Benito Pérez Galdós: estudio crítico-biográfico, por Leopoldo Alas «Clarín»

Benito Pérez Galdós: estudio crítico-biográfico

Leopoldo Alas

 

– I –

Podría formarse un libro verde, o amarillo o colorado, como esos en que encuaderna la diplomacia sus garbullos internacionales, con las cartas y notas que han mediado entre el novelista insigne que va a ser objeto de mi cuento y… el que suscribe.

Uno de los datos biográficos de más sustancia que he podido sonsacarle a Pérez Galdós es… que él, tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya. No tiene inconveniente en suponer que su Araceli, y su Salvador Monsalud y su Amigo Manso, por ejemplo, son tan poco recatados que nos relatan en tomos y más tomos su propia vida… y la ajena; pero él, Galdós, tan comunicativo cuando se trata de los hijos de su fantasía, apenas sabe si se llama Pedro, cuando hay que hablar del padre que engendró   —6→   tanta criatura literaria, del pater Orchamus de ese gran pueblo que pulula en cuarenta y dos tomos de invención romancesca.

Tal vez lo principal, a lo menos la mayor parte, de la historia de Pérez Galdós, está en sus libros, que son la historia de su trabajo y de su fantasía. El hombre que en veinte años ha escrito cuarenta y dos tomos de novelas, muy pensadas las más, sin contar algunos otros trabajos sueltos, apenas ha tenido tiempo hábil para hacer otra cosa, fuera de las que no merecen ser referidas por venir a ser iguales en todos los humanos, grandes y chicos. Aunque hay algunas excepciones, los escritores muy fecundos suelen llevar vida sedentaria y tranquila, de pocos accidentes; son grandes trabajadores y necesitan ser avaros del tiempo y desconfiar de las pasiones, vanidades del mundo y otros ladrones de las horas. Si Lope de Vega tanto fue y vino en su juventud, ya no se movió tanto cuando se puso a escribir de firme. Víctor Hugo, a pesar de su situación romántica en la historia de su pueblo, hizo mucho menos que dijo, y en su casa o en el destierro siempre fue un jornalero aplicadísimo… Pero este y otros muchos ejemplos y razones que podrían citarse no demuestran, ni a eso los encamino, que Pérez Galdós no tenga más historia que la de sus creaciones de artista. Sí la tendrá. Pero la tiene bajo llave. La principal causa de que, a lo   —7→   menos por ahora, no quiera contar su vida al público, ni siquiera por modo indirecto, consiste, diga él lo que quiera, en la modestia del insigne escritor. La modestia de Pérez Galdós, como la de su íntimo amigo y compañero de gloria y de viajes, Pereda, es de las más seguras y ciertas, porque está arraigada en el temperamento; tiene mucho del rubor de la doncella en cabellos; y porque el símil es malo, pues en las figuras retóricas debe huirse de trocar los sexos, diré, rectificando, que se parece a la vergüenza de los niños ensimismados. Ni Pereda ni Galdós son capaces de pronunciar cuatro palabras en público; no por las palabras, sino por el público. Para dar las gracias a una asamblea que les aclama, tienen que sacar del bolsillo un papel en que consta que vivirán eternamente agradecidos. Juntos emprendieron hará luego tres años un viaje a Portugal. Viajaron de incógnito, sin fijarse en ello. No vieron a nadie, no los vio nadie: supieron que en Lisboa varios literatos insignes jugaban al tresillo en cierto Círculo: «Bueno, pues que jueguen»; ellos, como dos comisionistas, siguieron adelante, ni vistos ni oídos. Así viajó también repetidas veces por Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, etc., Pérez Galdós, que tiene en todos esos países y aun en otros más lejanos, admiradores y asiduos traductores. En el verano próximo pasado Galdós fue a Roma, y en la carta que me lo anunciaba   —8→   no había más que preparativos y prevenciones contra las visitas e impertinencias de los admiradores y partidarios de su novela, que habían de procurar asaltarle por esos mundos…

A un hombre así, cuesta sudores arrancarle la declaración preciosa de que efectivamente nació en las Palmas, como ya creíamos saber todos por otros conductos. Me precio de ser entre los gacetilleros, más o menos bachilleres, de España, uno de los que tienen más trato y confianza con Galdós: habiendo de escribir una semblanza o cosa parecida del ilustre amigo, y con el propósito de obtener la mayor cantidad posible de noticias, para que por este lado a lo menos comenzara bien esta galería biográfica, valime de mi amistad, y un día y otro pedí al autor de Gloria datos y datos… Y después de larga y amabilísima correspondencia vinimos a parar en que Galdós no sabía a punto fijo lo que eran datos, lo que se le pedía; y en que, en todo caso, él había nacido en las Palmas, ciudad de las Afortunadas, como tenía declarado y se ratificaba. Exagero algo, pero poco, como el curioso lector va a ver en seguida. Con las noticias que nuestro Autor nos da, apenas hay para llenar una cédula de vecindad regularmente escrita. Es claro que esta escasez de datos se refiere a los que sólo Galdós podía suministrarme, no a los que yo he podido adquirir de otra manera. Así es que osaré asegurar   —9→  que nació en una latitud no muy diferente de la del monte Sinaí, y a unos veinte grados Oeste del meridiano de París, que por el de Madrid vienen a reducirse a catorce.

Políticamente es Galdós español (y diputado); pero en la geografía natural es africano, como el ilustre poeta francés que nació en una de las islas vecinas de Madagascar… Por este camino podría llenar de datos, más o menos impertinentes, páginas y páginas; y si entraba en consideraciones antropológicas y sociológicas podría… hasta no acabar nunca; y todo ello sin saber palabra de quién era Galdós y qué costumbres, porte y carácter tenía. Pero déjome de considerar quiénes fueron los primeros habitantes de las islas Canarias, y qué grandes hombres isleños o de tierra firme produjo África en la serie de los siglos, y no me meto en consideraciones acerca del medio ambiente en que vivió nuestro novelista, ni saco consecuencias de la proximidad relativa del trópico de Cáncer al lugar de su nacimiento. Podrá haber relaciones, pero no he de estudiarlas yo, entre el genio literario de Galdós y la clase de productos naturales de su país, la fauna y la flora de las islas, clima, vistas al Océano, etc., etc., sin contar lo que podría sacarse a plaza, siquiera fuera por los cabellos, de los varios sistemas de colonización, asimilación, etcétera, etc.

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Para mí, Galdós es… madrileño, por ahora, sin perjuicio de volver a estudiarle más adelante con más extensión y con más datos tocantes a su vida en su isla natal, como diría La Correspondencia de España.

Nació donde queda dicho, en las Palmas, el 10 de mayo de 1845, de modo que según él confiesa entre suspiros, pronto cumplirá cuarenta y cuatro años. Nada me ha querido decir de los primeros de su vida, pero no debe de ser porque desprecie los recuerdos de la infancia hombre que tan bien sabe pintar el espíritu de los niños y sus armas y gestas. Su memoria ha de estar llena, a mi juicio, de los días de la niñez, y es muy probable, aunque él por ahora no quiera declararlo, que, si no los hechos exteriores, por lo menos los pensamientos, emociones y deseos del primer crepúsculo de su vida no sean insignificantes, merezcan conocerse para recreo del lector y para poder estudiar a fondo la historia del artista poderoso, que hoy nos oculta con velos de discreción y modestia muchas cosas que pudieran servir para penetrar mejor en el alma de sus obras. Por ciertas confidencias, me atrevo a esperar, algo temerariamente, que algún día el mismo autor de Celipines y Miaus juniores nos dé un libro que se parezca a los Recuerdos de su ilustre colega ruso el creador de Guerra y paz y Ana Karenine.

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Y tengo esta esperanza, porque al cerrar la serie de escasísimas noticias que me entrega, con algún remordimiento de que sean tan pocas, dice: «Como usted ve, nada de esto merece que se le cuente al público; se lo digo por carecer de otras noticias de más valor, o porque las de verdadero interés son de un carácter privado y reservado, al menos por ahora y en algún tiempo». Si esto último quisiera decir que para algún día podíamos esperar de la pluma que trazó la historia de Monsalud, Araceli y el Amigo Manso la narración auténtica de otra vida, de donde todas esas se engendraron, si así fuera, bien podríamos perdonar hoy lectores y biógrafo la reserva, la modestia y los velos del insigne novelista.

Soy de los que opinan que en la historia de los hombres la de su infancia y adolescencia importa mucho, sobre todo cuando se trata de artistas, los cuales casi siempre siguen teniendo mucho de niños y adolescentes. En rigor, ser artista es… seguir jugando. Las mujeres, los adolescentes y los artistas… y algunos locos, entienden de cierta clase de intereses del alma, que son letra muerta para los banqueros, los hombres de Estado y ¡qué lástima!, hasta para los sacerdotes, las más veces.

Y… nada sabemos de la infancia ni de los primeros años de pubertad de Pérez Galdós. Él no dice más que esto: «que en el Instituto estudió con bastante   —12→   aprovechamiento». «Nada se me ocurre decirle -añade- de mis primeros años. Aficiones literarias las tuve desde el principio, pero sin saber por dónde había de ir».

¿Cuál es el principio a que Galdós se refiere? ¿A qué edad hace él remontarse ese amanecer de sus aficiones?

No lo sé, ni me decido en este punto a aventurar conjeturas. En todo caso, no creo que haya sido un niño precoz, ni a lo Pascal y a lo Pope, ni menos cual esos otros que parecen pedantes en miniatura, como Alcalá Galiano, enclenque y petulante, coplero a los cuatro años, según nos refiere él mismo. Si alguna precocidad hubo en Galdós, debió de ser de esas recónditas en que la observación callada y la fantasía solitaria hacen el gasto. No debió de ser novena maravilla para deudos y amigos, ni mono sabio, ni flor temprana de estufa, sino más bien amigo del aire libre, alumno asiduo y entusiasta de lo que llaman nuestros vecinos l’école buissonière, la que cantó Víctor Hugo en muchas de sus novelas épicas, y especialmente en la famosa poesía Las feuillantines de Rayos y Sombras. Ni por su complexión, ni por su carácter y aptitudes físicas, muestra Galdós resabios ni consecuencias de una vida antihigiénica en la infancia; ni tampoco la índole de sus cualidades de artista nos habla de prematuras fatigas intelectuales ni de hipertrofias   —13→   del sentimiento o de la voluntad en los primeros lustros o en la edad crítica.

Pero confieso que no es de mi gusto insistir en tales cavilaciones y conjeturas, cabiendo en ellas tanta inexactitud y estando ahí el objeto de estos cálculos para reírse de ellos si van descaminados, como es posible.

Sin embargo, ni en esta materia, ni más adelante, se puede prescindir de entrar en inducciones para suplir, hasta cierto punto, la falta de noticias seguras.

Aunque también es cierto, que esta libertad no es muy amplia, pues hay que irse con tiento al conjeturar y suponer hechos, ideas, inclinaciones, etcétera, etc., por varias razones, unas de prudencia y otras de insuficiencia.

Es claro, que aun en el caso de que fuera yo zahorí para reconstruir la vida de Galdós, por dentro y por fuera, con lo que él es actualmente y con lo que de él puede adivinarse en sus libros, no había de penetrar en lo que él quiere tener reservado, por ahora al menos. Pero además, existe insuficiencia de medios, no sólo por mis escasas facultades de Cuvier de almas, sino porque los novelistas, y especialmente los novelistas de la clase de Galdós, son acaso los escritores que menos se dejan ver a sí mismos en sus obras. Esa impersonalidad del autor, de que tanto se ha hablado, sobre   —14→   todo de Flaubert acá, si era en este y algunos otros novelistas convicción sistemática, firme, seria, obedecida constantemente mejor que otros dogmas de escuela, es en Galdós todavía más natural y segura, sin obedecer acaso a propósito técnico, a una creencia estética; es más segura y natural porque nace del carácter y del temperamento. Y aquí, por vía de paréntesis, advierto al lector que empiezo a mezclar biografía y crítica, es decir, que hablando delhombre, ya voy diciendo algo del novelista.

Se ha dicho, en general con razón, que la novela es la épica del siglo, y entre las clases varias de novela, ninguna tan épica, tan impersonal como esta narrativa y de costumbres que Galdós cultiva, y que es hasta ahora la que ha producido más obras maestras y a la que se han consagrado principalmente los más grandes novelistas. El que lo es de este género es… todo lo contrario de un Lord Byron, el cual como se ha dicho hasta la saciedad, y con razón en conjunto, viene a hablar de sí mismo en casi todas sus obras, y es, según frase de un crítico, como un torrente profundo que borre entre altas paredes de peñascos, en un cauce estrecho. Se ha dicho también que el gran arte es, en suma, crear almas, y se puede añadir: para el novelista propiamente épico, crear almas… pero no a su imagen y semejanza. Adán se parece a Jehová   —15→   Eloím demasiado, o tal vez más exactamente, Jehová se parece demasiado a Adán; aquí hay lirismo. En la novela como la escribe casi siempre Balzac, o Zola, o Daudet, y aun Tolstoi, o Gogol… o Dickens (aunque este es más lírico), o Galdós, por muy sutil que sea el análisis que se aplica a encontrar el alma del autor, en la de los personajes, hay que reconocer que los más de estos nada tienen que ver con la realidad psicológica del que los inventó. Cierto es que el artista, aun el más épico, siempre saca mucho de sí, se copia, se recuerda, pero también existe el altruismo artístico, la facultad de trasportar la fantasía con toda fuerza, con todo amor, a creaciones por completo trascendentales, que representan tipos diferentes, en cuanto cabe diferencia, del que al autor pudiera representar más aproximadamente. Esta facultad, que es de las más preciosas en grandes novelistas de este género, en los poetas épicos, en los grandes historiadores, y en los grandes pensadores y políticos, esta facultad la posee Galdós en grado que alcanzan pocos, y es, con la gran imparcialidad de su espíritu sereno (en cuanto cabe) lo que más contribuirá a dar larga vida a sus obras.

Por todo lo cual, no es posible, sin grandes temeridades, inducir por los libros de nuestro autor mucho de lo que pudo haber sido en su infancia… y más adelante. Sólo diré en este punto, que acaso   —16→   en los juegos de Araceli en la Caleta de Cádiz, en los arranques de Celipín, en la hija de Bringas y sus jaquecas llenas de fantasías, en las visiones de Miau mínimo y en otros fenómenos y personajes semejantes, de los 42 tomos de novela escritos por Galdós, se podría, rebuscando, y aventurando hipótesis y trasportandocircunstancias, encontrar algo de la niñez del que es hoy don Benito para sus íntimos.

De lo que no hay ni rastros en sus novelas es del sol de su patria; ni del sol, ni del suelo, ni de los horizontes; para Galdós, novelista, como si el mar se hubiera tragado las Afortunadas. Este poeta que ha cantado al mismísimo arroyo Abroñigal, y que se queda extasiado -yo le he visto- ante el panorama que se observa desde las Vistillas; que cree grandioso el Guadarrama nevado (como D. Francisco Giner)… jamás ha escrito nada que pueda hablarnos de los paisajes de su patria; no sueña con el sol de sus islas… a lo menos en sus libros. Jamás ha colocado la acción de sus novelas en su tierra, ni hay un solo episodio o digresión que allá nos lleve; es en este punto Galdós todo lo contrario de Pereda, su gran amigo, que se parece al Shah de Persia en lo de llevar siempre consigo tierra de su patria. Aun sin trasladar a las Afortunadas a sus personajes, podría Galdós decirnos algo de las impresiones que conserva,   —17→   como poeta que de fijo fue en sus soledades y contemplaciones de adolescente, de los paisajes de la patria: pero como es el escritor más opuesto, en todos sentidos, a lo que llamamos el lirismo, en la acepción más lata y psicológica; como en vez de hacer que sus personajes se le parezcan pone todos sus conatos en olvidarse de sí por ellos y ser, por momentos, lo que ellos son (siguiendo en esto el buen ejemplo de Dickens que hasta imitaba, ensayándose al espejo, las facciones y gestos de sus criaturas); no hay ocasión en ninguna de las obras de nuestro novelista para esos saltos de la fantasía por encima de los mares y de los recuerdos, Galdós, en suma, es en sus obras completamente peninsular. La patria de este artista es Madrid; lo es por adopción, por tendencia de su carácter estético, y hasta me parece… por agradecimiento. Él es el primer novelista de verdad, entre los modernos, que ha sacado de la corte de España un venero de observación y de materia romancesca, en el sentido propiamente realista, como tantos otros lo han sacado de París, por ejemplo. Es el primero y hasta ahora el único. A Madrid debe Galdós sus mejores cuadros, y muchas de sus mejores escenas y aun muchos de sus mejores personajes. Si los novelistas se dividieran como los predios, se podría decir que era nuestro autor novelistaurbano.

Aunque en una y otra de sus obras nos habla   —18→   del campo, especialmente en Gloria y en Marianela, y a saltos en muchos de sus Episodios nacionales, bien se puede decir en general que Galdós no es principalmente paisajista, como lo es, por ejemplo, su amigo el insigne Pereda. Y por cierto que esta palabra paisajista, muy usada en el sentido traslaticio, tomándola de la pintura para la poesía, no es exacta en el sentido que yo quiero exponer aquí; el escritor paisajista es el que ve en la naturaleza el panorama y también el modelo de retórica, el que habla de la naturaleza a lo pintor, y así tan sólo. Pero hay algo más que esto en el poeta de la naturaleza, que no sólo la pinta sino que la siente por dentro, pudiera decirse; ve en ella, además del cuadro, una música, una historia, casi casi un elemento dramático. En Pereda, en Tolstoi, v. gr., hay todo eso. Galdós no es así; si pinta bien el cielo, los horizontes, montañas, mares, valles y ríos, árboles y mieses, no es por especial vocación y con preferencia y con lo más exquisito de su arte, sino cuando el caso necesariamente lo pide, y porque su gran imaginación y pluma hábil se lo dejan describir bien todo. Pues por todo eso, por no ser Galdós paisajista, o mejor naturalista (ya se comprende en qué concepto hablo ahora) no hay en sus libros reminiscencias de su patria. No se trajo este poeta pegada a la retina la imagen del sol de sus islas. Por eso no desprecia los gorriones, ni los chopos   —19→   ni las demás vulgaridades de la naturaleza burguesa, podría decirse, que se encuentra en los alrededores de Madrid v. gr., como despreciaba sus similares de París Teófilo Gautier, refiriéndose a un poeta que había vivido en Oriente.

Podría resumirse en un rasgo general (no rigorosamente exacto, pero sí comprensivo de lo más de la idea) lo que vale la naturaleza en las novelas de Galdós, diciendo que es… el lugar de la escena, que representa esto o lo otro. La naturaleza en sus libros rara vez aparece sola, cantando esa gran música instrumental en que el hombre no interviene, o entra a lo sumo como accidente en la general armonía; y esto mismo se da la mano con la calidad del eminente antilirismo que ya he notado en el arte de Galdós. Como la Odisea, a pesar de ser una serie de viajes por el Mediterráneo, no pinta la hermosa naturaleza sino como fondo del retrato de Ulises, y casi también como en Shakespeare, la naturaleza decorativa acompaña al hombre para acabar de explicarlo, para darse asunto en que muestre cómo vive, cómo siente, cómo piensa, así en la novela de Galdós, las llanuras de Castilla, las montañas del Norte y los horizontes claros y los cielos puros de Andalucía acompañan a sus personajes, y por ellos salen a plaza, y a ellos se subordinan en el orden estético, siendo, en fin, todo lo contrario de lo que viene a suceder, v. gr.,   —20→   en El sabor de la tierruca, de Pereda, para dar un ejemplo de que todos pueden acordarse.

Dicho todo esto, en digresión más o menos enlazada con el hilo del discurso, queda visto lo necesario para comprender por qué no hará mucha falta en novelista como Galdós conocer muy a fondo y con pormenores lo que fue de su vida en su tierra y lo que aún ve de ella, cuando cierra los ojos y recuerda la niñez y la adolescencia, ya lejanas.

– II –

«Vine a Madrid el 63 y estudié la carrera de leyes de mala gana (la historia eterna de los españoles que no han de ser Gamazos);allá, en el Instituto, fui bastante aprovechado; aquí todo lo contrario. Tengo una idea vaga de que en los tres o cuatro años que precedieron a la revolución del 68 se me ocurrían a mí unas cosas muy raras. Hice algunos ensayos de obras de teatro, todo bastante mediano, excepto una cosa que me parece que era menos mala, si bien me alegro de que no hubiera pasado de las Musas al teatro; y el 67 se me ocurrió escribir La Fontana de Oro, libro con cierta tendencia revolucionaria. Lo empecé aquí y lo continué en Francia; al volver a España, hallándome   —21→   en Barcelona, estalló la revolución, que acogí con entusiasmo. Después, estuve algún tiempo como atortolado, sin saber qué dirección tomar, bastante desanimado y triste (no siendo exclusivamente literarias las causas de esta situación de espíritu). En aquel tiempo (del 68 al 72) era yo punto fijo en el Ateneo viejo, pero me trataba con poca gente; apenas hablaba con dos o tres personas».

Por este tiempo a que Galdós se refiere en las anteriores líneas, que copio de una de sus cartas en que más quiso decirme, fue cuando le conoció D. José Pereda, la otra columna de Hércules de nuestra novela contemporánea. Creo que el lector verá con gusto que yo deje al mismo Pereda la palabra. Nadie como él puede decir su primera impresión al encontrar al que había de ser su compañero de armas y de glorias, amigo de veras y constante, con esa clase de afecto y simpatía que no suelen abundar en las relaciones privadas de los artistas, y menos en las íntimas, secretas y de pura intención. Pero hable Pereda, y Dios le pague en la medida que yo se lo agradezco las noticias y observaciones con que me regaló hace pocos días el ilustre autor de La puchera:

«…Le mando estos cuatro garabatos en respuesta, o mejor dicho, en cumplimiento del encargo que me hace usted en su carta del 12, y siento que sea tan apurado ya el plazo, porque el tema   —22→   ese merece larga plática, que yo echaría con gusto, porque tengo el corazón repleto del asunto. Relatado al vuelo, queda reducido a muy poco, lo que podrá usted ver en la semblanza mía, hecha por Galdós, que precede a El sabor de la tierruca. Él no había publicado más que La Fontana de Oro y algunos artículos literarios que a mí me gustaban mucho, muchísimo. Yo era a la sazón padre de la patria, y había echado al mundo las dos series de Escenas montañesas, muy conocidas de Galdós. Un día de verano del 71, esperaba yo en el vestíbulo de una fonda de esta ciudad a que bajara un amigo mío a quien había avisado que le esperaba allí. Maquinalmente me puse a leer la lista de huéspedes que tenía delante, y vi que uno de ellos era don Benito P. Galdós. Con ánimo de visitarle pregunté por él inmediatamente a un camarero que pasaba. ‘Ahí le tiene usted’, me respondió señalando a un joven vestido de luto que salía del comedor. Me hice cruces mentalmente, porque no podía imaginarme yo que tuviera menos de cuarenta años un hombre que se firmaba Pérez Galdós, y además Benito, y además hablaba de los tiempos de D. Ramón de la Cruz y de la Fontana de Oro como si los hubiera conocido. Yo tenía entonces treinta y ocho años.

»Hablando hablando, resultó que nos sabíamos mutuamente de memoria, y desde aquel punto   —23→   quedó arraigada entre nosotros una amistad más que íntima, fraternal, que por mi parte considero indestructible, cuando lejos de entibiarse con las enormes diferencias políticas y religiosas que nos, dividen, más la encienden y estrechan a medida que pasan los años. Yo me explico este fenómeno por la admiración idolátrica que siento por el novelista y por la índole envidiable de su carácter dulcísimo; pero ¿cómo se explica en él la fidelidad que me guarda y el cariño con que me corresponde? En fin, que no acabaría si me pusiera a escribir sobre este tema. Todos los veranos nos vemos aquí (en Santander). En algunos de ellos me ha proporcionado el regaladísimo placer de pasar unos cuantos días conmigo en Polanco. Nuestra correspondencia epistolar ha sido frecuentísima durante algunos inviernos, y muy rara la carta en que hemos tratado en serio cosa alguna; y tanto de esas correspondencias como de nuestras conversaciones íntimas, he deducido siempre, que fuera de la política y de ciertas materias religiosas, en todas las cosas del mundo, chicas y grandes, estamos los dos perfectamente de acuerdo. ¿Será este el vínculo que más nos une y estrecha? Un detalle curioso: Galdós, que sería capaz de quedarse en cueros vivos por mí, no me regala sus obras cuando las publica, sin duda por no tomarse la molestia de empaquetar los ejemplares y mandarlos al correo…».

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He copiado todo lo anterior porque pinta a Galdós… y al retratista. Quiere explicarse Pereda como a pesar de las diferencias religiosas se quieren tanto él y Galdós; pues es porque la vida del espíritu es para las almas dignas de tan hermoso nombre, lo que era la milicia para Calderón de la Barca, una religión de hombres honrados. Menéndez y Pelayo defendiendo con entusiasmo a Galdós en la Academia, y diciendo de Lord Byron: «Espíritus dotados de tal energía, sea cualquiera el cauce por donde le han hecho correr, tienen en su propia fuerza inicial un título aristocrático que se impone a todo respeto»1, es un capitán de esa milicia, un sacerdote de esa religión de espíritus enérgicos. Galdós y Pereda son los Dióscuros del arte realista moderno en España, y a pesar de moverse en escenario muy diferente la fantasía de cada cual, ofrecen muchas afinidades sus ingenios. Si se me dice quién son en nuestras letras contemporáneas los artistas más inspirados por la vida real, menos sistemáticos, más genuinamente españoles, por cuanto representan no el purismo arcaico, sino el genio español tal como debe ser en estos días, respondo que Galdós y Pereda. Y si se me dice quién son los artistas de pluma menos vanidosos,   —25→   menos mujeres, más sinceros, llanos, modestos y de veras cariñosos, respondo: Galdós y Pereda. Lo cual no quiere decir que no reconozca las mismas cualidades en otros pocos, pero en grados distintos.

La Fontana de Oro, aunque bien acogida, no tuvo por lo pronto todo el buen éxito que merecía, y muchos no la leyeron hasta que la fama del autor fue creciendo, gracias a los Episodios Nacionales. Pero a La Fontana de Oro le pasa lo que a las primeras novelas de los Rougon Macquart de Zola, que son excelentes, a pesar de no haber llamado la atención al principio más que de los pocos hombres de gusto que no aguardan para saborear lo bueno a que la fama lo sancione. Flaubert leía con deleite la Conquista de Plassans, cuando apenas se hablaba de Zola, cuando ni un solo artículo se consagraba a esta novela. En España también pasaba lo mismo, La Fontana de Oro deleitaba a un juez experto y de gusto, don Francisco Giner, por ejemplo, pero no daba a su autor todo el renombre que merecía desde luego. Tal vez esto contribuía a las vacilaciones y a la inquietud moral del novelista. De estas dudas de la conducta, de esta impaciencia nerviosa que producen los tanteos de una vocación que no se reconoce a sí misma por completo y con exactitud, algo nos dice, por reflejo, Salvador Monsalud, el protagonista de la segunda   —26→   serie de Episodios Nacionales. Él también estaba seguro de servir para algo, y no sabía qué, y de todo probaba, y era político, y guerrero… y filósofo a su modo, y hasta ensayaba en el piano sus cualidades musicales… hasta acabar por romper las teclas con un martillo. «En aquella época se me ocurrían a mí unas cosas muy raras», nos dice más arriba Galdós, y estas cosas debieron de ser comezón de la voluntad, tanteos ideales de su fortísimo temperamento de artista, algo semejantes a los de Monsalud.

Acaso, acaso, ante la Revolución y la indiferencia del público por las cosas del arte, Galdós soñó en ser hombre de acción, como soñó toda la vida Byron que despreciaba a ratos en sí mismo, al hablador, al poeta, y como soñaba Stendhal, cuyo santo patrón, no era Homero, ni Dante, sino Napoleón I. Y es posible que el propósito, al principio para el mismo Galdós oscuro, indeciso, de escribir la historia novelesca de nuestra epopeya nacional del presente siglo, fuese en parte como una derivación de aquel prurito activo del entusiasta de la revolución y del joven ensimismado, de luto y triste a quien se le ocurrían aquellas cosas raras. Hay también un modo de ser hombre de acción en el arte, y las novelas de Galdós revelan al artista de este género; Galdós generalmente no profundiza en el sueño, en la vaga idealidad, sino en la vida social   —27→   y en la moral, pareciéndose en esto último a muchos escritores ingleses, que por cierto él estima grandemente. Los Episodios Nacionales fueron populares en seguida porque, si no en los primores de arte que hay en muchos de ellos, en lo principal de su idea y en las brillantes, interesantísimas cualidades de su forma pudieron ser comprendidos y sentidos por el pueblo español en masa. Galdós no debe su gran popularidad a vergonzosas transacciones con el mal gusto vulgar, sino al vigor de su talento, a la claridad, franqueza y sentido práctico y de justicia que revelan sus obras. En muchas de estas, especialmente en las escritas desde La Desheredada inclusive, acá, hay mucho más de lo que puede ver un lector distraído, de pocos alcances en reflexión y en gusto, pero en todas hay además ese gran realismo del pueblo, esa feliz concordancia con lo sano y noble del espíritu público, que lejos de ser una abdicación del artista verdadero, es señal de que pertenece su ingenio a las más altas regiones del arte, de que es de aquellos que la historia consagra, porque sin dejar de ser grandes solitarios cuando suben a las cumbres misteriosas del Sinaí de la poesía, bajan también, como el Moisés de la Biblia, a comunicar con el pueblo, y a revelarle la presencia de los Eloim, que han sentido en las alturas…

«El año 1873 -dice Galdós en el documento citado-   —28→   escribí Trafalgar, sin tener aún el plan completo de la obra; después fue saliendo lo demás. Las novelas se sucedían de una manera… inconsciente. Doña Perfecta la escribí para la Revista de España, por encargo de León y Castillo, y la comencé sin saber cómo había de desarrollar el asunto. La escribí a empujones, quiero decir, a trozos, como iba saliendo, pero sin dificultad, con cierta afluencia que ahora no tengo». Esta falta de conciencia al escribir, y esta falta de plan de que habla Galdós, recuerdan los primeros libros de Daudet, que también salieron así, como quiera, es decir, como quería la rica vena de la juventud vigorosa segura de sí misma, de su abundancia y fuerza. Tanto en Daudet como en Galdós, las obras de la edad madura no salieron tan fácilmente, los dos se quejan de que les cuestan ahora más trabajo; pero esto consiste en que los productos del ingenio maduro y reflexivo, para ser de más peso y trascendencia necesitan más conciencia de lo que se hace, aunque sea sin contar ya la graciosa y descuidada espontaneidad de la juventud del artista, que ha de ser un gran maestro. Y con todo, esa Doña Perfecta que salió a empujones, muchos la consideran, yo no, como una de las obras más perfectas, mejor compuestas de su autor insigne.

Pero ya llegamos a Gloria; esta sí que es para muchos, para los más, la novela de las novelas de   —29→   Galdós; a lo menos fue la que le dio más gloria, y no sé si dinero, la que le puso a la altura de los primeros novelistas en el concepto de la mayoría. Pues todavía, a pesar de todo eso, no aparece en Gloria el autor pacienzudo y reflexivo que trabaja una novela, como una cosa seria y que no se hace todos los días ni cada pocos meses, según con mucho juicio advierte el mismo Daudet a los que le llaman perezoso. Oigamos a Galdós:

«Gloria fue obra de un entusiasmo de quince días. Se me ocurrió pasando por la Puerta del Sol, entre la calle de la Montera y el café Universal; y se me ocurrió de golpe, viendo con claridad toda la primera parte. La segunda es postiza y tourmentée. ¡Ojalá no la hubiera escrito! X… tuvo la culpa de que yo escribiera esa segunda parte, porque me dijo (¡demonio de críticos!) que debía sacar las consecuencias de la tesis y apurar el tema».

Nada dice Galdós de cómo nació Marianela ni los datos (si estos son datos) que ha querido comunicarme añadan más a lo dicho, sino que «desde La Desheredada acá ha ido advirtiendo que cada vez le cuesta más el trabajo, sin duda por ser más reflexivo…».

Agotada, por ahora, la fuente de las noticias auténticas, todo lo demás que yo pudiera decir de oídas de la poco accidentada vida de Pérez Galdós, sería repetición de lo que han dicho los periódicos   —30→   que en épocas distintas publicaron artículos biográficos del que ya todos o casi todos llaman primer novelista español. Por esos artículos saben los lectores que el autor de El amigo Mansofue periodista, que militó desde joven, del modo que su carácter, género de vida y aficiones se lo consintieron, en el partido liberal monárquico, en el cual figura todavía, hoy en calidad de diputado a Cortes por Puerto Rico. Saben todos también que Galdós no es amigo de exhibiciones ni reclamos, que se retira temprano, no va al teatro, que le da jaqueca; ni tampoco frecuenta lo que llamamos el gran mundo, aunque tiene buenas relaciones en las clases más altas… Prefiero, a dar una edición más de esta clase de notas biográficas, terminar por esta vez mi cometido hablando de mi Galdós, es decir, del que yo conozco, trato, quiero y admiro2.

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– III –

Galdós llegó a mi admiración y a mis simpatías, como a las de casi todos sus lectores, ganándose por la excelencia intrínseca de sus obras este homenaje espontáneo. Tiene razón Pereda; el Benito Pérez Galdós no sonaba a gran artista, joven y original y revolucionario de la novela. Era yo estudiante de Filosofía y letras en Madrid, cuando por vez primera me fijé en el nombre de Pérez Galdós leyendo en una librería la cubierta del Audaz, segundo libro del escritor que entonces me figuraba como un constitucional que en sus ratos de ocio escribía obras de vaga y amena literatura. Enfrascado en la lectura de filósofos y poetas alemanes, me parecían entonces poca cosa muchos de mis contemporáneos españoles… a quienes no leía. Ya iban publicados varios Episodios Nacionalescuando caí en la cuenta de que debía leerlos… Y a los pocos meses era yo, sin más recomendación que estas lecturas, el primer admirador de aquel ingenio tan original, rico, prudente, variado y robusto que prometía lo que empezó a cumplir muy pronto: una restauración de la novela popular, levantada a pulso por un hombre solo.

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Conocí a Galdós en el Ateneo, en el Ateneo nuestro, el antiguo, el bueno, el de Moreno Nieto y Revilla; en el salón de retratos. Vi ante mí un hombre alto, moreno, de fisonomía nada vulgar. Si por la tranquilidad, cabal y seria honradez que expresa su fisonomía poco dibujada puede creerse que se tiene enfrente a un benemérito comandante de la Guardia civil, con su bigote ordenancista; en los ojos y en la frente se lee algo que no suele distinguir a la mayor parte de los individuos de las armas generales ni de las especiales. La frente de Galdós habla de genio y de pasiones, por lo menos imaginadas, tal vez contenidas; los ojos, algo plegados los parpados, son penetrantes y tienen una singular expresión de ternura apasionada y reposada que se mezcla con un acento de malicia… la cual mirando mejor se ve que es inocente, malicia de artista. No viste mal… ni bien. Viste, como deben hacerlo todas las personas formales; para ocultar el desnudo, que ya no es arte de la época. No habla mucho, y se ve luego que prefiere oír, pero guiando a su modo, por preguntas, la conversación.

No es un sabio, pero sí un curioso de toda clase de conocimientos, capaz de penetrar en lo más hondo de muchos de ellos, si le importa y se lo propone. Se conoce que una de las disciplinas que menos le agradan a este literato… es la retórica. Es   —33→   todo lo contrario de esos hombres de letras que en su vida han hablado en sus papeles más que de papel impreso o manuscrito; es de los artistas que no aman el material por el material. Si hubiera modo de ser novelista por señas, lo sería. Aunque en sus obras abunden los párrafos numerosos, pintorescos, llenos de colores, no hay aquí más que una válvula para otras tantas ideas e imágenes, no el prurito del período sonoro y rotundo, ni menos el afán pictórico-literario de hacer de las nueve o diez partes de la oración una paleta de colores. Cuando Galdós escribe mejor es cuando no piensa siquiera en que está escribiendo, y cuando tampoco el lector se fija en aquel intermediario indispensable entre la idea del autor y el propio pensamiento. Y Galdós escribe casi siempre así, y se puede decir que escribe… como viste, sin asomos de pretensiones, y porque no hay más remedio que escribir para explicarse. Su conversación no tira a ser chispeante, pero pocas veces deja de insinuar, si se trata de asuntos de importancia, algo que, si de pronto no brilla ni impresiona mucho, se va haciendo camino en nuestro espíritu y se hace recordar mucho tiempo después. Lo de latet anguis in herba se puede decir del ingenio de Galdós. Nadie como él para engañar a los tontos que no ven el talento sino cuando viste uniforme, cuando enseña bordaduras y cimeras que hieren los sentidos. Lo   —34→   mismo que con él sucede con sus libros, cuya profundidad no quieren o no pueden conocer muchos, porque el autor no se lo anuncia con tecnicismos de estética o de sociología o de cualquier otra cosa de cátedra, ni tampoco con amaneramientos filosóficos o sentimentales, o declamatorios o populacheros.

Si hubiéramos de juzgarle por comparaciones, creo que se podría recordar, como el más semejante al de sus obras, el espíritu que predomina en los artistas ingleses de la novela, y aun en general se podría añadir que Galdós tiende a ser como varios personajes de sus últimas novelas, un español a la inglesa. Sus viajes más frecuentes al extranjero van a parar a Londres, y sus lecturas favoritas son ahora las novelas inglesas… y los libros de ciencia positiva, de aplicación inmediata. Y ya que llego a estas materias, y llego con prisa porque el espacio se acaba, extenderé una especie de padrón espiritual de Don Benito, guiándome por las señas de lo que yo he observado, y prescindiendo de amplificaciones que serían convenientes, pero que ya no caben en los estrechos límites de este folleto3.

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Galdós es hombre religioso; en momentos de expansión le he visto animarse con una especie de unción recóndita y pudorosa, de esas que no pueden comprender ni apreciar los que por oficio, y hasta con pingües sueldos, tienen la obligación de aparecer piadosos a todas horas y en todas partes. De este principalísimo aspecto de su alma nos hablan, por modo artístico, varios personajes y escenas de sus novelas, por ejemplo, y sobre todo, ciertos misticismos muy bien sentidos y expresados de La batalla de los Arapiles, y singularmente aquel Luis de Gonzaga de La familia de León Roch, cuando próximo a la muerte, desde su jardín contempla el cielo estrellado, detrás del cual está el Dios de su fe de santo. Pero Galdós, fiel a su espíritu inglés, hasta para la religión prefiere el lado práctico de las cosas;   —36→   y así, Doña Perfecta y Gloria particularmente, y el mismo León Roch, en general tratan la cuestión de las cuestiones, la religiosa, como interés humano, como asunto sociológico. Igual tendencia lleva a la filosofía, que también, es claro, anda a cada paso por sus novelas, con los disfraces de la poesía, indispensables para que se pueda transigir con ella en el arte. La filosofía de Galdós no es positivista, pero sí positiva, en el sentido de referirse a sus elementos éticos, políticos y físicos principalmente. La especulación por la especulación, el ensueño poético filosófico no son de su gusto; la ciencia la quiere Galdós para algo práctico; el interés de la filosofía está en su aplicación a la conducta de los hombres… ¿Y el amor?

El único dios pagano que queda y que tanto tiene que ver, bien sentido, con filosofías y aspiraciones religiosas, el amor, ¿qué es de él en este novelista? Pues sólo puedo decir que yo no sé si en la vida tuvo novia mi ilustre amigo, que me ha contado muchas cosas… de otros, pero jamás sus primeros amores, ni los demás de la serie, si la hubo. Y en este terreno las conjeturas pecarían contra la prudencia. Sin embargo, diré que si pudiera ser ley psicológica del artista que a la larga su fantasía fuera a reproducir los sueños de sus preferencias, la mujer que más le gusta a Galdós, acaso la que vive en su recuerdo, y no sé si en algo más que el   —37→   recuerdo, es la que se parece a María Egipciaca por la hermosura del rostro, pero más a Camila y a Fortunata por el espíritu; mujer muy española, de rompe y rasga hasta cierto punto, honrada por temperamento, suelta de modales, sin que lleguen a libres, la mujer más lejana de lo que llaman el cant en Inglaterra; porque Galdós, a mi juicio, iría a la Gran Bretaña por costumbres, política y hombres… pero no por mujeres. Siguiendo el orden de lo que llaman en la escuela los fines racionales, viene después del amor (con que la escuela no cuenta) el arte… ¿Qué opina y siente Galdós del arte? Pues opina que se les debe dejar a los artistas. Sentencia que: explica latamente y con garbo Menéndez y Pelayo al poner, en su Historia de las ideas estéticas en España, como chupa de dómine al jesuita Jugmann. Pero Galdós no admite de buen grado a los críticos en el santuario, y en esto hace mal, pues deben entrar en él también los que además de críticos, sean artistas, como, v. gr., el citado Menéndez y Pelayo. A la música ha sido, y creo que es todavía, muy aficionado nuestro Autor; cuando era estudiante, y tal vez algún tiempo después, era punto fijo, como él dice, en el Real, probablemente en el Paraíso, del cual conservan recuerdos sus obras, singularmente Miau, un apodo creado en aquellas altas y filarmónicas regiones. En La desheredada hay todo un himno de   —38→   grandiosa y vehemente poesía a una de las obras maestras de la música clásica; y por último, el obispo Lantigua de Gloria es el símbolo de los aficionados de corazón y sin oído, de la divina Euterpe: el pánfilo de la música, porque la adora sea como sea; manera de entenderla que tiene su filosofía, y que tal vez se da la mano con el wagnerismo de los últimos wagneristas, los que dicen que Wagner no lo era. Respecto de la pintura, baste decir que Galdós dibuja más que medianamente, que él mismo ha ilustrado algunos de sus Episodios Nacionales, y que hace años, allá en Santander, por el verano, tomó en serio el hacer acuarelas con todas las reglas y todos los chismes del arte.

De la escultura, que es el arte que Cánovas del Castillo encuentra más distinguido, no sé lo que piensa Galdós. Supongo que pensará que no tenemos escultores y que por eso le gusta a Cánovas. Llegamos, o mucho me equivoco, al fin económico, y aquí sólo hay que decir que Galdós es de los pocos españoles que pueden vivir con relativa holgura de lo que escriben, entendiendo por escribir el hacerlo como Dios manda y en puro arte de las letras. Sus libros, sobre todo la edición ilustrada de los Episodios, le han dado pretexto para viajar por toda España, creo que sin excepción de una provincia. Galdós prefiere a Santander para el verano, a Zaragoza para los días heroicos y a Sevilla   —39→   para siempre y para soñar con ella… y a San Sebastián para maltratarlo como buen santanderino de verano. Del fin político no hay que hablar; ya he dicho que es Galdós diputado por Puerto Rico, y sigue la política liberal monárquica. Opina que esto es una perdición, como opinamos todos, desde el príncipe o capitán general altivo hasta el que pesca en ruin barca, o sea un cacique de campanario; pero añade Galdós que desde que ve la política española de cerca se ha convencido de que, si esta manifestación de la actividad anda mal y tiene grandes vicios, no está peor que otras muchas manifestaciones. Y también en esto acierta. Y ahora llegamos al fin… es decir, al fin de este folleto, porque dejo en el tintero muchas cosas que diría a tener más espacio disponible. Si algún día logro reunir más datos, diré lo que me falta. Y perdone Galdós por esta vez. Puede ser que al verse tan maltratado, o mejor, tratado tan mal, parodiando al otro, se diga: «¡Dichosos los pueblos y los Commeleranes que no tienen historia!».

 

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