[Artículo] Arte filipino, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 29 de julio de 1887

I

Lo más curioso de la exposición de Filipinas que hoy me toca comentar, es el personal, esos modelos humanos de las nobles razas igorrotes y joloanas, sometidas a la bandera de Castilla. Con los indígenas han venido también culebras y alimañas de todas especies y admirables tipos del reino vegetal. De la riqueza presentada en sustancias alimenticias y textiles, en maderas riquísimas y en minerales, no puede darse idea en poco espacio. Pero lo que principalmente atrae al público es la ranchería igorrote, una pequeña aldea construida por los indígenas en la arquitectura primitiva con tal propiedad, que cuantos han estado en Filipinas reconocen que se ha trasladado al Retiro un pedacito de la Isla de Luzón. Allí aparecen las casas de los ciudadanos igorretes, la del gobernadorcillo, con el departamento en que administra justicia. Los indígenas están con los trajes excesivamente ligeros que en aquellas tierras tropicales se usan; hombres y mujeres se dedican a sus faenas ordinarias de agricultura, hablan su dialecto, y para completar la ilusión, celebran sus fiestas extrañas, causando la admiración del público con sus originalísimas danzas salvajes, y el sacrificio de víctimas (generalmente un cerdo), resto de los ritos mongólicos que solo se conservan ya en las partes incivilizadas del archipiélago.

La propiedad del lugar, de los habitantes, de las fiestas y ceremonias se completa con la temperatura de 36 ó 40 grados, que en este mes de julio hace a la capital de España rival de los apartados dominios americanos y oceánicos. La exposición de Filipinas perdería parte de su encanto si la estación fuese menos ardiente de lo que es, y no nos achicharráramos contemplando la espléndida flora, la fauna interesante y la vigorosa humanidad de aquellos países que por tantos títulos nos pertenecen.

La inauguración tuvo lugar en un día ardoroso, con inmensa concurrencia de gente oficial y de personas invitadas. Hermoso espectáculo ofrecían los indígenas con sus pintorescos trajes, algunos en paños menores, tan menores, que eran seguramente los mismos que usaban cuando Magallanes arribó a aquellas playas. Algunos igorrotes ostentaban prendas del vestido europeo, pero tan ingenuamente combinadas con la indumentaria del país, que no se podía saber dónde acababa el salvaje y empezaba el hombre civilizado. Los joloanos eran los que vestían más al fresco, y sus fornidas espaldas y pe¬cho enteramente desnudos mostraban el atlético vigor de la raza.

II

Lo mejor del espectáculo consistía en ver la im-presión que hacía en el ánimo de aquellos infelices la persona de la Reina Regente, a quien no habían visto aún. Desde que se embarcaron en Manila soñaban con la ilustre persona que representa toda autoridad, figurándosela con los atributos que las razas incivilizadas dan a los soberanos, rodeada de esplendores casi sobrenaturales. La Reina es para ellos, tan dóciles, tan sumisos a la autoridad, un ser superior, que ni en la apariencia debe ser como los demás. Ver a la Reina y rendirle pleito homenaje es para ellos el mayor de los honores, algo de inmerecido y de extraordinariamente solemne y hermoso que les compensa las fatigas del viaje, y ha de quedar grabado en su memoria mientras les dure la vida.

Formados en dos alas, los súbditos filipinos aguardaban la llegada de S. M., y cuando vieron aparecer la Corte, el lucidísimo acompañamiento de gentileshombres y damas; cuando vieron los varia-dos «uniformes del cuerpo diplomático, con tal pro-fusión de oro, tantas cruces de riquísimas piedras y tanto plumacho y colorines, creyeron, sin duda, que detrás vendría la Reina en palanquín, como traen a Selika en La Africana, vestida como un ídolo y cubierta de los pies a la cabeza de piedras preciosas.

Así, cuando vieron aparecer aquella señora, vestida de luto, sin más atavíos que su exquisita elegancia; cuando vieron que no iba en palanquín ni en carro de nácar, sino que andaba por sus pies, no llevando corona, ni brazaletes, ni plumas, descollando por su extremada sencillez en el grupo espléndido de la Corte, se quedaron pasmados y fríos, como quien se ve chasqueado en su ilusión y no daban crédito a sus ojos. Por un momento, el rostro de aquellos inocentes amigos de España expresaba el desencanto, y si en aquel momento se atrevieran a hablar, alguno habría dicho: «Nos han engañado.» Pero pronto se rehicieron, sometiéndose a la realidad. El estruendo de la música tocando la Marcha Real, y el acatamiento que a la persona de la Reina se prestaba, les hicieron comprender que en Europa puede el Poder supremo estar representado por la gracia, la belleza y la debilidad, sin que nadie eche de menos la fuerza y robustez de los caciques salvajes. Cuando doña María Cristina se dirigió a ellos y les habló, los filipinos se pusieron de rodillas, y de rodillas se hubieran estado todo el día si no se les mandara levantar.

Dos grandes riquezas poseen las islas Filipinas: el tabaco y el abacá. De ambos vegetales ofrece la Exposición abundantes y variadas muestras. La elaboración del primero se hace a la vista del público por obreros indígenas traídos con este objeto. El tabaco filipino es flojo, un poco insípido, y los fuma¬dores lo encontramos muy inferior al cubano; pero la baratura le asegura un consumo inmenso en todo el mundo. El Estado lo adquiere en España para sus fábricas en cantidad considerable, y cuando se decretó el libre cultivo en el archipiélago, se formó una poderosa Sociedad para explotar esta industria. La producción es inmensa. En cuanto al abacá, pocas materias textiles se conocen de tanta importancia industrial. Inglaterra lo emplea en gran cantidad en la elaboración de alfombras, y sólo este artículo da margen a un importante comercio. Por desgracia para nosotros, los transportes del abacá han estado casi exclusivamente monopolizados por la bandera inglesa, que se ha hecho dueña de todo el comercio en los mares de la China. La baratura de los fletes es tal, que no hay competencia posible con ella. Hasta hace muy poco tiempo, la tonelada de carga puesta en Liverpool costaba mucho menos que puesta en Barcelona, y ha sido preciso que el Gobierno auxiliara a las Empresas navieras con fuertes subvenciones para que nuestras tarifas resistieran la competencia de las extranjeras. Aun así, los vapores correos no podrían realizar sus viajes si no arrancaran de los puertos ingleses, volviendo a ellos con la parte principal del cargamento. El azúcar es otra de las riquezas de Filipinas; pero el tráfico de este artículo no ha podido eximirse de la crisis por que está pasando la producción azucarera de los países coloniales a causa de las potentes industrias establecidas en Europa, ya para la elaboración, ya para el refino de tas materias sacarinas. En Filipinas, como en Cuba y Puerto Rico, los rendimientos del azúcar son escasos y los precios cada día más bajos. Filipinas lucha además con la distancia, que encarece los fletes, y con lo rudimentario de sus procedimientos industriales. En aquel país no se han introducido aún los perfeccionamientos de la maquinaria moderna, y, además, los transportes interiores dejan mucho que desear. Mientras aquel país no abandone las rutinas en que vive, es imposible que se desarrolle la gran riqueza que su suelo atesora. De tales rutinas tienen gran parte la culpa nuestra administración, bastante complicada y suspicaz, y el sistema de colonización seguido con aquel archipiélago, cuyos progresos son tan inferiores al de las vecinas colonias holandesas e inglesas.

Hoy la concurrencia industrial es de tal naturaleza, que la nación que no hace grandes esfuerzos por seguir la corriente, se queda atrás, a una distancia que crece de día en día. Alemania, protegiendo hábilmente sus industrias por medio de primas, se apodera de toda aquella parte del comercio universal que no está en manos de los ingleses. Muy pronto, si esto sigue así, todo el tráfico de América, Africa y Oceanía se repartirá entre los dos colosos sajones, y los demás países se contentarán con las sobras, si es que las dejan.

I

En estos días, precisamente, se agita, en España una cuestión que puede producir un disgusto serio, si Dios no lo remedia. Sabido es que Alemania, con su inmensa producción de aguardientes industriales obtenidos de la patata, del maíz y otros vegetales, ha perjudicado de un modo considerable la producción alcohólica de todos los países, y singularmente del nuestro. En España entran anualmente cantidades enormes de alcohol alemán, que se emplean en la preparación de vinos y licores, con grave daño de la salud pública, pues el alcohol amílico, si no es venenoso, poco le falta para serlo. Y al daño que causa la enorme importación de aguardiente alemán hay que añadir el descrédito de nuestros vinos que con aquella sustancia se encabezan.

La baratura enorme, casi increíble, de los aguar-dientes alemanes es un fenómeno industrial que casi nadie acierta a comprender. Consiste aquella baratura en una combinación habilísima de trabajo realizado entre el agricultor y el fabricante, combi-nación mediante la cual las primeras manipulaciones para obtener el zumo alcohólico las hace el labrador, quedándose con el residuo, que le sirve para alimentar su ganado. Repartidas de este modo las operaciones, y dueño el agricultor del residuo, puede el industrial adquirir el caldo de la patata a a precio ínfimo y obtener los aguardientes a precios que resultan inverosímiles.

A estas ventajas se une la no menos grande de las primas que el Gobierno alemán da a la exportación. Y ahora, en vista de la cruzada que en España se ha levantado contra los alcoholes alemanes, las primas se aumentan y la invasión sigue. El sistema empleado aquí últimamente para contener dicha invasión, consiste en denunciar y decomisar todos los licores preparados con alcohol amílico. Los laboratorios municipales no cesan de analizar los innumerables brevajes que se expenden por ahí, y como casi siempre se encuentra en ellos alguna sustancia que la higiene reputa nociva, resulta una perturbación grave, que puede tener consecuencias lamentables. Alemania en tanto se queja de que se viola el tratado y de que se hace a sus productos una guerra de mala fe. De aquí que puede resultar la segunda edición de lo de las Carolinas, si el Gobierno no procede con pulso y habilidad. Porque muy bien podría suceder que el furor sanitario cometiera excesos en las localidades pequeñas, y aun en las grandes, y que los camorristas tomaran por pretexto el alcohol amílico para hacer de las suyas.

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