[Libro] Texto completo de Memorias de un desmemoriado, de Benito Pérez Galdós

MEMORIAS DE UN DESMEMORIADO

MI LLEGADA A LA CORTE

Capítulo I

Un amigo mío, con quien me unen vínculos sempiternos, ha dado en la flor de amenizar su ancianidad cultivando el huerto frondoso de sus recuerdos; más en esta labor no le ayuda con la debida continuidad su memoria, que a las veces ilumina con vivísimo esplendor los días pasados y luego se eclipsa y los deja sumergidos en noche tenebrosa. Estas intermitencias del historial retrospectivo de mi amigo le turban y desconciertan. Escrita la primera parte de sus apuntes biográficos, no a muchos días que las puso en mis manos, pidiéndome que llenase yo las lagunas o paréntesis que hacen de su obra una mezcolanza informe, sin la debida trabazón lógica de los hechos que se refieren.

A tales escrúpulos respondí yo:

—«Simplón, no temas dar a la publicidad los recuerdos que salgan luminosos de tu fatigado cerebro y abandona los que se obstinen en quedar agazapados en los senos del olvido, que ello será como si una parte de tu existencia sufriese temporal muerte o catalepsia, tras de la cual resurgirá la vida con nuevas manifestaciones de vigorosa realidad».

Asintió a este parecer mi fiel amigo y no tardó en enviarme el primer capítulo de sus desmemoriadas memorias, que a continuación verá el ocioso lector.

Capítulo II

Incapacitado para el orden cronológico por la rebeldía innata de mis ideas, doy comienzo a esta primera parte de mi existencia por el fin o los medios de ella.

Omito lo referente a mi infancia que carece de interés o se diferencia poco de otras de chiquillos o bachilleres aplicaditos. El 63 o el 64 —y aquí flaquea un poco mi memoria— mis padres me mandaron a Madrid a estudiar Derecho, y vine a esta corte y entré en la Universidad, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía, como he referido en otro lugar. Escapándome de las Cátedras ganduleaba por calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital. Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias. Frecuentaba el Teatro Real y un café de la Puerta del Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos.

En aquella época fecunda de graves sucesos políticos precursores de la Revolución, presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel —10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana, y en el año siguiente, el 22 de junio, memorable por la sublevación de los sargentos en el cuartel de San Gil, desde la casa de huéspedes, calle del Olivo, en que yo moraba con otros amigos, pude apreciar los tremendos lances de aquella luctuosa jornada. Los cañonazos atronaban el aire; venían de las calles próximas gemidos de víctimas, imprecaciones rabiosas, vapores de sangre, acentos de odio… Madrid era un infierno. A la caída de la tarde, cuando pudimos salir de casa, vimos los despojos de la hecatombe y el rastro sangriento de la revolución vencida. Como espectáculo tristísimo, el más trágico y siniestro que he visto en mi vida, mencionaré el paso de los sargentos de Artillería llevados al patíbulo en coche, de dos en dos, por la calle de Alcalá arriba, para fusilarlos en las tapias de la antigua Plaza de Toros.

Transido de dolor les vi pasar en compañía de otros amigos. No tuve valor para seguir la fúnebre traílla hasta el lugar del suplicio, y corrí a mi casa, tratando de buscar alivio a mi pena en mis amados libros y en los dramas imaginarios, que nos embelesan más que los reales.

Respirando la densa atmósfera revolucionaria de aquellos turbados tiempos, creía yo que mis ensayos dramáticos traerían otra revolución muy honda en la esfera literaria; presunción muy natural en los cerebros juveniles de aquella y esta generación. Todo muchacho despabilado, nacido en territorio español, es dramaturgo antes que otra cosa más práctica y verdadera. Yo enjaretaba dramas y comedias con vertiginosa rapidez y lo mismo los hacía en verso que en prosa; terminada una obra, la guardaba cuidadosamente, recatándola de la curiosidad de mis amigos; la última que escribía era para mí la mejor, y las anteriores quedaban sepultadas en el cajón de mi mesa. Claro es que yo frecuentaba los teatros, principalmente en los estrenos. En una localidad alta del Teatro Español asistí al estreno de Venganza catalana, del maestro García Gutiérrez, y quedé tan maravillado, que al volver a mi casa no se me ocurría más que quemar mis manuscritos…, pero no los quemé; lo que hice fue imaginar otras cosas conforme al patrón del grandioso drama que había visto representar a Matilde Díez y Manuel Catalina… Al relatar este suceso, dudo si lo coloco en el lugar cronológico que le corresponde. Pasaron días, y al aproximarse el verano del 67 llegó a Madrid una persona de mi familia con un hijo suyo, mi sobrino, y me dieron la grata noticia de que me llevarían a París a ver la Exposición Universal, el acontecimiento culminante de aquel año. ¡Oh sorpresa del Destino en la vida de las criaturas! ¡Ora sean éstas hombres barbados, ora muchachos imberbes! Parecíame un sueño, un cuento de hadas, verme yo transportado a París, la metrópoli del mundo civilizado.

Capítulo III

Devorado por febril curiosidad, en París pasaba yo el día entero calle arriba, calle abajo, en compañía de un plano, estudiando las vías de aquella inmensa urbe, admirando la muchedumbre de sus monumentos, confundido entre el gentío cosmopolita que por todas partes bullía. A la semana de este ajetreo ya conocía París como si éste fuera un Madrid diez veces mayor. Frecuentes paradas hacía en los puestos de libros, que allí son cajones exhibidos en los quais, a lo largo del Sena. El primer libro que compré fue un tomito de las obras de Balzac —un franco; Librairie Nouvelle—. Con la lectura de aquel librito, Eugenia Grandet, me desayuné del gran novelador francés, y en aquel viaje a París y en los sucesivos completé la colección de ochenta y tantos tomos, que aún conservo con religiosa veneración.

De la Exposición Universal no hablemos; estaba instalada en un inmenso barracón elíptico —Campo de Marte o de Marzo— y rodeada de magníficos jardines, dónde cada nación había levantado un edificio de su peculiar estilo. Si he de decir la verdad, la Exposición me mareaba, me aturdía, y siempre salía de allí con dolor de cabeza. Me agradaba más admirar las joyas artísticas del Louvre, del Luxemburgo o las riquezas arqueológicas del Museo Cluny. Pero mi mayor goce era presenciar las grandes solemnidades públicas, como la revista militar que pasaba el Emperador a las tropas en los Campos Elíseos. Me parece estar viendo a Napoleón III con sus bigotes engomados y su perilla, según la moda de aquel tiempo; el pecho lleno de cruces; figura en verdad poco napoleónica. También hice entonces conocimiento visual con la bellísima emperatriz Eugenia y con los soberanos europeos que fueron a visitar la Exposición, entre ellos el rey de Portugal, Don Luis I; el sultán de Turquía y el rey Guillermo de Prusia, que tres años después, derrotado Napoleón III en Sedán, se coronó emperador de Alemania en Versalles.

El resto de mi tiempo, aquel verano, lo empleaba paseándome observando la transformación de la gran Lutecia, iniciada por el Segundo Imperio. Los Bulevares Hausmann, Malesherbes, Magenta y otros de la orilla derecha, así como los de Saint Germain y Saint Michel en la otra orilla izquierda, estaban en construcción. No se veían más que derribos de barrios enteros y enormes hileras de andamios. Los progresos de esta reforma pude observarlos al año siguiente, pues el cielo benigno me deparó la inaudita felicidad de volver a París al año siguiente. Estaba escrito que yo completase, rondando los quais mi colección de Balzac —Librairie Nouvelle—, y que la echase al coleto, obra tras obra hasta llegar al completo dominio de la inmensa labor que Balzac encerró dentro del título de La comedia humana.

Con las personas que me llevaron a París volví a Madrid sin incidente notable, y en el intervalo entre este primer viaje y el segundo —1868— saqué del cajón donde yacían mis comedias y dramas, y los encontré hechos polvo; quiero decir, me parecieron ridículos y dignos de perecer en el fuego. Pasados algunos meses, reanudé mi trabajo literario, y sin descuidar mis estudios en la Universidad, me lancé a escribir La Fontana de oro, novela histórica, que me resultaba fácil y amena. Un impulso maquinal que brotaba de lo más hondo de mi ser, me movió a este trabajo, que continué metódicamente hasta que llegaron personas de mi familia para llevarme a París por segunda vez. Heme aquí viajando por etapas, ferrocarril del Norte, frontera pirenaica, Mediodía de Francia y Orleans, hasta dar fondo en la Ciudad luminosa. Esta que fue tan hospitalaria como en la etapa del 67.

Por abreviar, referiré que fuimos por jornadas cortas a través de la bella Francia hasta llegar a Bagneres de Bigorre, estación de baños en el Pirineo. Al escribir esto, surge en mi memoria una lamentable confusión. Ello es que, como también estuve en Cauterets, no sé si fue en este viaje o en anterior. Sea lo que fuere, reanudo el hilo de mi narración relatando que en el delicioso pueblo de Bagneres de Bigorre proseguí escribiendo La Fontana de oro, sin llegar a terminarla. Luego continuamos nuestro viaje a lo largo de Midi francés, llegando hasta la hermosa Provenza, Aviñón, Montpellier, Perpiñán… Aquí se embarulla otra vez mi memoria; pues recuerdo a Marsella como si la estuviera viendo. Sin duda retrocedimos de Marsella a Perpiñán, y entramos en España por carretera en viaje molesto y peligroso, hasta parar en la ciudad de Figueras, donde tomamos el ferrocarril para ir a Gerona. Vi y examiné esta población a mi gusto, visitando sus monumentos y recorriendo todas sus calles y plazas. ¡Qué lejos estaba yo de pensar que seis años después había de escribir el episodio de Gerona! Tan fijos quedaron en mi mente las bellezas, accidentes y rincones de la invicta ciudad, que no necesité más para describirla.

Capítulo IV

Al llegar a Barcelona, me encontré de manos a boca con la Revolución de España que derribó el trono de Isabel II. Eran los últimos de Septiembre. La escuadra con Topete y Prim se había sublevado en Cádiz al grito de abajo los Borbones. Serrano, Caballero de Rodas y otros caudillos militares desterrados en Canarias, habían vuelto clandestinamente en el vapor Buenaventura, mandado por el valiente capitán Lagier. Toda España estaba ya en ascuas. Barcelona, que siempre figuró en la vanguardia del liberalismo y de las ideas progresivas, simpatizaba con ardorosa efusión en el movimiento.

Recuerdo haber visto al Conde de Cheste, Capitán General de la región, paseando por la Rambla al frente de los mozos de Escuadra. Su actitud imperiosa y un tantico teatral dejaba en el público impresión semejante a la de los espectadores de una tragedia donde todo se expresa en versos fríos y retumbantes.

Atento a la bullanga política, desde la fonda me sobraba tiempo para recorrer la ciudad risueña, verdaderamente encantadora. Aún existía la Muralla de Mar, paseo delicioso desde Atarazanas hasta el jardincillo del Capitán General. Iniciado estaba ya el grandioso ensanche con sus hermosas vías y el Paseo de Gracia, incomparable avenida que pronto había de rivalizar con las mejores de Europa. En mis sucesivos viajes a Barcelona he visto, año por año, el desarrollo de esta ciudad, que supera en belleza a las joyas del Mediterráneo, Marsella, Génova y Nápoles… Dejo esta materia para otra ocasión y continúo mi relato político diciéndoos que al siguiente día de haber visto en la Rambla al prepotente Conde de Cheste, llegó la noticia de la victoria de Alcolea, y ¡Viva España con honra…! ¡Abajo los Borbones! ¡Adiós, generosa Isabel, hasta que volvamos a vernos en París, Palacio de Castilla, donde has de contarme interesantes casos de tu azaroso reinado!

Mi familia se asustó del barullo revolucionario, y como estaba anclado en el puerto el vapor América, correo de Canarias, nos fuimos a bordo para partir hacia las Afortunadas al siguiente día. Por la noche, desde el vapor, presenciamos las demasías de la plebe barcelonesa, que se limitaron a quemar las casetas de consumos. Era una revolución de alegría, de expansión de un pueblo culto. Al amanecer zarpó el América para Canarias; y como yo ardía en curiosidad por ver en Madrid los aspectos trágicos de la Revolución, rogué a mi familia que me dejase en Alicante, donde hacía escala el correo; y con tanto calor me expresé, añadiendo el pretexto de continuar mis estudios en la Universidad, que mi familia me dejó bajar a tierra. Del muelle corrí a la estación; poco después me metía en el tren para Madrid… A las pocas horas de llegar a la Villa y Corte tuve la inmensa dicha de presenciar en la Puerta del Sol la entrada de Serrano… Ovación estruendosa, delirante.

ADELANTE, AMIGOS

Capítulo I

Alos pocos días de presenciar en la Puerta del Sol la entrada del General Serrano, vi la entrada del General Prim, el héroe popular de aquella Revolución. El delirio de la multitud llegó al frenesí. Delante de Prim iba en un coche Tamberlick cantando el himno de Garibaldi. Desde el balcón del Ministerio hablaron Prim, y creo que Topete. El embravecido oleaje de la multitud creció de tal modo, que no pudimos entender lo que dijeron los caudillos de la Revolución. Creo que aquel mismo día se formó el Gobierno Provisional, cuyos nombres omito, porque pertenecen a la Historia bien conocida de todo el mundo, y sigo narrando la historia anecdótica, principal asunto de estas páginas tan verídicas como deshilvanadas. De Zaragoza recibieron nuestros gloriosos Generales una invitación para asistir a un certamen de Artes e Industrias que en aquella ciudad se celebraba. Prim no pudo ir porque tenía que quedarse en Madrid al frente del Gobierno. Fueron Serrano y Topete, y con ellos y tras ellos una caterva de políticos, literatos y periodistas. Entre éstos, varios amigos me colocaron a mí, que en aquellos días escribía en no sé qué semanario. El tren que conducía la variada muchedumbre de expedicionarios, partió una mañana de Octubre.

Si los magnates de la política y los literatos eminentes iban satisfechos, los chicos folicularios reventábamos de gozo. Sin detenerse pasaba el tren por las estaciones, y en la Sigüenza ocurrió un gracioso caso. En el andén estaba el pueblo en masa con todas las autoridades y entre ellas el Obispo, y una música que tocaba desaforadamente el himno de Riego. Serrano, que al paso veloz del tren reconoció en el Obispo a su amigo Benavides, mandó parar y retroceder. Escena tumultuosa y patética. Se abrazaron el General y el Prelado, y el pueblo prorrumpió en aclamaciones frenéticas, mientras el chín chín de la música amalgamaba compases del himno de Riego con la Marsellesa. Al fin seguimos nuestro camino: nos despedimos de aquel gentío, agitando nuestras manos y vociferando como energúmenos. El Obispo Benavides era un señor muy campechano. De la sede de Sigüenza pasó al Patriarcado de las Indias; luego fue Arzobispo de Zaragoza y Cardenal… No describo la recepción que nos hizo el pueblo zaragozano, porque ya la supondrá el entendido lector. Discursos en calles y plazas, en balcones y en lo alto de un farol, en el pedestal de una estatua; abrazos de personas que no se habían visto nunca; plácemes, resonante murmullo de alegría, esperanza y fraternidad en todo el pueblo. Por la noche funciones teatrales, banquetes, donde se improvisaron programas políticos y se leyeron versos muy picantes, como una quintilla que entre aclamaciones frenéticas, recitó Manuel del Palacio en el teatro Principal.

Al día siguiente, tempranito, me eché a la calle animoso de conocer ciudad tan interesante, renombrada por su grandeza histórica y singularmente por el valor de sus hijos. En pocas horas recorrí sin guía el Coso, el Mercado, el Pilar y la Seo; vi la Torre nueva; después, la Escuela Pía, la parroquia de San Pablo, la Puerta del Carmen, acribillada por los balazos de los dos famosos Sitios; la Trinidad, la Aljafería, el Torrero y, por último, las ruinas de San Agustín. No puedo decir que todo esto lo viera en una sola caminata, sino en varias aquel día o en los siguientes; ello fue que, por un misterioso móvil de observación, me fui apoderando de todos los aspectos característicos de la capital aragonesa. Mucho aprendí en aquel primer viaje, pero hasta mi segunda o tercera visita, no conocí al famoso Mariano de Gracia, el hombre más salado, más simpático, más ameno, que ha nacido a orillas del Ebro. La Jota y los dos Marianos, Cávia y Gracia, son las mejores flores de Aragón.

Capítulo II

Nuestro regreso a Madrid no careció de notas que pudiéramos llamar históricas. Almorzando en la estación de Alcalá de Henares, se nos agregaron D. Salustiano de Olózaga, Cristino Martos y otras conocidas personalidades. Los Generales Serrano y Topete nos habían precedido en un tren expreso. Los periodistas veníamos en un mixto. No recuerdo como coincidimos en aquella estación con Olózaga y Martos; lo que está bien presente en mi memoria es que Olózaga, el gran antidinástico, pronunció un grave discurso desvaneciendo las ilusiones de los que creían que las futuras Cortes Constituyentes proclamarían la República; y Martos, después de breve controversia, coincidió con la serena templanza del patriarca progresista. Parlotearon otros oradores y oradorzuelos. Sobre la marejada de aquellas disertaciones en que imperó el tono familiar, flotó la idea de que las Constituyentes se inclinarían a mantener el principio monárquico con una dinastía francamente democrática y popular. Tal era la idea de Prim, alma y verbo de nuestra Revolución, que hasta entonces parecía más que radical doméstica.

Pongo término a esta divagación anecdótica para decir que en Madrid seguí cultivando mi huerto literario. Volví a poner mano en la Fontana de oro y en otros trabajillos, en periódicos y revistas. En aquel tiempo travé amistad con Albareda, fundador de La Revista de España, hombre sugestivo y mundano, dotado de extraordinaria sagacidad política… En mi narración llego a los días en que se apodera de mí el sueño cataléptico; no sé dónde vivo, ni lo que me pasa, ni en qué me ocupo. Para llenar estos vacíos de mi relato, evoco mi memoria y le hablo de esta manera: «Memoria mía, mi amada memoria, cuéntame por Dios mis actos en aquella época de somnolencia».

La memoria refunfuña, se despereza y me contesta: «Tontín, ¿has olvidado que escribías articulejos de política en La Revista de España, nueva creación de Albareda? ¿Tan aturdido estás que no te acuerdas de que en La Revista de España publicaste tu segunda novela El Audaz y que al propio tiempo imprimías en la imprenta de Nogueras La Fontana de oro?. —Diciendo esto, mi memoria inclinó la cabeza sobre el pecho quedando aletargada y muda. Y yo me dije—: Pues lucido estoy ahora; apagada la luz de mi mente, me entrego a un sueño profundo». En mis oídos zumbaba el ruido de las Constituyentes, palabras desgranadas del famoso discurso de Castelar contra Manterola, cláusulas de Figueras, apóstrofes de Fernando Garrido, de Paul y Angulo, estridencias lejanas de gritos y aplausos, y por último, estruendo de trabucazos… Mi memoria despierta con sacudimiento convulsivo y exclama: «menguado, despabílate, ¡han matado a Prim!». Ante mis ojos deslumbrados por una terrible realidad, desfila el cadáver de Prim saliendo de Buenavista para ser conducido a la iglesia de Atocha, y al siguiente día la gallarda figura de Amadeo de Saboya, que después de contemplar en la basílica el cadáver del caudillo, entraba a caballo en Madrid para dirigirse a jurar la Constitución ante las Cortes.

¡Día tristísimo, nevado el suelo, el celaje plomizo y el pueblo soberano admirando silencioso la gentileza del nuevo Rey!

Capítulo III

Todo lo que sigue lo he referido en otras páginas; por consiguiente no me ocupo de ello, pues en estas Memorias no hallaréis más que lo anecdótico y personal. Dejadme ahora en mi sueño cataléptico… Siento pasar el 70, el 71, y a mediados del 72 vuelvo a la vida y me encuentro que, sin saber por qué ni por qué no, preparaba una serie de novelas históricas, breves y amenas. Hablaba yo de esto con mi amigo Albareda, y como le indicase que no sabía qué título poner a esta serie de obritas, José Luis me dijo:

—Bautice usted esas obritas con el nombre de Episodios Nacionales.

Y cuando me preguntó en qué época pensaba iniciar la serie, brotó de mis labios como una obsesión del pensamiento la palabra Trafalgar.

Después de adquirir la obra de Marliani, me fui a pasar el verano a Santander. En la ciudad cantábrica di comienzo a mi trabajo, y paseando una tarde con mi amigo el exquisito poeta Amós de Escalante, éste me dejó atónito con la siguiente revelación:

—¿Pero usted no sabe que aquí tenemos el último superviviente del combate de Trafalgar?

¡Oh, prodigioso hallazgo! Al siguiente día en la Plaza de Pombo me presentó Escalante un viejecito muy simpático, de corta estatura, con levita y chistera anticuada; se apellidaba Galán y había sido grumete en el gigantesco navío Santísima Trinidad. Los pormenores de la vida marinera en paz y en guerra que me contó aquel buen señor, no debo repetirlos ahora.

El tomo Trafalgar, donde se relata la terrible y gloriosa tragedia naval, se publicó en los primeros meses del 73, y en el mismo año di al público los tres tomos siguientes: La Corte de Carlos IV, El 19 de Marzo y el 2 de Mayo y Bailén. Al año siguiente siguieron sin interrupción otros cuatro, y a principios del 75 terminé la serie con La Batalla de los Arapiles. En los diez tomos conservé como eje y alma de la acción la figura de Gabriel Araceli, que se dio a conocer como pillete de playa y terminó su existencia histórica como caballeroso y valiente oficial del Ejército Español. La primera serie tuvo tan feliz acogida por el público, que me estimuló a escribir la segunda; en esta archivé la figura de Araceli y saqué a relucir la de Salvador Monsalud, personaje en que prevalece sobre lo heroico lo político, signo característico de aquellos turbados tiempos. Allí están la Masonería, las trapisondas del 20 al 23, la furiosa reacción, los apostólicos, la primera salida del Pretendiente para encender la guerra civil. Interrumpí esta serie con nuevos trabajos.

Capítulo IV

Sin dar descanso a la pluma, escribí Doña Perfecta, Gloria, Marianela y La familia de León Roch. Algunas de estas obras coincidió con la Restauración. Cuando Alfonso XII entró en Madrid, estaba yo corrigiendo las pruebas de Gloria. De la Restauración, de la existencia relativamente corta del Rey Alfonso, nada diré en estas páginas. Refiriendo en otras los dos casamientos de este simpático Soberano, he contado algo y aún algos, que el curioso lector leerá donde lo hallare.

Después de La familia de León Roch, y sin respiro, La desheredada, enseguida me metí con El amigo Manso, El doctor Centeno, Tormento, La de Bringas, Lo prohibido… Hallábame yo por entonces en la plenitud de la fiebre novelesca. Del arte escénico no me ocupaba poco ni mucho. No frecuentaba yo los teatros. Desde mi aislamiento sentía el rumor entusiasta de los grandes éxitos de D. José Echegaray. Aquel portento iba de gloria en gloria fascinando a todos los públicos. Conocía yo las obras de Echegaray por la lectura, no por la representación. Pasaron años antes que yo viera sobre las tablas las obras del gran maestro. De este modo corría el tiempo hasta llegar al 85. El 25 de Noviembre de aquel año murió Alfonso XII, de cruel enfermedad en la flor de los años. Ocurrió en el Pardo este suceso, no por previsto menos lastimoso. Al día siguiente falleció el General Serrano. Proclamada la Regencia de doña María Cristina, subió Sagasta al poder, y su primer acto fue convocar las Cortes para el año siguiente. Un amigo mío, de quien he de hablar mucho en el curso de estas Memorias, indicó a Sagasta que me sacara diputado por las Antillas. En aquellos tiempos, las elecciones en Cuba y Puerto Rico se hacían por telegramas que el Gobierno enviaba a las autoridades de las dos islas. A mí me incluyeron en el telegrama de Puerto Rico; y un día me encontré con la noticia de que era representante en Cortes, con un número enteramente fantástico de votos. Con estas y otras arbitrariedades, llegamos años después a la pérdida de las colonias. En la primavera del 86 se abrieron las Cortes. El que esto escribe, tuvo la satisfacción de ser incluido en la comisión del Congreso que asistió a Palacio al acto solemnísimo de la presentación del recién nacido Soberano de España, D. Alfonso XIII, el 17 de Mayo de 1886.

PEREDA Y YO

Capítulo I

Sintiéndome abandonado por mi memoria, la llamo, la interrogo en esta forma:

—Ven aquí, Memoria mía, auxiliar solícita de mi pensamiento. ¿Por qué me abandonas? ¿Duermes, estás distraída?

—El distraído eres tú. Años ha que estás engolfado en la tarea de fingir caracteres y sucesos. Apenas terminas una novela empiezas otra. Vives en un mundo imaginario.

—Es que lo imaginario me deleita más que lo real.

—Pues, como yo vivo solamente de la realidad, no oculto que me aburro en la cámara tenebrosa de tu cerebro poblado de fantasmas, y por el primer portillo que encuentro abierto me escapo… Me doy el gusto de divagar libremente por los espacios.

—Está bien, picaruela. Vuelve, entra, óyeme y responde a lo que voy a preguntarte: ¿Sabes tú cuándo estuve yo en Ginebra? ¿Fue en mi primer viaje a París o en el segundo?

—En los dos, bobito. Me parece que te estoy viendo pasear por el magnífico puente que une entrambas orillas del Ródano y detenerte a contemplar la isla de Rousseau y la estatua de este gran escritor. ¿No te acuerdas del hotel de Bergues?

—También estuve en el Metropolitano… Después fuimos a Lausanne, población encantadora situada en un alto que domina la extensión espléndida del lago Leman; me instalé en un hotel que lleva el nombre del escritor inglés que allí terminó su Historia de la grandeza y decadencia del pueblo romano.

—Hotel Gibbon, tontín.

—Y también tengo idea de haber estado en Neufchatel, donde vi un mercado de quesos Gruyère como ruedas de carro, en número infinito. Ahora, memoria mía, dime cuando estuve yo en Portugal.

—¡Ésta sí que es buena! Pero ¡si eso fue el año pasado, después que escribiste Lo prohibido!

—¡Ah, ya! Ya estoy orientado, memoria mía. Puedes dar otro paseíto por los espacios, y estarte atenta por si vuelvo a llamarte.

Mi gran amigo Pereda y yo, fuimos a Portugal acompañados de un rico comerciante santanderino. Del 72, el primer año que yo visité la capital cantábrica, data mi entrañable amistad con el insigne escritor montañés; amistad que permaneció inalterable, fraternal, hasta que acabaron los días del glorioso autor de Sotileza y Peñas arriba. Algunos creen que Pereda y yo vivíamos en continua rivalidad por cuestiones religiosas y políticas. Esto no es cierto. Pereda tenía sus ideas y yo las mías; en ocasiones nos enredábamos en donosas disputas sin llegar al altercado displicente. En verdad, ni D. José María Pereda era tan clerical como alguien cree, ni yo tan furibundo librepensador como suponen otros. En mi copioso archivo epistolar conservo como un rico tesoro multitud de cartas de Pereda, escritas maravillosamente en aquella prosa fluida, galana, incomparable.

Capítulo II

Pues, señor; nos plantamos en Lisboa, y allí se nos iba insensiblemente el tiempo contemplando las grandes bellezas de aquella ciudad, en la cual la irregularidad del terreno es un encanto más, como lo son el Tajo caudaloso y la rica vegetación que esmalta sus orillas. En Cintra[2] vimos un país de ensoñación, y el palacio de Penna, obra portentosa del rey D. Fernando de Coburgo[3], nos dejó atónitos. Los fabulosos jardines de Babilonia no son comparables a los bosques de gigantescas camelias que forman bóveda impenetrable para el sol. El regio castillo es de caprichosa y elegante arquitectura. La ascensión a tales alturas se hace en borricos, muy bien enjaezados, que saben perfectamente su obligación, y cobran por ello un puñado de reis. Desde lo alto se descubre, a la derecha, una estatua de Vasco de Gama, erigida en un culminante picacho, y a la izquierda, en la llanura lejana, el palacio de Mafra, imitación de nuestro Escorial.

De Lisboa nos fuimos a Oporto sin detenernos en el monasterio de Alcobaza ni en Batalla, monumento religioso construido en conmemoración de la victoria de Aljubarrota.

Oporto es una ciudad agradabilísima, cuna de las libertades portuguesas, situadas en agrias cuestas a orillas del Duero, festoneada, como Lisboa, de amenos jardines. El cementerio, poblado de mármoles y flores, a enorme altura sobre el río, tiene tal encanto y poesía, que los visitantes, fatigados de las inquietudes de la vida, envidian a los que reposan en eternidad tan apacible.

Oporto es una ciudad lusitana, donde más y mejor se habla español. En ella tuvimos el honor de tratar a diferentes personalidades científicas y literarias, entre ellas señaladamente al insigne escritor Oliveira Martins, que me obsequió con un ejemplar de su magnífica obra Historia de la civilización ibérica. Agradecidos y satisfechos, emprendimos la retirada hacia el Miño, internándonos en Galicia, donde no tardamos en separarnos, marchando los montañeses a Santander y yo a Madrid.

Sin acordarme ya de Galicia ni de Portugal, cogí la pluma y con elementos que de antemano había reunido, me puse a escribir Fortunata y Jacinta.

Capítulo III

De los afanes literarios que hondamente embargaban mi ánimo, descansaba con otros afanes que en cierto modo corregían los efectos de la vida sedentaria. Me refiero a mi afición a los viajes. Apenas apuntó aquel verano me fui a Santander y embarqué en un vapor de la Transatlántica que partía para El Havre. De este puerto partí inmediatamente para París, donde sólo estuve una noche. Al siguiente día, pasando por la Plaza de la Opera, vi en una tienda el anuncio de billetes circulares para la excursión por el Rhin. Sin pensarlo más, compré mi billete y emprendí mi correría solito, ansioso de pasar la frontera de Alsacia y llegar a Estrasburgo. Vi la famosa Catedral, con su reloj monumental, que ocupa una pared entera del crucero, marcando en sinfín de muestras los minutos, las horas, los días, las semanas, los años y hasta los siglos. De Estrasburgo pasé a Maguncia y Francfort, ciudad ésta encantadora, pulcra y alegre. De allí me trasladé a Vibrick, donde tomé el vapor para la excursión fluvial que era el preferente atractivo de mi viaje. Deliciosa, incomparable jornada a bordo de un espléndido vapor. Comíamos sobre cubierta, contemplando ambas orillas del Rhin, de cuya belleza no puede tener idea quien no las ha visto. Las guías y planos nos señalaban los parajes históricos y los fabulosos, la leyenda y la realidad. De las bellísimas poblaciones del tránsito, señalo Coblenza, y principalmente Bonn. En ésta me hubiera quedado de buena gana ver a mi gusto la casa en que nació el soberano músico Beethoven. Terminado en Colonia el trayecto fluvial de la excursión salí como flecha disparado hacia la Catedral; el monumento gótico más grande y perfecto que en el orbe existe. En el exterior descuellan sus dos torres y los airosos botareles; en el interior causan maravilla las vidrieras, imitación habilísima de las antiguas, como las que lucen en nuestra catedral de León Pulchra Leonina. En las capillas se admiran hermosas obras de arte, y en el ábside los sepulcros de los Reyes Magos. Por cierto que nunca pude comprender cómo se encuentran a orillas del Rhin las momias o esqueletos de los Soberanos de Oriente. ¿Será que cuando vienen estos señores a repartir juguetes a los niños en la fiesta de la Epifanía, se quedan por acá para esperar al año siguiente? Más asombro me causó ver en otra iglesia los huesos de las once mil vírgenes martirizadas en Colonia. Esas reliquias ocupan enormes estanterías que llenan todo el templo hasta el techo. Después de una visita a mi amigo el doctor Fastenrath, continué por ferrocarril el resto de la viajata circular: Aix la Chapelle, Lieja, Bruselas, Namur, Lille, París, para seguir inmediatamente al Havre con objeto de embarcarme en el mismo vapor que me había traído de Santander.

Capítulo IV

Expirando el verano volví a Madrid y apenas llegué a mi casa recibí la grata visita de mi amigo el insigne varón D. José Ido del Sagrario, el cual me dio noticia de Juanito Santa Cruz y su esposa Jacinta, de doña Lupe, la de los Pavos, de Barbarita, Mauricia la Dura, la linda Fortunata y, por último, del famoso Estupiñá.

Todas estas figuras, pertenecientes al mundo imaginario, y abandonadas por mí en las correrías veraniegas, se adueñaron nuevamente de mi voluntad. Visité a doña Lupe en su casa de la calle de Cuchilleros y platiqué con el usurero Torquemada y la criada Papitos. Pasaba largas horas en el café del Gallo, donde me entretenía oyendo las conversaciones de los trajinantes y abastecedores de los mercados de aves. Por la escalerilla subía y bajaba veinte veces al día y en Puerta Cerrada tenía el Cuartel general de mis observaciones. En la Plaza Mayor pasaba buenos ratos charlando con el tendero José Luengo, a quién yo había bautizado con el nombre de Estupiñá. Ved aquí un tipo fielmente tomado de la realidad visto en su natural traza y colorido.

El viaje de boda de Juanito Santa Cruz y su regreso a Madrid, así como la intriga del bárbaro Izquierdo, traficante en niños, hechos imaginarios, aunque parezcan reales. Lo verdaderamente auténtico y real es la figura de la santa Guillermina Pacheco. Tan sólo me he tomado la licencia de variar el nombre. La santa dama Fundadora se llamó en el siglo doña Ernestina. Recaudando cuantiosas limosnas, así en los palacios como en las cabañas, creó un asilo en cuya iglesia reposan sus cenizas. Esta gloriosa personalidad mecere a todas luces la canonización.

VIDA PARLAMENTARIA

Capítulo I

Asistía yo puntualmente al Congreso sin desplegar los labios. Oía, sí, con profunda atención cuanto allí se hablaba. De los debates no me ocupo, pues todo eso ha perdido interés en el vago curso de los tiempos. Trataré con preferencia de las amistades que en el Parlamento hice. Por el cristal de mi memoria, que muy a menudo se empaña, pasan amigos de la política, de la literatura, de la Prensa: Maura, Puigcerver, Canalejas, Villanueva, Gamazo, Balaguer, Núñez de Arce, Manuel Reina, Ramón Correa, Ferreras, el marqués de Castroserna… De los que cito a bulto, sólo vive Maura, actual director de la Academia Española, y aún conservamos la vieja amistad. Los demás pasaron, ¡ay! El que más perdura en mis recuerdos es el llamado Maestro Ferreras, el hombre de mayor agudeza política, el más sincero y consecuente, el que siempre fue la misma modestia, el que, habiendo podido ocupar los puestos más altos, no quiso salir de su condición humilde y laboriosa, el leal amigo y en mil ocasiones consejero de Sagasta, pues Ferreras poseía como nadie el arte de expresar fielmente la opinión.

En la primavera del 88 Ferreras y nuestro amigo el marqués de Castroserna me catequizaron para ir con ellos a la Exposición de Barcelona. Castroserna era un prócer opulento y generoso, primer contribuyente por territorial en dos o tres provincias, liberal de corazón y muy adicto a don Práxedes. Poseía una galería de cuadros notabilísima que heredó de su hermano el conde de Adanero. Solía comer en el Casino, y casi siempre enganchaba en el congreso a algún amigo para que le acompañase a la mesa. Llevaba consigo descomunal petaca llena de riquísimos habanos. Fumador empedernido, con exquisita urbanidad contagiaba del vicio del tabaco a sus amigos y comensales.

Capítulo II

De acuerdo los tres amigos, partimos en el expreso para Barcelona; nos alojamos en un magnífico hotel improvisado que, si no me engaño, se llamaba Internacional. Visitamos la Exposición, maravilla en la cual se revelaban los altos pensamientos y la tenacidad del inolvidable ciudadano Ríus y Taulet. A nuestro jefe Sagasta le veíamos diariamente en el hotel Arnús, donde residía, y a la reina Cristina ofrecimos nuestros respetos en el Ayuntamiento, convertido en residencia palatina. En aquellos alegres días todas las naciones del mundo estaban representadas en el puerto de Barcelona con lo mejor de sus escuadras. Cuando la Reina salía de paseo en la lancha real, mandada por el general Antequera, estallaba el cañonero de las salvas. El estruendo formidable, el humo, el griterío de los hurras de la marinería, daban la sensación de una colosal batalla entre los cielos y la tierra. Quien tal presenció nunca podrá olvidarlo.

Su Majestad la Reina Regente se dignó un día convidarnos a comer a los diputados que estábamos en Barcelona. Coincidió esto con la llegada del Rey de Suecia, que, viajando en su yate, se presentó inopinadamente en Barcelona. Los tres amigos tuvimos, pues, el honor de comer en Palacio con dos testas coronadas: Oscar II de Suecia y la Reina Regente de España. A la hora prescrita estábamos todos los invitados en un salón, hasta que un funcionario palatino anunció la presencia de los Soberanos. En la puerta vimos aparecer a la reina Cristina cogida del brazo de un caballero de alta estatura y elegantísima presencia: era el rey Oscar. Siguieron ellos hacia el comedor, y los invitados detrás. Cada cual ocupó su asiento en la mesa y empezó el banquete. Ni antes ni después de aquel día me he visto yo en actos tan ceremoniosos. Hablaba bajito con los que a mis lados tenía. Luego pude advertir que en la mesa reinaba cierta confianza y comunicatividad de buen gusto. La Reina y el rey Oscar de Suecia sostenían conversación muy animada con Sagasta y las damas de la Reina; bromeaban y reían. Pronto entendimos que el Soberano escandinavo explicaba el origen de la conocida locución hacerse el sueco.

Oscar II merece de la Historia calurosos elogios; fue un Monarca verdaderamente magnánime. En el final de su reinado surgió en los pueblos escandinavos el grave problema de la separación de Noruega. Antes que derramar en intestina guerra la sangre de dos pueblos hermanos, consintió en la secesión, prefiriendo la gloria de austera humanidad a las aparatosas vanaglorias militares.

Capítulo III

En el correr de aquel año 1888, diferentes acontecimientos embargaban mi memoria; no sé dar preferencia. Nada os importa que escribiera en aquellos meses el segundo y tercer tomo de Fortunata y Jacinta. No sé si anticipar o retrasar fechas para referiros una nueva viajata. Otro de los amigos míos más entrañables fue y es Pepe Alcalá Galiano, nieto del famoso don Antonio y pariente de todos los Galianos que en el mundo han sido: Valera, Casa Valencia, etc… Empezó su carrera consular en Jerusalén; luego sirvió en diferentes consulados, y, por último, pasó a Newcastle, donde estuvo muchos años. Había casado en Madrid con una dama irlandesa tan bella como ilustrada. Yo iba todos los veranos a Newcastle-on-Tyne y vivía algunos días con la feliz pareja en la casa del Consulado disfrutando de la dulce hospitalidad inglesa. De allí partimos Pepe Galiano y yo para nuestros viajes estivales, que algunos fueron tan extensos como si diéramos la vuelta al mundo. Ved aquí la muestra: embarcamos en el río Tyne para irnos a Rotterdam, interesante población holandesa; de allí fuimos a La Haya, y en esta capital, como en Ámsterdam, admiramos las maravillas de la pintura neerlandesa en los museos de ambas ciudades. Si es maravilla grande la pintura de Rembrandt, no es maravilla menor la original estructura de la ciudad de Ámsterdam, construida sobre canales como Venecia. Por verlo todo en aquella preciosa urbe, visitamos con detenimiento el barrio judío, donde trabajan los lapidarios tallando el diamante. Y como urgía seguir nuestro camino para ver nuevas tierras, ¡adiós!, Holanda limpia, país de jacintos y tulipanes; ¡adiós, praderas risueñas y vacas fecundas, cuyas ubres manan ríos de leche!; ¡adiós, reina Guillermina! —a quien no tuvimos el honor de conocer personalmente—. ¡Adiós, adiós, que nos vamos atravesando las llanuras alemanas hasta Berlín!

Capítulo IV

Ya estamos en Unte der Linden (Bajo los Tilos), avenida famosa que va desde el monumento del gran Federico hasta la Puerta de Brandeburgo, lo más animado y concurrido de la capital prusiana. Berlín es población grandona, triste; descuellan en ella el Palacio Imperial, la Universidad, el Parlamento, la modesta residencia en que vivía Guillermo I; los Museos, así el de Pintura y Escultura como el Industrial; donde existen colecciones arqueológicas de un valor inestimable; el magnífico parque que separa la población de Berlín de la de Charlotemburgo; el Panteón Regio, y en éste, la soberbia escultura yacente de la reina Luisa.

Visto y admirado todo lo interesante que posee Berlín, fuimos a Potsdam, el Versalles prusiano, y sin detenernos nos dirigimos al palacete Sans Souci, labrado por Federico el Grande para pasar obscura y tranquilamente sus últimos años lejos del cortesano bullicio. En una de las salas de Sans Souci está instalado hoy el Museo Hohenzollern, donde se admiran preciosas miniaturas, tabaqueras, autógrafos y miles de cartas.

Este palacio que ahora describo trae a mi memoria la siguiente anécdota hispanoprusiana: Cuentan que el embajador de Carlos III de España, marqués de Sotomayor, llegó a la presencia del Rey de Prusia, y después de las ceremonias de rúbrica, le dijo:

—Sire: mi augusto Soberano desea que Vuestra Majestad se digne informarle de la táctica que ha usado en sus gloriosas campañas militares para que sirva de norma a nuestro Ejército.

Oyendo esto el gran Federico quedó suspenso, y entre riente y burlón contestó:

—Pero, ¡señor Embajador, si mi táctica es la española! La aprendí en la magna obra del marqués de Santa Cruz de Marcenado, que usted, como general, conocerá sin duda…

Quedó el marqués de Sotomayor tan corrido y turbado, que apenas pudo articular estas palabras:

—Sí, Majestad, la conozco; pero…

Queriendo el gran Federico cortar esta situación enojosa, cogió de la mesa próxima un papel de música, y, dándolo al Embajador, le dijo:

—Ésta es una marcha compuesta por un gran músico alemán. Yo la considero obra maestra por su brevedad solemne y grandiosa. Llévela usted de mi parte a Su Majestad católica para que la adopte como Himno en los actos palatinos.

Ved aquí lectores míos, cómo vino a España la Marcha Real. Y si me dijeren que es invento, como me lo contaron os lo cuento.

Vaya, caballeros, ya estamos aquí de más. Cogimos el tren y salimos pitando, atravesando Sajonia y Baviera, hasta parar en Hamburgo, ciudad deliciosa, muy distinta de Berlín. En esta domina la rigidez militarista; en Hamburgo, el alegre bullicio comercial. En derredor del hermoso lago llamado Alster existen todas las casas de Banca, las lujosas tiendas y los hoteles, donde casi todos los camareros hablan español. Hamburgo es ciudad cosmopolita; su inmenso tráfico con América trae a sus almacenes productos coloniales suficientes para abastecer a medio mundo. Apartada de la población comercial por largo trayecto en tranvías, está la población de los placeres, San Pauli, donde halláis los pasatiempos nocturnos: bailes, conciertos, cupletistas, gran mujerío, rifas, etc., etc.

De San Pauli nos vamos a la célebre Altona, ciudad dinamarquesa separada de Hamburgo tan sólo por una calle. Los que atraviesan esta vía, si llevan una maletita en la mano, son registrados, porque se pasa de uno a otro régimen aduanero. Galiano y yo sufrimos este pequeño vejamen, porque en Altona hay que tomar el tren para Kiel, camino de Copenhague. Hacia la capital de Dinamarca nos encaminábamos. En Kiel, cabecera del canal que Alemania establecía para comunicar el Báltico con el Océano, tomamos un vaporcito que, en menos de una noche, nos condujo a Koersor, y de allí un rápido tren nos llevó a tomar el desayuno en Copenhague.

Capítulo V

La primera evocación que surge en mi mente es la del famoso escultor Torwaldsen, que en los comienzos del siglo XIX renovó el arte griego con maestría. En nuestro Museo de Escultura hay algo suyo que no recuerdo. Estudiando en Roma fue el escultor danés muy amigo de nuestro pintor Federico Madrazo, que le hizo un retrato. En Copenhague se conserva la obra completa de Torwaldsen, en el Museo que lleva su nombre. Allí están sus esculturas, unas auténticas y otras reproducidas, entre ellas, El Día y La Noche, dos bajorrelieves encantadores que, además de la fama, han alcanzado la popularidad. Visitando después todo lo interesante de aquella hermosa capital, es inevitable que lo imaginario se sobreponga a lo real. ¿Quién puede contenerse dentro de la realidad hallándose frente a la inmensa figura de Hamlet? Creado fue por un poeta, de quien otro poeta dijo que había creado tanto como Dios. Los cicerones, que abundan en toda localidad nutrida de recuerdos históricos o de curiosidades sorprendentes, nos llevaron a contemplar lo que, a juicio de ellos, era la gran atracción de cuantos forasteros llegaban a la tierra. ¿Qué portento querían mostrarnos los oficiosos cicerones? Pues nada menos que la tumba de Ofelia. ¡Por Cristo, la emoción que sacudió nuestros nervios ante aquel sepulcro apócrifo fue más intensa que si hubiéramos creído en la existencia de la infeliz doncella hija de Polonio! ¡Oh poder del arte, que das al mundo creaciones más perdurables que las de la propia Naturaleza! Los cicerones, locuaces y muy aferrados a su oficio, nos hablaron de la pobrecita Ofelia como si la hubieran conocido y presenciado la ceremonia de su entierro. Mi amigo y yo, encantados de lo que habíamos visto, les preguntamos cómo iríamos a ver las famosas murallas de Elsinore, donde se desarrollan las primeras escenas iniciales del primero de los dramas que en el mundo han sido. A esto nos contestó uno de ellos que las murallas existían lo mismo que en el tiempo en que se apareció el fantasma del Rey difunto. «En menos de una hora de tren pueden ustedes ir allá. Ningún viajero se va de Copenhague sin dar un vistazo al lugar donde el Rey difunto volvió del Infierno para contarle a su hijo lo que todos sabemos. Vayan, vayan…».

Fuimos, y, sugestionados por el mágico poder del arte, recorrimos la muralla en la noche tenebrosa y siniestra…; no sé si con los ojos de la razón o con los de la cara vimos la trágica, la hermosa escena… El espantoso espectro del Rey con cetro y celada pasó gravemente ante nosotros sin miramos. De improviso sonó el canto del gallo: al oírlo, el espectro desapareció, y nosotros volvimos a la desabrida realidad.

ESCAPATORIA OTOÑAL

Capítulo I

Desde mi entrevista con la sombra del rey Hamlet sentíme abandonado de mi memoria, que revoloteaba fuera de mi cerebro jugueteando con el olvido. No estoy seguro de mi derrotero para volver a mi querido Madrid. Es posible que mi amigo y yo regresáramos a orillas del Elba y que en los muelles de Hamburgo nos embarcáramos para Inglaterra. Llegamos a Hull; de ahí fuimos a Newcastle; allí me separé de mi amigo. Sin el auxilio de mi memoria puedo asegurar que fui solo a Edimburgo. Solo fui también a Birmingham, desde donde partí para Stratford-on-Avon, patria del gran dramaturgo inglés y universal. Nada debo decir de Edimburgo ni de Stratford, pues ya lo he dicho en otro lugar. El itinerario de este vagabundeo para llegar a Madrid fue el siguiente: Londres, Dover, Calais, París, Burdeos, Santander. A poco de llegar a Madrid, ya estaba el español errante agarrado a sus cuartillas escribiendo Miau. El frenesí de emborronar papel llevóme luego a trazar La Incógnita, dándole forma epistolar. Inmediatamente emprendí Realidad, que no es otra cosa que el mismo asunto de La Incógnita, desarrollado en diálogo a la manera teatral. No pensé entonces llevar esta obra a la escena, y hubieron de pasar bastantes años hasta que Realidad apareciera ante las candilejas y entre los lienzos pintados.

Sobrevinieron los días estivales, marché a Santander, y desde allí, por cartas, tratamos Pepe Galiano y yo una escapatoria otoñal. ¿Adónde iríamos? A Italia. Yo me dirigí a Liverpool. Galiano y yo nos reunimos en Londres; pasamos el Canal de la Mancha, y en París tomamos billetes de ida y vuelta a Italia, yendo por Mont Cenis y volviendo por Vintimiglia. Corred, volad, exploradores de lo ideal, amantes de lo bello.

Atravesad los Alpes por el túnel más grande que en el mundo existía; deteneos en Turín, la ciudad rectilínea; seguid a Milán; contemplad la Cena, del inmenso Leonardo; el Duomo aéreo, la famosa Galería, la Scala, y seguid, seguid hasta Verona, donde nos encontraremos con una pareja ideal: Romeo y Julieta. Ved la casa de Capuleto, la casa de Montesco, los sañudos rivales reconciliados en el amor y en la muerte. Contemplemos las tumbas de los Scaligeros, en medio de la calle; la Signoria, el Campanile, y, por último, vámonos a orar junto a la tumba de Julieta, que se conserva en el convento de los franciscanos. Para llegar a este poético lugar atravesamos un sendero poblado de gigantescos cipreses. Verona es la ciudad de los balcones floridos y de los cipreses majestuosos y fúnebres. La tumba de Julieta es un sepulcro romano que tiene el aspecto de una tina de baño y no está llena de agua, sino de tarjetas. Todos los extranjeros que llegan a Verona dejan su nombre en una cartulina doblada por la punta. Excuso decir que también nosotros rendimos el mismo tributo.

Sucedió que en aquellos días se le hincharon las narices al Adige; la inundación invadió ciertos barrios de la ciudad, y como nos molestaba recorrer las calles en lanchas y barquichuelos, resolvimos zarpar de Verona para navegar en aguas de Venecia. Dominados por la obsesión de las figuras shakesperianas, nuestro primer pensamiento en Venecia fue buscar las huellas del valiente Otelo y del pérfido Yago. Ya no estaban allí; se había ido a Chipre, donde tenían campo más ancho para su tragedia. Al que sí encontramos pasando por el puente Rialto fue a Shylock, el terrible avariento, que aún lloraba la fuga de Jessica y la desaparición de su tesoro por la sentencia de la hermosa y justiciera Porcia. No me detendré en describir los encantos de Venecia, que son harto conocidos en el mundo literario. Creo que incurriría en amaneramiento si hablara con extensión de San Marcos, del Palacio ducal, de las palomitas, ciudadanas predilectas del Municipio, que a las doce en punto acuden a comer a la plaza; del Gran Canal, del Puente de los Suspiros, del Colleone, el soberbio jinete cuyo caballo, rival de los de Lisipo, es el asombro de los venecianos; del Museo de San Zanipolo, donde existe lo mejor de la pintura veneciana; de los palacios, de las góndolas, del Arsenal, del Lido y demás encantos de la ciudad, entre los cuales no puedo contar la infinita plaga de mosquitos. Tales estragos hizo en nuestra piel esta diminuta grey, engendro de las lagunas, que a los pocos días tuvimos que salir de estampía para Padua.

Capítulo II

Aunque en Padua continuaron acosándonos los aguijones anunciados con trompetillas, soportamos la molestia por San Antonio, y su estupenda basílica; por los frescos de Giotto, por la Virgen de la Arena, las pinturas de Mantegna, la estatua de Malatesta…, y adiós, Padua; vámonos a Bolonia.

Famosa por su Universidad, lo es también para nosotros por el Colegio que allí fundó en el siglo XV nuestro cardenal Albornoz, que arrojado de España por Don Pedro el Cruel buscó refugio en Roma. Recorrida la ciudad extensa, de calles largas y tortuosas, con soportales que protegen al transeúnte contra la tenaz lluvia de aquel país, dimos con la Fundación de San Clemente, objeto principal de nuestra curiosidad. Cuando entramos, el portero nos dijo que el director y los alumnos estaban en el campo y no volverían hasta pasadas las vacaciones. Nos contentamos con ver el patio, de noble y elegante arquitectura, algunas aulas, la magnífica biblioteca y otras dependencias del hermoso edificio. Pepe Alcalá Galiano, que había conocido en Madrid a dos jovencitos de la mejor sociedad, que a la sazón eran alumnos del Colegio de Albornoz, preguntó al portero si podría enseñarnos las habitaciones de don Álvaro y don Rodrigo Figueroa. A lo que el amable portero contestó señalando una estancia:

—Aquí es: pasen y verán el aposento donde viven esos dos señoritos.

Entramos, y con rápido examen pudimos apreciar el confort de la habitación estudiantil: buenos muebles, muchos libros, mapas, un juego de ajedrez, floretes para el ejercicio de esgrima, y, entre todo esto, multitud de retratos de lindas y alegres muchachas de teatro.

Después de mirar bien cuanto había en el aposento, preguntamos si eran aplicados los chicos de Figueroa.

—Como aplicados, no sé, no sé; pero son listos, simpáticos, y aquí les queremos todos.

Estos señoritos de Figueroa, don Álvaro y don Rodrigo, son hoy el conde de Romanones, Presidente del Consejo de Ministros, y el duque de Tovar, exembajador de España en el Vaticano.

No quisimos salir de Bolonia sin ver lo más notable de aquella ciudad. Visitamos la iglesia del Rosario, donde está el sepulcro de nuestro paisano Santo Domingo de Guzmán, nacido en las inmediaciones de Burgo de Osma. ¡Cuán solitaria la iglesia y la capilla! Ni un alma vimos acercarse al mármol que encierra los restos de aquel santo varón. ¡Qué diferencia entre este templo y el de Padua, donde hormiguea la muchedumbre de gentes devotas del Santo, amparador de los humildes y consuelo de los que padecen y lloran! Es que en la jerarquía celestial, como en la terrena, la simpatía y el amor favorecen a unos y a otros les envuelve en la fría indiferencia. Hay santos popularísimos, y entre todos descuella el portugués Antonio de Padua, ídolo de las muchachas, y los hay que, aunque tengan en el Año Cristiano una larga historia, no obtienen de los creyentes ni un recuerdo, ni una oración, ni una lágrima.

Memoria: ¿se me ha quedado algo en Bolonia? Si tú llevas cuenta de estos olvidos, guárdalos para otra vez, vámonos a Florencia.

Capítulo III

Ya estamos en la ciudad de los Médicis. Ven a acá, memoria mía, y ayúdame. ¿Encontraremos aquí al Dante, quiero decir, su sepulcro?

—Bobalicón, ¿no sabes que el Dante está enterrado en Rávena? Aquí, en la iglesia de Santa Croce, existe un monumento con la siguiente inscripción: Onorate l’altisimo poeta.

—Ya, ya sé. Los demás monumentos contienen las cenizas de Maquiavelo, Alfieri y no sé si Galileo. Y después de ver esto, ¿qué orden he de seguir para recrearme como es debido en las innumerables bellezas de esta ciudad?

—Ya que hablamos del Dante, empieza por visitar la casa en que nació y vivió el soberano poeta. De allí te vas al Baptisterio, donde tienes largo tiempo de éxtasis contemplando las puertas de bronce, obra del escultor Ghiberti. Sigue por diversas calles, donde puedes admirar hermosas estatuas, que en Florencia las calles son museos admirables, y pasito a paso llegarás a la plaza de la Signoria, donde verás la famosa Loggia dei Lanzi. ¡Oh, qué maravilla! ¡Qué prodigio de arte! Bajo unas arcadas sostenidas por columnas de piedra, se ven obras tan estupendas como el Perseo, de Benvenuto Cellini; El robo de las sabinas, de Bacio Bandinelli, y otras obras de la antigüedad y del Renacimiento. Cuando mi amigo y yo entrábamos en la Loggia empezó a llover, y todos los chiquillos que en la plaza vendían fósforos y periódicos, así como los pobres vendedores de golosinas, corrieron a guarecerse bajo las arcadas, donde existe a la intemperie uno de los más bellos museos del mundo. Y aquí se ve lo extraordinario y peregrino del caso. Entre las bellas estatuas juegan los chiquillos traviesos y toda la pobretería de la ciudad, sin que en el curso de los siglos se advierta en los mármoles y bronces el menor deterioro, ni una rotura ni un rasguño. Y es que Florencia es el pueblo único donde existe no sólo el respeto, sino el culto al arte, así en la aristocracia entonada como en la plebe mísera.

Echamos un vistazo a la estatua ecuestre de un Médicis, y con la devoción que inspira un recinto sagrado entramos en la Galería degli Uffizi, el gran museo, mejor dicho, el cielo de la pintura florentina, donde forman corte Rafael de Urbino, Andrés del Sarto, Perugino, Julio Romano y una pléyade interminable, que esta maldita memoria mía no me deja enumerar…

Ven acá, memoria retozona y holgazana; ven y llévanos a donde podamos admirar el David, del inmenso Miguel Ángel, y las graciosas esculturas de Donatello, sin olvidar a Pompeyo Leoni y Pedro Tacca.

Vámonos pronto; condúcenos a ver el puente sobre el Arno y las risueñas campiñas que rodean esta ciudad…

Aunque mucho más podríamos decir de la deliciosa Florencia, tenemos que ir a Roma. Allí veremos a Miguel Ángel en su triple grandeza de pintor, escultor y arquitecto. Allí veremos la Roma pagana y la Roma papal.

Allí saludaremos a nuestros amigos Julio II y León X, y daremos un apretón de manos a Julio César, Cicerón y Virgilio… Vamos, vamos; pero ahora me acuerdo, ¿no pasaremos por Asís y Sierra? La memoria nos dice que esas poblaciones, la una popularizada por San Francisco y la otra por Santa Catalina, las veremos al regreso. Ahora no debemos detenernos hasta la llamada Ciudad Eterna.

Capítulo IV

¡Cosa más rara! Al cabo de un fatigoso y molesto viaje, entra uno en Roma como si entrara en cualquier ciudad provinciana. Todo lo que se encuentra desde la estación hasta la Vía Trattina —Hotel Americano, dónde nos alojamos—, vulgarísimo; tan sólo la fuente de Trevi, que vimos de refilón, nos sorprendió por su opulento barroquismo y la abundancia de sus aguas corrientes. Sin quitarnos el polvo del camino, tal era nuestra impaciencia, nos lanzamos a través de las calles buscando la Catedral de San Pedro, cuya cúpula, a ratos vista, a ratos soñada, se nos aparecía entre el cielo y la tierra. Sin que nadie nos guiara, pasamos el Puente de Sant Ángelo, y al fin llegamos a la inmensa plaza circular, la columnata, las desmesuradas estatuas de San Pedro y San Pablo.

Atontados miramos estas maravillas, y hallando abierta la puerta de la basílica, nos colamos dentro. Recorrimos la gran nave; nos paramos frente al baldacchino, elevamos nuestras miradas a la cúpula y leímos el principio de la famosa inscripción Tu es Petrus, cuyas letras tienen tres varas de largo; luego dimos una vuelta por el ábside, donde está la estatua del Pescador, con las llaves en la mano, y encogiéndonos de hombros y con cierta indiferencia despectiva, salimos a la calle, diciendo que el inmenso monumento nos había parecido pequeño.

En la segunda o tercera visita a San Pedro, los visitantes se hacen cargo del enorme tamaño de aquel templo sin igual. Entrando por el Portone di bronzo, custodiado por la Guardia suiza, penetramos en el Vaticano y recorremos los extensos patios, toda la planta baja, el Museo Clementino, enriquecido con las más estupendas maravillas de la estatuaria griega: el Apolo de Belvedere, el Antinoo, las Venus, las Dianas, las Minervas, las Hebes, las Ceres, el Laocoonte, el Nilo y los lindos grupos de Gracias, Musas, Ninfas, Nereidas, Sirenas, Quimeras, Parcas y, en fin, todo ese mundo marmóreo, expresión de la fecunda fantasía helénica, que con las energías de la naturaleza creó la más alta poesía y la más bella religión.

Amigo, hasta luego. En el próximo capítulo os referiré historias y anécdotas de los pontífices León XIII y Pío IX.

LO QUE ME CONTÓ UN ABATE

Capítulo I

Nadie ignora que León XIII fue un hombre ilustradísimo, tan versado en las abstracciones teológicas como en el conocimiento de la vida social. Nuncio de Su Santidad en Bélgica, el cardenal Pecci se acreditó de hábil diplomático, y al ocupar el solio pontificio, a la muerte de Pío IX, dio pruebas de poseer extraordinario talento político. Condujo la nave de San Pedro con sutil destreza, evitando los escollos que en el revuelto mar de Europa le salían al paso. Cuentan que, a pesar del irreductible antagonismo entre el papado y la Monarquía italiana, el Pontífice y la reina Margarita, esposa del rey Humberto, sostenían comunicación familiar y afectuosa; León XIII contestaba la Reina con versos en latín, lengua que poseía con rara perfección. Su alta estatura, su despejada frente, su mirar penetrante, su boca rasgada y risueña, que le daba cierto parecido a Martínez de la Rosa, le hacían extremadamente simpático.

Tuve el honor de asistir con mi amigo Galiano a la misa de réquiem que dijo el Papa en San Pedro en la terminación del jubileo, a los pocos días de nuestra estancia en Roma. De esta festividad solemne y aparatosa he hablado extensamente en algunos de mis libros. ¿En cuál? No lo sé. He preguntado a mi memoria, pero está se halla hoy tan distraída y volandera, que no ha podido sacarme de dudas. Para asistir a la misa papal en San Pedro, nos facilitó papeletas el ilustre caballero don Alejandro Groizard, a la sazón Embajador de España. Un día nos convidó este señor a comer a su residencia del Palacio de España. Entre los comensales hallábase un abate romano, de figura distinguida, aire social y charla donosa. Recayó la conversación en Pío IX —Mastai Ferretti—, y tanto el Embajador como el abate convinieron en que el antecesor de León XIII era un hombre muy salado, graciosísimo.

Para referir lo que nos contó el abate me parecía retroceder un pontificado, y en esto me ayuda eficazmente mi caprichosa memoria, más fiel que en los hechos históricos, en lo anecdótico y familiar.

Capítulo II

Eran los años turbulentos que anunciaban el fin del poder temporal. Dividida la opinión en dos bandos, los fanáticos del papado se llamaban negros, y los partidarios de la Casa de Saboya, blancos. Recibió Pío IX en audiencia a una señora que le llevaba una ofrenda de dinero. Era la dama furibunda papista, y tenía la costumbre de teñirse las canas, con tan poco arte, que llevaba su cabellera charolada, como si fuera de azabache. El Papa, rodeado de su corte, la recibió con su habitual afabilidad.

Arrodillada la señora con profunda emoción ante el supremo jerarca de la Iglesia, rompió a llorar; y Pío IX extendió su mano bondadosa sobre la cabeza de la señora, y disimulando la sorna con la cortesía, le dijo:

—Leí sempre nera (Usted siempre negra).

Y ella, sollozante y compungida, respondió:

—Sí, Santísimo Padre, io sempre nera.

Los de la corte papal, que comprendieron la sutil broma, se mordieron los labios para no soltar la risa ante la solemne escena.

La censura de toda clase de escritos era entonces tan extremadamente rigurosa, que no se podía publicar en Roma cosa alguna, periódicos, dramas, comedias, poesías, sin el exequatur del cardenal censor, que era hombre de una severidad despampanante. Un eximio poeta italiano le llevó una oda para que autorizase su publicación. El censor la leyó atentamente y negó el exequatur si el autor de los versos no cambiaba una palabra. Pero ¿qué palabra, señor? Pues el adjetivo angélica, que el poeta aplicaba a una mujer hermosa; semejante calificativo no podía darse más que a los espíritus puros, ángeles del Cielo. Discutieron largo rato el poeta y el Cardenal; pero éste, más terco que un cerrojo, se cerró a la banda, y dijo al poeta:

—Señor mío, su oda no saldrá a luz en letras de molde mientras usted no cambie el adjetivo angélica por otro. Para pintar la hermosura de una mujer hay muchos y diferentes términos, por ejemplo: puede usted decir fulanita o menganita es armónica, y no se meta usted con los ángeles.

Después de largo disputar, el poeta, ya cansado, con tal de ver su oda en letras de moldé, accedió al cambio, y se publicó la composición, donde se decía que una tal Laura era la damisela más armónica que se conocía en Italia.

Este caso de censura fue en el Vaticano muy comentado y reído, y Pío IX se partía de risa cuando se lo contaron. Salía diariamente a pasear en coche Su Santidad, acompañado de un Cardenal, y una tarde que le correspondió esta hora al terrible censor, preguntando el cochero al Pontífice la dirección que debía tomar, Su Santidad, con rotunda y sonora voz respondió:

—A la porta Armónica.

Suspenso y turbado el auriga, dio a entender que no conocía tal puerta. El Papa repitió la frase: «A la porta Armónica».

Y gravemente añadió:

—Antes decíamos la puerta Angélica, pero Monseñor no quiere que digamos angélica sino armónica.

Oyendo esta fina guasa, el intransigente censor quedó corrido y anonadado.

A pocos meses de este verídico suceso asaltaron los garibaldinos la Puerta Pía, y apoderándose de Roma acabó el poder temporal.

Capítulo III

Retrocediendo más en la cronología pontificia, hablaré de los papas cuyos nombres van gloriosamente unidos a la historia del arte.

A Julio II —della Rovere— corresponde la iniciativa de las grandes creaciones artísticas. Era muy entendido en pintura y gustaba inspeccionar personalmente las obras. Un día en que Miguel Ángel estaba atareado con los frescos de la Capilla Sixtina, vio desde los altos andamios al Papa, curioseando desde abajo. Era el gran pintor muy atrabiliario, y no le agradaba que escudriñaran su trabajo. Con el pie empujó un tabón, que al caer no produjo más efecto que el ruido y el susto consiguiente. El Papa, tomándolo por las buenas, gritó desde abajo:

—Buonarroti, ¿no has visto que estoy aquí?

Mediaron explicaciones y excusas; el artista quedó rezongando, y no pasó más.

Una de las obras estupendas de Miguel Ángel es el Moisés, que esculpió para el sepulcro de Julio II. Entramos cuando la iglesia estaba ya medio a oscuras, sin otra feligresía que unas pobres beatas rezagadas. El sacristán, agitando un manojo de llaves, las incitaba a despejar la iglesia; pero al vernos, viendo también la perspectiva de una propineja, no cerró, y nos dijo:

—Adelante, señores; allí lo tienen.

Señalaba una formidable masa blanca marmórea. Era el Moisés. Nos acercamos temerosos hasta llegar junto a la gigantesca figura y pusimos nuestras manos sobre el pie del patriarca. Está sentado; con una mano sostiene las Tablas de la Ley, y con la otra acaricia su luenga barba; en su frente dos ricitos marcan los cuernos luminosos con que en la antigüedad se le representara. Si esta figura se pusiera en pie, tocaría en el techo de la iglesia. El mausoleo está incompleto, porque falta la figura que debió hacer juego con el Moisés.

Capítulo IV

Sin requerir la asistencia de mi memoria, pasemos de San Pietro in Vicoli al Palacio Doria, que contiene uno de los más interesantes museos de Roma. Descuella como joya culminante en ese Museo el retrato del Papa Inocencio X (Doria Pamphili). Maravillosa obra de nuestro gran Velázquez, que en su viaje a Roma enalteció con extraordinario vigor y valentía el realismo de la pintura española. No trató de embellecer la figura del Papa, ni colocarle en postura, conforme a las rutinas académicas. La imagen del Papa resulta en su retrato como era en la realidad. Las facciones duras y bastas, el ademán tosco, el color del rostro encendido, herpético; viste de rojo, y rojas son también las cortinas del fondo. El estilo jugoso del pintor se revela en esta obra como en Las Hilanderas, Las Meninas y Los Borrachos. Campea el retrato de Doria Pamphili en una sala de honor, bajo un dosel, con el soberano aislamiento de las cosas únicas. Lo custodian dos servidores ostentando la librea de la ilustre casa, los cuales no permiten sacar copias ni fotografías de la obra de Velázquez. Esta prohibición no debió de ser absoluta en tiempos anteriores, porque en la colección de El Escorial, lo recuerdo bien, existe una copia, no muy fiel, de este retrato.

A continuación de la sala, que llamaríamos del trono, se extiende la galería del Museo Doria, compuesta de obras admirables, entre las cuales descuellan los retratos de Navagero y César Borgia, debidos a Rafael de Urbino; estas dos obras, con el Doria Pamphili, de nuestro Velázquez, constituyen la principal atracción de aquel Museo.

Visitando los templos de Roma se ven suntuosos sepulcros de papas; en San Pedro hay algunos de los más espléndidos. El de Julio II, ya he dicho dónde está. Sixto V (Félix Peretti) está en Santa María Maggiore. En Santissimi Apostoli admiramos el de Ganganelli (Clemente XIV), que decretó la extinción de los jesuitas. En San Lorenzo Extramuros yace Pío IX. Todos los papas tienen fastuosos sepulcros, con excepción de los Borgia, Calixto III y Alejandro VI, que están en cajas de plomo arrinconadas en la iglesia española de Monserrat; así nos dijo el rector de dicha institución, monseñor Benavides. La autoridad pontificia quería que España se encargara de dar sepultura decorosa a estos dos papas valencianos, y el Gobierno español, sin desestimar esta proposición, salió del paso con un largo expediente, que en los días a que me refiero estaba muy lejos de una resolución práctica. Ignoro, pues, el si estos dos pontífices hispanos están todavía insepultos.

Capítulo V

No creáis que voy a decir pestes del Papa valenciano Alejandro VI, como es constante manía en sus apasionados detractores; si era en verdad casquivano y mujeriego, divirtiéndose con suntuosos festines y aun corridas de toros en el Vaticano, también lo es que a él se debieron trascendentales acuerdos pontificios, como la demarcación que sabiamente trazó en el mapa, asignando la mitad occidental del mundo a las conquistas españolas, y la mitad oriental a las de Portugal. En Tordesillas recibieron los Reyes Católicos esta resolución, que la tuvieron por muy práctica y conveniente. Pasaré por alto las malandanzas y bienandanzas de este señor y me ocuparé de su descendencia, que dio mucho que hablar en el mundo. ¡Lucrecia Borgia! ¿Quién no ha oído mil historias y patrañas de esta hermosa mujer, cuatro veces casada, figurando en trágicas aventuras, con envenenamientos, asesinatos y todos los horrores que se puedan imaginar? El rostro bello y la rubia cabellera de Lucrecia hemos admirado en la sala Borgia del Vaticano. En una obra conocida, cuyo autor no recuerdo, se hace la rehabilitación de esta señora, que no fue tan mala como han dicho poetas y dramaturgos. César Borgia, tercer hijo de Alejandro, fue en realidad un hombre perverso. Todo lo que tenía de guapo, elegante y atildado en sus maneras, se oscurecía con la perfidia y doblez de su conducta, así en la política como en la guerra. De él se cuenta que mató a su hermano Juan Borgia, el hijo mayor del Papa. Éste hizo cardenal a César, que investido con la púrpura, se casó con una princesa napolitana. Por sus desvaríos y atrocidades tuvo que huir de Roma y refugiarse en España; preso estuvo en el castillo de la Mota, de donde se escapó y fue a Navarra. Su atractivo personal y su arrojo le daban predicamento; usaba el título de duque de Valentinois. En los disturbios intestinos de Navarra tomó parte por el conde de Lerín, con cuya hija se casó. En Viana encontró una muerte desastrosa como he referido en otro lugar.

El hijo mayor de Juan Borgia, Francisco Borgia, se acogió a la protección de Carlos V, que le hizo duque de Gandía, dándole además el cargo honorífico de caballerizo de la emperatriz Isabel, que desempeñó hasta la muerte de esta ilustre señora en el Palacio de Fuensalida, en Toledo. Bien conocida es la historia de la conversión de Francisco de Borgia cuando llevó a la Emperatriz a Granada para enterrarla junto a los Reyes Católicos. ¿Quién había de creer que de aquella funesta estirpe saliera un bienaventurado tan español y tan grande como San Francisco de Borjia?

RECUERDOS DE ITALIA

Capítulo I

Los atractivos de Roma son de tal intensidad, que el viajero impaciente no tendría consuelo si partiera sin ver y admirar el Foro, los Arcos de Tito y de Septimio Severo, la Tribuna en que pronunció Cicerón sus inmortales arengas, el Palatino, aglomeración de gloriosas ruinas; el Coliseo, cuya magnitud aterradora se destaca sobre todo el caserío de la antigua y moderna Roma; La Columna Trajana en el Foro del mismo nombre, las Termas de Caracalla; el Panteón, monumento que parece transportado de la vieja a la nueva ciudad…

—Memoria mía: estamos lucidos tú y yo. Por tu descuido no puedo contestar a mis lectores que me preguntan el lugar donde Bruto y Casio mataron a Julio César.

—El descuidado eres tú, pues antes de andar por estos barrios de ruinas pasamos por el Palacio de la Vicaría, y allí te dije: «Aquí estaba el Senado, que no tenía lugar propio, y se reunía en un teatro de antemano designado por la República. El teatro ha desaparecido, y no existe otro recuerdo del lugar trágico que un cartelito fijado arbitrariamente en la pared de un edificio vulgar».

Ya vuelvo a mi recuerdo y al pleno dominio de lugares y personas. La estatua de Pompeyo, al pie de la cual cayó César atravesado por los puñales de Bruto y Casio, existe hoy en el Palacio de la Vicaría, y en la escalera de ese mismo palacio fue asesinado Rossi, el ministro de Pío IX, cuando éste inauguró su pontificado con franca tendencia liberal.

Capítulo II

Ahora, memoria mía, no te apartes de mí, que, o mucho me engaño, o necesitaré tu asistencia en mi afanoso vagar por las grandezas de Roma papal y pagana.

¡San Pablo! ¡Las Catacumbas! Se ha dicho que la catedral mayor del mundo, después de San Pedro, es esta de San Pablo, situada fuera de los muros de Roma y no lejos del Tíber. El Gobierno italiano ha secularizado este templo; los guardianes son seglares, y se puede visitar como los museos y las colecciones artísticas. ¡Qué extraordinaria riqueza de mármoles y pórfidos, de mosaicos, pinturas y bronces, todo ello de marcada opulencia bizantina! Decididos a completar en lo posible el conocimiento de los tesoros artísticos de la Ciudad Eterna, desde San Pablo corrimos hacia las Catacumbas, viendo de paso la Vía Apia y el monumento de Cecilia Metela. En mi mente se confunden los lugares que vi, y no puedo discernir si la primera Catacumba que vi fue la de San Lorenzo o la de San Sebastián. Son galerías y excavaciones subterráneas, de donde se extraía el material para la fabricación de porcelana. Largo rato discurrimos por aquellas soledades tenebrosas, guiados por un fraile que, farol en mano, nos daba referencia de lo que veíamos, las cuales no revelaban erudición, ni siquiera dominio del asunto. Además el frailucho parecía malhumorado y deseoso de que acabáramos pronto para plantarnos en la calle.

Aún con estas desfavorables condiciones, pudimos admirar inscripciones bellísimas y algunas pinturas de inmenso interés. Entre éstas no olvidaré nunca la figura de Jesús representada en forma pagana, según costumbres en la edad embrionaria del Cristianismo: desnudo, sin barba, como pintaban a las divinidades mitológicas: Febo, padre de la luz y de la inspiración, o Hermes, el de los pies ligeros. Los apóstoles formaban en derredor de Cristo un grupo de ancianos en éxtasis. Aquellos lóbregos callejones tortuosos acaban por fatigar al viajero, que no puede retener en su memoria las innumerables inscripciones que indican sepulturas de mártires o altares donde se celebran los primeros ritos de la cristiandad. Ansiábamos apartar nuestros ojos de aquel mundo de tinieblas para esparcirlos y regocijarlos en la plena luz del día.

Aún nos faltan por admirar muchos aspectos interesantísimos de la metrópoli pagana y pontificia; pero el afán de nuevas sensaciones nos mueve a partir para Nápoles. Pensado y hecho. En el trayecto no hacíamos más que ordenar y catalogar nuestros recuerdos. En nuestra mente se entremezclaban, peleándose al verse juntas, las visiones pasadas y las que nos anticipaba nuestra imaginación. Entrada ya la noche, llegábamos al término de nuestro viaje, y de pronto, por la ventanilla del tren, vimos sobre el horizonte una intensa llamarada. Tras un breve momento de estupor, mi compañero y yo exclamamos:

—¡El Vesubio! ¡El Vesubio!

Capítulo III

Estamos en Nápoles, la ciudad alegre, bulliciosa, que a sus innumerables encantos añade la holganza y la superstición, ¡ah!, la superstición, estado de la conciencia que embelesa y arrulla las almas con deliciosas mentiras. Nuestro primer paseo fue por el barrio popular de Santa Lucía, donde todo es una mezcla extraña de cháchara y quietismo; los hombres, tumbados en medio de la calle; ésta, llena de cortezas de melón y sandía; las mujeres, en chancletas, gesticulando a voces; las puertas de las humildes casas, abiertas de par en par, viéndose por ellas estampas de santos alumbrados por lamparillas; en el fondo, el mar, y en término lejano, el elevado monte con su negro penacho de humo, cuyas espirales se enroscan en el cielo. Al pasar de Santa Lucía a una plaza donde está el Palacio Reá1, se me apareció la memoria mía, que al partir de Roma se fue de mi lado anticipando su viaje a Nápoles. Aleteando en torno a mi cabeza con graciosa travesura, me dijo:

—Esto sí que es divertido, dueño mío. En Roma me aburría yo con tanta catacumba y tanta ruina; por eso me vine a Nápoles. Aquí todo es vida y dulzura. Sigue por este camino que te indico, y entrarás en la calle de Toledo, española por su nombre y más aún por su bullanga; organillos, disputas, pregones a grito herido, diálogos entre un balcón y la calle, secretos a voces, sinfín de carruajes de alquiler, cuyos cocheros no dan paz a la lengua ni a la fusta, charlatanes que, rodeados de papanatas, encomian sus bálsamos y panaceas… Recorre la calle en toda su extensión, y al fin de ella encontrarás un edificio que ahora es el Museo principal de Nápoles y antaño fue palacio del virrey don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, que dio su nombre a esta calle.

—¡Qué bien enterada estás de todo! Así, así me gusta para que yo conozca de esta variedad de cosas sin que tenga que devanarme los sesos.

—A mi observación nada se escapa; yo te informaré de cuanto aquí existe. Confía, confía en tu fiel memoria, que te indicará previamente todo lo que debes ver. Mañana subiremos al Vesubio.

—¿Hasta el cráter?

—Hasta lo más alto. Es espantoso, sublime…

—Pues iremos ahora mismo.

—Ten calma; hoy, ya que estamos aquí, entra en el Museo, y entérate bien de las preciosidades que contiene. Verás el grupo de Parsifae y otras obras maestras de la escultura. Verás también pinturas de Pompeya y Herculano…; en fin, verás lo que vieres sin que yo pueda detallarte una por una las joyas de ese Museo; pues ya sabes que aunque me llamo memoria soy un tantico desmemoriada.

Capítulo IV

Obedientes a tan sabio consejo, al siguiente día subimos Galiano y yo al terrible volcán. En la expedición se empleó un día de sol a sol. La primera parte se hace en coche por laderas preciosas cubiertas de viñas; a cada paso salían mujeres y niños ofreciéndonos uvas riquísimas. A la altura del Observatorio tomamos el tren funicular, y ¡arriba!, ¡arriba!

Entre nuestros compañeros de viaje predominaban los hijos de Albión, armados de Baedeker[4], con gruesos zapatones, indumento varonil en uno y otro sexo. Terminada la subida, nos hallamos al pie del cono de piedra pómez. Para llegar al cráter era requisito indispensable entenderse con los guías que hacen este servicio mediante un crecido estipendio. Dos hombres acompañaban a cada viajero, llevándole agarrado por ambos brazos. No olvidaré nunca el fatigoso avance por unos senderos en zigzag, pisando lavas ardientes, recibiendo a cada paso humaredas asfixiantes de vapores sulfúreos. El trayecto, aunque no es largo, se hace interminable por las dificultades del paso sobre el suelo movedizo y ardiente. Por fin, nuestros guías nos llevaron al borde del cráter y nos asomaron a él, sujetándonos fuertemente. ¡Horrendo espectáculo! De la honda cavidad brotaba con resoplido intermitente un Chorro de fuego entre cuyas llamarada veíamos pedazos de materias incandescentes que caían ante nuestros ojos con estrépito. Al lado nuestro, dos intrépidas inglesas, agarradas fuertemente por sus guías, no hacían más que gritar: «Oooh! Wonderfull!».

La contemplación del cráter no podía durar más que segundos, porque el calor nos ahogaba. Bajamos a tropezones como autómatas, respirando azufre y doloridos de todo el cuerpo. Volvimos al funicular, donde encontramos a nuestras compañeras de cráter, las damitas inglesas. Cambiamos impresiones sobre lo que habíamos visto, porque Galiano poseía muy bien el inglés, y acabamos por hacernos amigos. Ellas pensaban ir a Palermo y subir al Etna. Yo, en inglés chapurreado, les di a entender que en cuestión de cráteres en actividad me he quedado satisfecho con uno, y gracias.

Capítulo V

Al día siguiente, hallándome cerca del famoso Aquarium de Nápoles, vi pasar la grácil figura de mi memoria, y sujetándola por la túnica vagarosa, le dije:

—¿Adónde vas? Ven aquí; aviva el recuerdo de aquel Virrey de Nápoles, el grande Osuna, y su secretario, el no menos grande, don Francisco de Quevedo.

Y la espiritual ninfa, poniendo en su boquita un mohín de seriedad, me contestó:

—Antes que de antiguallas históricas quiero hablarte de una triste actualidad ocurrida en nuestro país, Las Palmas.

—¿Qué es eso, niña?

—¿No has oído vocear a los vendedores de periódicos el suceso ocurrido en el puerto de la Luz? Tu estupor me indica que no te has enterado… Verás: chocaron a la entrada del puerto el vapor italiano Sudamérica, de la Compañía La Veloce, de Génova y el vapor France, de Marsella. Se fue a pique el italiano, pereciendo gran parte de los pasajeros.

Condolidos del triste suceso, mi ninfa y yo nos trasladamos con la imaginación al lugar de la catástrofe. Veíamos a los buzos extrayendo los cadáveres del fondo de las aguas; veíamos al vecindario consternado… Día de luto para Gran Canaria y para la Patria italiana.

Agotado con frase lastimera el asunto de actualidad, repetí a mi ninfa el deseo de que me esclareciera lo concerniente al Virrey de Osuna; y ella, con mimosa desgana, como a los chiquillos a quienes se pide que reciten la lección, me contestó:

—Patrono querido, ya sabes que la historia de los siglos pasados no es mi fuerte. Padezco de olvido, y resolver los viejos anales me fatiga. A grandes trazos puedo decirte que don Pedro Tellez Girón, Virrey de Nápoles, fue un valiente guerrero por tierra y por mar, azote de los corsarios berberiscos, y además político insigne. Calumniado en la Corte de las Españas, fue perseguido y encarcelado. Si no puedo referirte al detalle las hazañas y desventuras de aquel célebre prócer, te recitaré el soneto que le dedicó Quevedo: Dice así:

Faltar pudo su patria al grande Osuna,

pero no a su defensa sus hazañas.

Diéronle muerte en cárcel las Españas

de quien él hizo esclava la fortuna.

—No sigas; ya recuerdo el soneto. Dejémonos de historias y vámonos a dar un paseo.

—A Pompeya, a Pompeya. No tienes idea de lo bonita que es la ciudad desenterrada, la víctima del Vesubio, al año mil y tantos de la Era Cristiana… No digo la fecha exacta porque la ignoro. Ya sabes que en eso de las fechas históricas soy una calamidad. Sepultada entre cenizas y lavas estuvo Pompeya no sé cuánto tiempo, hasta que en el siglo pasado fue descubierta y sacada nuevamente a la luz del día. Esto pasó en tiempo de un Soberano que antes de reinar en España con el nombre de Carlos III, fue Rey de las Dos Sicilias, no sé si con el nombre de Carlos VI o VII.

—Está bien: pero vámonos al punto a ver ese pueblo desenterrado, y enseñámelo todo, dejando las erudiciones enfadosas que se encuentran en cualquier librillo de viajes o manual de Historia.

En pocas horas recorrimos el largo circuito de la costa de Nápoles al pie de los montes de Somma, cráter apagado, y Vesubio, cráter en actividad, y dominando por la otra banda el incomparable golfo de Nápoles con las islas Capri, Ischia y Prócida, que semejan divinidades oceánicas dormidas en el azul de las aguas.

Capítulo VI

Entramos en Pompeya por una puerta, precedidos y acompañados por guardas que no nos dejaban ni a sol ni a sombra. Yo me constituí en visitante pasivo y descansaba en la diligente interpretación de mi ninfa, que todo me lo iba señalando y describiendo para que yo no tuviera que discurrir cosa alguna. Como el más experto cicerone, me decía:

—Mira las casas sin techo, pero las paredes bien conservadas y las pinturas muy lindas; mira la tahona con los hornos y los enseres para la molienda del grano; aquí tienes los cuerpos de guardia; fíjate en lo que ahora llamamos la Trivia, de donde viene la palabra trivial. Aquí vivían las señoras de vida alegre, y no sigo porque ya comprenderás lo que callo. Entremos ahora por esta otra calle, que es la mejor del pueblo: aquí vivía la aristocracia pompeyana. ¿Ves qué pinturas tan lindas? Las porcelanas y vasos magníficos encontrados en estos lugares los habrás visto en el Museo de Nápoles. Ahora pasamos a una plaza, donde está el teatro; míralo, tan bien conservado como si en las pasadas noches se hubiera dado aquí representación. Desde el teatro, siguiendo por esta calle, llegamos al Palacio donde vivía un personaje de muchas campanillas, que era el más rico de la ciudad. Aterrado por la lluvia de ceniza, cargó con todas sus alhajas y los tesoros que poseía y salió buscando su salvación en la playa, pero no logro escapar y pereció en el camino.

De este modo continuó refiriéndome todos los pormenores de la ciudad desenterrada, hasta que, fatigado yo de tan prolijas descripciones, rogué a mi ninfa que me sacara de la hermosa necrópolis y me llevara también a la Playa para respirar el vivificante aire salino.

Salimos trabajosamente a orillas del mar, y allí mi ninfa, que aquel día estaba en vena de erudición, me contó que durante el cataclismo de Pompeya hallábase a bordo de una nave un sabio romano llamado Plinio, que prestó auxilio a los fugitivos y refirió en sus anales desgarradoras escenas que había presenciado. No quise ahondar en esta materia porque sentíame hastiado de andanzas por extrañas tierras y se apoderaba de mi espíritu el ansia de volver a Madrid, donde había dejado mis pensamientos literarios y diferentes propósitos que reclamaban mi presencia en la amadísima Villa y Corte de las Españas.

—Llévame, ninfa mía —exclamé—, adonde quedó nuestra alma, y allí me referirás despacio lo que aquí dejamos sin conocer y estudiar.

Mi compañero de viaje fue del mismo parecer; él deseaba volver a Inglaterra y yo a España. Emprendimos el regreso. En el próximo capítulo de estas Memorias hallará el amable lector el final de las impresiones de Italia con otros imprevistos y donosos sucesos.

«ÁNGEL GUERRA» Y TOLEDO

Capítulo I

Ya estoy en el Madrid de mis ensueños trazando con febril actividad el plan de Ángel Guerra. Me acompaña solícita y atenta mi dulce ninfa, y cuando me ve escribir el nombre de Toledo, sale por este inesperado registro:

—Este Toledo, ¿es la calle que en Nápoles lleva tal nombre? Si es así, debo recordarte que te falta completar tus impresiones italianas con la figura de Masaniello, el agitador de los motines populares que dieron al traste con la dominación española en aquel país. Era entonces Virrey el duque de Arcos, que no pudo vencer la insurrección. Como te oí hablar de una tal Dulcenombre y una tal Leré, creí que éstas eran hembras napolitanas.

—No son napolitanas, sino del Toledo de orillas del Tajo. Debo advertirte, ninfa mía, que lo que allí llamamos Ciudad Imperial no es inferior a las de Italia ni en monumentalidad ni en riqueza de joyas artísticas. Aquí no tenemos Pompeyas ni Vesubio, pero abundan los Berruguetes, los Guas, los Juanelos; orífices como Arfe; escultores como Alonso Cano; herreros como Villalpando, y cien mil artistas más, que te iré nombrando cuando sea ocasión. Catedrales hay en Italia, pero la de acá se puede parangonar con las mejores de allá, y de añadidura poseemos las dos sinagogas, que no tienen semejante en ninguna parte del mundo.

—Maestro, te concedo que en hermosura artística Toledo no es inferior a Nápoles; pero en belleza natural, ¿qué tenéis aquí comparable a las preciosas islas Capri, Ischia y Prócida, que debimos visitar, y no lo hiciste por tu intolerancia y por aquello de mañana iremos, mañana?

—Yo te aseguro que esas islas las recuerdo como si las hubiera visto; y si me apuras, también te digo que en España tenemos buenas islas; por ejemplo, las Canarias, con su famoso Teide, que también es un señor volcán, aunque apagado, y la isla de Hierro, donde dicen que estaba el meridiano.

—Tú siempre quieres tener razón. Pero ¿hay fuera de Nápoles un paraje tan pintoresco como Posilipo, donde se admira el sepulcro de Virgilio?

—Sí. ¿Y quién nos asegura, querida ninfa, que semejante sepulcro no es apócrifo? Sin ver esas cosas, tengo conocimiento de ellas. Pasada la gruta de Posilipo, se encuentra otro sepulcro, que es sin duda el auténtico. Ya recordarás que el gran poeta Leopardi está enterrado en el pórtico de una iglesia. No le sepultaron dentro del templo, porque, a juicio de la gente vulgar, lo impedía la opinión de incrédulo inherente al nombre de inspirado cantor de Italia… Y ahora, doblemos la hoja de Calabria y déjame seguir preparando mi Ángel Guerra, cuyo tomo segundo tiene por escena la gran Toledo. En estos libros verás a los Babeles, familia de extravagantes en la que descuella doña Catalina de Alencastre, que se dice descendiente de los Reyes de Castilla. En esta misma obra te daré a conocer el famoso don Pito, viejo lobo de mar trasplantado tierra adentro, y al donoso beneficiado de la Catedral don Francisco Mancebo, fanático por la Lotería, y a su sobrinita Leré, que no tiene más ambición que ser hermana de la Caridad.

Capítulo II

Seguí refiriendo las culminantes escenas y figuras de la obra que escribía, cuando de improvisto observé que hablaba solo. Miré en torno mío y advertí que mi ninfa no podía escucharme. Vagamente la vi a cierta distancia; y, al fin, revoloteando, se esfumó hasta perderse en espacios lejanos.

Continué mi trabajo en la confianza de que mi ninfa volvería pronto a mi lado. Las obras no escritas aún y simplemente proyectadas, no despertaban su interés. Sólo movía su espíritu la función de reproducir lo que había visto… Una mañana se me presento de impróvido, diciéndome:

—Pero, maestro mío, ¿te has olvidado de que tienes la obligación de ir a Pisa?

—Pisa… Pisa… ¿Qué es eso?

—La ciudad italiana a orillas del Arno, célebre por su famosa Catedral, y la no menos célebre torre inclinada, donde es fama que Galileo, practicó sus experimentos para demostrar el movimiento de la Tierra. A más del baptisterio, podrás admirar en Pisa las maravillosas pinturas del cementerio, punto culminante en la historia del Arte.

—Ya sé adónde quieres llevarme. Estalla en mi mente un verso del Dante: Ahí Pisa, vituperio delle genti…, que pone ante mis ojos la terrible visión del conde Ugolino, cuando relata el poeta su horrible martirio en uno de los más espeluznantes pasajes del Infierno.

—El pobre señor fue condenado a morir de hambre con sus tiernos hijos en una mazmorra… Convendrás conmigo, querido maestro, en que el mundo no ha conocido poeta tan sublime como el Dante. Este Toledo imperial, que tanto admiras, tendrá muchas y variadas grandezas, pero un Dante no ha nacido aquí.

—Es cierto; poeta no hay, pero poesía, como en ninguna parte. Asómate conmigo al lugar eminente donde están las ruinas de San Servando o las rocas donde campa la ermita de la Virgen del Valle, y extiende tu vista por la profunda hondura donde corre con bravas espumas rojizas el padre Tajo desde el puente de Alcántara hasta el de San Martín, mordiendo ambas orillas, cual si quisiera llevarse consigo pedazos de la ciudad que lo aprisiona. Verás a la izquierda el llamado Baño de la Cava, donde parece que aún suenan las maldiciones que el propio río lanzo a la faz del desdichado don Rodrigo, último Rey de los godos. Desde estas alturas podrás admirar el conjunto de la ciudad, donde se confunden los diferentes estilos arquitectónicos: el greco-romano, el gótico, el árabe, el mudéjar, Renacimiento en sus variadas manifestaciones de esplendor y decadencia. Verás el sinnúmero de torres, campanarios, espadañas, veletas, cimborrios, cresterías de tantos templos, monasterios, santuarios, beaterios, poblados por canónigos, curas, frailes y monjas de variados capisayos. El aspecto total de Toledo es grandioso, pero no risueño. Domina la tonalidad gris con toques de cerámica parduzca y el azulado mortecino de la pizarra. Cuando penetres en la ciudad, tu primera impresión será desagradable. Perdiéndote en el laberinto de sus calles angostas, torcidas y empinadas, dirás: ¡qué población tan fea! Te sorprenderán las encrucijadas laberínticas, donde el transeúnte se pierde y, buscando una salida, se encuentra al poco rato en el mismo sitio de donde partió. Verás barrios enteros donde reina una soledad propicia a las aspiraciones fantasmagóricas. Te sorprenderán las puertas adornadas con clavos de hierro, de formas tan variadas y elegantes, que en ellos se podría formar un museo de imponderable riqueza. Entre los clavos descuellan aldabones vetustos cuyos golpetazos son las voces de ultratumba que despiertan la muerta.

En supersticiones y milagrerías poéticas no es Toledo inferior a ese Nápoles que tú tanto admiras. La leyenda del Cristo de la Luz, el milagro de la Virgen poniéndole la casulla a San Ildefonso, el prodigio del conde de Orgaz, que inmortalizó El Greco en el famoso cuadro existente en la iglesia de Santo Tomé. Todos los extranjeros que vienen a Toledo no descansan hasta visitar este incomparable lienzo, donde está representado el difunto conde, llevado en brazos por San Agustín y San Esteban.

Créeme, querida ninfa, que no acabaría si te contara punto por punto todas las grandezas que encierra ésta por tantos títulos noble y sacra ciudad. Con una mirada retrospectiva verás desfilar en tu mente los ilustres varones que gobernaron la diócesis toledana. Pasan primero los que fueron santos, tres Eugenios y un Ildefonso; luego encuentras a don Rodrigo Jiménez de Rada, primer historiador de España; luego vienen Tenorio, Carrillo, Fonseca; las colosales figuras de Mendoza y Cisneros; después, Tavera, Silíceo, Carranza, Quiroga, Aragón, Portocarrero, Lorenzana…

Te señalo particularmente a Silíceo, fundador del Colegio de Doncellas Nobles, admirable institución más laica que religiosa; a Tavera, creador del grandioso Hospital de Afuera, y a Carranza, que por una fruslería que escribió en no sé qué librito de Doctrina fue perseguido infamemente por la Inquisición. Largo martirio sufrió en Roma este santo varón, y hubiera perecido en la hoguera si no le salvara con gesto autoritario el propio Felipe II.

Los conventos de monjas, que antaño alcanzaban una cifra fabulosa y hoy no pasan de catorce o quince, tuvieron y tienen en Toledo encantadora poesía. Para poder conocerlos en su interior, querida ninfa, has de madrugar mucho acechando el momento en que abren sus puertas para la diaria misa conventual. Entras y sólo ves en la iglesia tres o cuatro vejestorios, única feligresía de las monjitas en aquella ocasión matutina. Oyes tu misa, que comúnmente es breve, porque el capellán tiene prisa por largarse a la calle. Concluida la misa, pasas un ratito mirando a la iglesia y oyes el suave murmullo dentro del coro, donde están las monjitas descabezando un sueño místico… El sacristán agita el manojo de llaves y tienes que ahuecar con los vejestorios, que se van a pedir limosna en las calles. Te indicaré los monasterios más interesantes: Santo Domingo el Antiguo, cuya iglesia es un museo de pinturas del Greco; Santo Domingo el Real, que contiene magníficos sepulcros y antigüedades romanas de gran mérito. Tiene un pórtico del Renacimiento en una plazoleta que, sin vacilar, designo como el sitio más solitario de Toledo. Muchas mañanas he pasado yo sentado en el escalón de una puerta frente al pórtico de Santo Domingo, observando si alguna persona viviente discurría por aquellos lugares. Nunca vi a nadie. A dicha plazuela se entra por una callejuela con cobertizo, y la salida es de la propia forma. El único rumor que a mis oídos llegaba descendía de la espadaña del convento; sonaba la campana triste marcando la hora canónica y aleteaban algunos cuervos o cernícalos, posándose en la veleta. Terminada mi comprobación del paraje absolutamente solitario, salí de él por otro cobertizo que me condujo a las Capuchinas. Este convento, fundado por el cardenal de Aragón, ostenta sobre la puerta principal una estatua de Berruguete, y en su interior telas maravillosas que sólo podemos admirar en Jueves Santo, cuando las monjitas las exhiben como adorno en su monumento. Desde las Capuchinas, ¡oh ninfa vaporosa!, vete a San Juan de la Penitencia, de la Orden Franciscana, y quedarás pasmada cuando eleves tus ojos hacia la tracería del artesonado, obra tan estupenda que puedes calificarla como finísimo encaje de madera. Con un vistazo al sepulcro del Obispo de Ávila, amigo del fundador de este convento, cardenal Cisneros, terminarás tu visita a San Juan de la Penitencia, y continúa tu paseo calle abajo hasta llegar a San Pablo, donde una comunidad de religiosas pobres conserva como preciada reliquia el cuchillo con que fue degollado el Apóstol titular de aquella casa. Cuando yo visité este convento iba en compañía de Arredondo, pintor famoso avecinado en la Capital Imperial, y en ella gozaba de merecida popularidad. Más por Arredondo que por mí, las monjitas nos acogieron con franca gentileza y nos entregaron el cuchillo para que lo examináramos a nuestro gusto. El arma era una brillante hoja damasquinada con vaina de terciopelo rojo. Aproveché el instante en que Arredondo y yo estuvimos solos para afilar con el cuchillo de San Pablo el lápiz que usaba yo para mis apuntes. Devolvimos la reliquia a sus dueñas y nos retiramos, dejando una limosna en el cepillo que la comunidad tenía para remedio de su estrechez… Ahora, ninfa, prosigue tu inspección de conventos monjiles. Te recomiendo Santa Isabel, el aristocrático San Clemente, las Gaitanas, Madre de Dios, y, por último, las Santiaguesas, donde hacen unos dulces secos y unos almíbares que son la gloria divina. Si te los dan a probar, ninfa mía, no rehúses el obsequio, que has de relamerte de gusto.

Ya es hora de que descansemos tú y yo. Te convido a comer en casa de Granullaque, hostería cuyo local subsiste inalterable desde el tiempo de Cervantes. La casa, las mesas y sillas y los manjares que allí se sirven no han sufrido alteración en tres siglos. Tendremos que escoger entre muy reducidos condimentos, a saben empanadas de carne o pescado y bartolillos. La concurrencia de parroquianos es inmensa. Allí van todos los extranjeros que visitan Toledo, entre ellos personajes de viso, pues la fama de Granullaque se ha extendido por todo el mundo. Un día que yo estuve, tuve a mi lado a don Pedro de Braganza, Emperador del Brasil.

VISITA A UNA CATEDRAL

Capítulo I

Cuando concluimos de comer en el bodegón de Granullaque, el desasosiego de mi ninfa me revelaba la comezón de escapar de mi lado; mas yo la detuve proponiéndole que debíamos ir juntos a la Catedral, pues era absurdo que un ser inteligente abandonara Toledo dejando atrás el goce inefable de tantas maravillas. Porque la Basílica toledana viene a ser como una enciclopedia de catedrales. El coro, la sacristía, las capillas del Sagrario y San Pedro, las de Reyes Nuevos, Santiago y Albornoz, la Mozárabe, la Sala Capitular, bastarían por su grandeza y hermosura para ser consideradas como ornamento principal de otros templos cristianos. Del coro y presbiterio, con sus riquezas escultóricas y sus verjas de hierro labradas como joyas, no quiero hablarte hoy porque ya las he descrito en otras páginas. El salón de la sacristía ostenta en su cabecera el famoso cuadro de El Greco llamado El expolio, y que en valor artístico no es inferior al Entierro del Conde de Orgaz. Otras hermosas obras de arte cubren paredes, y frontero a ella está el sepulcro del cardenal Borbón. El techo es un admirable fresco de Jordán, a quien por la rapidez con que trabajaba le aplicaron el mote de Luca fa presto. Pero la más sorprendente novedad de la sacristía está en las estancias interiores, donde te enseñarán, si lo solicitas, las telas primorosas y la colección de frontales regalados por cada uno de los arzobispos de la diócesis. Sin temor a la hipérbole, puedes afirmar que no hay en el mundo colección de telas como ésta.

Reyes Nuevos es una capilla de grandes dimensiones, donde están sepultados los soberanos de Castilla de la rama de Trastamara. En la cabecera verás a Don Enrique II, que arrebató la corona y la vida a su hermano Don Pedro; sigue luego Don Juan I, de grata memoria, y después Don Enrique III, El Doliente, con su esposa doña Catalina Lancaster. Este desdichado Rey tuvo que empeñar una noche un gabán para poder cenar. ¡Así andaba el Reino! Su inmediato sucesor, Don Juan II, abandonó el regio panteón de Trastamara, disponiendo que sus restos y los de su esposa descansaran en la Cartuja de Miraflores, en Burgos. Estos sepulcros son de una magnificencia inaudita. La rama de Trastamara no pudo florecer en la Historia conforme al ambicioso plan de su fundador. Don Enrique el de las Mercedes. El último vástago, desmejorado y marchito, Enrique IV, llamado El Impotente, puso fin a la dinastía reinante por los escandalosos amores de la Reina con don Beltrán de la Cueva. El desdichado Rey fue exonerado en efigie en un auto celebrado en la plaza pública de Ávila. Felizmente se precipitaron los sucesos, murió en edad temprana el príncipe Don Alfonso, y la Corona de Castilla recayó en una doncellita que pronto dio a conocer sus altas dotes mentales concibiendo el pensamiento de unir con vínculos de amor los Reinos de Aragón y Castilla.

De Reyes Nuevos pasamos a la capilla inmediata, que es la de Santiago, donde tienen su sepulcro don Álvaro de Luna y su esposa. La arquitectura de esta capilla pertenece al gótico florido, es espaciosa, de altos ventanales, y en ella campean profusamente los escudos del Condestable. Entre esta capilla y la anterior existe una misteriosa afinidad trágica. Un Trastamara llevó al suplicio al insigne político que con mano dura gobernó estos turbados Reinos. En el centro de la capilla de Santiago se alzan los dos mausoleos de don Álvaro y su esposa. En cada uno de éstos se ven cuatro monjes orantes. En Toledo existe la creencia, legendaria o real, de que en la cripta están los esqueletos de la familia de don Álvaro, pero no sepultados, sino sentados en derredor de una mesa de piedra. Con esta leyenda coincide la del Hombre de palo, perpetuada en una calle que lleva este nombre. El gran mecánico Juanelo Turriano construyó un muñeco que, por medio de alambres y resortes, entraba en la Catedral a la hora de la misa y llegando hasta la capilla del Condestable se arrodillaba devotamente y luego se retiraba de igual manera por su camino de alambres y ruedas.

Capítulo II

Suspendamos ahora, querida ninfa, el visiteo de capillas y vámonos a la calle, que hoy es domingo y me gusta presenciar el paso de los cadetes en formación, con su música al frente, para ir a misa. ¿Verdad que a ti también te gusta ver a esos alegres chicos atravesando por la población entre el gentío de curiosos? En la cara te conozco tu deseo que abandonemos la iglesia para andar por la calle… En efecto, los alumnos de la Academia de Infantería son la gala de Toledo; sin ellos, las hermosuras artísticas de esta ciudad no tendrían otro encanto que el inherente a un soberbio panteón.

Salimos mi ninfa y yo a ver pasar los cadetes. Guardando el orden y el ritmo de la formación, volvían el rostro para mirar a las niñas bonitas; unos porque tenían novia y otros porque la buscaban, dirigían miradas insinuantes a los balcones y a la calle. Delante iba la banda atronando los aires con el estridor de cornetines y trombones; la precedían los gastadores, de marcial apostura, y entre éstos haciendo cabriolas, la turba de golfillos. «Ahí va —exclamó yo contemplando a los alumnos— la esperanza de la Patria. Hoy son traviesos y enamoradizos, mañana serán valientes y darán su sangre por el honor de la bandera». En la iglesia de San Juan, que no tiene más mérito que su capacidad, oyen misa, con cierta compostura, los alumnos, y a la salida se repite la divertida marcha triunfal a lo largo de las calles. Por la tarde quedan en libertad los escolares y se les ve en grupos en Zocodover y calles adyacentes parloteando con las señoritas guapas, que tanto abundan en la Imperial Ciudad. Tarde y noche acuden al Teatro Rojas, llenándolo casi por completo. Gracias a la concurrencia de militares y a las familias que por ellos acuden a la función, las compañías dramáticas ganan en un día para vivir toda la semana.

Ahora que tanto se habla de turismo, ninfa mía, se me ocurre que Toledo debiera ser uno de los lugares de la Tierra más frecuentados de viajeros y artistas. Existe aquí el magnífico Hotel de Castilla, construido por el inteligente prócer marqués del Castrillo, pero es de reducidas dimensiones. ¡Qué fabuloso número de extranjeros atraería Toledo si el Alcázar fuera convertido en hotel! Esto es un sueño, esto es imposible, pero a mí me gusta lanzarme a la región de las bellas hipótesis. Yo me imagino las salas, las anchas crujías y la grandiosa escalera de aquel inmenso edificio invadidas por un gentío procedente de todas las partes del mundo. Decía Carlos V que no se sentía Emperador sino cuando subía por aquella escalera, tan grande como una catedral. El patio es de suprema elegancia; en el centro se ha colocado, no ha mucho, la estatua de Carlos V, vestido a la romana, encadenando la Herejía. Es obra de Pompeyo Leone. Ocioso creo hablarte, querida ninfa, que la capacidad del Alcázar en todos sus pisos…; pero dejémonos de ensoñaciones quiméricas, que aquí está bien instalada la Academia de Infantería, y no nos corresponde a nosotros alterar caprichosamente la realidad de los hechos. ¿Estás conforme? Pues vámonos al Hotel de Castilla, donde hallaremos excelente trato y una sociedad escogidísima de franceses, ingleses y yanquis.

Capítulo III

Después de comer volvimos a la Catedral, donde nos siguió una caravana de los extranjeros que habíamos visto en el Hotel de Castilla. Agregados a ellos vimos la capilla de Albornoz, y allí noté que el cicerone refería escrupulosamente, sin perder detalle, la historia del insigne político que puso fin al cisma del Papado y fundo el Colegio Español de San Clemente, en Bolonia. En la sala capitular los extranjeros admiraron más la talla de las cajoneras que los retratos de los arzobispos; y en la mozárabe, donde se conserva como preciosa reliquia el ritual anterior a la conquista de Toledo, los forasteros, que en su mayoría eran luteranos, deseosos de conocer esa antigualla de la misa mozárabe, se propusieron volver al día siguiente. Entre tanto, se extasiaban ante el magnífico fresco de la toma de Orán por Cisneros. El cicerone desvió la atención de aquellos señores hacia el cuadro que decora el altar mayor de la capilla. Este cuadro no es pintura, sino un mosaico que regaló el cardenal Lorenzana, más que obra artística, obra de paciencia. Al concentrar en ella toda su atención los extranjeros, quedaba triunfante el mal gusto del cicerone.

No quisimos abandonar la Catedral sin ver las curiosidades más extraordinarias que en ella existen encerradas en la capilla de la Torre. Esto no podía ser sin que se hallaran presentes los tres canónigos que guardan las llaves de aquel recinto, que más bien parece fortaleza por el espesor de sus muros. El oficioso cicerone salió corriendo en busca de los tres llaveros; mas no habiéndolos encontrado, acudí a mi amigo el beneficiado don Francisco Mancebo, que acertó a pasar por nuestro lado. Como el día anterior le compré yo un décimo del billete de Lotería que él jugaba, el buen Mancebo buscó en la sacristía a los tres canónigos llaveros y tuvo la suerte de encontrarlos reunidos. Véase el modo misterioso con que el patrocinador de los juegos de azar nos trajo la suerte de ver franqueado el arcano de la Torre que guardaba los cinco premios mayores de la lotería del Arte. Ved aquí cuáles son: primero, el manto de la Virgen del Sagrario, bordado en cuero para soportar el peso de las perlas, cuya cantidad el cicerone, que todo lo sabía, fijó en tres millones y pico, añadiendo que para ponerle a la Señora su manto tenían que valerse de una cabria; segundo, la colosal custodia, obra del maestro Arfe; es de plata sobredorada, con el centro de oro adornado en su crestería de rubíes, zafiros, esmeraldas y topacios, y está colocada sobre una carroza dorada. Sale en procesión el día de Corpus empujada por sacerdotes; traspasa la Puerta Llana y avanza por las calles con majestuosa lentitud, irradiando de las piedras preciosas resplandores deslumbrantes. Añádase a esto la lluvia de flores que desde las ventanas y balcones arrojan las damas, y se comprenderá la magnificencia y poesía de tal espectáculo; tercero, la estatuita de San Francisco de Asís, no mayor de tres palmos, obra de Alonso Cano, que en ella puso todo su genio artístico y su místico arrobamiento, cuarto, la bandeja de plata repujada representando el Robo de las Sabinas, que pregona la excelsa maestría de Benvenuto Cellini; quinto, la cruz de plata que el cardenal Mendoza llevaba en la rendición de Granada. Hay que ver el peso de aquella cruz; pero era como un junco para el atlético puño del Cardenal, que subió con ella hasta lo más alto de la Alhambra y la clavó en la Torre de la Vela.

Cansa lo bueno, lo bello y hasta lo sublime cuando nos embelesamos indefinidamente en su contemplación.

—Vámonos de aquí —dije a mi ninfa—; basta ya de imágenes, sepulcros, pinturas, custodias, brocados y verjas, que el arte, por su divinidad, no debe ser profanado, como hacen los cicerones con su charlatanería enfadosa.

La presencia del licenciado Mancebo y de su sobrina Leré, con quienes acabo de charlar al salir de la Catedral por la Puerta Llana, me han recordado mi deber de marcharnos a Madrid para continuar y concluir nuestros tomos de Ángel Guerra.

Está bien, querido maestro —replicó mi ninfa—; pero es mi obligación, como símbolo que soy de tu memoria, recordarte que antes de pensar en esa Leré, en ese don Pito y esos renegados Babeles, debes venir conmigo a Génova… ¿A qué ese asombro? ¿No sabes que el viaje a Italia no está terminado y que nos falta el vistazo de Génova, la hermosa ciudad mediterránea?

—Génova, Génova —murmuré yo un poco aturdido y desmemoriado—. Pero ¿vamos a ese puerto para visitar la cuna de Cristóbal Colón? ¿Pues no has oído que los anticuarios españoles salen ahora con el descubrimiento de que Colón no nació en Génova, sino en Pontevedra? Y otros aseguran que el gran navegante nació en Plasencia, de una familia hebrea, y que para ocultar su religión se fingió natural de Génova. Se cree que vivió más en el mar que en la tierra. La cuna de los hombres extraordinarios ha sido en todos los tiempos origen de apasionadas disputas. En Grecia no se acabó de poner en claro la Patria de Homero; y aquí mismo, el príncipe de las Letras castellanas, Miguel de Cervantes, vio la luz, según unos, en Alcalá de Henares; según otros, en Alcázar de San Juan, y no ha mucho que un tercer biógrafo sostuvo que nació en Córdoba. Que haya nacido aquí o allá es palabrería ociosa y baladí. Lo fundamental, lo indiscutible, es que Cervantes escribió el Quijote.

AUTOR TEATRAL

Capítulo I

Promediaba el 1891 cuando yo escribía las últimas páginas de Ángel Guerra. Con ardor infatigable acometí luego Torquemada en la cruz. No lo expreso con seguridad, porque en este punto flaquea mi memoria. Esa pícara facultad, a quien he dado en llamar mi ninfa, escapaba de mi lado en las ocasiones en que más la necesitaba; pero un día pude atraparla; y dije: «Ésta es la mía». Con una cadenita de palabras capciosas la sujeté a mi cerebro. Andando días, díjome la ninfa que bien podríamos salir del círculo estrecho de la literatura novelesca para probar fortuna en el arte teatral… «Ya sé lo que vas a contestarme: que en mi juventud me entusiasmaba la forma dramática, y que esta afición la exterioricé en diferentes tentativas de comedias y dramas, pero desengañado de que Dios no me llamaba por aquel áspero camino, rompí todos mis papeles y no volví a cuidarme de que había escenarios en el mundo». Quedó mi ninfa meditabunda al oír esto, y después de corto silencio, habló así:

—Soy tu memoria, y, como tal, téngome por el mejor testigo de tu labor literaria en la edad juvenil. En la presente no ceso de oír que debieras escribir alguna obra de teatro o, por lo menos, dar estructura teatral a ciertas novelas tuyas, que ya llevan la ventaja de estar dialogadas, como Realidad.

Respondíle yo que era distinto el dialogar novelesco del teatral; pero ello fue que, oyendo a mi ninfa, quedé meditabundo. No tardaron en llegar a mi oído iguales apreciaciones, que, si por un lado me lisonjeaban, por otro me inspiraban temor.

En aquel tiempo yo no frecuentaba el teatro; de noche no iba nunca; de tarde, alguna vez, prefiriendo la Comedia, por ser muy de mi gusto la compañía de Emilio Mario. Una tarde, estando yo en el vestíbulo del teatro, entró Mario, y, presuroso, me dijo:

—No me detengo, don Benito, porque voy a vestirme… Tengo que hablar con usted; hágame el favor de subir al saloncillo en cualquier entreacto.

Pues, señor… Mario me salió con la misma cantaba. Le habían dicho que Realidad novela podía ser Realidad drama. Él creía lo mismo. Como empresario y como amigo, me suplicaba que pusiese manos a la obra, si no para la actual temporada, para la próxima. Mientras yo tanteaba el asunto, supe que en la compañía de la Comedia había ocurrido un cambio radical.

—Explícanos —dije a mi ninfa— qué cómicos abandonaron la Comedia y quiénes vinieron a sustituirles.

Habló la ninfa:

—Maestro no me pidas fechas, porque en esto estoy poco fuerte. Los cómicos de España, como en todas partes, van y vienen de unas compañías a otras. En la comedia estaba Vico muy considerado y bienquisto, y de la noche a la mañana se marchó con su sobrino Antonio Perrín. Tras él se fue Carmen Cobeña. Apenas separados, dividiéronse nuevamente. Pasados no sé cuantos meses, Vico y su sobrino estrenaban con María Tubáu, el drama de Sardou Termidor, y la Cobeña se agregó a la compañía de Ricardo Calvo y Donato Jiménez, que al poco tiempo apareció en el Principal, de Valencia.

Mario, ansioso de llenar prontamente el vacío que aquellos artistas dejaban en su teatro, trajo a María Guerrero, cuyo precoz talento se había manifestado en diferentes obras, y singularmente en la Doña Inés, del Tenorio, y a Miguel Cepillo, actor ya consagrado por sus extraordinarias cualidades. A estos valiosos elementos añadió un joven todavía desconocido, Emilio Thuillier, que no tardó en adquirir celebridad. Con estas figuras y las que ya tenía, inauguró Mario felizmente su temporada en el otoño del 91, anunciando, entre otros estrenos, el de Realidad.

Capítulo II

A María Guerrero yo no la conocía más que de nombre. Por primera vez la vi una tarde en la Comedia representado la dama de Felipe Derblay (Le Maítre des Forges), función que se daba para redimir de quintas a un hijo del actor Montenegro. La voz, el gesto y la prestancia de la actriz me encantaron. Pasados algunos días, la vi ensayando El obstáculo, de Daudet, primer estreno de la temporada. Confundida entre las demás actrices, no me pareció la misma que yo había visto en la representación de Felipe Derblay. Vestía de negro y cubría su cabeza con un honguito igual a los que usábamos los hombres. Me fijé en su tez morena y descolorida; fijéme asimismo en su limpia pronunciación, cualidad en la que no hubo ni hay quien la iguale. En uno de los ensayos de El obstáculo, Mario me presentó a ella, y, reunidos en un palco, María Guerrero me habló de Realidad, que ya conocía en la novela antes de estudiarla en el drama. Entonces advertí en ella otra cualidad preeminente: la memoria. Con una lectura se apodera de un asunto y de un carácter, y le basta una simple audición ante el apuntador en la mesa de ensayos para dominar su papel.

Leyóse al fin Realidad, y fue repartida en esta forma:

Augusta, María Guerrero; La Peri, Julia Martínez; Orozco, Cepillo; Federico Viera, Thuillier; Joaquín Viera, Emilio Mario; Manolo Infante, García Ortega; Malibrán, Balaguer, etcétera. Los ensayos duraron un mes largo. La dirección escénica se entretuvo días y noches preparando por diferentes sistemas la aparición del espectro de Federico Viera en la última escena de la obra. Por fin se adoptó una combinación de espejos análoga al artificio llamado La cabeza parlante. Al manipulador de esta habilidad le llamaba Mario el mágico de astracán. De madrugada, después de la función, nos ocupábamos en ensayar una y mil veces el truco del espectro, que al fin obtuvo el visto bueno de los curiosos que lo presenciaban, no sin discrepancias, pues la unanimidad de pareceres jamás se realiza en cosas de teatro.

ESTRENOS DE «REALIDAD»,

«LA LOCA DE LA CASA» Y «LA DE SAN QUINTÍN»

Capítulo I

El 15 de marzo de 1891 se entrenó Realidad. Fue ésta una noche solemne, inolvidable para mí. Entre bastidores asistí a la representación en completa tranquilidad de espíritu, pues en aquellos tiempos yo ignoraba los peligros del teatro.

Años después, conocedor de las veleidades del público, siempre que estrenaba una obra me metía en el sitio más retirado del teatro, donde no pudiera enterarme de lo que ocurría en el escenario. La noche de Realidad, el público, tan numeroso como selecto, oyó la obra con benevolencia en casi todas las escenas, y en algunas con verdadero calor y entusiasmo. Muy celebradas fueron María Guerrero, en el papel de Augusta, y Julia Martínez, en el de La Peri, Mario hizo el Joaquín Viera con exquisito donaire y propiedad; Cepillo expresó de un modo perfecto la grandeza moral del personaje, y Thuillier se reveló ya como uno de los grandes actores de nuestro tiempo. De los críticos nada diré; todo el mundo sabe que los escritores que juzgan las obras en el instante de su nacimiento o de su estreno viven por largos años adscritos a un periódico o a una empresa teatral. La inamovilidad que disfrutan les mueve a ejercer una especie de dictadura. Sus juicios vienen a ser como sentencias dogmáticas. En muchos casos son dichos señores insufribles por su presunción de definidores lacónicos e inapelables. Con Realidad fueron benévolos y corteses; cada cual dijo lo que le dictaba la conveniencia del momento. Entre las diversas críticas no hubo ninguna que profundizase en el asunto y caracteres del drama juzgado. Todas cayeron en el olvido antes que la obra. La crítica de las obras de teatro en España no ha coincidido todavía con el nacimiento de las obras. Las que contra viento y marea sobreviven veinte o más años a su estreno son las que pueden obtener una sanción relativamente duradera. El buen éxito de Realidad me movió a una nueva tentativa para el año siguiente, cediendo a las instancias de Mario y María Guerrero. La temporada del 92 y 93 fue brillantísima para la Comedia, porque en ella estrenaron Mariana, con éxito de los más resonantes. Al siguiente día de este estreno, que fue el 4 de diciembre, se leyó La loca de la casa. La experiencia de Realidad no me enseñó a calcular las dimensiones de la obra dramática. La loca resultó tan desaforadamente larga, que tardamos dos días en leerla. Desde los primeros días empezamos a dar tajos y mandobles para que quedara en razonables proporciones. Asistió a todos los ensayos, sin perder día, don José Echegaray. No hay para qué decir cuan honrado me sentía yo con la presencia del insigne dramaturgo, y cuánto me halagaba la constante atención que en la obra ponía, animando a los actores y a mí con sus atinadas apreciaciones. Muy avanzado ya el mes de enero, la obra estaba dominada, mas estando solos conmigo María Guerrero y Mario, dijéronme que el final debiera reformarse para que el éxito que esperaban fuera redondo y definitivo. De tal opinión participaba, según me dijeron, don José Echegaray. Vacilé al principio, medité después y de pronto decidí escribir otro final. Dicho y hecho. En una noche hice de nuevo la escena final, encomendada exclusivamente a las dos figuras de Victoria y Pepet. Al día siguiente, domingo por la mañana, se ensayó la escena por María Guerrero y Cepillo, repitiéndola como unas doscientas veces, y el próximo 21 se estrenó la obra sin ningún tropiezo. El éxito fue muy bueno, descollando María Guerrero entre las actrices, y entre todos Cepillo, que encarnó el Pepet de una manera maravillosa. La crítica anduvo aturdida y desorientada; ni en la censura ni en el aplauso supieron los críticos lo que decían, ni acertaron a formular una opinión terminante. Han pasado veintitrés años sobre esta obra, y hoy la vemos más fuerte y robusta que en los días de su estreno. Todas las actrices españolas han hecho la Victoria, y todos los actores el Pepet.

Capítulo II

Amada ninfa: ayúdame tú ahora. Para que mis fieles lectores sepan que en el bullicio teatral no olvidaba yo la plácida y silenciosa novela, diles que ensayando La loca de la casa escribíamos Tristana, y Torquemada en la cruz fue escrita cuando trazábamos el argumento de La de San Quintín. Esta comedia fue entregada a Emilio Mario y leída por María Guerrero en octubre o noviembre del 92. Estrenada el 25 de enero del 93, fue el éxito más brillante y ruidoso que hasta entonces obtuve en el teatro. La novedad de la fabricación de rosquillas ante el público y el simbolismo social que esta escena y las demás encierran, fueron muy del agrado del respetable… Prodigiosa se mostró María Guerrero en la duquesa de San Quintín, gran señora, a quien los reveses de fortuna obligan a desdorar su prosapia en los quehaceres domésticos. No menos feliz estuvo Emilio Thuillier en su situación culminante, cuando, caído en la impersonalidad social, se levanta gallardamente con el esfuerzo de su voluntad poderosa y de una pasión romántica. Cepillo, en la parte de don César; Cirera, en el patriarca Buendía; García Ortega, en el marqués de Falfán, y los demás artistas, contribuyeron a que La de San Quintín durara en el cartel cincuenta noches.

ANSÓ. «LOS CONDENADOS»

Capítulo I

Continuemos nuestra historia, ninfa mía. No es preciso que me recuerdes las obras que estrenó María Guerrero al final de aquella temporada. Una de las más nombradas fue La Dolores; pero, como esto no es de nuestra incumbencia, cuéntale al pío lector la febril inquietud de la obra que proyecté para el año siguiente. Era un drama que debía desarrollarse en un país y ambiente medievales, el valle de Ansó, situado en el Alto Aragón, en vericuetos que se dan de trompicones con la frontera francesa. Bien conocidas son en Madrid las ansotanas o chesas; se las ve por esas calles vestidas con un traje pintoresco, vendiendo un yerbajo que llaman té. Ansó es país de contrabando; el terreno es muy áspero; los hombres son fornidos, atléticos; las mujeres, gallardas, ágiles, de sutiles movimientos. La obra que con tales figuras pensaba yo escribir debía titularse Los condenados. Al imaginarla, ardía en deseos de visitar aquel país; pero ¿cómo? Me parecía tan extraviado y lejano cual Polonia o Escandinavia.

En estas perplejidades, me deparó la suerte un amigo, natural de Jaca, el cuál me dijo que el viaje era facilísimo y que él me llevaría en coche desde su pueblo a las proximidades de la villa pirenaica y misteriosa. Salimos de Jaca mi amigo y yo una mañanita en carretela tirada por cuatro caballos y recorriendo un país de lozana vegetación, pasamos muy cerca de San Juan de la Peña, cuna de la nacionalidad aragonesa, y después de mediodía llegamos a un lugar llamado Biniés, donde mi amigo mandó hacer alto para que yo admirase un soberbio nogal, que era sin disputa el más colosal que en España existía. En efecto: visto el árbol de lejos, parecía un monte; por entre malezas y casuchas penetramos en aquella espesura, y al llegar al tronco quedamos absortos ante la inmensa bóveda del verde y opulento ramaje. Imposible calcular los millones de nueces que pendían sobre nuestras cabezas. Hubiera yo deseado permanecer allí largo rato gozando en la contemplación de aquella maravilla; pero el descanso para los viajeros y para las caballerías había de ser más adelante, en un sitio llamado La Pardina, donde nos tenían preparada la comida para nosotros y el pienso para el ganado. Emprendimos la marcha por la empinada carretera que culebrea a la orilla derecha del Veral. Reposamos una hora, y luego seguimos nuestro camino, extasiados ante el magnífico espectáculo que por todas partes se nos ofrecía. Aquí, espesas masas de vegetación, allá ingentes rocas, en el fondo del río, a trechos turbado por cascadas espumosas, a trechos manso, permitiendo ver en su cristal las plateadas truchas. A medida que avanzábamos, el paisaje era más grandioso y los picachos más imponentes por su extraña forma y aterradora grandeza. Tras larga caminata, llegamos a un sitio donde terminaba la carretera. Mi amigo me dijo:

—De aquí no podemos seguir, porque la carretera no está terminada: los dos kilómetros que nos faltan para llegar a Ansó tenemos que recorrerla a pie.

Miré yo hacia arriba y vi las casas de la villa. Como por ninguna parte distinguieron mis ojos alma viviente, creí que estábamos en un país desierto. Por último, al llegar a las primeras casas del pueblo, mi amigo, viendo mi estupefacción ante tal soledad, me dijo:

—Todo el pueblo debe estar reunido en la plaza. Un rumor que llega a mis oídos me dice que en la plaza está la cuadrilla de titiriteros que estos días recorre todo el país. Entremos.

En efecto, penetramos en las calles desiertas, por entre casas altas, negras, ahumadas, y al llegar a la plaza quedé alelado viendo los grupos de chesas, con sus trajes verdes, unas sentadas, otras en pie, y oí el alegre vocerío que en la multitud producía el gracioso espectáculo de los titiriteros. Mi amigo empezó a llamar a voces por sus nombres a hembras y varones, y yo exclamó gozoso:

—¡Ya me veo frente a mis Condenados! Estamos en el siglo XIV.

Capítulo II

Los días que pasé en Ansó fueron para mí muy gratos, y además grandemente instructivos. Los conocimientos que adquirí, pormenores y rarezas que observé tocante a la vida social española, eran para mí un precioso caudal, que no cambiara por las riquezas que el minero extrae de las entrañas de la tierra. Yo no paraba en todo el día; de las Calles sombrías pasaba gozoso al campo, donde entre variados cultivos predominaban las patatas y el lino. Noté que el trabajo campesino estaba en manos de mujeres, pues para el hombre se reservaban en aquel país las rudas fatigas y los peligros del contrabando.

Las casas de Ansó son de piedra y muy altas. En los pisos superiores, debajo de las tejas o de las pizarras, están las cocinas; a éstas siguen siempre de lo alto a lo bajo las habitaciones vivideras: alcoba, comedor, etc., y en lo más hondo, al nivel de la calle, los graneros y almacenes. Los ansotanas son tan trabajadoras en el campo y en la casa, que no se las ve descansar ni un momento. Ellas lavan, planchan, hilan y traen agua de la fuente en grandes herradas. Algunas jovencillas vi cargando en la cabeza con prodigioso equilibrio des herradas, una sobre otra, y avanzaban risueñas, cantando coplas y bromeando con los transeúntes.

Merecen las ansotanas un galardón nacional por el hecho inaudito de conservar su traje arcaico, renegando del caprichoso vaivén de las modas. Se visten por el patrón de los siglos XIV o XV. La basquilla verde es en verdad una prenda elegantísima, de largos pliegues, que dan al cuerpo cierta prestancia señoril. Los manguitos abiertos por el codo y los hombros aumentan la gallardía de la figura, y los pendientes y collares con que se adornan, así como las chátaras de su calzado, completan el airoso conjunto. Para poder apreciar en todo su esplendor las bellezas ansotanas hay que verlas en días de gala, cuando adornan su seno con graciosos colgajos de filigranas de oro y ciñen su cabeza con pañuelos cuyo color y forma varían según edad y estado de las hembras. Según lo que vi en aquellos días, no lleva traza de terminar el uso de la vestimenta arcaica. Las únicas mujeres que visten conforme a lo que llaman moda son las que pertenecen a familias de carabineros.

Tuve la dicha de que mi amigo me alojara en la casa de un señor que era uno de los más pudientes y apersonados del pueblo. Tratábannos a cuerpo de rey, sirviéndonos suculentas comidas. Otro detalle de las costumbres medievales de aquel país era que las mujeres nos servían en el comedor y ellas comían en la cocina… Pasados no sé cuántos días en aquella deliciosa ociosidad, partí para volverme a Madrid. Mi amigo me llevó en su coche desde Ansó a la Canal de Berdún, donde tomé la diligencia que diariamente hacía el trayecto desde Jaca a Pamplona. Llevaba yo un recuerdo gratísimo del vecindario ansotano, y singularmente de la generosa familia que me había dado hospitalidad, colmándome de finas atenciones. En el largo camino no cesaba yo de pensar en mis Condenados, entreteniéndome en modelar las figuras de Salomé, Santamona, José León y Paternoy. Y esto lo imaginaba sin perder el compás de la rondalla que el mayoral cantaba con voz clara y perfecta entonación. De tal modo se fundían y compenetraban mis Condenados y la rondalla, que, cuando estrené la obra en Madrid, la música y mi drama reaparecieron en dulce maridaje.

Pernoctamos en Tiermas, pueblo de baños, y a la mañana siguiente pasamos el rio Aragón por Sádaba, y seguimos nuestro camino, oyendo siempre la cantinela del mayoral. A media mañana llegué a Pamplona. Mi primer cuidado fue dar un vistazo a la catedral, que interiormente es gótica, muy bella, y contiene sepulcros y altares de indudable valor artístico. El exterior, reconstruido en el siglo XVIII, es un armatoste grecorromano de un arte vulgar y desaborido. Recorrí luego algunas calles, la plaza y el Paseo de la Taconera… Y ahora, ninfa mía, ayúdame a poner debida exactitud en mis recuerdos. ¿Conocí yo al infatigable y honrado propagandista Basilio Lacort en aquel primer viaje a Pamplona o en los que después hicimos en días posteriores? Mi fiel, aunque voluble memoria, frunció el entrecejo, meneó la cabecita y me dijo:

—Hablaste largamente con Basilio Lacort, con don Antero Goñi y con Viñas, que fue alcalde de este pueblo. Retengo los hechos; pero en las fechas ya sabes que soy poco fuerte… Tus estudios históricos y geográficos para armar el complejo tinglado de los Episodios Nacionales te traerán más de una vez a estas tierras… Y ahora no te detengas aquí. Volvamos a Madrid, maestro mío, que tenemos que salir para Cádiz y allí embarcarte para tu país natal, Las Palmas.

A este recuerdo que hizo la ninfa de mis obligaciones siguió una breve disputa. Como yo le dijera que se preparase para ir conmigo a las Afortunadas, la ninfa soltó la risa, y con la risa este definitivo argumento:

—Para tus servicios en tierras canarias tienes a mi madre, que allá te espera luminosa y diligente. De allá me trajiste tú muy niña, y en España me crié, auxiliándote con mi vivacidad, no exenta de travesuras.

Asentí yo a estas discretas razones, añadiendo que tanto apreciaba a la hija como a la madre, que mi mayor gusto sería valerme de las dos, de la hija y la madre en las andanzas de esta fatigosa existencia.

Capítulo III

Partimos para Madrid, y el viaje a Canarias quedó aplazado para cuando se pudieran reunir y concretar mis dos memorias, la isleña y la continental, fusión necesaria para tan arduo empeño. De Madrid pasé a Santander donde estaba construyendo el hotel que poseo en el Paseo de la Magdalena. Aunque el edificio no estaba completamente terminado allí vivía yo con mi familia y allí puse términos a mi drama Los condenados. Al propio tiempo que publicaba Torquemada y San Pedro trasladé a Madrid mi asendereada persona para ocuparme en los ensayos de la obra cuya gestación me había llevado al pintoresco valle de Ansó. La compañía de la Comedia, dirigida siempre por Emilio Mario, no pudo sustraerse a la fiebre de mudanza, que es el mal endémico de los cómicos españoles. Abandonó el cotarro María Guerrero, que quiso formar rancho aparte en el Teatro de la Princesa. La restante compañía de Mario, cubriendo la baja de María Guerrero con la ilustre actriz Carmen Cobeña, siguió como estaba.

Ensayamos con todo esmero posible Los condenados, y el estreno fue a principios de diciembre. Desde las primeras escenas, parte del público dio en meterse con la obra de una manera tan grosera, que claramente se veía la confabulación y el designio de reventarla. Amigos míos de incondicional adhesión habían notado entre los curiosos que asistían a los últimos ensayos un cierto secreto y tacto de codos que delataban la conspiración. Descuidado yo de estas miserias por mi candorosa ignorancia del recóndito mecanismo teatral, no presté atención a lo que me dijeron mis amigos y afronté el estreno tragándome las amarguras de aquella luctuosa noche. Y no se hundieron Los condenados por deficiencia en la ejecución, pues todos los intérpretes cumplieron como debían. Carmen Gobeña estuvo admirable en Salomé; Conchita Ruiz, que era entonces una jovencilla, caracterizó de una manera perfecta la viejísima Santamona. El mismo elogio debo hacer de Thuillier, Cepillo, Cirera, Balaguer, Rosa, Tovar, Urquijo y demás artistas.

Rechazada la obra por artes aviesas, los críticos, con raras excepciones, se pasaron al enemigo. Yo creí de mi deber protestar de lo que me parecía tan violento como injusto. Al presenciar el entierro de Los condenados, les canté un responso el prólogo de la edición que publiqué a los pocos días del estreno. Creyeron algunos que había estado yo bastante duro en el recorrido que di a los críticos; pero no me pesa de ello. Las voces de ira y despecho con que fui contestado confirmáronme en la razón que tuve para revolverme contra la brutal sentencia. Pregunto a mi ninfa dónde escribí ya el prólogo de Los condenados, y ella, diligente y gozosa, me contesta:

—Esa terrible catilinaria la escribiste, maestro mío, en la casa de tu amigo Manolo Tolosa Latour, donde a menudo ibas a comer.

En efecto, con Manolo Tolosa Latour, a quien llamábamos familiarmente el doctor Fausto, me unía desde tiempo inmemorial una amistad cordialísima. Renombrado médico de la niñez, curábame también a mí en las indisposiciones infantiles que a las veces padecía yo. Él y su ilustre esposa, Elisa Mendoza, que había sido la primera actriz de su tiempo, eran los primeros asistentes a mis estrenos, y salían del teatro con las manos doloridas de tanto aplaudirme. Como deseo consignar en estas Memorias las amistades que me han favorecido con su cariño en el dilatado curso de mi existencia laboriosa, inauguro esta galería de amigos con Tolosa Latour, que fue de los primeros en mi conocimiento, y aún vive, para satisfacción mía y bien de la Humanidad.

Otro amigo que en las luchas del teatro se ponía de parte mía con verdadero frenesí era Paco Navarro Ledesma a quien conocí en el estreno de Realidad. Nuestras cordiales relaciones fueron intensas y cortas, pues la vida de aquel brillante escritor se extinguió en plena mocedad, dejando acá la monumental obra El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra y multitud de trabajos literarios de sabrosa crítica y polémica.

Otro amigo mío que rompió lanzas defendiendo bravamente mis ensayos teatrales fue Antonio Martínez y Ruiz de Linares, tan distinguido en su profesión militar como en las campañas periodísticas que le acreditaron de verdadero maestro en el arte de escribir. No necesito decir cuánto me desconsoló su muerte, acaecida en la madurez de la edad. Ruiz de Linares y Navarro Ledesma partieron de este mundo con poca diferencia de tiempo… En páginas sucesivas de estas Memorias seguiré presentando a mis lectores la galería de personas ilustres, así españoles como extranjeros, vivos o muertos, que me han honrado con su amistad.

Cierro el proceso de Los condenados, adelantándome veinte años en esta relación para consignar que en la primavera de 1914 tuvo Federico Oliver, director y empresario del Teatro Español, la feliz idea de ofrecer a su público la revisión del drama malogrado en 1894. En este segundo estreno no se hizo la menor alteración en el texto de la obra. El éxito fue extremadamente lisonjero. Los tiempos ruedan, los públicos cambian y las obras de teatro mueren o resucitan… cuando Dios quiere.

NUEVOS VIAJES

Capítulo I

Con el buen propósito y mejores ganas de dar principio al capítulo XIII de estas Memorias, suspensa la pluma sobre el papel en blanco, pido a mi ninfa su opinión sobre acontecimientos de mi vida, viajes o viajecitos que pudiéramos dejar olvidados. Y ella, con infantil donaire y más voluble pizpireta que nunca, me habla de esta manera:

—No olvidaré, maestro mío, ni nuestros viajes por países distantes, ni nuestras excursiones a ciudades inmortalizadas por un nombre de inmensa resonancia en la literatura universal. Tengo bien presente nuestra visita a Stratford—Avon, patria del más alto ingenio de Inglaterra. No te digo nada de la fecha, porque la ignoro, y en cuanto al asunto, no debes repetirlo ahora, porque ya lo publicaste en un librito que anda por esos mundos y que figura, con otros trabajos tuyos, en un tomo titulado Memoranda… Precedió a esta interesante visita la que hicimos a Edimburgo, ciudad renombrada por su esplendor cultural en todas las artes y ciencias, de donde vino el calificativo de Atenas del Reino Unido. Salimos de Newcastle con nuestro compañero de fatigas Pepe Alcalá Galiano. Pasamos por Berwick, frontera de Escocia. Ya sabéis que este título de Berwick vino a ser español en la guerra de Sucesión, y quedo enlazado después con los ducados de Liria y Alba. Pasamos por el brazo de mar llamado Frith of Forth, y admiramos el inmenso puente, aún no terminado, que une a ambas orillas. Para dar idea de las dimensiones de esta obra colosal, baste decir que cada uno de sus tramos equivale a dos torres Eiffel colocadas horizontalmente…

Llegamos, como sabes, a Edimburgo, que nos sorprendió por no ser ciudad tan ahumada y tristona como otras del Reino Unido. Aunque allí no faltan industrias ni altas chimeneas, lo que prevalece es el taller literario, libros, revistas, imprentas, organismos académicos, científicos, que abrazar desde lo más elemental para uso de la infancia hasta lo más abstruso y enciclopédico para las inteligencias viriles. La calle principal de Princess-Street (calle de la Princes), que es la vía principal de Edimburgo, es una sucesión de edificios monumentales alternando con casas espléndidas, museos, hoteles: la estación del ferrocarril es considerada por los escoceses como la más hermosa del mundo. Se destacan en ella el monumento a Walter Scott, la soberbia columnata que encierra los museos de pintura y las colecciones científicas y multitud de estatuas consagradas a las celebridades escocesas… El mismo día de nuestra llegada a Edimburgo hubimos de disponer nuestra partida, porque mi compañero de viaje se vio precisado a regresar a Newcastle, por obligaciones apremiantes del Consulado de España. Habíamos ido a Escocia con ánimo de visitar, después de Edimburgo, la región de los lagos, cuyas poéticas leyendas enardecían vivamente nuestra imaginación. Pero este lindo plan hubo de ceder a las exigencias de la realidad humana. No quisimos abandonar la ciudad de las imprentas, emporio de la librería y del saber académico, sin visitar la Universidad y otros Centros escolares. Ahítos de romántica historia, corrimos después en busca del Palacio de Holyrrood antigua residencia de los Reyes de Escocia. La abadía próxima es una ruina venerable y pintoresca. Creyérase que es un modelo de vestigios artificiales y que sus machones festoneados de yedra son obra de una mano de artista decorador de esqueletos arquitectónicos. El Palacio se conserva bien. En uno de sus salones hay una galería de retratos de los Reyes de Escocia, colección de pinturas en tas que no se vislumbra la antigüedad ni el carácter personal de los soberanos allí representados. Todo es obra del coleccionismo sintético y catalogado. Lo verdaderamente interesante y auténtico es la alcoba de María Estuardo. Sobreviven el lecho, los colchones, las cortinas y demás paramentos, como si estuviera reciente su uso. No lejos de1 dormitorio de la infortunada Reina vimos la escalera en que fue asesinado Rizzio. Nuestra imaginación o la locuacidad del cicerone descubrían en el pavimento huellas de la sangre del aventurero italiano.

El Cielo dio a María Estuardo un buen palmito, pero le negó el adorno de una clara inteligencia, necesaria para gobernar su vida. Era hermosísima, pero carecía de freno moral para contener sus livianos apetitos. Casó a temprana edad con el Delfín de Francia, después rey Francisco II, y, ya viuda, pasó a ocupar el Trono de Escocia. Desleales consejeros arrastráronla prontamente a las mayores torpezas y desatinos. Casó con un noble llamado Darnley, y como a la linda cabeza de María el exceso de liviandad no dejaba espacio al sentido político, se enamoriscó de un italiano llamado Rizzio, que apareció en aquel país tocando la bandurria, el laúd o no sé qué instrumento. Sobrevino la catástrofe inevitable en estos devaneos. En el acaloramiento de un festín, Darnley mató a Rizzio, y desde entonces ya no hubo paz para la dislocada Reina de Escocia.

En aquellas décadas aparece en el reino vecino otra mujer, figura histórica de colosal relieve, Isabel de Inglaterra, que, si no podía rivalizar con María en gracias femeniles, la superaba con creces en dotes intelectuales. Hija de Enrique VIII y de Ana Bolena, Isabel poseía un talento de primer orden, escondido tras una máscara de sequedad y tiesura. La rivalidad entre Isabel y María no tardó en estallar. Móviles de este antagonismo fueron la hermosura de la Estuardo, que despertaba en Isabel la natural envidia, y las rivalidades entre católicos y luteranos, que el fanatismo exacerbaba en proporciones aterradoras.

Así las cosas, María se apoyaba en Bothwell, y después en Murray. Y en tanto Isabel, obrando con tanta sagacidad como perfidia, trataba de inducir a María a una transacción amistosa, y con arte sutil cuidaba de apartarla de su reino para precipitar el fin trágico que deseaba. En uno de estos lances, Isabel preparó hábilmente la entrevista de las dos reinas en el bosque de Fotheringhay. Esta entrevista de las dos reinas es la escena más maravillosa del drama de Schiller María Estuardo, y de ella puede decirse que la poesía supera en interés y verdad a la Historia… Continuaron después de esta escena las agrias disputas entre las dos reinas; una y otra conspiraban enredos mil para sacar triunfantes sus derechos. Isabel, más ladina que su rival, supo dar al litigio carácter de conspiración contra el Estado. La soberana de Inglaterra había heredado de su padre, el bárbaro Enrique, el arte expeditivo de despachar a sus enemigos por medio del verdugo, y sin encomendarse a Dios ni al diablo condenó a María a morir en el cadalso… Es decir, degollada, conforme a dignidad real.

La terrible sentencia fue comunicada a la Estuardo la víspera de la ejecución. La muerte de María resultó el acto más noble de su vida. El largo martirio en prisiones limpió su alma de inveteradas culpas. La majestad, la resignación edificante, la ternura con que se despidió de su servidumbre, resplandecieron con destello sublime cuando entregó su cuello al verdugo, a Dios su alma. La gran pecadora supo dar a la posteridad la clara sensación de morir como una santa.

Bastante tiempo antes de su muerte, viéndose la Estuardo en estrecha prisión, y no sabiendo a quién encomendarse, puso su esperanza en Felipe II, a la sazón el monarca más poderoso de Europa. A este propósito envió su retrato en miniatura al duque de Alba, gobernador de los Países Bajos, añadiendo una sentida dedicatoria. Dicho retrato, que es una preciosidad, según me han dicho, existe en el Palacio de Alba en Madrid. En el archivo histórico de la misma casa se conservan tres cartas autógrafas dirigidas al Duque en 1565 y 1570, y otra de la reina Isabel.

María pereció en 1587. Dueña del campo la implacable Isabel, declaró su enemistad al Demonio del Mediodía, que así llamaba a Felipe II, Rey de España. Éste, andando los tiempos, le pagó con la misma moneda, y mandó contra ella la escuadra invencible, destruida por los temporales les antes de cumplir su objeto en las costas de Inglaterra. La derrota de la invencible inicia el apogeo de Inglaterra como potencia de los mares. Fomentó este poderío la reina Isabel, desplegando sus raras dotes de inteligencia política y administrativa. Por terribles crisis pasó Inglaterra en los años siguientes, crisis religiosas y políticas; pero es indudable que a Isabel se debió el aumento del poderío británico como lo conocemos en la edad presente.

Terminada nuestra visita al palacio de María Estuardo, poco teníamos ya que hacer en Edimburgo. En una plazoleta próxima a Holyrrood nos detuvimos para oír la banda militar de un regimiento de highlanders, compuesta, como es sabido, de gaitas y tambores. Para mí, aquella música, tan característica como los trajes de los soldados escoceses, no era nueva, pues en Gibraltar había tenido el placer de oírla. Después de echar un vistazo a Carlton Hill partimos para Newcastle. Muy desconsolado iba yo: por mi gusto me hubiera corrido desde Edimburgo a Glasgow, pasando luego a la región de los Lagos. Mi ambición viajera no paraba en esto; hubiérame lanzado gozoso al norte de Escocia, buscando en Inverness el páramo donde las Brujas anunciaron a Macbeth, que sería rey, y reconstruir una por una las escenas del terrible drama de la ambición. En mis correrías, las personas y cosas imaginarias me seducían más que las reales. Siempre fue el Arte más bello que la Historia.

Capítulo II

Camino de Inglaterra, me afirmé en la resolución de no demorar mi viaje a Stratford-on-Avon, donde vio la luz el inmenso Shakespeare. Mi fiel amigo Pepe Galiano no podía en aquellos días acompañarme. Nos despedimos en Newcastle, y solito, enterándome de la dirección que debía seguir, me dirigí a Birmingham, que es, como todo el mundo sabe, uno de los más grandes emporios industriales de Inglaterra. Como no me guiaba ningún interés industrial ni comercial, poco tiempo me detuve en Birmingham, y tomando otro tren seguí mi ruta hacia el lugar donde la musa británica engendró a Hamlet, Macbeth y otras inmortales criaturas.

Confirmando lo que ha dicho mi ninfa, omito en estas Memorias mis impresiones de Stratford, porque ya lo hice en un libro titulado La patria de Shakespeare, y emprendiendo nueva ruta, paso por Oxford, la ciudad universitaria; por Windsor, residencia habitual de los reyes de Inglaterra, y no paro hasta Londres.

Por tercera vez me veo en la metrópoli de la Gran Bretaña; pero ni esta ocasión ni las siguientes me bastarán para contaros mis observaciones en este conglomerado de ciudades populosas. París es grande, metódicamente regular y armónico. Londres es disforme, desproporcionado, sin medida en sus bellezas, como en sus fealdades; compónenlo arrabales magníficos, rincones deliciosos y longitudes desesperantes, como ensueños de pesadilla. Dividiré en tres partes mis relatos londinenses, empezando por el Oeste, que sintetizo en este rótulo: El Parlamento y Westminster. Tarea tengo ya para hoy. Y cuando Dios quiera tendréis la segunda conferencia: San Pablo y la City. El extremo Este y la tercera: Regent’s Park y el Jardín Zoológico, British Museum.

Doy principio a mi tarea descriptiva. Partiendo de la columna de Nelson (Trafalgar Square), paso junto a la estatua ecuestre de Carlos II y entro en Whitechall, avenida espaciosa, formada por varios edificios del Estado. Entre ellos se destaca, a mano izquierda, un palacio de modesta arquitectura y aspecto vulgar; no obstante, tiene gran valor histórico, porque en él fue decapitado el rey Carlos I el 30 de enero de 1649. En medio de la calle se levantó el patíbulo, que fue comunicado con el palacio por uno de los balcones de éste. Víctima de su orgullo y de su desprecio del parlamento, pereció el segundo de los Estuardos. En el terrible momento de entregar su cuello al verdugo mostró Carlos la dignidad propia de su estirpe y de su acendrado cristianismo. Este acontecimiento, punto culminante de la historia de Inglaterra, marca una ejemplaridad política que reaparece de tarde en tarde en la conciencia de otros pueblos europeos…

Sigo mi camino por la espaciosa vía, en dirección del Támesis, y sin parar mientes en diferentes edificios que a uno y otro lado se ofrecen a mi vista, toda mi atención se clava en una torre corpulenta, elevadísima, de traza robusta dentro del estilo gótico-rectangular. En su cuerpo más alto campea el disco de un reloj monumental, que se me antoja el reloj más grande del mundo. Acercándome más, veo la enorme mole del parlamento, uno de cuyos lienzos se extiende a lo largo del Támesis, fundado sobre las corrientes del rio. Por otra parte aparecen otras grandes prolongaciones del mismo edificio, que sirven de asiento y albergue a la institución política más estable y grandiosa de la vieja Inglaterra. En otra ocasión pensé por breves instantes en aquel recinto. En la ocasión que ahora refiero me procuré un pase para visitarlo y recorrerlo detenidamente. ¡Qué inmensidad, qué lujo, qué magnificencia! Allí reside la verdadera majestad, la soberanía efectiva de la nación. En una parte, la Cámara de los Comunes; en la otra la de los Pares, y entre ambas, dilatada serie de salones destinados a locutorios, conferencias, bibliotecas, oficinas, comedores, habitaciones privadas del presidente y secretarios, que en el régimen inglés son funcionarios permanentes; cuanto conviene, en fin, a la relación entre ambos estamentos y a la complicada máquina del régimen parlamentario de una nación cuya base política es gobierno del pueblo por el pueblo. No quiero meterme en una disquisición prolija sobre el sistema inglés, que es admiración y debiera ser ejemplo de todo el mundo. Para seguir con brevedad mi plan, abandono el Parlamento y me dirijo a un edificio próximo, también monumental y de gótico estilo, en el cual veremos glorificado en forma religiosa lo más espiritual del alma británica.

Capítulo III

Ya estamos en la Abadía de Westminster. Siempre que penetro en este templo siéntome como el que asiste a llevar una ofrenda a los dioses o a los mortales que con lo, dioses se codean. Ni Francia en su Panteón ni nosotros en nuestro Escorial hemos igualado a lo que los ingleses han hecho aquí. Sepulturas de reyes tenemos nosotros. Sepulturas de grandes hombres tiene Francia; pero ni en una ni en otra parte del Continente se ha conseguido, como en Londres, la incineración y glorificación de todas las grandezas de una raza. En las capillas de Westminster encontramos todos los reyes, reinas, príncipes y caballeros que han florecido en este noble suelo. La capilla de Enrique VII es en este concepto interesantísima. También hay reyes santos en esta y otras capillas; pero algunos visitante rinden culto a los santos de su mayor devoción, no en las capillas, sino en las naves y cruceros de la iglesia. En ésta encontraré a Newton, que en la piedra de su sepulcro tiene grabado el famoso binomio, fórmula matemática que dio fama a este varón extraordinario, descubridor de la gravitación universal y del sistema del mundo. La ciencia debe, además, a Newton otras grandiosas conquistas.

No lejos de la tumba de Newton vi la de Darwin, creador de la teoría del origen de las especies por la selección natural… En una de las salas del crucero, y en la que lleva el nombre de Rincón de los poetas (Poets Corner), nos hallamos ante la brillantísima pléyade de poetas, novelistas, historiadores, críticos, músicos, actores, etc., que en siglos diferentes han brillado en el espacio infinito del arte británico. Los que no tienen sepultura en la Abadía con inscripciones y signos fehacientes están representados por estatuas, bustos, medallones y expresivas leyendas. Resulta un completo cielo, como nos lo pintan y describen las escrituras dogmáticas. Allí están los profetas, apóstoles, mártires, los elegidos, en fin, merecedores de la inmortalidad. Allí podemos rendir culto a los santos que nos merezcan más respeto y veneración. Resplandecen en la celestial muchedumbre Macaulay, Thackeray, el compositor Haendel, que los ingleses consideran como suyo, aunque nació en Alemania; Oliverio Goldsmith, Pope, Addisson, Chaucer, Thomson, Prior, Campbell, duque de Argyll, Spencer, el afamado comediante Garrick, Milton, cuyo solo nombre basta para caracterizarle; Dryden, Ben Jonson y, descollando entre todos, el soberano hacedor de humanidades vivas, Guillermo Shakespeare…

La última vez que visitó la Abadía vi en el suelo del Rincón de los poetas una sepultura reciente; en ella trazado, al parecer con carácter provisional, leí la inscripción: Dickens. En efecto, el gran novelador inglés había muerto poco antes. Como éste fue siempre un santo de mi devoción más viva, contemplé aquel nombre con cierto arrobamiento místico. Consideraba yo a Carlos Dickens como mi maestro más amado. En mi aprendizaje literaria, cuando aún no había salido de mi mocedad petulante, apenas devorada La comedia humana, de Balzac, me aplique con loco afán a la copiosa obra de Dickens. Para un periódico de Madrid traduje el Pickwivk, donosa sátira, inspirada, sin duda, en la lectura del Quijote. Dickens la escribió cuando aún era un jovenzuelo, y con ella adquirió gran crédito y fama. Depositando la flor de mi adoración sobre esta gloriosa tumba, me retiro del panteón de Westminster… Quisiera dar un vistazo al Museo de Pinturas; pero es muy tarde y este capítulo es demasiado largo. Quédese para un día próximo el tratar de lo que me sugiere mi caprichosa memoria.

GALDÓS, EDITOR

Capítulo I

Esta ninfa de mis pecados, distraída y volátil, rara vez me da el pormenor de lugares y fechas, tratándose de nuestros viajes o de los asuntos históricos que juntos presenciamos; pero como yo le pida la exactitud cronológica para referir sucesos o negocios de mi personal interés, suelta la risa y revoloteando me contesta estas desabridas excusas:

—Maestro mío, ¿quieres mi auxilio para referir a nuestros lectores el litigio que te viste precisado a sostener con el primer editor de tus obras? Pues tu ninfa, hablándote con la sinceridad que mereces, declara que no debes hablar al público de esa vil prosa de los intereses editoriales. Contémosle al querido lector el cómo y el porqué de tu labor literaria; pero de la compra y venta de libros no digas una palabra, que esa monserga mercantil a nadie le interesa.

A lo que respondí:

—Contra lo que ha dicho mi ninfa gentil, opino yo que el mecanismo de la producción literaria despierta en el público interés más vivo que la producción misma. Tú sabes que ya he terminado la primer a y segunda serie de los Episodios Nacionales; sabes asimismo que estos veinte tomos han tenido gran éxito de librería en España y América, y no ignoras que tu maestrillo, por el camino que va, no lleva trazas de figurar entre los accionistas del Banco de España.

Con estos razonamientos nos entretuvimos mi ninfa y yo, y, por fin, me decidí a poner término a la desdichada situación económica en que me había puesto el amigo con quien me asocié para imprimir y publicar mis obras. Largas controversias tuvimos el tal y yo para llegar a una concordia; pero no fue posible… En aquel tiempo tenía yo cordial amistad con don Antonio Maura. Nos veíamos diariamente en el congreso, y no tardó en llegar la ocasión de manifestarle familiarmente lo que me pasaba. Empezó don Antonio por pedirme todos los datos, notas, cartas, cifras referentes al caso, y una vez penetrado del asunto, me dijo:

—Plantee usted la cuestión en los Tribunales, que yo le defenderé.

Defensor de la parte contraria fue el diputado por Tenerife, Villalba Hervás, buena persona que en mala ocasión vino a ser mi enemigo… Ya me tenéis entre letrados, procuradores, jueces y peritos. Intervinimos los libros de contabilidad, que eran muy defectuosos; se nombró un administrador judicial y recorrimos con fatigoso anhelo las vueltas y revueltas, los rincones y pasadizos de la tramitación jurídica. Era como una pesadilla que no se acababa nunca. Mi contrincante y yo nos cansábamos de aquella interminable y costosa peregrinación por los tenebrosos dominios del papel sellado, y Maura me aconsejó que propusiera a mi contrario llevar el asunto a un arbitraje. Así se hizo. Hicimos la escritura comprometiéndonos a respetar el fallo que dictaran los amigables componedores. Nombramos árbitro al ilustre catedrático y jurisconsulto don Gumersindo de Azcárate. Éste estudió detenida y concienzudamente el asunto y dictó un laudo que contenía más de cincuenta pronunciamientos, que dieron por terminado el enfadoso pleito.

Ved aquí lo más esencial del laudo: En primer término, me reconocía la total propiedad de mis obras, pues la mitad de las mismas teníala por suya el que había sido mi socio industrial. El reconocimiento de la propiedad de mis obras fue para mí un indudable triunfo. Disuelta la sociedad, el laudo me imponía la obligación de abonar a mi contrario una parte bastante crecida de la liquidación por anticipo que mi socio me había prestado. Por tal concepto tenía yo que pagar a tocateja 82 000 pesetas.

Como en el curso del litigio se había hecho el recuento de libros existentes, el laudo disponía que, dividida en dos partes la existencia, se adjudicara la mitad a mi contrincante, quedando la otra mitad en mi poder, añadiendo esta justa disposición: mi contrario no podía vender ni reimprimir las obras que le habían correspondido; yo sí podía hacerlo, pero agregando a este derecho la obligación de comprar al precio corriente de librería las obras de la parte contraria a cuando la mía se agotara. En resumen: yo salí ganando la propiedad de mis obras, el derecho de reimprimirlas y venderlas; pero esta ventaja positiva se atenuaba hasta cierto punto con un considerable desembolso, que en aquel tiempo era superior a mis fuerzas. Muy agradecido quedé a mis ilustres amigos Maura y Azcárate, que me sacaron de aquel purgatorio.

Mi ninfa, que en ciertos casos peca de distraída y en otros de reparona, aficionada a las estadísticas, puede dar testimonio de que en el largo tiempo que duró la horrenda crisis del papel sellado no estuve ocioso. En la casa donde establecimos la administración judicial escribí Misericordia y El Abuelo. Tampoco me descuidé en ofrendar a Talía y Melpómene. Retrocedo en mi relato para referir que en el Español estrenó María Guerrero mi comedia Voluntad, cuyo éxito no pasó de regular. Poco después di en la Comedia el arreglo de Doña Perfecta, cuya protagonista desempeñó con notable acierto María Tubáu; Emilio Thullier, Nieves Suárez, Josefina Álvarez, Amato y demás artistas completaron el éxito, que fue grande y ruidoso, sobre todo en la escena final del acto segundo, cuando en la disputa entablada en el escenario interviene comentándola el formidable estruendo de los clarines de la caballería… Al año siguiente di al Español La fiera, asunto referente a la nefanda época de los Apostólicos, precursora de la guerra civil. Dieron ambiente real a este drama Carmen Cobeña, Thuillier, Agapito Cuevas, Valles, Valentín, Balaguer, María Cancío y Carolina Fernández. Gustó bastante la obra, y hoy creo que gustaría más. No renuncio a que en los días presentes se hiciera en cualquiera de los principales teatros de Madrid una revisión de aquella olvidada Fiera.

Capítulo II

Prosigo la relación de mis desconcertadas Memorias diciendo que, viéndome dueño de mis obras, resolví establecerme como editor de ellas en el número 132 de la calle de Hortaleza, piso bajo. Dio comienzo con esto una nueva etapa de mi existencia literaria. El considerable desembolso que tuve que hacer para liquidar las resultas del pleito obligóme a sacar de mi caletre los elementos necesarios para salir del paso. Como el trabajo no me arredraba, al contrario, era mi mayor delicia, acometí la tercera serie de los Episodios Nacionnles. En el plan que para esta serie discurrí figuraba en primer término el título Zumalacárregui. Queriendo documentarme para el estudio de esta figura y de otras, acudí a mi amigo don Juan Vázquez de Mella, que a la sazón vivía en la calle de Valverde. Amable en extremo don Juan, me dio cartas para visitar diferentes pueblos y personas de Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra. Con las cartas de introducción que me dio don Juan me dirigí a Cegama, Azpetia, Pamplona, Puente de la Reina, Estella, Viana y otras poblaciones que fueron teatro de las guerras civiles. En Cegana visité al cura don Miguel de Zumalacárregui, sobrino carnal del famoso caudillo, que murió en aquella villa el 24 de junio de 1835, al volver malherido del primer sitio de Bilbao. El bondadoso y simpático don Miguel me recibió en su casa con tanta cortesía como afabilidad, mostrándome la estancia en que su tío entregó su alma a Dios. Vi la cama cubierta con una colcha de damasco amarillo. Completaban el decorado de la alcoba las armas y el retrato del héroe con estampas y cuadros religiosos que le daban aspecto de capilla, sin que faltase un altarito donde presumí que algunos días diría sus misas don Miguel. Éste me conivídó a comer; mas como yo no podía detenerme por llevar tasado el tiempo, rehusé cortésmente la invitación. El buen sacerdote no quiso que me marchara sin aceptar una copita de vino blanco, como es uso del país. Llevóme luego al través de la casa, cuyos pisos, así como la escalera, bruñidos por la cera, retemblaban a nuestro paso. En porta1 vi unas pesas colosales de forma primitiva, como suelen verse en todas las casas guipuzcoanas. Salimos el cura y yo; por un puentecillo pasamos a una plazoleta y entramos en la iglesia parroquial de la villa, que me pareció grande y despejada. Llevóme don Miguel a una capilla de la derecha para que viese y admirase el sepulcro donde yacen los restos mortales de don Tomás Zumalacárregui, campeón del carlismo y uno de los estratégicos más notables de su época. Corona el sepulcro una estatua colosal del caudillo, Que no me pareció expresar bien la severa gallardía y arrogancia de aquella figura que con un gesto y una voz conducía a su hueste a encarnizadas peleas. Me guardé bien de comunicar esta impresión crítica de momento al simpático don Miguel y me despedí de Él y de Cegama con los afectos expresivos que el buen sacerdote merecía.

Al siguiente día tomé un coche de Beasaín para irme a Azpeitia, lugar famoso de cuyo nombre era deber mío acordarme siempre, porque allí nació mi abuelo materno, don Domingo Galdós y Alcorta, varón digno y virtuoso, contemporáneo, según creo, de la Revolución francesa. En los últimos años del siglo XVIII fue destinado aquel señor a Las Palmas con el cargo de secretario de la lnquisición. Esos empleos eran a la sazón desempeñados por seglares. Llevóme a la villa de Azpeitia, además de mi curiosidad de cronista, el afán de conocer algún vestigio, si lo había, en el tronco del árbol vital a que pertenece mi humilde persona. El pueblo me pareció feísimo; las casas, altas y sombrías. La iglesia parroquial, titulada de San Sebastián y San Ignacio, es hermosa, con un magnífico pórtico de don Ventura Rodríguez. En el interior existe la pila en que fue bautizado San Ignacio de Loyola.

Me hospedé en la cómoda y espaciosa fonda de Arteche, yen ella primero, divagando luego por las calles, traté de indagar si había en Azpeitia alguna persona en que pudiera encontrar aclaración próxima o distante de mi familia. Lo único que supe fue que los últimos Galdós se habían ausentado de Azpeitia algunos años antes. Sólo un viejecito que me deparó la dueña de la fonda me dijo que en el convento de religiosas, no sé si dominicas o bernardas, existía una monja muy anciana que llevaba mi apellido. Ni corto ni perezoso, me fui al convento, situado al otro lado de un rio, que creo era el Urola. Abierta estaba la iglesia, entré en ella y me vi en una soledad misteriosa y apacible. Sólo turbaba el silencio de aquel recinto el rezo gangoso de dos viejas sentadas en un banco no lejos de mí. Pasó en esto un sacristán, que agitando un manojo de llaves, nos indicaba que no tardaría en cerrar la iglesia. Obedeciendo a repentina corazonada, pregunté al sacristán si conocía a una religiosa de aquel monasterio que llevara el apellido de Galdós. Y el sacristán, rascándose la frente como para escarbar en su memoria, me contestó:

—Esta señora debió pasar a mejor vida cuatro años ha.

Y, oyendo esto, avanzó una de las viejas y metiendo baza en lo que hablábamos, dijo:

—Dígote yo que la madre Ignacia Galdós, que era una santa, pues, ¿lo dudas o qué?, subió al Cielo el día de la Purísima Concepción del año que tuvimos la crecida de1 río.

Secamente afirmó el sacristán:

—El noventa.

Y los cuatro abandonamos el recinto mudo y tétrico. Acompañándome hasta la fonda, díjome el sacristán que no tenía noticia de que hubiera en Azpeitia persona del apellido que llevaba la santa religiosa; pero que un señor muy entendido en linajes, hablando en la sacristía de la parroquia, había sostenido que únicamente en La Habana había ya Galdoses… En La Habana y en otras islas de por allá.

Capítulo III

Tempranito sentíamos los huéspedes de la fonda que no éramos madrugadores un toquecito de nudillos en la puerta. Era la camarera, que nos decía:

—Caballero, ha perdido dos misas; ya sólo falta una, que, si no se levanta pronto, la perderá también.

Esto no iba conmigo. La segunda mañana que allí estuve me levanté a buena hora, y, tomando mi desayuno, dije a la patrona:

—Yo voy a misa al Santuario de Loyola, que está a mitad del camino entre Azpeitia y Azcoitia.

Dicho y hecho; a pie me fui al famoso monasterio, centro y emporio de la Orden ignaciana. Grandiosa escalinata da ingreso a la iglesia, que es de traza circular. Dominan en ella el mal gusto artístico y la riqueza en mármoles y jaspes, materiales que tanto abundan en el próximo monte de lzárriz. En documentos del siglo XVIII hemos visto descripciones ampulosas y un tanto fantásticas de este soberbio edificio. Dicen que en él se ha representado un águila al vuelo, cuyo cuerpo es la iglesia; el pico, la portada; las alas, el nuevo edificio destinado para Seminario y la Casa Santa de Loyola a uno y otro lado del templo; la cola forma el refectorio y otras oficinas. Examinada la iglesia, vi la Casa Santa, edificio lugareño de piedra y ladrillo donde vio la luz el fundador de la Compañía de Jesús. En una de las estancias del piso tercero hay una sagrada, porque en ella convaleció el santo de la caída y heridas que hubo de sufrir en el castillo de Pamplona siendo militar. Dicha capilla está revestida de jaspes y ornada de pinturas y esculturas muy lindas. En el mismo piso, ricamente adornado, se venera la estancia en que nació el fundador de la Compañía… El colegio, propiamente llamado Imperial, pude verlo, aunque muy a la ligera. Es tan grande como suntuoso. El hermano lego que me guiaba por aquel complicado laberinto me dejó admirar rápidamente los espaciosos dormitorios, comedores, aulas, bibliotecas, y otras dependencias de aquel que más que colegio debía llamarse grandiosa Universidad.

Salí de Loyola con la sensación intensa de las poderosas ramificaciones del jesuitismo en todo el orbe católico. Caminando hacia Azcoitia no se apartaba de mi pensamiento la perdurable relación de mi abolengo con el nombre del creador de la Orden ignaciana. Ignacio se llamó uno de mis tíos: Ignacio, mi hermano, e Ignacio, dos sobrinos míos. En Azcoitia me metí en una diligencia que salía para Elorrio, y allí tomé otra que a Bilbao se dirigía.

Capítulo IV

Aplazada para días próximos las visitas que con las cartas de Mella pensé hacer a poblaciones navarras, de Bilbao me fui a Madrid. Apretábame a ello el deseo de encerrarme por algún tiempo en mi casa editorial, recientemente establecida en la calle Hortaleza, para activar los trabajos de la venta de mis obras y de la preparación de Zumalacárregui, que había de ser la primera de la tercera serie proyectada. En el despacho de la calle de Hortaleza era punto fijo la vagarosa ninfa que Dios me había deparado para auxilio y guía de mi entendimiento en el ordinario trajín de los menesteres literarios. Por cualquier fútil motivo agriamente me reñía, llamándome holgazán, olvidadizo y qué sé yo qué. Una mañana me salió con esta cantinela:

—Tontaina, ¿no sabes que te has comprometido a no dilatar tu ingreso en la Academia? La fecha en que fuiste elegido se pierde ya en los tiempos de Maricastaña. Ya debieras haber escrito, o por lo menos pensado, el discursillo que es de ritual en acto tan solemne.

Con repetidas instancias de este jaez la discreta ninfa ganó mi voluntad y puse mano en la pieza oratoria, que me salió corta y ceñida. Hice el debido elogio de mi antecesor en la silla N, don León Galindo de Vera, y tuve la suerte y el honor de que se encargara de contestarme el insigne polígrafo don Marcelino Menéndez y Pelayo. El acto resultó muy lucido, destacándose el admirable discurso de Marcelino sobre el mío, modesto y tímido en su complexión. Dos semanas después ingresó en la docta Corporación el gran escritor y novelista don José María de Pereda. Mi amistad estrechísima con el insigne montañés me movió a reclamar la honra de contestarle. Así se hizo, y si Pereda, fue justamente aclamado, yo no quedé mal en aquella segunda prueba. Los cuatro discursos de estas dos recepciones fueron publicados después en elegante volumen por la casa editorial de Victoriano Suárez. Corría febrerillo loco de 1897. El año ¡ay!, se presentaba con poco seso. En agosto fue asesinado en Santa Águeda el más alto de nuestros estadistas: Cánovas del Castillo. Con silencioso y traicionero andar venía hacia España el siniestro 98.

ÚLTIMAS NOTAS

Capítulo I

En los años 1901 y 1902 frecuentaba yo París, no sólo por la atracción que ejercía siempre sobre mí la gran metrópoli, sino por mantener vivo el trato con mi amigo de la infancia Fernando León y Castillo, que desempeñaba por segunda vez el cargo de Embajador de España en aquella República.

En este mismo semanario[5], y en multitud de obras mías, he referido mis visitas al Palacio de Castilla (avenue Kleber) y las conversaciones que tuvimos León y yo con la reina Doña Isabel. En las entrevistas de esta segunda etapa había variado visiblemente el aspecto de Su Majestad: a la peluquita rubia que antes usaba substituía ya una cabellera blanca, aureola de dignidad y simpatía. Andaba lentamente, apoyándose en un bastón; pero sus atractivos personales, la gracia, el donaire, la dulce ironía de su conversación, no habían cambiado; antes bien, los acontecimientos de actualidad exacerbaban la sutileza y la donosura picaresca de sus razonamientos. Aunque moraba en territorio extranjero, su corazón permanecía en España, y en sus conversaciones sólo trataba de asuntos exclusivamente españoles.

Era, pues, un alma española, con todos los defectos y las buenas cualidades de la raza; pero éstas no fueron bastante conocidas y apreciadas como debieron serlo, pues la opinión vulgar más abultaba los errores que atenuaba los aciertos. Era doña Isabel tan generosa que, sin instigación de nadie, perdonaba todas las ofensas que había recibido, conservando fresca en su memoria la gratitud a los adictos. Jamás oímos de sus labios una palabra rencorosa; y aún en la soledad de su destierro forzoso, supo mantener las apariencias ceremoniosas de Reina afectiva. Recuerdo que una tarde, estando León y yo en la cámara regia, oímos preludiar en el piano un trozo de Norma, y Doña Isabel exclamó:

—¡Ah!… Ya está aquí madame Lagrange; vamos a oírla.

Pasamos al salón, y vimos a una señora que, caladas las gafas, tocaba en el piano pasajes de óperas. Ana de Lagrange era una cantante extraordinaria, que había hecho las delicias del público en Madrid durante largos años. Cantó en el Teatro Real con exquisito arte las óperas más en boga en aquellos tiempos. Además, era señora dignísima, de esmerada educación y atractivo social. Doña Isabel hizo amistad con ella, y a menudo la invitaba a pasar largas horas en el Real Palacio, luciendo su arte de cantante y de pianista.

CapítuloII

Pasó tiempo; cambió la situación política de la Reina, y cuando ésta, libre ya de las obligaciones del Estado, residía lejos de su patria, también Ana de Lagrange, que por su avanzada edad había perdido el centro de la escena, requirió en París la amistad de Isabel II, y casi diariamente iba al Palacio de Castilla a regalar los oídos de a soberana con la música más selecta.

Gozababa esta señora en París de cierta popularidad, como lo demostraba el hecho de que al salir la Reina de paseo había en la calle dos filas de personas que la miraban con gran curiosidad, y a veces se oía un murmullo de simpatía y admiración: cosa rara en París, donde pasaban inadvertidas tantas reinas destronadas, sin que nadie parara mientes en ellas.

LA REINA ISABEL

Capítulo I

La primera vez que tuve el honor de visitar —en el palacio de la avenida Kléber— a la reina doña Isabel, me impuso la presencia de esta señora un alelado respeto, pues no es lo mismo tratar con majestades en las páginas de un libro o en los cuadros de los museos, que verlas y oírlas y tener que decirles algo, dando uno la cara, en visitas de carne y hueso, sujetas a inflexibles reglas ceremoniosas. Por mi gusto, me habría limitado a las fórmulas de cortesía y homenaje, tomando a renglón seguido la puerta, sin intentar siquiera exponer el objeto de mi visita, el cual no era otro que solicitar de la majestad que se dignase contar cosas y menudencias de su reinado, haciendo la historia que suena después de haber hecho la que palpita… Pero el embajador de Esparta, mi amigo de la infancia, que era mi introductor y fiador mío en tal empresa, hombre muy hecho al trato de personas altas, me sacó de aquella turbación, y fácilmente expresó a la Reina el gusto que tendríamos de oír de sus labios memorias dulces y tristes de un tiempo azaroso. Con exquisita bondad acogió Isabel II la pretensión, y tratándome como a persona suya, que por suyos tuvo siempre a todos los españoles, me dijo:

—Te contaré muchas cosas, muchas; unas para que las escribas…, otras para que las sepas.

A los diez minutos de conversación, ya se había roto, no diré el hielo, porque no lo había sino el macizo de mi perplejidad ante la alteza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por Reina. Me aventuraba yo a formular preguntas acerca de su infancia, y ella, con vena jovial, refería los incidentes cómicos, los patéticos, con sencillez grave; a lo mejor su voz se entorpecía, su palabra buscaba un giro delicado, que dejaba entrever agravios prescritos, ya borrados por el perdón. Hablaba Doña Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero, y sin que ninguna idea exótica asomase por entre el tejido espeso de españolas ideas. Era su lenguaje propiamente burgués y rancio, sin arcaísmo: el idioma que hablaron las señoras bien educadas digo, no aristócratas. Se formó, sin duda, el habla de la Reina en el círculo de señoras, mestizas de nobleza y servidumbre, que debieron componer su habitual tertulia y trato en la infancia y en los comienzos del reinado. Eran sus ademanes nobles, sin la estirada distinción de la aristocracia modernizada, poco española, de rigidez inglesa, importadora de nuevas maneras y de nuevos estilos elegantes de no hacer nada y de menospreciar todas las cosas de esta tierra. La amabilidad de Isabel II tenía mucho de doméstica. La Nación era para ella una familia, propiamente la familia grande, que por su propia limitación permite que se le den y se le tomen todas las confianzas. En el trato con los españoles no acentuaba sino muy discretamente la diferencia de categorías, como si obligada se creyese a extender la majestad suya y dar con ella cierto agasajo a todos los de la casa nacional.

Contó pasajes saladísimos de su infancia, marcando el contraste entre sus aventuras y la bondadosa austeridad de Quintana y Argüelles. Graciosos diálogos con Narváez refirió, sobre cuál de los dos tenía peor ortografía. Indudablemente, el General quedaba vencido en estas disputas, y así lo demostraba la Reina con textos que conservaba en su memoria y que repetía marcando las incorrecciones. En el curso de la conversación, para ella tan grata como para los que la escuchábamos, hacía con cuatro rasgos y una sencilla anécdota los retratos de Narváez, O’Donnell o Espartero, figuras para ella tan familiares, que a veces le bastaba un calificativo para pintarlas magistralmente… Le oí referir su impresión, el 2 de febrero del 52, al ver aproximarse a ella la terrible figura del clérigo Merino, impresión más de sorpresa que de espanto, y su inconsciencia de la trágica escena por el desvanecimiento que sufrió, efecto, más que de la herida, del griterío que estalló en torno suyo y del terror de los cortesanos. Algo dijo de la famosa escena con Olózaga en la cámara real en 1844[6]; mas no con la puntualización de hechos y claridades descriptivas que habrían sido tan gratas a quien enfilaba el oído para no perder nada de tan amenas historias… Empleó más tiempo del preciso en describir los dulces que dio a don Salustiano para su hija, y la linda bolsa de seda que los contenía. Resultaba la historia un tanto caprichosa, clara en los pormenores y precedentes, oscura en el caso esencial y concreto, dejando entrever una versión distinta de las dos que corrieron, favorable la una, adversa la otra a la pobrecita Reina, que en la edad de las muñecas se veía en trances tan duros del juego político y constitucional, regidora de todo un pueblo, entre partidos fieros, implacables, y pasiones desbordadas.

Cuatro palabritas acerca del Ministerio Relámpago habrían sido el más rico manjar de aquel festín de historia viva; pero no se presentó la narradora en este singular caso tan bien dispuesta a la confianza como en otros. Más generosa que sincera, amparó con ardientes elogios la memoria de la moja Patrocinio.

—Era una mujer muy buena —nos dijo—; era una santa, y no se metía en política, ni en cosas del Gobierno. Intervino, sí, en asuntos de mi familia, para que mi marido y yo hiciéramos las paces; pero nada más. La gente desocupada inventó mil catálogos, que han corrido por toda España y por todo el mundo… Cierto que aquel cambio del Ministerio fue una equivocación; pero al siguiente día quedó todo arreglado[7]… Yo tenía entonces diecinueve años… Éste me aconsejaba una cosa; aquél, otra, y luego venía un tercero que le decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá… Póngase ustedes en mi caso. Diecinueve años y metida en un laberinto por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba…

Gustosa de tratar este tema, no se recató para decirnos cuán difíciles fueron para ella los comienzos de su reinado, expuesta a mil tropiezos por no tener a nadie que desinteresadamente le diera consejo y guía:

—Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta, y como se trataba de política, no había quien les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas estas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a oscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario. ¿Qué había de hacer yo, jovencilla, Reina a los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer a los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo?… Póngase en mi caso.

Puestos en su caso con el pensamiento, fácilmente llegábamos a la conclusión que sólo siendo Doña Isabel criatura sobrenatural habría triunfado de tales obstáculos. Si yo hubiera tenido confianza y autoridad, habríame quizá atrevido a decirle: «¿Verdad, Señora, que en la mente de Vuestra Majestad no entró jamás la idea del Estado? Entró, sí, la realeza, idea fácilmente adquirida en la propia cuna; pero el Estado, el invisible ser político de la Nación, expresado con formas de lenguaje antes que por pomposas galas que hablan exclusivamente a los ojos, rondaba el entendimiento de Vuestra Majestad sin decidirse a entrar en él. ¿Verdad que criaron a Vuestra Majestad en la persuasión de que podía hacer cuanto se le antojara, y quitar y poner gobernantes como si cambiase de ropa? ¿No confió la Reina demasiado en el amor de su pueblo y en la protección divina, dos cosas, ¡ay!, sujetas a inesperadas, lastimosas quiebras? Porque los pueblos aman y Dios protege, pero siempre con su cuenta y razón. El amor de los pueblos suele ser más egoísta que el de los hombres, y han de menester los Reyes de una constante atención sobre las vidas y sobre los intereses de la familia nacional para que ésta se mantenga firme en sus cariños y no se revuelva cuando se ve burlada y convertida en rebaño. El favor del Cielo debió Vuestra Majestad esperarlo como sanción de sus actos y de su fiel cumplimiento de las leyes, y no vislumbrarlo tras de las milagrerías y enredos con que alucinaban a la pobre niña Reina los traficantes en piedad o cambiantes de alma por intereses y de intereses por almas. Muchos ingratos vio Isabel II en su largo camino desde la coronación al destierro, y a no pocos hubo de perdonar el mal que le hicieron a trueque de tantos beneficios; pero hombres de entereza y de gran virtud halló también en ese camino, y no supo valerse ellos. De los ingratos y de los que no lo eran, de la ambición de los revoltosos y del padecer de los pacíficos, del resentimiento de muchos y del derecho de todos, se formó la gran justicia del 68, ardua, inevitable sentencia que nadie puede condenar analizando sus orígenes oscuros, sus medios desusados, porque los pueblos, cuando se juega la vida por la vida, ponen en el lace todo lo que poseen».

Claro que esto fue pensado, y antes moriría yo que decirlo en la visita. Aún el pensarlo allí era gran impertinencia, por lo cuál es lo más probable que lo pensé después. En la visita yo no hacía más que recrearme oyendo el encantador murmullo de la Historia viva, fresca, brotando de su nativo manantial. Doña Isabel, animándose con el renovar de sus añejas memorias, a cada instante tomaba más gusto de sus cuentos, por el propio sabor de ellos y por la conciencia que tenía la narradora de su gracioso contar. Verdad que los asuntos que iban saliendo, ella escogía los de su conveniencia y mayor agrado, desechando los que la enfadaban o los que por tener espinas no podían pasar sin dolor de su pensamiento a sus labios. Al fin, sintetizando ya los pasajes alegres y dolorosos que había contado y como queriendo engarzar con un hilo de oro las buenas y las venturas, dijo estas palabras, que en mi mente conservo bien grabada:

—Yo tengo todos los defectos de mi raza, lo reconozco; pero también alguna de sus virtudes…

Capítulo II

Otro día nos dio más referencias interesantes de cosas y personas, y esclareció algún suceso desvirtuado por la pasión. Inclinado su ánimo al pesimismo, vimos nublarse su rostro y empañarse el azul de sus ojos:

—Sé que lo he hecho muy mal; no quiero ni debo rebelarme contra las críticas acerbas de mi reinado… Pero no ha sido mía toda la culpa, no ha sido mía…

Acudió León y Castillo a dar consuelo al espíritu de la Reina con la fina lisonja que su cortesía y su cariñosa adhesión le dictaban. Ponderó los progresos del reinado de Isabel II, el desarrollo de la riqueza, la difusión de la cultura, el aumento del bienestar; señaló las puras glorias de la guerra de África, las victorias logradas en el terreno del arte y las letras, los ferrocarriles y tantas otras cosas que la Reina no encontró el día de su advenimiento y dejó el día de su fin político. Pero aun teniendo estas afirmaciones en boca del Embajador toda la verdad del mundo, no convencían a la Reina de la fecundidad de su reinado.

—Pero hay más, mucho más —decía—, que pudo hacerse y no se hizo; ha faltado tiempo, ha faltado espacio… Yo quiero, he querido siempre el bien del pueblo español. El querer lo tiene una en el corazón; pero ¿el poder dónde está?… Sólo Dios manda el poder cuando nos conviene… Sólo Dios manda el poder cuando nos conviene… o he querido… El no poder, ¿ha consistido esto en mí o en los demás? Ésta es mi duda.

Llegó el momento de la despedida. La Reina, que deseaba moverse y andar, salió al salón, apoyada en su báculo. Fue aquélla mi postrera visita y la última vez que la vi. Vestía un traje holgón de terciopelo azul; su paso era lento y trabajoso. En el salón nos despidió, repitiendo las fórmulas tiernas de amistad que prodigaba con singular encanto. Su rostro venerable, su mirada dulce y afectuosa persistieron largo tiempo en mi memoria.

Recordando después, lejos ya del palacio de Castilla, las últimas expresiones de desaliento que oímos a la Reina caída, y aquella otra declaración que en anterior visita hizo referente a los defectos y virtudes castizas que reconoce en sí, vine a pensar que sus virtudes pueden pertenecer al número y calidad de las elementales y nativas, y que los defectos, como producto de la descuidada educación y de la indisciplina, pudieron ser corregidos si en la infancia hubiera tenido Isabel a su lado persona de inflexible poder educativo, y si en la época de la formación moral la asistiese un corrector dulce, un maestro de voluntad que le enseñara las funciones de Soberana constitucional o fortificara su conciencia vacilante y sin aplomo. No se apartaba de mi mente la imagen de la dama bondadosa, tal como en sus floridos años nos la presentaron las pinturas de la época, y pensando en ella hacía lo que hacemos todos cuando leemos páginas tristes de un desastre histórico y de las ruinas y desolación de los reinos. Nos complacemos en desbaratar todo aquel catafalco de verdades y edificarlo de nuevo a nuestro gusto. Yo reconstruiría el reinado de Isabel II desde sus cimientos, y a mi gusto lo levantaba después hasta la cúspide o bóveda más alta, poniendo la fortaleza donde estuvo la debilidad, la prudencia en vez de las resoluciones temerarias, el sereno sentir de las cosas donde moraron la superstición y el miedo. Y en esta reconstrucción empezaba, como he dicho, por el fundamento, y lo primero que enmendaba era el enorme desacierto de las bodas reales.

Sin ofender a nadie, y por puro pasatiempo imaginativo, puede uno dedicar sus ratos de meditación a ejercer de Providencia que vela por los pueblos desgraciados. Reformaba yo la Historia, y hacía del reinado de Isabel, con la misma Isabel, no con otra, un reinado de bienandanzas. Las bellas cualidades de la Soberana las dejaba como eran y han sido hasta el día de su muerte, y los defectos reducíalos a lo más mínimo, casi a la nada, bajo la acción dulce de un matrimonio dictado por la razón y fortificado por el mutuo cariño. Casaba yo a la Reina de España con un príncipe ideal, escogido entre los mejores de Europa, y como esto que digo es imaginación o más bien sueño, no estoy obligado a decir el nombre, y lo designaba sólo con la socorrida fórmula teórica de Equis. Equis daba su mano a Isabel, a despecho de Palmerston y de Guizot, y casados se quedaron, quisiéranlo o no las entrometidas matronas Inglaterra y Francia… Hecho esto, faltaba otra cosa en el restaurado edificio histórico. Para que Isabel ejerciera noblemente su soberanía constitucional, elegía yo entre los hombres políticos que hemos tenido desde aquellas calendas a don Antonio Cánovas, no como era el 46, un mozuelo sin experiencia, sino como fue después, en la madurez de su laboriosa vida política. Con el Cánovas de 1876 puesto treinta altos atrás en la serie histórica, transmutación admisible en la ley del ensueño, no había miedo de que a espaldas de los Gobiernos visibles trabajasen en las sombras palatinas las camarillas enmascaradas, apartando de su dirección recta las resoluciones del gobierno. Cánovas (y quien sueña Cánovas puede soñar Prim o Sagasta, aunque éstos habrían sido más útiles en días posteriores del reinado) hubiera hecho de la servidumbre de Palacio lo que debía ser: habría cortado toda comunicación con monjitas extáticas y capellanes traviesos, suprimiendo con sólo un gesto la milagrería y embusteras santidades, que así desdoraban el altar como el trono… Pues este estadista ideal, que he llamado Cánovas porque los talentos y el rigor de este hombre de nuestro tiempo parécenme los más adecuados para inaugurar en aquéllos un reinado eficaz, es otra equis, que con la del Rey completa la existencia privada y política de Isabel II.

Pero ¿quién nos asegura que estos dos emblemas o signos, puesta la equis política a la izquierda de la Reina, a la derecha la equis marital, habrían podido contener el empuje de las facciones, hacer frente a los efectos de la cruenta guerra, defenderse del conspirar continuo y atajar los motines y sediciones? No habrían hecho todo esto, pero si algo, más que algo, casi lo bastante para que el reinado se desenvolviera entre suaves discordias, empalmando al fin semipacíficamente, con otro reinado en que la mayor cultura facilitara la acción gobernante. Y a esta paz relativa, alivio más que remedio de tantas guerras y trifulcas, hubieran llegado las dos equis con sólo abstenerse del gran error de aquel tiempo, que fue la desheredación de los progresistas. Invitados éstos al juego constitucional y sacadas sus ánimas del purgatorio del ayuno crónico, habrían dado a la Patria grandes hombres, y, sin duda alguna, equis de esclarecido brillo en nuestra historia… Mas todo esto es sueño, y sólo en sueños han existido estos Equis, correctores del destino y de la adversidad humana.

Es consuelo aceptable, a falta de otros, el rectificar en sueños nuestras desdichas y las ajenas. ¿Quién asegura que este mismo sueño del rey Equis y del ministro Equis no lo tuvo en sus tristes días la desgraciada doña Isabel? ¿Y quién asegura que no lo tiene ahora?

Capítulo III

¡Cómo ha de ser! Por no haber agregado a la inocente Isabel las dos equis, todo se lo llevó la trampa, y las buenas cualidades de la Reina, ineficaces para la salud de la Patria, sólo han servido para que algunos, quizás muchos ciudadanos agradecidos, puedan enaltecer su memoria. La bondad generosa, el fácil arranque para las dádivas y mercedes, el corazón abierto a los cariños y cerrado a los rencores, quedaron oscurecidos y ahogados por insustancial beatería, por la volubilidad y sinrazón que presidía a los cambios de Gobierno, por el olvido del principio de libertad, aliento de los héroes que dieron la vida por asegurar la corona de Isabel. ¡Y ella se quejaba de los ingratos, sin darse cuenta de la monstruosa ingratitud suya!

Comparemos. Poniendo los tiempos de Isabel junto a los tiempos siguientes para ver si estas generaciones valen más o menos que aquéllas, advertimos que si en algunos órdenes la diferencia nos es favorable, en otros hemos perdido bastante. Entonces era mayor la ignorancia, pero las voluntades más firmes. Entonces hacían los hombres algo bueno, y algo, quizá algo, perteneciente al reino de la maldad; ahora los hombres han descubierto y practican el fácil oficio de no hacer nada. Entonces había más fe, ideales luminosos, arrestos para todo; hoy tenemos un poquito de cultura, conocimientos de mayor extensión: se sabe el nombre de las cosas, las subcosas, y toda la derivación de la materia o del pensamiento tiene su estudio, mas reina en las almas el orgullo del saber o el desdén de lo que se ignora, envueltos ambos en la blanda pereza de las acciones.

¿Proceden estos males de los males de marras? Así debe ser, como nuestra relativa cultura tuvo por maestra la pedantería de aquellos tiempos y el discreto saber que entonces acumuló en escuelas y talleres. Y es indudable que el ejemplo más pernicioso que nos legó aquel reinado fue un nuevo mandamiento de novísima ley, que entonces empezó a tener franco uso: «Hagamos todo lo que se nos antoje, y cada cual observe la ley de su propio gusto». El cumplimiento del deber, desde aquellas décadas, rige sólo para los tontos, y de éstos, rodando años y días van quedando muy pocos. En cambio, acrece prodigiosamente el número de hombres agudos, chistosos y neciamente prácticos, maestros en la sutil corruptela de hacer cada uno su santa voluntad, revisando desafuero de formas hipócritas, y pagando a la ley un tributo externo por medio de figurados resortes y artificiosos mecanismos que imitan los de la Ley. Este mal viene de allá, de los enmarañados tiempos en que difícilmente se veía la relación entre los efectos y las causas. Su impulso inicial nadie sabe dónde estuvo; pero de allá procede, sin duda, esta facilidad para erigir en norma de la vida los propios gustos, como este amaneramiento social de tomarlo todo a broma y el hablarlo todo en chiste, ocultando la desvergüenza con módulos de lenguaje a veces ingeniosos, signo y marca indudable de nuestra decadencia.

¿Y cómo dudar que de los días de Isabel nos vino el caciquismo, ahora más terrible y devastador que en sus orígenes porque lo hemos cultivado con esmero, al aire libre y en estufa, y dándole más fuerza y extensión para que nos atormente a todos por igual y sin que ningún nacido se escape? Finalmente, en descargo de aquella edad, reconozcamos como obra exclusiva de la nuestra este mal inmenso, metido en lo más hondo de nuestra naturaleza, al cual llamamos crudamente y sin atenuación la frescura nacional. La imagen de esta generación, principalmente en la parte de ella que habita en las grandes ciudades, se nos representa alzando los hombros alargando el labio inferior para expresar el supremo desdén de todas las cosas. ¿Se nos van los territorios de América y Oceanía? Bueno. ¿Se estanca la riqueza, pierde la mitad casi de su valor nuestra moneda, nos cierran las naciones modernas el caminos de África, fundadas en el vergonzoso abandono de nuestra política internacional? Bien; todo está bien… Vivimos y vegetamos sin prever el fin de nuestras desdichas heredadas las unas, de creación reciente las otras.

Faltas añejas, faltas recientes, nos han traído a esta situación. Debilitado el ideal patrio, debilitada la fe en la Monarquía, la fe en la República, queda tan sólo la esperanza en una nueva fe, que surja del fondo social acabando con la indiferencia y el caciquismo, con autonomismo personal y con la depravada caterva de frescos y chistosos. Los problemas que enardecían a los hombres en otro tiempo pasaron y se desvanecieron, o resueltos o a medio resolver, perdido el gran interés que a los hombres movía a favor de ellos. Resta el problema nuevo, que avanza sobre tanto escombro, el problema del vivir, de la distribución equitativa del bienestar humano y de las vindicaciones, que apenas intentadas difunden por todo el mundo la desconfianza y el pavor. Todo esto viene, y ante esta intensa aspiración general de incontratable poder, la historia de ayer quedará reducida a cuentos vanos, y las figuras que fueron grandes o que lo parecieron mermarán hasta llegar a ser apenas perceptibles. El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro. La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano.

Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes y beneficios materiales; se reveló por un altruismo desenfrenado, y llevaba en el fondo de su espíritu un germen de Compasión impulsiva, en cierto modo relacionado con la idea socialista, porque de él procedía su afán de distribuir todos los bienes de que podía disponer y de acudir adondequiera que una necesidad grande o pequeña la llamaba. Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, si en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro. En sus días tristes soñaba con las dos equis que hubieran hecho de ella una Reina burguesa y correctísima. Tal vez en los días alegres soñó con una tercera equis, que la guiaba al reino inmenso, misterioso, de la nivelación social, donde todos los humanos disfruten por igual de los dones del Cielo y de la tierra.

Descanse y sueñe en paz.

Abril de 1904

ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS

EJECUCIONES

Esta semana ha sido fecunda en acontecimientos fúnebres. Cuatro desgraciados criminales han sido ajusticiados en Colmenar Viejo y en Alcázar de San Juan, presentando a estos pueblos el espectáculo de la última pena en toda su repugnancia. Además, el Destino ha proporcionado a la justicia humana un nuevo triunfo en la prisión del soldado Esteban Navarro, autor del doble crimen perpetrado en el Campo del Moro. Ya este infeliz, puesto en manos de los tribunales, prevé el triste desenlace del drama que también desempeñó, y su nombre es continuamente traído y llevado por la impertinente chismografía de los periódicos noticieros, que no cesan de comentar su vida, revistiéndole de cierto carácter novelesco, haciéndole interesante con la relación de algunos episodios de su vida, de sus palabras y de las pinturas más o menos alegóricas con que adorna las paredes de su calabozo.

Apartemos todo lo posible la imaginación de este desgraciado, de la muerte que le espera y de los cuadros patibularios que traza la brocha churrigueresca de La Correspondencia.

EL GENERAL PRIM

La curiosidad pública continúa huroneando en busca de cierto simpático general, que tan pronto está en Bayona como en Suiza, tan pronto se pasea por las orillas del sombrío Rhin como del alegre Arno. Ya que los hurones oficiales no pueden esgrimir tras él su bastón, se despacha en su busca al telégrafo, intruso correveidile que está al servicio de la suspicacia ministerial[8]. Los que tanto desean verle, conténtense con admirar su retrato en la batalla de los castillejos, pintada por Sanz y expuesta desde hace algunos días en la escalera de la Academia de Bellas Artes.

Este cuadro es inferior al de los náufragos de Trafalgar, que tanta aceptación tuvo en la Exposición del 62, y aun al de Hernán Cortés, que pintó hace un año. La figura de Prim es regular; el caballo sería bueno si su vientre no se pareciera un poco al que monta en la Plaza el señor rey Don Felipe II. Al lado de algunos voluntarios bien tocados se encuentra un grupo de moros, de los cuales uno tiene una posición incomprensible y un aspecto vulgar. El coronel que sigue a caballo la marcha heroica del general no expresa nada: más bien parece pasar revista pacíficamente en su batallón que encontrarse en la más difícil peripecia de una gran batalla. En cambio, el moro que aparece en segundo término, evitando con la cabeza oculta entre las manos el golpe de un voluntario, es admirable; en la pequeña parte que se ve de su cuerpo ha sabido el artista expresar el movimiento instintivo de la defensa.

En el resto del cuadro hay rasgos buenos, aunque escasos; la perspectiva lineal es buena, pero la atmósfera deja mucho que desear. Sólo el fondo está bien entendido: se ve en él esa niebla de los fogonazos, esa confusión de cabezas coléricas, lívidas, que aparecen vaporosas sobre el humo, como los demonios de un Sabbat, ese movimiento a que Víctor Hugo llama el quid oscurum de las batallas.

ESTADO DE MADRID

La Corte ha partido para La Granja. Si estuviéramos en el siglo XVII, Madrid estaría a estas horas como jaula sin pájaros. Trasladada a los sitios reales la alta sociedad, la capital quedaría reducida a un inmenso villorrio, donde habitaría solamente la gente de poco más o menos; sería Madrid como era en los veranos de hace dos siglos: una inmensa sartén donde el comerciante, el soldado, el aguador, el esbirro, pasaban los días calurosos, mientras el noble, el general, el político, el artista, el poeta, seguían los pasos de las reales comitivas camino del Escorial o de Aranjuez.

Pero como estamos en el siglo XIX, aunque muchos, cuyo nombre callo, viven o quieren vivir en aquellos felicísimos tiempos, sucede que la Corte se marcha y Madrid se queda lo mismo que estaba, con su buena sociedad, sus artistas, sus literatos, su insaciable sed de espectáculos, su desordenado apetito de diversiones y su inalterable chismografía.

Esto consiste en que en torno de la Corte, propiamente dicha, se han levantado poco a poco otras cortes y otros tronos; junto a las rancias y apergaminadas aristocracias se han levantado otras aristocracias, si la nobleza de la sangre sigue a la Corte, la nobleza del dinero permanece en Madrid; las lujosas tiendas continúan abiertas, ofreciendo al público sus variados adminículos; el lujo y la moda, que no abdican ni son destronados jamás, reciben diariamente sus cortesanos, oyen continuamente la adulación de sus palaciegos en esa halagüeña armonía que forma el oro cuando pasa del bolsillo del consumidor al cajón del comerciante. En tanto, la aristocracia del agio espía en las antesalas de la Bolsa una sonrisa del rey Mercurio, que vale más que la sonrisa de un Felipe IV; un alza oportuna, que vale más que un empleo de oidor en Indias o ser nombrado capitán de los ejércitos de Flandes.

Si la aristocracia de la sangre sigue a la Corte en sus expediciones veraniegas, la aristocracia del arte permanece en Madrid. Los discípulos de Velázquez no se cargan el pesado caballete y la caja de colores para situarla en un pasillo del palacio de Aranjuez, con objeto de estereotipar la trompa nariz de Olivares o la tísica fisonomía de Carlos II. Los pintores de hoy, aunque inferiores a los de ayer, permanecen en la capital, dedicados a fomentar un glorioso renacimiento a producir obras que igualen o aventajen a las de los extranjeros.

Si la aristocracia de la nobleza sigue, arrimada a las cosas reales, el camino de La Granja, la aristocracia de las letras no fabrica allá en los palacios de verano improvisados teatros para representar autos sacramentales e ingeniosas comedias de capa y espada. Dedicada al estudio, emprende una gran lucha con lo antiguo para crear la escuela, reflejo de nuestro siglo, y dar esplendor a la literatura moderna.

Si la aristocracia de la política, los ministros, siguen a los reyes, la aristocracia de la opinión, la Prensa, queda en Madrid, para juzgar sus actos, para ostentar la terrible lucha con lo convencional y lo reaccionario.

Si una Corte se va, otras se quedan; deidades que el tiempo ha coronado, tienen sus tronos, sus altares, su sacerdote y su pueblo en la capital de España, y estas deidades no emigran nunca. Consolémonos de la partida de la Corte, porque ahora aquello de Madrid se queda sin gente.

No importa que un noble encopetado haga, por costumbre, por moda o por hacer algo, un viaje a París, a Baden o a Suiza. Madrid es muy grande para que se note esta falta, aunque el personaje sea tan importante, de tanto peso en el ánimo del público, que su salida restablezca el alterado equilibrio, como sucede con González Bravo[9] que hace tanto tiempo pesaba sobre esta pobre gente como un mal recuerdo, como un terrible remordimiento; que estorbaba como un enorme fardo cuando ocupa inútilmente el espacio y entorpece la marcha.

Sin duda la sinfonía discordante con que fue saludado el domingo último en la Plaza de Toros le decidió a tomar más que de prisa el camino de París, espantado de que los desenvueltos madrileños hicieran tan pronto leña de un pobre árbol caído.

A propósito de París: ¿qué acontecimiento tan terriblemente gracioso ha ocurrido en aquella capital, llamando la atención todos los parisienses, dando que hablar a los periódicos satíricos, que no hacen más que traer y llevar el nombre de un personaje español, héroe de tan trágico sainete[10]? Echemos un velo sobre ese incidente, porque la Historia, como dice Lamartine, tiene su pudor.

FUROR NEOCATÓLICO

El Pensamiento, La Regeneración y La Esperanza no han cesado de publicar sendos catálogos de firmas, inmensos álbumes de piedad revolucionaria, donde los inocentes borregos han estampado con frenética unción sus nombres, con objeto de protestar contra el reconocimiento del llamado reino de Italia[11]; los obispos han disparado el cañón rayado de sus exposiciones, con el fin de hacer vacilar ciertos propósitos, de inocular la duda en ciertos espíritus. Todos han conspirado contra un propósito nacional; han puesto en práctica todos los medios de mística amonestación y de amenaza violenta; pero, al fin, sus voces discordantes, sus protestas coléricas no han sido escuchadas; están condenadas a morir de rabia, arrastrándose en el polvo deletéreo de las sacristías.

Inútil es decir que ha sido recibida con cierta satisfacción la noticia de este pequeño golpe dado a una insolencia que por tanto tiempo se ha enseñoreado en la política y en la enseñanza.

PARTES TELEGRÁFICOS DE LA GRANJA

Anteayer se esperaban con ansiedad los partes telegráficos de la Granja; al fin los diarios noticieros publicaron por la noche el acuerdo de la Corona con el Gabinete y la destitución del Arzobispo de Burgos, que deja de ser el ayo del Príncipe de Asturias.

Eso es lo que ocupa todos los ánimos; todas las conversaciones versan sobre este punto. Se habla también de la partida de la Corte a Zarauz y de proyectos de entrevista con el Emperador de los franceses.

PARTIDA DE LA CORTE A ZARAUZ

Al fin la Corte ha salido para Zarauz.

El momentáneo prestigio de La Granja ha desaparecido. Cesó la animación que allí reinaba, y las cuadrillas aristocráticas que circulaban alegremente por los jardines han remontado el vuelo a otras regiones. El encantador Sitio, el Edén del sibaritismo, ha quedado sumergido en una profunda tristeza, a pesar de sus jardines, de sus laberintos, de sus cascadas y de sus obeliscos. El viento murmura tristemente en las enramadas, lo mismo que antes murmuraban las galerías las lenguas cortesanas. El ruiseñor, pajarraco que han divinizado los poetas, alimaña charlatana y cultiparlante, se entretiene en cantar a las plantas sus inocentes amoríos, ahora que no viene a turbar el silencio de las noches el rumor de las aventuras de los dandies.

El perfume de las flores ha sustituido el olor mefítico que esparcían las neas vestiduras por aquellos amenos lugares. La Naturaleza ha recobrado el cetro, imperando allí en todo su mágico esplendor; las aguas corren con espontaneidad sobre los recipientes de mármol, sin la dura obligación de corretear por los aires en forma de líquida pirotecnia; el melancólico silencio, que es el principal encanto de los teatros, donde las plumas bucólicas desarrollan sus pastoriles peripecias; el silencio elocuente, que habla al oído del misántropo su misterioso lenguaje, es el soberano absoluto de aquellos lugares, donde el bullicio de las camarillas no ha dejado eco.

La pompa, el brillo, la algazara, la actividad oficiosa de los gabinetes y de las antesalas; el artificial perfume de los tocadores, la prosa de etiqueta, que han salido de allí; la tranquilidad del campo, la encantadora monotonía de la égloga, la inmovilidad de las horas felices, el perfume de las flores, la poesía de la dicha campestre y de la paz del alma, han permanecido adornando el techo de rosas de la reina Naturaleza, que tiene también su corte, sus cortesanos y su adulación.

En cambio, tended la vista por la línea del Norte. Todo es alegría y felicitaciones oficiales. El ferrocarril, el lujo predilecto de la civilización moderna, atraviesa bosque y llanura con rapidez inusitada; las estaciones, adornadas con banderas y arcos de flores, le reciben en triunfo; un gentío compuesto de curiosos se precipita ante su carrera frenética para contemplar el fasto palaciego; el telégrafo, Mercurio de estos tiempos, correveidile noticiero de los apuros oficiales, vuela anunciando a los pueblos la llegada de los reyes; todas las gentes del tránsito se ponen en movimiento impulsadas por la novedad del suceso; confúndese el silbido de las locomotoras con el clamor de las turbas; una Corte, un mundo oficial son arrastrados por los vagones de un tren; este pandemónium de fórmulas, de sonrisas de protección, de cortesías y de etiquetas, se trasplanta, mediante la actividad prodigiosa del vapor, a las orillas del mar Cantábrico, que en esta calurosa estación ha sido escogido, entre los otros mares igualmente dignos, para refrescar tanto cerebro enardecido.

Los neos están empeñados en dar una interpretación torcida a este viaje y en desmentir las noticias de demostraciones entusiastas con que viene saturada en estas noches la feliz Correspondencia de España.

Al fin es cosa hecha lo del reconocimiento, a pesar de que las firmas femeninas van siempre en aumento, y de las colectas con que se ha engrosado el cepillo de El pensamiento Español, recaudador afortunado de los dineros del Padre Santo[12].

«EL ABOLICIONISTA»

Un nuevo periódico, El Abolicionista, se ha lanzado a la arena pública. Su misión es grande. El mayor de los crímenes de la sociedad moderna tendrá en esta publicación un continuo fiscal; los infelices negros que en las Antillas españolas vegetaban encadenados a la tierra, verdaderas máquinas al servicio de la codicia de los propietarios que regularizan sus movimientos con el látigo, tienen en él un perpetuo defensor, una voz que con admirable elocuencia publica incesantemente a los libres de Europa la afrenta y la ignominia de los esclavos de América. Hace poco ha aparecido en dicho periódico una carta firmada por algunos individuos de raza africana residentes en Madrid. Nada más hermoso que este documento, concebido en medio del más profundo ultraje y expresado en un estilo elegante y lleno de felices pensamientos e imágenes brillantísimas. La humanidad más evangélica, purificada por siglos de opresión y de martirio, respira en esta carta, donde el odio no ha escrito una palabra. Es semejante al inmenso dolor, a la eterna plegaria de los desvalidos africanos, que tan bien ha explicado la pluma elocuente de su más digno apóstol, Beecher Stowe.

El nuevo periódico hará fortuna, y nadie le disputará en el futuro la gloria de haber defendido tan justa causa, ni las bendiciones de los esclavos, que algún día saldrán de la abyección y el letargo, adquiriendo con la libertad una nueva vida.

EL PRÍNCIPE AMADEO

El príncipe Amadeo se encuentra en Sevilla, y pronto le tendremos en Madrid; esta visita no deja de ser una calamidad, si se atiende a que la excomunión que trae en el cuerpo derramará mil plagas por este suelo, si la bendición nea no se apiada de nosotros, y con dos o tres brochazos de agua bendita le dejan tan limpio de maleficio como en aquellos beneméritos tiempos del clásico reino de Cerdeña[13]. También aseguran que este ilustre príncipe se casa con la infanta Isabel; pero también parece que ésta es una filfa tan tremenda como la anterior.

EL CALLAO. BOMBARDEO DE LA UNIÓN

No sabemos si serán tan fatales para los peruanos los proyectiles del héroe Méndez Núñez como lo son para nosotros los 160 síes de la mayoría. Este sí 160 veces repetido, este sí más falaz que el de las niñas, ¿lo profiere la nación española por la boca 160 veces ministerial de la mayoría? No; tal vez consista esto en la práctica del último aforismo de Posada, que manda no entenderse con los electores, sino tratar después clara y limpiamente con los elegidos. Y mientras el desnaturalizado sí de los 160 cubre como una égida el cuerpo de barro de la unión, ésta, más fuerte e inexpugnable que El Callao, resistirá el bombardeo de los bancos rojos. Nocedal, Casaval, Silvela, Figuerola, San Luis, Pérez de Molina, Ríos Rosas. ¡Cuánta metralla! Y el Callao del banco azul continúa impertérrito y erguido: no pierde ni una torre, ni un soldado, ni un ministro de la Guerra. ¡Fatal coraza es el sí 160 veces repetido! Coraza más dura que la del espacio y gutapercha o cartón-piedra que dicen lleva ante el pecho el hombre de los 1700 caballos, para cumplir con las condiciones de la dictadura, que siempre reclama algo que embote el puñal de Bruto.

¿Quién será el Bruto de O’Donnell? Estos dictadores de papelón darían su título de duques, sus conocimientos estratégicos y gramaticales por topar con un Bruto que los inmortalizara. La gloria de morir en las calles es dudosa y sujeta a fortuitas coincidencias.

La posteridad no hace siempre justicia a esta clase de muerte, a no ser tratándose de Velarde o del Arzobispo de París. Tenga cuidado el dictador de nuevo cuño, no le pase lo que a aquel igual suyo, de quien cierto epigrama dice:

O César o nada, dijo,

y se salió con ser nada.

DESASTRES

Comenzamos nuestra revista por anunciar una defunción y mucho desearíamos que fuera la única; pero desgraciadamente, atravesamos una época de desastres, y muchos nombres ilustres hay que sólo viven ya en la Guía de forasteros y muchos otros humildes y nada esclarecidos que vivirán sólo en la memoria de un padre, de un hermano o de una esposa. Si no temiéramos decir un sarcasmo, aseguraríamos que el morirse está de moda y que la Muerte ha estado en estos días tan versátil y caprichosa como la Fortuna, tocando la puerta del que menos la esperaba. Fígaro decía que hay una época en la vida del hombre en que la Fortuna pasa por su lado sin que la vea, y ahora puede decirse que la muerte pasa a cada instante junto a nosotros sin que nos cuidemos de ello y sin que tan fúnebre compañía interrumpa ni un momento nuestras cotidianas distracciones. Nos contentamos con dar gracias a Dios interiormente por no haber salido premiados en la horrorosa lotería del cólera, y seguimos nuestra marcha pensando en la disolución del Congreso, en la venida de la Corte, en La Africana, de Meyerbeer, o en las cartas que escribe desde París el padre Sánchez.

CONFLICTOS DENTRO Y FUERA DE ESPAÑA

Contentémonos de nuestras desgracias con la noticia de las ajenas, siguiendo la popular máxima: «Mal de muchos, consuelo de todos». Si las desventuras del prójimo pueden consolarnos de las propias, Londres aliviará los males de Madrid. No somos nosotros los únicos llorosos, los únicos abatidos, los únicos tristes, y las bancarrotas de Albión responden a las nuestras, como si los capitales se hubieran puesto de acuerdo para ceder a la evaporación. Barcelona toca a rebato; Madrid está sobre un volcán, y tan preocupadas se hallan la capital de la monarquía y la del antiguo Principado que no cesan de enviarse partes de alarma, sin que las noticias venidas de Italia, de Prusia o del Pacífico logren distraerlas de su abatimiento. Si con la próxima guerra las razas sajona y latina se destrozan mutuamente, nosotros volveremos armas contra nosotros mismos.

Cuentan crónicas andaluzas que, queriendo probar dos gitanos el valor de sus respectivos perros, los encerraron en un cuarto para que pelearan. Al siguiente día abrieron la puerta y no encontraron más que los rabos; se habían comido uno a otro.

Pues de la misma manera nosotros pelearemos mutuamente, hasta que un día vendrán los extranjeros y, asomándose a los Pirineos, encontrarán… ¿qué encontraran? Los rabos.

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