La muerte de Galdós (III)

Narración de los último días de Galdós realizada por Hyman Chonon Berkowitz en su libro: Pérez Galdós, Spanish Liberal Crusader, Univseristy of Wisconsin Press, 1948, pp. 455-457.

La ciudad de Madrid, que pocos días antes de su muerte se había visto obligada a cancelar el homenaje al escritor debido a su condición, expresó su duelo en la siguiente proclama del alcalde Luis Garrido Juaristi:

“¡Madrileños! Galdós ha muerto, el genio que trajo gloria a la literatura de nuestra época a través de las asombrosas creaciones de su pluma.

Con su pluma honró a su país; con su vida se honró a sí mismo. Era bueno, piadoso, y el mayor devoto del arte y el trabajo.

Se pide a aquellos que lo admiraron durante su vida que acudan al ayuntamiento para rendirle un último adiós.

Semejante tributo de duelo le gustaría, dado que siempre le gustó la sencillez”.

En realidad el pueblo de Madrid no espero a la exhortación del alcalde. Cuando poco antes de las siete de la mañana del lunes el coche fúnebre trasladó los restos de Galdós hasta la capilla ardiente del ayuntamiento, multitud de hombres, mujeres y niños de humilde ya abarrotaban la pintoresca Plaza de la Villa. Muchos de ellos habían estado haciendo cola desde el amanecer para rendirle a Don Benito un último y doloroso adiós. También había ciudadanos de clase media. Se trataba de una multitud heterogénea, con buen comportamiento, llena de colorido –genuinamente madrileña—  que incluía una generosa representación de hombres y mujeres de edad avanzada, así como de criadas.

Cuando a las nueve de la mañana se abrieron las puertas de la capilla ardiente, la multitud comenzó a desfilar frente al féretro en un rápido movimiento lineal. No se permitió a nadie que se rezagara frente al cuerpo, pero muchos lograron pararse para ofrecer su tributo de forma íntima y personal. Aquí y allá se arrodillaba con reverencia algún trabajador humilde mientras depositaba una modesta ofrenda floral, que quizá había adquirido la cantidad asignada para tabaco de aquel día. Las mujeres se persignaban mientras musitaban alguna oración, mientras las más mayores la piedad del Señor en tonos audibles. En total unos treinta mil españoles mostraron sus respetos a Galdós en su casa o en el ayuntamiento.

Las masas abandonaron la plaza para comer un almuerzo frugal precipitadamente. Iban a volver para asistir al funeral que se iba a oficiar a las tres de la tarde. Galdós se quedó solo en la capilla ardiente, a excepción de la guardia de honor, que, enfundada con en su resplandeciente uniforme, esperaba rígida y afligida. Allí yacía el escritor, como presa de una ensoñación, arropado por los colores nacionales. La enfermedad había alterado sus líneas faciales y los otrora enérgicos rasgos. El pelo le había crecido mucho y su guedeja, ahuecada como los mechones de un hidalgo perteneciente a otra época, era casi blanca. Poco después iba a recibir los aplausos de su público por última vez.

Antes de las tres de la tarde se había despejado el tráfico de la Calle Mayor y la Puerta del Sol. Se habían encargado de ello las masas de plañideros que acudían desde todas direcciones. Las banderas estaban a media asta, las puertas de las tiendas cerradas y las contraventanas echadas. El día era frío y desapacible; además el cielo amenazaba con precipitaciones, pero la multitud no se dio cuenta. La procesión del funeral se estaba formando. Funcionarios del gobierno, docentes, actores de teatro, periodistas, representantes de las organizaciones cívicas y municipales, así como de partidos liberales y radicales, miembros de asociaciones de trabajadores y asambleas juveniles –en definitiva, un crisol de España— se alineaban tras el carro fúnebre para escoltar a Galdós hasta el humilde panteón familiar del Cementerio de la Almudena. A excepción de un incidente aislado, todo se desarrolló conforme a lo establecido, ya que las masas se comportaron como es debido, si no con todo el decoro formal que se esperaba de ellas.

 

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