento de angustia rompió la tranquilidad de la casa. Todos se dirigieron hacia la cama del enfermo, sólo para verle expirar en calma, de forma casi imperceptible, unos cinco minutos más tarde. Los periodistas que habían estado rondando por la casa desafiando al frío pronto despertaron a Madrid con ediciones especiales de sus periódicos. El anuncio de que España había perdido a uno de sus grandes hombres pronto recorrió el mundo por telégrafo y cable.