[Cuento] Junio, de Benito Pérez Galdós (1876)
Capítulo I : En el jardín
Mayo se enojará, lo sé; pero rindiendo culto a la verdad, es preciso decírselo en sus barbas. Sí, el imperio de las flores en nuestro clima, no le corresponde.
¡Tunante! ¿Qué dirán de él en la otra vida las almas de aquellas pobrecitas a quienes dejó morir de frío después de abrasarlas con importunos calores? En cambio, Junio, si alguna vez las calienta con demasiado celo (porque es algo brusco, llanote y toma muy a pechos sus obligaciones), también las orea delicadamente con abanico, no con el atronador fuelle de los vientos septentrionales; se desvive por tenerlas en templada atmósfera, las abriga y las refresca, todo con esmerado pulso y medida; dales savia fecunda, primorosa luz, sustento benéfico, frescas y transparentes aguas. Hay que ver cómo derrocha este capitalista sus tesoros, calor, luz, frescura y aire, humedad y lumbre. Se parecería a muchos ricos de la tierra si no empleara toda su fortuna en hacer bien.
Aquí están sus obras.
Ved los pensamientos, con sus caritas amarillas y sus caperuzas de terciopelo. Miran a un lado y a otro, mecidos por el delicado aliento de la mañana, y tiemblan de gozo contemplándose tan guapos, tan saludables, tan vividores. Los ojuelos negros de estos enanos, que a semejanza de los ángeles menores, no tienen sino cabeza y alas, nos miran con picaresca malicia, y hasta parece que se ríen, los muy pillos, cuando el viento les hace dar cabezadas unos contra otros, agitándolos en toda la extensión de su inmensa falange. Los hay pálidos y linfáticos, los hay sanguíneos y mofletudos; unos se calan el gorrito hasta las cejas; otros lo echan hacia atrás; éstos parecen calvos, de aquéllos se diría que gastan barbas, y todos están más alegres que unas pascuas, y en su charlar ignoto exclaman sin duda: «Compañeros, a vivir se ha dicho. ¡Buena panzada de aire, de luz y de agua nos estamos dando!»
Más juiciosas son esas chiquillas que llaman minutisas, pues si las han puesto en compañía de tales granujas, saben ellas formar grupos encantadores, ramilletes que parecen corrillos, y jugando a la rueda sin admitir a ningún intruso, se entienden solas. Estas lindas estrellas de la tierra, que esmaltan los jardines con su púrpura risueña, son parientas lejanas del orgulloso clavel. Nadie lo diría, porque son tan modestas…!
Allí está. ¡Qué noblemente pliega el aromático turbante blanco y rojo de mil rizos! Salud al califa espléndido, magnífico, soberano. La embriagadora poesía que de él brota incita al sibaritismo, a las ardientes pasiones. ¡Ah calaverón!… Este vicioso es tan popular, que hasta los pobres más pobres lo crían, aunque sea en una olla rota. Parece que hace soñar, como el opio, felicidades imposibles. Su fuerte aroma sensual es como una visión.
No son así las rosas, que aparecen en este mes en primoroso estado de madurez. Las de Mayo eran niñas, éstas son damas, y en sus abiertas hojas ahuecadas, blandas, puras, tenues, hay no sé qué magistral arte del mundo. Si Dios les concediera un soplo más de vida, uno no más, hablarían seguramente; pero más vale que estén mudas. Una gracia infinita, una delicadeza incomparable, una hermosura ideal hacen de esta flor la sonrisa de la Naturaleza. Cuando las rosas mueren, el mundo se pone serio.
Allá lejos, encaramado sobre la tapia o al arrimo de la antigua pared, buscando la soledad, buscando la altura, esperando con ansia la sosegada noche, está el galán, el poeta sentimental, el romántico jazmín, en una palabra. Pálido y pequeño, toda su vida es alma. Le tocan, y cae del tallo. Vive del sentimiento, ama la noche, y si los aromas fueran música, el jazmín sería el ruiseñor.
Fijemos la vista en las gallardas peonías. No se necesitan ciertamente anteojos para verlas, según son de abultadas y presumidas. No merecen mis simpatías estas enfáticas señoras que todo lo gastan en trapos; y si está fuera de duda que son bellas, ello es que antes admiran que enamoran, y su hermosura más tiene de aparente que de real. Nada, nada; aquí hay algo postizo: estas señoras se pintan.
Grande y vistosa es también aquélla. Saludemos a la magnolia, princesa india que ha venido de viaje y se ha quedado en nuestro clima. No está bien de salud la señora; pero ¡qué aristocrática, qué regia es esta amazona! No se contenta con ser fragante y deliciosa flor, sino que quiere ser árbol, es decir, hombre. Ved cómo cabalga en la alta rama, y atrevida mira cara a cara al olmo corpulento, al castaño de mil flores y al quijotesco eucaliptus.
Por el suelo rastrea muchedumbre de pajes y espoliques, alelíes, espuelas de caballero, gentezuela menuda que vive de la adulación, a la sombra de los grandes señores, y el bíblico lirio, vestido siempre de nazareno. La madreselva, arisca y melancólica por la nostalgia que la perturba, busca el campo de donde contra su voluntad la han traído; mira ansiosa a todos lados para orientarse, se va arrastrando por los troncos, por las barandillas, por las escalinatas, hasta que logra tocar con su crispada mano la cerca; sube, va trepando, trepando, y se asoma para ver horizontes y el libre espacio, y hacerse la ilusión de que es libre. Esta flor, como muchas personas, no tiene más que manos, y son blancas, finas, aromáticas; pero aunque contrae sus finos dedos, cual si fuera a coger alguna cosa, jamás coge nada.
¡Paso al pueblo! La inmensa república de geranios todo lo llena. Parece que no hay tierra bastante para estos gorros colorados que se reproducen con facilidad maravillosa, y crecen como la plebe, duran como la ignorancia, y resisten fríos y soles como la pobreza. Para que nada falte, hasta los cactus, caterva de repugnantes bufones, se engalanan con gorritos de vistosas plumas; otros se ponen gregüescos amarillos, y algunos se encargan vestidos completos de Mefistófeles, como estudiantes en Carnaval, y tienen el descaro de vestir con ellos sus ventrudos cuerpos. Otros, flacos y verrugosos, siguen con las manos en los bolsillos, riéndose de todo y agitando el bastón con borlas de escarlata. Pero a nadie hacen gracia estas caricaturas vegetales, flores que parecen lagartos, sapos que parecen plantas; y viven aislados, sin sociedad, visitados tan sólo de las abejas, que a menudo vienen a decirles mi secreto al oído.
Si las violetas no hubiesen exhalado su último aroma en Mayo; si los jacintos no estuvieran ya en el limbo de sus jóvenes cebolletas; si las dalias, por el contrario, no durmiesen aún en el vientre de sus batatas; si las petunias no se hallaran en estado de lactancia, y las campanillas dando los primeros pasos; si las francesillas no hubiesen bajado también al frío sepulcro de sus arañuelas, y las extrañas no estuvieran aún cortando sus múltiples gasas de bailarina para presentarse en el Otoño, el panorama floreal de Junio sería completo.
Capítulo II : En el campo
Un monstruo, un gigante, un figurón, que parece hombre y no es más que espantajo, bracea y gesticula en medio del campo. Es el funcionario inamovible encargado de advertir a los gorriones que el trigo no se ha sembrado para ellos. ¡Ah, los gorriones, lo más canalla de la creación, la casta de pillos y rateros más desvergonzados que hay sobre la tierra! Cuando hicieron sus nidos, se metían en las casas para robar de los costureros de las señoras, hilachas y trapos, de que luego, con la mayor destreza hacían sábanas, almohadas y edredones para sus hijuelos. Ahora, estos graciosos bandidos andan por esos mundos ejerciendo su depravada rapacidad en los trigos y en las hortalizas. Todo se lo comen, todo lo pican, todo lo han de catar, como si fuese preciso que dieran su opinión sobre cuanto Dios cría en esta época. Si al menos fueran como las amapolas, que aunque se meten en todas partes, no toman nada… ¡Qué hermosos están los trigos! Llovió tan a tiempo que la espiga ha salido robusta y cuajada de corpulentos granos. Ya se está poniendo rubio, y como continúe el tiempo seco y tibio (pues la lluvia, por San Juan, quita vino y no da pan) pronto se le podrá meter la hoz.
El labrador no le quita los ojos, sino para mirar al cielo. Éste es el mes crítico, el mes de las esperanzas, el resumen del año, la cifra adicional de esta larga cuenta de gastos y beneficios que doce meses dura. El labrador está contento, y espera pagar la contribución, los intereses del préstamo que le hizo el judío de la localidad, comprar aperos nuevos, remendar la casa, regalarse por San Juan, y aun guardar en el bolso tal cual pieza de a cinco duros para lo que pueda sobrevenir.
Escarda los trigos y los garbanzos, las lechugas, las habas, aporca las patatas y todas las siembras de primavera. Pasa revista a los árboles frutales, a ver cómo van cuajando. Las cerezas abundan. En cuanto a los perales, todavía no se sabe a punto fijo lo que darán; pero esta noble familia, que es sumamente cortés y atenta, manda en este mes, como regalo extraordinario, unas peritas sabrosas, que aceptamos con júbilo. San Juan las trae, las apadrina y les da su nombre. El mismo santo, al venir con su puntualidad acostumbrada, ha traído en el morral excelentes brevas, y es tan fino y liberal, que dice que para el año que viene traerá lo mismo.
El labrador azufra las villas, y después las aporca y arrodriga, dándoles unos bastoncitos para que se apoyen y estiren sus entumecidos brazos. Luego se ocupa en sembrar al aire libre zanahorias, perifollos, escarolas diversas, coles de Milán, rizadas, brécoles, malpicas, perejil y otras muchas clases que constituyen la jerarquía ensaladesca, y entre las cuales hay excelentes personas que nos acompañan a la mesa y se dejan comer.
También atiende a una faena tan interesante como útil. Llama a las ovejas y les dice: «con el calor que se ha entrado, señoras, para nada necesitáis esos gabanes de invierno». ¡Es admirable el equipo de la muchedumbre pecuaria! Carnero hay que ostenta un carric con el cual se envanecerían muchos hombres: otros llevan luengo capote ruso de blanquísima y espesa lana.- «Venga todo eso, y al fresco, caballeritos, -añade el ganadero-, que vuestro próvido sastre os vestirá gratis el año que viene, mientras yo tengo que arreglarme con vuestra ropa de desecho». Suenan las tijeras y empieza la operación de descortar gabanes, paletós y bufandas. Hasta las ovejas más enseñoradas se quedan sin sus manteletas, y los corderillos pierden sus chaquetitas de astracán.
En el corral aparece un día la gallina, muy satisfecha. Allá, como Dios le da a entender, con sus cacareos sonoros, le dice al amo que ya tiene veinte criados más que le sirvan. Y es buena casta de chicuelos; no será preciso ponerles ama de cría, que ya saben ellos buscarse la vida. Con el cuerpecillo cubierto de pelos y algo de cascarón adherido aún a semejante parte, corren alrededor de su madre, asombrados de todo, del cielo, de la luz, del aire, dándose el parabién por haber sabido escapar de aquel lóbrego huevo donde los tenían encerrados contra toda justicia y razón. Los patitos ven un charco, sienten bullir en su mente el genio de Colón, y ¡zas!… al agua. Cuando regresan, la gallina les echa una reprimenda por su osadía; pero son tan mal criados, que al poco rato vuelven a hacer lo mismo.
Los pavos grandecitos se ponen las corbatas rojas y la monterilla, y se van al campo en manadas, sin juntarse con nadie más que con los de la familia, porque estos fatuos son muy linajudos, y andan a compás, gravemente, pronunciando palabrotas huecas y aun echando unos discursazos, como los de ciertos oradores, llenos de apóstrofes y epifonemas, pero sin pizca de sentido.
Allá en el monte, entra las negras encinas y los tomillos, una escena lamentable ocurre. Millares de señoras enfurecidas zumban y pican, defendiendo el fruto de su maravillosa industria. Son las más diestras y más pulcras fabricantes de mermeladas, almíbares y caramelos que hay en la creación, y es por demás lastimoso que de la riquísima confitería con tanto afán y labor tan prolija formada en largos días venga a incautarse un zafio ganapán, que con sus manos lavadas (o sucias) se apropia el delicioso néctar. Y no trate de disculparse el desvergonzado gorrón diciendo que con la miel va a hacer medicinas y con la cera velas para los santos… «Aquí no se admiten subterfugios. Atrás, pillo, ladrón, descamisado, demagogo. Pero todo es inútil. Se lleva, se lleva nuestra cosecha, nuestro bienestar, nuestra riqueza. Pobres hermanas arruinadas ¿qué haremos para recobrar la perdida colmena?» Empezar otra.
Más allá… Pero no; ya no se oye aquel persistente chasquido de hojas magulladas; ya no percibimos el rumor de los voraces dientes. ¡Silencio!… Industriales de la tierra, fabricantes, obreros, tejedores, artífices, todo el mundo de rodillas. El gusano de seda ha empezado su capullo.
Capítulo III : En la cocina
Como los prados están tan apetitosos para los ganados, la carne de este mes es la mejor del año. La vaca y el carnero hacen honor a su alto renombre.
Todavía hay fresa abundante, y las cerezas entran enredadas unas en otras, porque no les gusta ir solas; que bien se conoce su cortedad de genio en el vivo rubor que enciende sus mejillas. Las uvas y melones no vienen aún; pero Toledo nos manda sabrosos albaricoques.
Los guisantes, los rabanitos y las alcachofas se presentan en la Plaza todos los días, acompañados de algún espárrago tardío, que pide mil perdones por no haber venido antes.
Los pollos nuevos, que hasta ahora no servían más que para guisados, entran, y con mucha urbanidad nos piden que los asemos con setas. Galantemente recomiendan, previa presentación, a sus primos los patitos y a sus parientes las palomas silvestres.
Un caballero, un prócer, un lord, aparece, sombrero en mano, suplicando que lo metan de una vez en la cazuela, sin olvidarse de advertir que aquélla ha de ser grande. Es talludo y obeso; viste impermeable blanco, y su rosada piel indica que tenemos en casa a un caballero inglés. Es el señor de Salmón. ¡Adelante!
Tras él aparecen pidiendo fuego y aceite y aromáticas especias, los primeros lenguados, y traen afectuosos recaditos de las ostras, que no pueden venir mientras los meses carezcan de r; y también asoman algunos rodaballos y menudos pajeles.
¿Quién más llega? La señora anguila que viene en embajada de parte del agua dulce… ¡Adelante!
Capítulo IV : En la Religión
Por más prisa que se da el pobrecito no puede llegar hasta el día 13. Viene jadeante, fatigado, los desnudos pies llenos de sangre por los picotazos de las zarzas. En el camino ha estado predicando a las aves y a los peces, y por eso no ha podido venir más pronto. Además, trae gran pesadumbre sobre sus manos, que sustentan un libro, y sobre el libro un divino niño, que es el Redentor del mundo. Trae también una vara de azucenas.
Su humilde hábito franciscano está lleno de remiendos, señal inequívoca de pobreza. Es su semblante juvenil, pálido, ardoroso, calenturiento, porque la devoción le inflama, y sublime, místico amor le espiritualiza.
Tiénele preocupado y melancólico el sin número de matrimonios que le piden y que no puede dar, así como el mal éxito de los que concedió generosamente el año pasado. Prepárase a recibir cantidad mediana de solicitudes pidiendo novios y no pocas demandas de buenas novias. ¡Ay! él es tan bueno que está dispuesto a darlas, y las daría si las hubiera.
¡Salve, santo de la juventud, de la inocencia, de los tiernos amores, de las esperanzas risueñas! ¡Salve, adorno preciosísimo de los cielos celestiales, joven sublime, gran soldado de Cristo, apóstol de la humanidad, amor del pobre, huésped cariñoso de las moradas modestas! ¡Salve, encarnación de la fe sencilla, de las creencias puras a que debieron paz y consuelo las edades todas! Al poner tu descalzo pie en el rústico altar del pobre, parece que las lóbregas estancias se llenan de celeste luz. Rosadas nubes te circundan, y de tus azucenas se desprenden finísimos aromas que embelesan el alma, dándole a conocer el puro ambiente que en la mansión de los justos se respira.
Recibe las piadosas ofrendas del pobre, acepta el fulgor de esas luces de aceite, que palidecen entre los torrentes de claridad divina que traes contigo, y presta oídos a los ruegos, a las recomendaciones y solicitudes hechas con limpio corazón.
En algunos pueblos son tan impíos, tan ingratos los labradores (esto lo he visto) que cuando San Antonio no accede al suministro de novios le vuelven de espaldas, en el altar, poniéndole con la cara hacia la pared, y sé que una doncella desesperada le metió en el pozo atándole una cuerda al cuello; pero estas excepciones irreverentes y sacrílegas no merman en general la devoción y popularidad del santo paduano, ideal figura del catolicismo, y uno de los seres más perfectos y menos imitados, mientras anduvo en carne mortal por la tierra.
Tras él viene otro no menos grande. Se ha detenido administrando el primer sacramento; pero ya está ahí: sólo que no gusta de entrar hasta el día 24, y ni un solo año ha faltado a la costumbre. Recíbele, como a San Antonio, la hueste frescachona de albahacas, unas plantas humildes, olorosas, con olor de huerto más que de jardín, y muy frescas y diminutas. Las hay como avellanas, en tiestecillos del tamaño de almendras.
Acompáñanle ciertos heraldos que se llaman las rosquillas de la tía Javiera, y a su paso, el suelo está empedrado de buñuelos. Blanquecinas hojas del árbol del Paraíso embalsaman la atmósfera en torno suyo. Todas las flores de la estación salen a relucir sus lindas personas en graciosos grupos que se llaman ramos. Matas diversas adornan las casas, y los altares parece que reverdecen y se cubren de vegetación. En las calles, en los campos, en el cerro, en la cabaña, en el monte, no se encuentra un medio bastante expresivo para declarar la alegría que inunda el mundo, y en vez de poner flores, encienden hogueras. Rosas y llamas saludan al enviado de Dios.
Inefable contento llena los pueblos, lo que no es extraño, porque todo el mundo se llama Juan. La madrugada del 24 es la más poética de las 365 que hay en el año. No amanece, no, como en los demás días. Hay playas donde aparecen fantásticas ciudades. El sol no se presenta sobre el horizonte con la circunspección que parece inherente a sujeto de tanto peso y calidad, no. Su Majestad entra bailando, haciendo graciosas cabriolas y volteretas cual si hubiera perdido el juicio o empinado el codo. En las puertas de todas las casas, pucheros, palanganas, barreños llenos de agua reflejan las locuras del Rey de los astros, y los dibujos que la juguetona luz hace en el líquido espejo son representaciones más o menos claras del destino individual.
El rocío de esta madrugada tiene una misión tan singular como interesante: sirve para conservar la belleza, y hasta las feas se lavan en él, seguras e hermosear durante el año. Una clara de huevo puesta en vaso de agua la noche anterior toma las más extrañas formas, y es jeroglífico cuyos signos hablan, cuyas figuras emblemáticas anuncian las contingencias de la vida. Si la caprichosa albúmina fabrica un ataúd, la muerte está cerca.
El santo ha perdido mucho tiempo la noche anterior recorriendo a la calladita las casas para dejar juguetes en los zapatos de los chicos; después ha puesto ramos en las ventanas de las mozas; y como éstas son tantas y no es prudente desenojar a ninguna de ellas, el primo de Jesús llega un poco tarde a la iglesia. Verdad es que tenemos misa mayor, la cual no exige extraordinario madrugar. ¡Qué solemnidad, qué alegría, qué exaltado entusiasmo respira la iglesia! El sermón versa sobre la infancia de Jesús, asunto que no puede ser más bonito; y oyendo las palabras del cura, parece que es el santo quien habla, porque alza el dedo y su boca entreabierta expresa muy al vivo la emisión de la palabra.
Como el año ha sido bueno, la procesión no deja nada que desear en punto a brincos, cohetes, vivas, cantares, piporrazos, aleluyas, flores, ramos, tortas, plegarias. Por la tarde, algunas cabezas dan en el suelo o se estrellan contra la esquina. Es el alcohol que sube al púlpito.
De noche, sobre el negro cielo, surgen las más hermosas especies de una flora rutilante, tallos de fuego que se elevan rápidamente, y allá arriba echan de improviso cantidad de flores, de luz, que duran un momento y se deshojan cayendo en chispas: son los cohetes. Flores gigantescas dan vueltas, como las imágenes luminosas del sueño calenturiento; y torres fabricadas con arena de estrellas destácanse imponentes, hasta que un soplo las destruye, cual si fueran ilusiones, y todo queda más obscuro que antes. Una ráfaga luminosa flota en el negro espacio, última chispa de la pólvora moribunda, que sonríe al expirar. Es una cinta que pasa veloz, el gallardete de la cruz del santo. San Juan se marcha.
Los días pasan alegremente, y el 29 aparecen dos grandes llaves, una mano que las empuña, tras de la mano un brazo, después una hermosa cabeza calva, un cuerpo robusto, un hombre con humilde saya y los pies desnudos. Es el Príncipe de los Apóstoles, el primero de todos los santos, el Pescador, Pedro, la piedra, el cimiento, la cabeza de la Iglesia. Mucho hay que decir de él, muchísimo: pero el mismo santo nos lo estorba, porque frunce el ceño, adelanta un paso, empuña la llave, da vuelta… ¡charrás! y nos cierra este capítulo.
Capítulo V : Suspenso. Suspenso. Suspenso. Suspenso
Los campos se llenan de amapolas, el aire de mariposas, de flores el jardín y la Universidad de calabazas.
Muchos rapaces, sin embargo, se inflan al recibir la nota de sobresaliente, señal de que han salido del aula hechos unos pozos de ciencia, y así se lo creen los papás. La estación da bachilleres en artes con más abundancia que trigo, y es un contento ver tanto sabio como sale a las anchas esferas del mundo. Por todas partes, matemáticos jugando al trompo, químicos que saltan en la comba, y filósofos que cabalgan en un palo.
Los abogadillos en ciernes inundan los pueblos, y al verles, los autos agitan alegres sus macilentas hojas. Los mediquillos de veintiún años salen a tomar el pulso a la vida, con gran regocijo de la muerte. ¡Oh! mes prolífico entre todos los meses, mes de los frutos, de las flores, de las colmenas, de los mosquitos, de los exámenes; principal delegado del Criador, porque todo lo crías, hasta los licenciados, falange infinita de donde sale el bullidor enjambre de los políticos, semillero de pretendientes, de empleados, cesantes y agitadores.
Capítulo VI : En la Historia
Pero también nos trajiste cosecha de grandes hombres. El día 3 nos diste al marqués de la Concordia (1743); el 5 al economista Adam Smith (1723); el 6 creaste al gran Corneille, príncipe de los trágicos franceses (1606) y bautizaste a Velázquez, rey de nuestros pintores (1599); el día 8 no te pareció bien dar uno solo, y nos echaste dos: el ingeniero inglés Stephenson (1781) y el orador español Olózaga (1805). El 10 vinieron un marino francés, Duguay-Trouin (1673) y el predicador Flechier (1632). El 11, entre la opulencia de la primavera andaluza, llena de luz, flores, aires tibios, arroyos murmuradores y poesía, Córdoba sonrió, y le diste a Góngora (1561). El 12 aumentaste con Arjona (1771) el número de los poetas menores. El 13 concediste a Young, melancólico cantor de las Noches (1773). Pero estos dones te parecían mezquinos, y el 15 dijiste con orgullo: «allá va eso», y nació en Holanda Rembrant (1606). Para que los españoles no nos enojáramos, nos regalaste el 17 a Espoz y Mina (1781). Los ingleses, que no querían ser menos, recibieron el 18 a Castelreagh (1769). Pero tú querías halagar a Francia en aquella semana, y en un solo día, el 19, le diste a su primer prosista, Pascal (1623), y a Lamennais (1782); y el 20 a Leconte (1812), y el 21 a Royer Collard (1763), y el 22 a Delille (1758). ¡Ay! Comprendiste que a Alemania no le habías dado nada, y el mismo día 22 la obsequiaste con Guillermo Humboldt (1767), Mehul (1763) y Malborough (1650) fueron regalitos del día 24; Carlos XII (1682) del 27.
Reservabas, sin embargo, tus mejores dones para los últimos días, y el 28 dijiste a la humanidad: «Ahí tienes a Rousseau» (1712). En un solo día, el 29, ¡fecundidad asombrosa! hiciste tres obras maestras, que, se llamaron: Rubens(1577), Leopardi (1798), y Bastiat (1801). El mundo insaciable pedía más, y el 30 le otorgaste un Emperador, Pedro el Grande (1672), y un artista, Horacio Vernet (1789).
Problema: dada la fecundidad para producir grandes hombres, ¡oh Junio! si hubieras tenido 31 días ¿a quién nos hubieras dado en el último? Ese hombre que no ha nacido, ¿quién es? o mejor, ¿quién sería?
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Pero también has matado gente. El 1.º te llevaste a Berthier; el 2 a D. Álvaro de Luna; el 4 a Laura, la novia de Petrarca; el 5 a Egmont y Horn, el 8 a Jorge Sand; el 10 a Camöens; el 11 a Bacon; el 12 a Xavier de Maistre, el 14 a Kleber; el 17 a D. Fermín Caballero; el 21 a Moratín; el 24 a Zumalacárregui; el 25 a monseñor D’Affre; el 26 a Pizarro; el 27 al Marqués del Duero, y el 28 Guillén de Castro. Has segado, hermanito, has segado bastante. Esto prueba que tienes días tristes. Muchos cayeron en ellos. En cuanto a mí, deseo que me dejes para tu 31.
Madrid.- 1876.