La esfinge del centenario [1908]

Centenario de 1808, conmemoración de un cruento sacrificio, del alzamiento iracundo del pueblo español contra los usurpadores del ser y del suelo de esta raza, ¿qué sois, qué significáis, qué ejemplaridad o enseñanza nos traéis? Fiestas de Mayo, de Junio y Julio, de diferentes fechas y lugares históricos, ¿qué grado de calor, de cívica efusión pon­dréis en vuestras alegres o pomposas manifestaciones?

Esto preguntan los curiosos impertinentes, parlantes o mudos, que padecen la manía de palpar la vida nacional; los que un día la en­cuentran sin pulso, bien dispuesta para la esclavitud, otra día se preca­ven contra sus arrechuchos nerviosos suponiéndola con ganas de re­belión.

Lo que principalmente queremos saber de los propios labios mar­móreos de la esfinge del Centenario es si subsiste en España el senti­miento fundamental llamado Patriotismo, y si al sacarlo de los polvo­rientos Archivos históricos, revive este sentimiento, trocándose de có­dice amarillo y glorioso en documento vivo que hable a la generación presente como habló a las antiguas, y levante las almas desmayadas y sacuda los músculos perezosos. Díganos la esfinge si el amor patrio conserva fuerza bastante para promover actos fecundos, y para dirigir­nos y orientamos en el largo viaje que debemos emprender desde los páramos insalubres a las regiones de vida y sanidad perdurables. Dudamos de la robustez del Patriotismo de primer grado, funda­mento de toda nacionalidad, porque en los preparativos del Centena­rio hemos advertido escaso fervor y el prurito de encerrarlo en mol­des y formulismos arcaicos. La voz de agoreros lúgubres, que antici­pan el fracaso de las fiestas antes que estalle el primer cohete, aumenta nuestras dudas. Mal síntoma es también la indiferencia con que la gente adinerada, salvo raras excepciones, presta su concurso a este movimiento, dejándose llevar casi a rastras, y accediendo por compro­miso a figurar en él. La opulenta burguesía, que vive aletargada en las blancuras económicas, no puede ocultar su desamor al Patriotismo de primer grado, en quien ve una fierecilla, ya que no fiera desmandada, cuyos manotazos debemos contener con discretas cadenas. Y digamos a esos patriotas tibios que la fiera creó la burguesía opulenta y la obse­quió con los fáciles medios del bienestar. Por no parecer hija ingrata, la generación de pudientes se agrega a los festejantes, y corea con un murmullo de pura fórmula los himnos oficiales.

Prevalecerá, en realidad, el Patriotismo de segundo grado, un poco rutinario y covachuelista, atiborrado de la bazofia expedientil que llamamos precedentes, y ostentará toda la marchita magnificencia del viejo sistema: etiqueta y responsos. Antes que imitar a los héroes y enaltecer sus hazañas y su sacrificio por la Patria, debemos pedir su indulto, gestionar que salgan del Purgatorio; y como del indulto, si acaso lo hay, no se tiene noticia, en el siglo venidero volveremos a lla­mar a las divinas puertas, pidiendo que sean perdonados aquellos pe­cadores que aseguraron la Independencia de su país, la liberación del suelo y los hogares. Muy santo y muy bueno es el rezar por los difun­tos; pero sobre esta función anímica debemos poner algo más: la idea de la glorificación de los héroes, y de tenerles por santos, ya que no sea posible llamarles dioses.

Cierto que en Madrid, bajo las pompas de la etiqueta y funerales suntuosos, hay un pueblo que aún siente el Patriotismo de primer gra­do, y lo expresará con hondo mujido; pero éste no será vigoroso que se sobreponga a los oficiales canticios. Sólo en Zaragoza, cabeza y co­razón del pueblo aragonés, que aún es lo que fué, y no ha querido des­prenderse de su recto sentido de las cosas ni de la fiereza que le indujo a los más ejemplares triunfos de la voluntad; sólo en Zaragoza, deci­mos y creemos, descollará el Patriotismo fundamental sobre el ofici­nesco o de segundo grado.

Todo lo que allí se ha hecho y se hará, el entusiasmo y fe con que se enaltecen las grandezas históricas, la efusión sublime con que se ha tendido la mano a Francia, la descomunal hazaña de Paraíso, improvi­sando la Exposición, la general alegría y el honrado orgullo de toda la gente aragonesa, demuestran que si allí hay también etiquetas y res­ponsos, sobre la expresión de estas formas de festejos descollará la voz épica que engrandeció a los hombres y convirtió en fortalezas inex­pugnables las casuchas míseras, la voz que no clama entre las ruinas para regarlas con vanos lloriqueos, sino para fundar sobre ellas las edi­ficaciones futuras, y seguir viviendo, seguir creando.

B. Pérez Galdós.

Madrid, Abril de 1908.

El País, 2 de mayo de 1908.

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