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Fernando Vela González

Beeidigter Übersetzer / Certified translator / Traductor jurado

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[Artículo] La guerra europea, de Benito Pérez Galdós

15/05/2011

Madrid, 23 de junio de 1887.

I

Estamos sobre un volcán, mejor dicho, al calor de una volcán, porque la tan anunciada y temida guerra europea va a estallar al fin. Hace dos días que no se habla de otra cosa, y ahora parece que va de veras. ¿Será o no será? Francamente, aun puede dudarse, porque no es la primera vez que tras los augurios de conflagación inminente vienen las seguridades de paz. La misma grandeza y poder de los colosos que van a medir sus fuerzas es causa de que se miren mucho, antes de disparar el primer cañonazo.

Si la guerra estalla al fin, será la más formidable del siglo, y el número de hombres que han de pelear bastaría a poblar una nación. El teatro de esta campaña abrasará regiones inmensas, y como también habrá contienda marítima, no hay que decir que con los barcos que se han de cañonear en ella habría para hacer el comercio de todo el mundo.

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Los resentimientos entre las grandes potencias van tomando un carácter de acritud muy alarman¬te. Unas tienen agravios que vengar, otras ambiciones que satisfacer. Rusia se encuentra con una situación interior insostenible; necesita distraer el nihilismo, ya que no le es posible sofocarlo. Inglaterra ve amenazado por los rusos su imperio asiático, y al propio tiempo teme la influencia moscovita en regiones próximas a Constantinopia. Austria-Hungría ve que la pérdida de su influencia en los estados Balkánicos sería su desprestigio en Europa. Italia quiere recobrar sus provincias de Niza y Saboya y al mismo tiempo recabar libre acción en Africa para apropiarse a Trípoli. Y por último Francia desea la revancha y por lograrla sería capaz de aliarse hasta con el moro Muza.

En medio de todas estas pasiones, apetitos y re-sentimientos campea la poderosa Alemania, y ella será quien decida con su actitud si hay guerra o no, y decidida la guerra, el resultado dependerá en gran parte de Alemania, pero terrible en cualquiera de las dos balanzas.

II

El hecho es que hace algún tiempo no cesan los preparativos en los arsenales y maestranzas de aquellas naciones: Prepáranse los inmensos trenes de artillería y los ingentes barcos acorazados. Desde este rincón de Europa en que vivimos los españoles, parece que se oyen los martillazos y la batahola de esos colosales aprestos. El dinero que es, como si dijéramos el pulso de las sociedades modernas, se afecta, se extremece, y hasta nosotros llega ese temblor de los capitales, esa oscilación y desconcierto de las rentas públicas que produce tantas ruinas. Dígase lo que se quiera, y aunque parezca natural que la diplomacia hace increíbles esfuerzos por mantener la paz, ello es que ahora huele a guerra y que mucho hemos de equivocarnos si ésta no estalla.

La estación no es propicia, ni aun para los rusos, que siempre han salido bien en todas aquellas campañas en que tuvieron por aliado al invierno. Los trenes y bagajes de los ejércitos modernos no se pueden mover fácilmente sobre las extensas nieves del gran imperio. Cualquiera que sea el teatro de la guerra, no será en regiones templadas; de modo que la ruptura se diferirá hasta la primavera. Resta solo que en los meses que faltan se complique el problema, y de puro complicado e insoluble no pueda resolverse mas que por la paz, a causa de la desmedida gravedad de una guerra tan colosal que parecería salirse de los medios humanos. Porque si las cosas llegan al punto de que Europa se pueda convertir en un infierno, es muy posible que no haya nada. Por mucha fuerza que tengan las ambiciones mayor la tiene el instinto de conservación.

Entre tanto, corren los rumores más graves acer¬ca del estado de ánimo de Alejandro III, Emperador de todas las Rusias. No hace mucho se dijo; y las agencias telegráficas lo trasmitieron a todo el mundo, que el Zar había matado de un tiro a uno de los personajes de su servidumbre. Es verdad que lo desmintieron; pero no de una manera tan categórica que se desvaneciese toda duda. Ahora se dice que su majestad imperial ha disparado su revólver sobre otra persona de su intimidad dejándola muerta en el acto.

Bromas pesadas gasta el autócrata, y como siga así no habrá quien pare a su lado.

Alejandro se halla en un estado de excitación nerviosa que raya en demencia. Por todas partes ve

enemigos y asesinos. Si cualquiera de los que le rodean hace un movimiento que al monarca le parezca sospechoso; si éste cree advertir en la fisonomía de alguno de sus cortesanos una expresión meditabunda o algún vislumbre que se le antoje signo de traición, se quita de cuentos y le deja seco sin más explicaciones.

¿Será esto verdad? Lo único que da cierta verosimilitud a esta clase de especies es la insistencia con que circulan por la prensa europea, aunque bien podría ser que esto fuera una propaganda de descrédito, emprendida por los nihilistas, cansados de emplear la pólvora.

El último chisme de los enemigos del Zar es que hace pocos días tuvo una escena violenta con la Emperatriz, maltratándola cruelísimamente.

Dicen que ha llegado a temer que los individuos de su propia familia atenten contra su vida, y que este sospechar angustioso le tiene constantemente con el alma en un hilo, extraordinariamente irritado y con síntomas de locura.

Sea de esto lo que quiera, está fuera de duda que Rusia es hoy un país esencialmente trágico. Aparte de la cultura superior de las clases elevadas, hállase, como organismo social, en situación semejante a la de las naciones occidentales en los últimos años de la Edad Media.

Sin quererlo, el pensamiento enlaza la existencia actual de Rusia con las turbulentas épocas de Ricardo 111 en Inglaterra, de Luis IX en Francia y de don Pedro el Cruel en nuestra Castilla.

III

La sociedad rusa está en ebullición, y no podemos prever lo que de esta efervescencia saldrá. Para que todo sea extraño en aquel país, las clases superiores han llegado a poseer todos los refinamientos de la civilización, mientras las inmensas multitudes que pueblan el vastísimo imperio vegetan en la ignorancia y la superstición. Como organismo político la Rusia conserva los caracteres de imperio asiático y tamerlánico. ¿Cómo pueden las clases inteligentes avenirse a vivir de este modo? El Gobierno allí no es más que una gran Policía. Allí ya no se gobierna, se vigila. El ciudadano no tiene derechos, y ante la ley que ordena obediencia ciega, son absolutamente iguales el hombre instruido y el más tosco y rudo de los siervos. ¡Igualdad terrible!

¿Cómo es posible que duerma en paz una sola noche el jefe supremo de esta nación? El suelo se ha de agitar necesariamente bajo sus pies y bajo su cama. ¡Terrible compromiso el suyo, puesto en el trance de tener que dar la libertad o negarla! Pocos hombres hay hoy sobre la tierra tan desgraciados como Alejandro III.

Rusia, aunque parezca extraño, tiene una litera¬tura floreciente. La novela ha tomado en aquel país un vuelo tal, que sólo en Francia se le encontraría semejante. Pero ya no resplandece en las novelas rusas aquella serenidad clásica, que caracteriza las obras admirables de Tourgueneff y del Conde León Tolstoi. En las obras notabilísimas y conmovedoras de Dostoiewsky hay un fondo de tristeza y desesperación, un vigor trágico que concuerda admirablemente con el actual estado de todas y cada una de las Rusias. Parece una literatura nerviosa y algo tentada de alcoholismo, expresión fiel de una socie¬dad que, a semejanza de ciertos individuos, se emborracha para olvidar y conllevar sus sufrimientos.

Todo anuncia en Rusia la proximidad de grandes tragedias. Sociedad eminentemente dramática, está con la mano temblorosa en el puño de la espada. La guerra que se anuncia no obedece en realidad sino al prurito de distraer al enfermo y apartar de su mente las ideas siniestras que le abruman.

Supongamos que Rusia es vencida en la próxima guerra. Si entonces estalla, como parece probable, con la desorganización y pérdida de su grande ejército, la revolución que caldea sus entrañas no hay

cálculo humano que pueda anticiparnos los horro¬res y espantos que esa revolución traerá consigo. Si se juzga de esto por los materiales acumulados, el incendio será superior a cuantos de igual clase nos ofrece la historia.

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