[Artículo] El estudio de Galdós, de Emilia Pardo Bazán

Antes que el autor de La Deshereda­da traslade al palacete que construye en Santander el mobiliario de su estudio madrileño, quise ver el lugar donde tan­tas cuartillas trazó la mano del gran no­velista, y donde han corrido tantas horas de su vivir. Conocía el estudio por una magnífica fotografía de Laurent; pero nada equivale á la vista de los ojos, como dicen en mi tierra.

Ocupa Galdós con su familia un piso llamado tercero, y efectivamente cuarto, en la plaza de Colón, lugar muy urbano, ventilado y alegre, con sombra de árbo­les y claros horizontes. En verano, al apearse ante la puerta de la casa, se ex­perimenta una sensación de frescura y de elegante reposo. La escalera, bonita y cómoda, recibe luz de ventaniles con cris­talería de colores gayos, que lanzan so­bre la limpia madera del descansillo una viva lluvia de reflejos amatista, verdes y carmesíes. Cuando se abre la puerta del piso de Galdós, vese un pasillo desahoga­do, que habitan, sobre barras de metal dos periquitos graves y meditabundos, y un loro descarado y procaz, el cual repite con bufonesco redoble de erres: «¡Qué rrriico!

Dejemos al pajarraco charlotear, y en­tremos en las dos piezas que, unidas, com­ponen el estudio. La mayor tendrá de lar­go unos seis metros, tres y medio proba­blemente la chica; el techo es bajo. Dentro de tan modestas proporciones, no carece de cierta importancia el departamento constituido por el saloncito y gabinete, gracias á la inteligente coquetería que presidió á la decoración de las paredes y colocación de muebles y cachivaches, y á notarse en todos ellos la personalidad del dueño, y no la ideación, siempre amanerada, del tapicero decorador. No hay lujo, pero sí gracia, interés, distinción; se com­prende que allí está el nido, la residencia amada del trabajador sedentario y soli­tario.

No hay puerta que divida las dos pie­zas; y el marco, privado de hojas, lo viste suntuosa guarnición de terciopelo, imitación de bordado antiguo, de tonos rojos é intensos, color que predomina en el resto de las colgaduras. Sobre el dintel, una franja haciendo cabecera, con rema­tes de pasamanería, y en ella, á ambos lados, el clásico letrero Tanto monta, mientras bajo un escudo en que campea el león nacional, corre la divisa que ador­na la portada de los libros de Galdós: Ars-Natura-Veritas.

El techo del saloncito es blanco con ce­nefa roja, y en el centro se abre como flor de disforme y pintarrajeada corola bermeja, turquí y esmeralda, una sombri­lla japonesa. La mesa escritorio es de las que sostiene una cruz de hierro y des­cansan en patas salomónicas. El sillón—que revela bien la asiduidad del escritor incansable—es de forma romana, y está destrozado, usadísimo, pidiendo á gritos que lo vistan de nuevo. Sobre la mesa, un lozano palmito, pocos libros, y un haz de pruebas del tercer tomo de Ángel Gue­rra, pruebas corregidas, vueltas á co­rregir, cruzadas, listadas, franjeadas, con dibujos de barquitos ó de flores, di­bujos ingenuos, como los que traza la mano del colegial que se distrae un punto de la fatigosa lección. Á los pies de la maltratada poltrona, una manta de Luce- na para envolver las rodillasGaldós es muy friolero, á fuer de africano. —Á la izquierda de la puerta de entrada, un es­tante cargado de libros, y en cuya repisa se confunden cacharros traídos de los viajes, porcelanas y lozas de Stratford- on-Avon y Delft, con fotografías que son recuerdos de amistad. Á la derecha de la puerta, otro mueble, de original forma y gótico estilo: un casillero, mezcla de archivo y librería, que corona bonito florero de Sajonia. Por las paredes hormi­guean dibujos originales de Sala, Mélida, Pellicer, Lizcano y Apeles Mestres: son los que enriquecen la hermosa edición ilustrada de los Episodios nacionales.

Platos artísticos de Caldas da Rainha, y cuadros modernos, firmados por Sala, Fenolleras, Beruete y Lhardy, alegran con notitas de vivo colorido y reflejos de esmalte el fondo de la habitación, que inundan de claridad dos balcones. Detrás del sillón, viste la pared rico pedazo de tela antigua, de armonioso fondo verde con dibujos y realces de oro viejo file­teados con cordoncillo; y más arriba, des­cansando en un cuadro de felpa roja, do­mina el conjunto el gran plato de hierro forjado, esmaltado, repujado y nielado con que obsequiaron al novelista sus pai­sanos, los canarios residentes en Madrid. Quien se asome á los balcones que alum­bran la estancia, verá que no caen á la plaza de Colón, sino que registran deta­lladamente las caballerizas del nuevo pa­lacio que construye la duquesa Ángela de Medinaceli.

No hay muchos libros en el despacho, sino los justos, los que bastan á un obser­vador tan prendado de la vida callejera como Galdós : obras clásicas en su ma­yor parte, bien encuadernadas, con seña­les de haber sido hojeadas y aun releídas, pero formadas correctamente, y abando­nadas casi siempre por una enciclopedia que se llama la sociedad. Delante de los libros, como para relegarlos á segundo termino, fotografías, no de amigos, sino de chiquillos de amigos; una colección de rapaces de tres á doce, entre los cuales descuella (por el tamaño, digo) el más apasionado admirador y lector asiduo y constante de Galdós: mi hijo Jaime. Nadie ignora que Galdós es aficionadísimo á la gente menuda; que ha sorprendido la in­genua gestación del pensamiento en los niños, y ha creado una galería de encan­tadoras figuras, como el pequeño Miau y el Doctor Centeno, que son de lo más encantador que su pluma produjo. Los re­tratos demuestran que el Dickens español quiere que vengan á él los niños….

Si en el despacho ó estudio propiamen­te dicho todo delata la batalla con las cuartillas, en el gabinetito contiguo, que confina con el dormitorio y abre sobre él una puerta de escape, todo indica los mo­mentos de descanso y vago ensueño que se imponen como intervalos de la labor, del condenado oficio, según Galdós suele decir entre broma y veras.

Amplio diván convida á la perezosa siesta, ó á la lectura, no menos desmayada y regalona, de algún dulce librejo familiar, de esos que gustan siempre, y ya, por conocidos, no nos despabilan lo bastante para evitar que al cuarto de hora se entornen los párpados. El piano, discre­tamente recatado en una esquina, prome­te otro género de sedación intelectual, el opio suave de unas cuantas páginas de Beethoven, interpretadas sin pretensio­nes de brillantez (¡Dios nos libre!). La luz de la ventana la intercepta y filtra un transparente raro, especie de cortina rumorosa, formada por cinturas ó tapa­rrabos de moros de Joló; unos como toneletes de flecos de paja ligera. Armas también joloanas adornan las paredes, y á la derecha de la puerta, un estantillo contiene la colección minúscula de Walter Scott, que regalaron á Galdós sus ad­miradores en la memorable fecha del gran banquete que demostró la popularidad del autor del Amigo Manso.

No encierra otras riquezas ni otras pre­ciosidades el estudio de Galdós. Salvo un retazo de tela, no veréis allí el menor de­talle que trascienda á prendería. Muchas veces oí de boca del maestro que no le seducen los trastos apolillados y los san­tos viejos sumidos en un mar de asfalto y tierra de Siena; que prefiere cualquier bocetito moderno. Por cierto que al es­cuchar tal herejía , yo suelo abrir los ojos con asombro sincerísimo, pues tengo viciado el gusto en sentido diametral­mente opuesto, y lo nuevo me desagrada por ser nuevo nada más. Á pesar de su predilección por lo actual, de su poca afición á recorrer esos museitos en minia­tura llamados casas de anticuarios, que tanto abundan en Madrid, noto que Gal­dós vino á darme la razón involuntaria­mente , pues sus muebles imitan vejeces góticas y sus cortinas bordados del Rena­cimiento. Para mis aficiones, falta en el estudio de Galdós un poco de bric á brac, de esas antiguallas encantadoras aunque no sean de primer orden. El mismo Zola ha pagado tributo á las maderas negruz­cas y á las tablas del XV.

Tal cual se encuentra el estudio de nues­tro gran novelista, deja adivinar bien las condiciones de su carácter y de su inge­nio. Cultura sin pedantería, más bien con empeño de aparecer sencilla, burguesa y llana; amor entrañable á la vida real, con un lugar retirado en que se cobijan, sin alardear ni meter bulla, el ensueño y la poesía; la decoración y el mobiliario, no como artículo de lujo, sino como ele­mento de honesto regalo interior, de pací­fica ventura familiar; lectura ligera, nutri­tiva y sana, paladeada á sus horas, no indigestada nunca; y sobre todo,recio tra­bajo, copiosa producción, asiduidad re­gularizada, inspiración sujeta á la voluntad, por decirlo así.

Este interesante rincón va á desapare­cer de la corte española. Galdós, en lo sucesivo, trabajará en Santander y ven­drá á Madrid á observar, distraerse y re­posar de su abrumadora tarea. En Madrid libará, y cargado con su botín, volará á las orillas del Cantábrico á transformarlo en miel. Ya le veo sonreírse cuando lea este párrafo….«¡Yo abeja!…., Abeja, sí, y melificadora como la más pintada. Sólo que las mieles de la realidad les saben á hieles á los bobos.

Deja un comentario