[Libro] Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo, de Benito Pérez Galdós. Texto completo

Galdós escribió Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo para la Revista de España, que fue publicando el artículo en 10 series en 1870. Se trata, en términos absolutos, de unos de sus primeros escritos, contemporáneo de La Fontana de Oro, su primera novela. Este portentoso artículo quedó olvidado en las hemerotecas durante más de 55 años, hasta 1925, 5 años después de la muerte del escritor, cuando volvió a publicarse en forma de libro con algunas modificaciones realizadas por el mismo Galdós y prologada por Alberto Ghiraldo, coordinador de la edición de las Obras Inéditas.

En esta obra en la que Galdós realiza un gran trabajo de investigación sobre la arquitectura de la ciudad de los Concilios, donde va construyendo la historia de la ciudad capa a capa de arquitectura, el autor también nos muestra su «gusto estético» pintando sin pretenderlo o pretendiéndolo, la imagen de la ciudad Imperial, una imagen coincidente con la visión de los viajeros románticos que visitaban Toledo en la segunda mitad del XIX, imagen que sirvió a la historiografía moderna para teorizar el arte nacional, aquel arte que debía ser rescatado y restaurado, aquel arte en el cual los viajeros se sentían identificados al adentrarse en la esencia de España, esa España que se dibujaba y se creaba en la visión que viajeros e intelectuales como Galdós, ofrecieron en sus pinceladas y en sus palabras.

Pero Galdós no solo se queda con esa primera impresión que tiene al llegar a Toledo, impresión no muy buena, por cierto, al ver una ciudad paralizada en el tiempo, lejos de la modernidad de las grandes ciudades como Madrid, Sevilla o Salamanca, localidades con las que la compara; Toledo, por el contrario, es una ciudad en ruinas, imagen que se percibe nada más aproximarte en el tren. Galdós profundiza en la esencia de la ciudad, realiza una «labor de arqueología» y, comienza a destapar esa Toledo de abajo hacia arriba, desde el Tajo, sus primeros asentamientos hasta la Toledo que se vislumbra a la llegada en tren.

Comienza analizando en profundidad la capa de la Toledo visigoda, recorriendo sus restos de edificios visigodos para subir un peldaño más en la Toledo árabe, momento de gran esplendor de la ciudad, si sube un peldaño más llega a la Toledo cristiana en convivencia con la árabe, momento de gran creatividad y desarrollo de las artes en Toledo para comenzar un periodo de decadencia que comienza a partir del renacimiento llegando al barroco donde, siempre según el autor, la ciudad Imperial, al igual que en toda España, desarrolla un arte de «mal gusto» y de arquitectura de ruptura que nada le merece la pena reseñar, como buen romántico.

Este texto sirvió como clasificación de la arquitectura de la ciudad de Toledo por etapas históricas y artísticas, fue una fuente importante para definir y determinar aquellos monumentos más relevantes en la ciudad y que más merecían ser restaurados bajo los criterios de restauración que en el siglo XIX se estaban llevando a cabo.

De enorme valor para cualquier interesado en la conjunción que historia y arte forman en Toledo, Las generaciones atesoran, sin embargo, un interés añadido para los toledanos, pues de sus páginas se desprenden casi línea tras línea términos de un algo poder de evocación, nombres de lugares desaparecidos, camuflados y ocultos por otras construcciones posteriores o simplemente caidos en el desuso popular.

Toledo quizá fue, después de Madrid, la ciudad que mayor impronta dejó en el escritor canario. Aparece en El audaz, su tercera novela, sirve de escenario a varios de los Episodios Nacionales y en ella transcurren los hechos de Ángel Guerra, su novela toledana por excelencia.

En la presente edición digital, hemos decidido ilustrar su artículos con los maravillosos grabados del pintor Gerno Pérez Vilaamil, procedentes de su obra magna, España artística y monumental, publicada en 1842 en París por la casa Veith y Hauser.

Curiosamente, Genaro Pérez de Villaamil aparece varias veces en la obra de Benito Pérez Galdós. Concretamente en tres de los Episodios Nacionales de dos series diferentes: en Narváez, donde comparte escena con el personaje José García Fajardo;12​ y brevemente citado en La estafeta romántica, como acompañante de Fernando Calpena en su viaje a Segovia,13​ y en La Revolución de julio, como pintor de renombre.

LAS GENERACIONES ARTÍSTICAS EN LA CIUDAD DE TOLEDO

I

Cuando se llega en ferrocarril a la que, por una tradición, en cierto modo irrisoria, se llama todavía Ciudad Imperial, no cree el viajero encontrarse a las puertas de la antigua metrópoli española, ni aun a las de un pueblo, clasificado por la administración moderna en la fastuosa categoría de las capitales de provincia. El viajero no ve sino un escarpado risco a la izquierda, un llano a la derecha y enfrente, a lo lejos, algunas casas de mal aspecto y la cúpula de un edificio (el Hospital de Tavera), cuyo exterior no demuestra la importancia y belleza que interiormente tiene. Es preciso avanzar un poco en aquello que los toledanos llaman el paseo de la Rosa, pasar más allá de la corroída estatua del rey Wamba, doblar a la izquierda, siguiendo el camino, y allí ya se presenta repentinamente la grandiosa perspectiva del puente de Alcántara; arriba el Alcázar, puesto como un nido de águilas en lo alto de una montaña inaccesible; a la derecha, y más lejos, en la pendiente que baja a la vega, el Arrabal de Santiago, donde las torres de la puerta nueva de Visagra forman, con el ábside de la vieja parroquia y los ennegrecidos cubos de la muralla, el más pintoresco conjunto; a la izquierda se ven las ruinas del castillo de San Servando; enfrente una confusa aglomeración de edificios antiquísimos y modernos, construidos unos sobre otros en la pendiente del risco; y abajo el río, el padre Tajo, profundo, oscuro, revuelto, precipitado, espumoso, atravesando todo entero y con gran velocidad el gran arco de aquella prodigiosa fábrica que, a la solidez probada en tantos siglos, reúne una extraordinaria belleza.

Al entrar por este sitio en la ciudad olvida el viajero que ha venido en el vehículo de los tiempos modernos. Su aspecto es el de los pueblos muertos, muertos para no renacer jamás, sin más interés que el de los recuerdos, sin esperanza de nueva vida, sin elementos que puedan, desarrollados nuevamente, darle un puesto entre los pueblos de hoy. De aquellos ilustres escombros, destinados a ser vivienda de lagartos y arqueólogos, no puede salir una ciudad moderna, como sucede a sus compañeras en la Historia, Salamanca y Sevilla. No tiene sino el valor de las ruinas, grandes para algunos, acaso o tal vez despreciables para la generalidad.

A esto contribuye en gran parte su peregrina situación. La construyó la estrategia de la Edad Media, y el hombre de hoy no ama esas fortalezas naturales, donde las pasadas generaciones, obligadas por los odios y las discordias de aquellos tiempos, se encastillaron. En la época del derecho y la fraternidad, el hombre prefiere las grandes planicies para vivir y moverse, y sólo llevado de un grande amor a lo antiguo, puede resolverse a trepar por esos vericuetos, a escalar esas murallas, llenas de recuerdos, habitadas por ilustres sombras, es cierto, pero ásperas y fatigosas. Las molestias y el cansancio convierten en prosa pura los más ricos ejemplares de la arqueología.

Al subir al Zocodover por el camino que la municipalidad ha abierto con un supremo esfuerzo para unir a Toledo con el resto del mundo, se puede observar la desmesurada altura que ocupa la ciudad sobre el nivel del Tajo. No considerando las necesidades que el arte de la guerra tenía entonces, no se comprende por qué se columpiaron en aquella altura la mayor parte de los monarcas de España desde Alfonso VI hasta Carlos V. Ni se comprende que tan desapacible sitio fuera en un tiempo residencia de las más fastuosas familias de nuestra aristocracia, emporio de las letras, y teatro donde brillaron todos los esplendores del Renacimiento.

En la plaza, la impresión es más desagradable. Las casas no tienen la suntuosidad moderna ni la fealdad interesante de lo antiguo. Los mezquinos soportales que existen allí, como en todas las ciudades de Castilla, para solaz de los tachueleros, chalanes y carniceros, le dan una triste uniformidad, y el conjunto sería completamente insignificante si por encima de las fementidas casas no apareciera la imponente fachada del Alcázar, ennegrecida por los años. Es preciso subir otra cuesta para poder contemplar toda entera aquella gran masa de piedra, colocada más alta que la ciudad, para dominarlo todo y verlo todo. Los techos de las casas están más bajos que sus cimientos, enclavados en las entrañas de la roca; de su explanada se descubre un paisaje inmenso, limitado por el más amplio horizonte, y tal es la disposición de aquel trono, que el que sube a sus galerías y se asoma a sus balcones, cree tener a toda España postrada a sus pies. Nada es más hermoso que la perspectiva del Alcázar cuando, iluminadas por el sol de la tarde sus oscuras piedras, se ven, perfilados con un ligero reflejo, los bellos adornos de su última fila de ventanas, los heraldos que decoran la puerta y el águila tudesca que abre sus enormes alas de piedra en el rosetón del centro.

Desde aquí se ve: al Norte, la Vega, con los barrios o arrabales de Santiago, Antequeruela y Covachuelas; al Este, el Castillo de San Servando y la agreste y salvaje colina en que está situado. Toda esta parte oriental tiene un aspecto tal, que infunde sorpresa y pavor. Corre a una gran profundidad el río, haciendo un ruido espantoso, sin cañaverales ni malezas, entre peñascos cuya concavidad produce siniestros ecos, batiendo trozos de muralla, vestigios de antiguos puentes, interrumpidos por aceñas y diques, atronador, rabioso, teñido por la tierra que arrastra en su curso, en lo cual algunos viajeros sentimentales suelen ver un emblemático color de sangre. El paisaje que le rodea es de lo más sombrío que se ha ofrecido a las miradas humanas. Es un desierto; pero no el desierto de las grandes llanuras que engaña la vista y adormece el espíritu por su tranquila monotonía; es ese desierto de los anacoretas, lugar escogido por el ascetismo entre los más horribles de la tierra, páramo de asperezas y peñascos, continuamente ensordecido por vientos espantosos, propio para aquelarres y otras asambleas del mismo jaez, lugar de magias y conjuros, de pesadillas místicas y enajenaciones teológicas, escena donde la imaginación se complace en colocar a los misántropos de la religión [1], el mágico prodigioso y el condenado por desconfiado.

Al Oeste de la ciudad, donde no se ve otra cosa que una aglomeración incomprensible de casas con tejados de distintas alturas, en medio de ellas, aparece la Torre de la Catedral, que, como todas las construcciones altas y esbeltas, produce en el espectador una rara ilusión. Parece que no se mantiene muy firme, y que a impulsos de los recios vientos carpetanos se mece suavemente, como una palmera. Enfrente está la pretenciosa cúpula de San Juan Bautista, y en diversos puntos de la ciudad se ven algunas torres muzárabes, miradores de ladrillo, campanarios y enormes paredones sin elegancia ni grandeza, que son el exterior de los vulgares conventos del siglo XVII.

Por los tejados se comprende el dédalo inextricable de las calles amoriscadas, no comparables ni a las de Córdoba. Es fácil distinguir las siete colinas sobre las que se extiende la ciudad, y determinar los distintos barrios, indicados por otros tantos monumentos característicos. Si fuera posible elevarse a mayor altura que la del Alcázar, se abarcaría de un golpe de vista el panorama monumental, y sería fácil metodizar la relación que vamos a hacer. Suponiéndonos con el lector en esa altura imaginaria, veríamos en el centro, situada de Oriente a Occidente, la Catedral, y al costado meridional de ella los barrios de Andaque, San Lucas y de los Tintes; frente a ella, y en el punto más alto de la ciudad, el barrio de San Román, bien indicado por su pintoresca torre. Más allá, y enfrente también de la iglesia mayor, está la Judería, fácil de conocer por su miserable aspecto y por la crestería de San Juan de los Reyes, que está a los bordes de la ciudad por occidente; al costado Norte el Arrabal de Santiago, junto a la muralla, y más al centro el de Santa Justa. Detrás del ábside del templo, el barrio de San Miguel el Alto, determinado por otra torre muzárabe; y junto a éste, el cerro del Espinar del Can y las Carreras de los Cabestreros, próximas al Alcázar.

Pero de una simple contemplación panorámica de la ciudad, no saca el viajero sino una gran confusión de ideas. Ve una multitud de edificios de todos estilos, góticos, árabes y del Renacimiento; de todas clases, religiosos, señoriales y militares; y no acierta a clasificarlos con algún método.

Toledo es una historia de España completa, la historia de la España visigoda, de los cuatro siglos de dominación sarracena en el centro de la Península, del viejo reino de Castilla y León, de la Monarquía vasta fundada por los Reyes Católicos y, por último, de ese gran siglo XVI, que es el siglo español. Todo lo que en España ha vivido en Toledo, ha sido testigo de las más grandes empresas de la Reconquista, y antes vio desarrollarse y corromperse el Imperio de los visigodos. Presenció los mejores tiempos de la dominación sarracena, recibiendo el depósito de cultura que los árabes y los judíos dejaron en la Península. En ella residieron casi todos los reyes castellanos, y tuvo al pueblo y a la nobleza reunidos en Cortes, como antes tuvo al clero y los reyes legislando juntos en sus inmortales Concilios. Al mismo tiempo, la literatura legendaria ha buscado en sus tradiciones caballerescas y religiosas, en los recuerdos de sus santos y de sus héroes, los elementos de sus mejores creaciones. Al entrar allí, vienen a la memoria la Virgen Leocadia, y también Casilda, inmortalizada en la más agradable conseja, lo mismo que aquellos dos excéntricos de la Edad Media de que aún se cuentan tantas cosas, don Alfonso el Sabio
y el Marqués de Villena.

A la memoria de estas figuras se une la de sus ilustres Arzobispos, entre los cuales figura don Rodrigo Jiménez de Rada, compañero y amigo de San Fernando; el ilustre Gil de Albornoz, el Cardenal Mendoza, el gran Cisneros, de imperecedero recuerdo, Tavera, cuya caridad ha quedado consignada en un grandioso monumento; Silíceo, etc.

Tumba del Cardenal Cisneros en Alcalá de Henares

No podemos olvidar que en aquel Zocodover, encrucijada molesta y sucia, se han hablado en mejores días todas las lenguas de Europa, y que en aquella destartalada Judería, hoy reducida a escombros, donde la miseria ha hecho su habitación, se reunieron todas las manufacturas de Oriente y Occidente en los tiempos más florecientes de las artes españolas.

Al mismo tiempo, es imposible separar de la impresión que produce la vista de la Ciudad Imperial, la memoria de los héroes picarescos producidos por las primeras tentativas de la novela española, tan original entonces; ni se olvidan aquellos tipos tan magistralmente dibujados por Tirso de Molina, que copió en sus calles las figuras de los médicos pedantes, de los doctores enfáticos, de los lacayos intrusos y rufianescos, de las mujeres casquivanas y de los galanes tan petulantes como discretos. Pero entre todas las evocaciones novelescas, digámoslo así, que al entrar en aquella ciudad muerta produce, hay una que las oscurece a todas y las domina. Ésta es una impresión individual, tal vez inmotivada; pero no puedo prescindir de ella, y estoy seguro de que a muchos les han venido a la imaginación iguales pensamientos. La imagen que creo encontrar en Toledo al volver de cada esquina y al recorrer las estrechas y medrosas calles de sus barrios más solitarios, es la de la madre Celestina, incomparable bruja y embaucadora in utroque, tan docta en la criminal alquimia de los embustes licenciosos, como conocedora de la sociedad de su tiempo y de las pasiones de todas las edades.

No hallamos en La Celestina ningún dato fijo para suponer que su acción pasa en Toledo; por el contrario, la circunstancia de que desde los miradores de Melibea se goza de la vista de los navíos, indica que la escena pasa en algún puerto de mar o ciudad atravesada por un caudaloso río. Pero esto no importa. Aunque los autores de aquella curiosa obra no señalaron materialmente el sitio de la acción, se conoce bien que el teatro anónimo de tan singulares aventuras es Toledo, centro entonces de la sociedad española. Por lo demás, ¿no están sus calles marcadas aún con el rastro de aquella repugnante bruja? Los barrios de Andaque y San Lucas, ¿no conservan aún los infames garitos de Elicia y Areusa? Y bien claro muestran las casas toledanas, con sus altas tapias, su escasez de ventanas, sus recatadas celosías, su severo aspecto, que Melibea vivía en alguna de ellas, verdaderas cárceles de honestidad que construyeron los padres del siglo XV como fortalezas del honor doméstico.

Y si, abandonando las soledades del pueblo, os internáis en la parte más bulliciosa, recordaréis su antigua Alcaná, centro de comercio de joyas y sederías, donde Cervantes coloca la ingeniosa invención de la compra del manuscrito arábigo, que adquirió por medio real, el cual manuscrito le tradujo después un morisco aljamiado, mediante el pago de dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo.

En resumen: todo lo que aquí ha habido de caballeresco en las costumbres, de noble y ejemplar en la vida, de osado en las empresas, de original y picante en la literatura, de delicado en las artes, ha tenido por teatro esta ciudad, clavada en una peña, combatida siempre por recios y helados vientos, en situación inaccesible, áspera, sombría, oscura, silenciosa, menos cuando tocan, simultáneamente a misa, las campanas de sus cien iglesias; incómoda, inhospitalaria, triste, llena de conventos y palacios que se caen piedra a piedra, ennoblecida por su inmensa Catedral metropolitana; ciudad del recogimiento y la melancolía, cuyo aspecto abate y suspende el ánimo a la vez, como todas las ilustres tumbas, que no por ser suntuosas y magníficas dejan de encerrar un cadáver.

Por eso hemos dicho que era el mejor de los libros. Pero leer ese libro es muy difícil. Se han clasificado los monumentos por categorías, según su mérito artístico o histórico. Mas lo que conviene es establecer una división, adoptando un sistema que llamaremos, si se nos lo permite, de capas arquitectónicas, para expresar las justas posiciones de las distintas épocas que se han sobrepuesto o se han reemplazado unas a otras. Para esto es preciso hacer inducciones dificultosas, restableciendo lo que no existe, con gran peligro de que la imaginación se entregue a sus naturales extravíos. Pero no importa: lejos de evitarlo, emplearemos alternativamente la Historia y la leyenda, imposible de separar, tratándose de cosas viejas. Las antigüedades no pueden hacerse agradables a los ojos de la multitud, si se las estudia con un criterio frío y exactamente razonado. Dejad junto a la inscripción erudita de esas honrosas piedras las que la imaginación lee en ellas, y transmite y perpetúa el pueblo sin usar ninguna clase de caracteres. Así es que no vacilamos en aprovechar para esta reseña de las antigüedades toledanas, tanto las verdades referidas por la Historia como las hermosas mentiras que cuenta la gente de aquel pueblo, señalando sus interesantes escombros.

II

Nadie toma ya en serio las declamaciones de ciertos escritores antiguos que, al escribir la historia del pueblo en que habían nacido, hacían remontar su origen, para hacerlo más ilustre, a la más remota antigüedad. Generalmente buscaban su abolengo en la mitología o en los héroes del antiguo Oriente, prefiriendo siempre a Hércules o a Nabucodonosor. Cronistas hay que atribuyen la fundación de Madrid a Nemrod; y por lo que respecta a Toledo, sus historiadores le dan por padre al rey Tartus; algunos optan por Pirro, y otros atribuyen su fundación a la venida de los griegos por la vía de Inglaterra.

Dejando a un lado toda esta pedantería, propia del siglo XVII, el siglo de las hipérboles y de las cultas tonterías, no pasaremos en nuestra rápida reseña más allá de la dominación romana, la más antigua de las que quedan vestigios.

Poniéndose frente al Hospital de Tavera, se ve a la izquierda una fila de escombros dispuestos en su largo circuito de figura oval. No hay restos de gradería, ni de ninguna construcción sillar, porque, sin duda, después de la destrucción de este edificio, en tiempo de la dominación musulmana, se utilizó la piedra para otras construcciones. No resta sino una fuerte argamasa informe, aunque, por su disposición general, se conoce bien que aquello era un circo, el Circo Máximo de que hablan todos los cronistas de la ciudad.

No lejos de estos se hallan otras ruinas, que es lo que ciertos escritores petulantes [2] llaman la Naumachía, lugar destinado a simulacros navales y otros divertimientos proporcionados por las aguas del Tajo, que entraban allí y se desaguaban con igual presteza, para que navegaran barcas y navíos. Junto a la Naumachía, indican otros escombros el templo de Hércules, y en el inmediato barrio o Arrabal de las Covachuelas, a la derecha del Hospital, se conservan trozos de muralla, que se suponen de un teatro. En estos muros se albergan hoy muchas familias de pobres, que improvisando techos y tabiques en aquellos escondrijos, han convertido en guaridas mezquinas los restos de la suntuosidad romana.

Lo que hay en la Vega indica que allá abajo tenían sus fiestas y esparcimientos; pero habitaban arriba, y el circuito de sus murallas era el comprendido en las siguientes líneas: del Alcázar al Zocodover, de aquí a Santa Fe, de Santa Fe a la puerta de Perpiñán, situada junto al Miradero; de esta puerta a San Nicolás, San Vicente, Santo Domingo de Silos, el antiguo Santo Tomé, Ayuntamiento, calle del Deán, San Miguel el Alto y el Alcázar. En el espacio comprendido entre las líneas que unen los puntos mencionados, vivían los Romanos.

Esta época no entra en nuestra reseña sino como un preámbulo. La primera capa, la primera generación que hemos de examinar, es la visigoda. Para llegar a ella y figurarnos la ciudad como era del siglo V al VIII, es preciso destruir con la imaginación todo lo existente.

El circuito de la ciudad es casi el mismo que tiene hoy. Por un lado, el río la determina bien en su curso invariable; por otro, las murallas construidas por Wamba se señalan perfectamente en la línea que va de la puerta del Sol a la del Cambrón. Dentro de estas líneas, una de agua y otra de piedra, tenéis la ciudad visigoda. Aún no ha venido Tarik con sus huestes invasoras; todavía el río no ha sacado fuera el pecho para anunciar la ruina de aquella sociedad. Veamos ahora si encontramos dentro del círculo indicado alguno de los edificios.

Donde véis la Catedral estaba una basílica latina; donde está el Hospital de Mendoza, la basílica pretoriana de San Pedro y San Pablo; donde está Santa Justa, otra basílica; donde están las ruinas de San Agustín [3], un palacio; donde está Santa Fe, otro palacio; la basílica de Santa Leocadia, donde hoy existe; en el solar de Santa María de Alficén, el final de la cuesta del Carmen Calzado, camino del Puente de Alcántara, otro templo; y, en general, las parroquias llamadas hoy muzárabes, indican los solares de otras tantas iglesias de aquel tiempo.

Para llegar a esta capa es preciso hacer enormes esfuerzos mentales. A ver si llegamos a reconstruir el palacio godo que ocupaba todo el solar donde están hoy la Concepción, Santa Fe y el Hospital de Mendoza. Allí véis, además de esto, una aglomeración de casuchas infectas, muchos corrales habitados por mulas y gallinas, paredones derruidos, trozos de construcción antigua, donde se han arreglado habitaciones harto mezquinas. Destruyamos todo esto, el Hospital de expósitos o de Mendoza, el ábside de Santa Fe, la torre de la Concepción, y quedarán solamente en pie los restos del palacio de Galiana. Pero como este monumento, que se mutiló para formar lo que hemos quitado, se fundó a su vez sobre las ruinas del palacio que buscamos, echémosle también a tierra, destruyamos las obras sucesivas de once siglos, y al fin obtendremos lo que queremos ver. El palacio godo que aparece al fin es una construcción bárbara y pesada, sin tener otra cosa elegante y bella más que las columnas romanas que han utilizado en su construcción. Aún no ha entrado la moda de la ornamentación bizantina; y este palacio es un monumento primitivo, lo mismo que su iglesia, la basílica pretoriana de San Pedro y San Pablo, donde se reúnen varios de los célebres Concilios.

Este palacio no debe ser anterior al siglo VII; tal vez tuvo lugar en él el banquete en que fue asesinado Witerico, a quien arrastraron después por las calles de la ciudad (610). De Sisebuto sí se puede presumir que vivió aquí, lo mismo que Wamba, cuyo nombre va unido a sus ruinas.

Sigamos reconstruyendo la población goda. Pasando de un puente a otro puente, nos encontramos en la parte occidental de la población, donde ya habitan muchos judíos. Sisebuto ha promulgado varias leyes de persecución contra ellos, lo cual no impide que se propaguen y formen el populoso barrio llamado la Judería. El mismo rey ha fundado una iglesia cerca de allí, en la Vega, a poco trecho de la puerta que ha sustituido la moderna del Cambrón. Esta iglesia está consagrada a aquella Virgen de no tocada castidad, Leocadia, joven toledana, martirizada en el siglo IV. En esta iglesia, memorable porque en ella se celebraron varios Concilios, ocurrió un acontecimiento notabilísimo en el año 666, reinando Recesvinto.

Es el caso que el ilustre prelado San Ildefonso había defendido el misterio de la Inmaculada Concepción con singular éxito. Sabida de todos es la recompensa que la Virgen le dio, bajando ella misma en carne mortal, como dicen los teólogos, para ponerle una casulla. Pero Recesvinto quería celebrar la elocuencia del prelado de otro modo un poco más mundano, con una fiesta a la vez civil y religiosa en la basílica de Santa Leocadia, donde estaba enterrada la interesante mártir. Acudió todo el pueblo cristiano, y algunos judíos; porque los edictos habían producido muchos falsos devotos. La iglesia estaba llena, y era, de seguro, más capaz que la actual. La mujer (santera) que hoy la enseña, dice refiriendo el suceso, que allí cabía toda la gente toledana, lo cual parece muy hiperbólico, con perdón sea dicho de aquella respetable dueña.

Pero sigamos nuestra tradición. El Rey y el Santo ocupan sus asientos en el ábside, en cuyo circuito se han sentado varias veces los ilustres padres del Concilio. Mas en lo mejor de la fiesta, se abre el sepulcro de la Santa (la santera dice que la piedra era tan grande, que treinta hombres no la podrían levantar); salió fuera, con asombro y terror de todos, tocó la mano del obispo y dijo: Alfonso: por ti vive mi señora.

Ya la muchacha se tornaba a su sepulcro, cuando al rey y al prelado se les ocurrió que convenía quedara algún testimonio material de tan extraño caso.

Recesvinto sacó su daga y la dio a San Ildefonso, que cortó un pedazo del velo de la Virgen mártir. El pedazo de velo y el cuchillo se enseñan hoy a la atónita devoción de los que visitan la Catedral. Esta es la más vieja tradición que va unida a la basílica de Santa Leocadia. Cuando examinemos en las generaciones árabe y castellana las construcciones que han sustituido a la antigua Iglesia visigoda, veremos otras nuevas e interesantes leyendas, referidas siempre a este sitio, que sin duda debió impresionar vivamente las imaginaciones populares.

Sigamos ahora la línea de las murallas desde la puerta del Cambrón a la del Sol, y aquí encontraremos otro templo igualmente inmortalizado por las consejas: el Cristo de la Luz, que antes de ser mezquita, como hoy la vemos, fue también templo godo, probablemente de la forma latina, que después los muzárabes adoptaron para las sinagogas y las parroquias cristianas.

En tiempo de Atanagildo ocurrió allí un portentoso suceso. Había en la puerta un Cristo, sin duda una de esas bárbaras esculturas de los primeros tiempos, en que tan difícil es reconocer los caracteres de la figura humana. Acertó a pasar por allí un judío petulante y de buen humor y dio una lanzada al Cristo. Pero he aquí que el Cristo de palo empieza a echar por la herida un copioso raudal de sangre; el judío se convierte, y el inaudito caso corre de boca en boca, y, a través de cincuenta generaciones, llega hasta nosotros.

Otra versión existe en la literatura popular. Según ella, dos judíos llamados Sacao y Abisaín, robaron el Cristo y fueron apedreados por el pueblo.

Esta es más verosímil que la que sirve de fundamento al nombre de Cristo de la Luz, con que se designa aquel monumento. Cuentan que, al ser tomada la ciudad por los moros, ardía una lámpara ante un Crucifijo que dentro había, permaneciendo encendida durante los trescientos setenta años de la dominación sarracena.

Volvamos a la parte occidental en busca del segundo palacio godo. Junto a San Juan de los Reyes, y lindando con la margen del río, existen las ruinas del convento de San Agustín. Las crónicas han supuesto allí la residencia de los últimos reyes visigodos; y la tradición, llamando Baño de la Cava al torreón que existe allí cerca, confirma este aserto. Destruyamos lo que resta de vulgares y groseras paredes, y descubriremos allí preciosos trozos de alicatado, que son del palacio hecho por los moros en el solar del antiguo. Eliminemos esta obra sarracena y recompongamos el palacio perteneciente a la capa primera.

Este palacio, residencia de los últimos reyes godos, no es lo mismo que aquel otro donde Wamba vivió durante su reinado de austeras virtudes. Esta es la mansión del sibaritismo y la corruptela, la escena de las crueldades de Witiza y de las crápulas de Rodrigo. Su forma nos es completamente desconocida, aunque por inducción, y suponiéndole construido en el siglo VII, podremos afirmar que la influencia bizantina había llegado ya, y que el lujo de ornamentación policrómata, el oro y los mosaicos, arrancados a edificios romanos, la espléndida decoración y el empleo de metales preciosos y finísimos estucos, le ponían en armonía con el carácter disipado y sensual de sus habitadores. Rodrigo tenía allí, sin duda, el escondrijo de sus funestas voluptuosidades, y sin duda reunió en tan apacible recinto todo lo cómodo, lo rico y lo superfluo que las artes de su época podían suministrarle. Se cuenta que allí encontró Tarik veinticinco coronas de oro cuajadas de perlas, y una multitud de riquísimos objetos, que luego dieron origen a serias contiendas entre los dominadores al tratar de repartírselas.

Un día, desde las ventanas de su morada vio Rodrigo una doncella que se bañaba en el río; y a esta aventura, que la Historia no ha podido investigar bien, va unida la pérdida de España.


    Sentadas a la redonda,
    la Cava a todas les dijo,
    que se midieran los brazos
    con un listón amarillo.
    Midiéronse las doncellas;
    la Cava lo mismo hizo,
    y en blancura y lo demás
    grandes ventajas les hizo.
    Pensó la Cava estar sola;
    pero la ventura quiso
    que por una celosía
    mirase el Rey Don Rodrigo.

El resto de la historia es bien conocido, con la problemática traición del conde don Julián. Respecto a lo que hay de particular y doméstico en estos hechos, y en los amores de Rodrigo, inmortalizados por Fray Luis de León, la Historia no ha hecho mucha luz. Pero le basta conocer bien la triste evidencia del Guadalete, donde Rodrigo se presentó, como todos los reyes petulantes y corrompidos, haciendo alarde de un lujo que hubiera avergonzado a Wamba.

Entretanto, no salgamos de nuestra ciudad. Un día, el Domingo de Ramos del año 712, todo el pueblo baja a la Vega a celebrar la fiesta de la basílica de Santa Leocadia. Tarik sorprende a Toledo; y los judíos, cuyo resentimiento hacia los cristianos españoles aumenta cada día, le abren las puertas de la ciudad. Los toledanos son sorprendidos, y un gran número de ellos perece en la basílica, inmolados por la saña de los invasores. Así se cuenta en antiquísimos libros, aunque la crítica juiciosa supone que Toledo se rindió después de un dilatado asedio, no siendo posible aquella sorpresa de teatro, referida con tanta candidez por los cronistas.

III

Ya España es árabe, excepto en el pequeño rincón de Asturias. Ahora comienza en Toledo la segunda generación artística, la segunda capa. Para comprenderla bien, hagamos lo que hicieron los moros: derribarlo todo, templos, palacios, murallas. Los vastos edificios de Wamba y Rodrigo son abatidos para dejar el sitio a otros nuevos, y las basílicas son reformadas o construidas de nueva planta; las casas se disponen en apiñada confusión, las calles toman esa forma tortuosa que tanto caracteriza el modo de vivir de los árabes, y, por lo general, aumenta la suntuosidad, especialmente en los interiores.

Los cristianos, que permanecen en la ciudad bajo el yugo de los invasores, pueden ejercer su culto; y conservan seis iglesias, que aún llevan el nombre que ellos les daban, muzárabes. Entretanto, la mezquita (antigua basílica) se adorna con la decoración oriental, resultado de lo que los dominadores han aprendido en Persia, y lo que han visto en Bizancio.

En el siglo X tenemos toda la ciudad completamente nueva. La segunda capa se ha formado por completo, dejando pocos rastros de la primera. Aunque más cercana a nosotros que la antigua, necesitamos, para llegar a ella, hacer las mismas difíciles y peligrosas restauraciones imaginarias. Para llegar al palacio de las Tornerías y al del Temple, es preciso apartar las innobles casuchas que los obstruyen, ocupándolos en parte, tapiándolos, oscureciéndolos, estrechándolos en un laberinto de tapias mugrientas, donde habitan enjambres de mendigos, que se reparten los harapos de aquella púrpura destrozada. Junto a San Miguel el Alto podréis descubrir lo que resta de estos opulentos palacios; allí, de cada salón se han hecho varios tabucos infectos: vénse las columnas empotradas en tabiques de tapicería, arcos sin estuco, admirables trozos de almocárabe cubiertos de todas las suciedades imaginables, frisos cuajados de labor primorosa, que van desmoronándose poco a poco para aumentar el polvo de los patios, donde yace, hecho pedazos, el Corán esculpido, que se cae letra a letra de las paredes.

Pero si de este palacio no nos quedan más que jirones, en cambio podemos examinar completo el famoso Cristo de la Luz, que encontraréis allí, en la parte Norte junto a la Puerta del Sol; iglesia tan insignificante en su parte exterior, que apenas se distingue de las vulgares casas que la rodean. Su aspecto es el de una covacha; y como sitio de oración y de ceremonias religiosas apenas basta para satisfacer la devoción de una familia numerosa. Ya recordaréis la fábula del judío que dio la lanzada al Cristo, y la otra, más inverosímil aún, de cierta luz que ardió trescientos setenta años sin consumirse. Si esto no fuera un disparate físico, se refutaría diciendo que el edificio actual es enteramente sarraceno y construido durante la dominación, siendo, por lo tanto, cosa segura que la antigua iglesia fue derribada por los invasores. Pero no intentemos destruir lo que por fuerzas humanas no puede ser destruido: una tradición legendaria que lleva ocho siglos de depósito en la mente del pueblo.

El Cristo de la Luz es muy pequeño, pero su disposición no tiene nada de sencilla, siendo un exacto testimonio de la influencia bizantina en las primeras construcciones árabes. Descartado el santuario, que es extraño al resto del edificio, tenemos en su planta un cuadrado perfecto. En el centro se elevan cuatro columnas con cuatro arcos, que, en el corte horizontal del edificio, determinan dos cuadrados concéntricos. Este arco y la pequeña bóveda a que da origen es el elemento generador del edificio, como en la grande aljama de Córdoba, en que el mismo arco, multiplicado hasta una proporción enorme, engendra aquella maravillosa combinación que recuerda las multiplicaciones de la óptica. En el Cristo de la Luz no existe el arco suplementario que vemos en la mezquita de Abderramán; pero sí una cosa que se asemeja mucho a aquella rarísima forma.

El edificio puede decirse que consta de dos pisos. Imaginaos cuatro paredes formando un prisma: en el interior ponéis cuatro columnas equidistantes de los ángulos; sobre estas columnas, cuatro arcos; sobre estos arcos, cuatro paredes, y tendremos dos prismas concéntricos unidos por dos arcos en cada ángulo. Resultan doce arcos, los cuatro torales y los ocho de los ángulos; estos arcos determinan, como es fácil comprender, seis naves que se cruzan, determinando a su vez nueve bóvedas. Pero las cuatro paredes del prisma interior tienen unas grandes ventanas que hacen, en la parte superior del prisma, lo que los arcos torales en la parte inferior; es decir, comunicar entre sí los recintos, cubiertos con las nueve bóvedas de que hemos hablado. De éstas, la central se eleva más que las demás, y está transparentada en todos sus lados por ajimeces de herradura. Las cúpulas están cruzadas por aristas y venas, que sirviendo de sostén, indican la poca confianza que en su arte de construir tenían los árabes durante este primer período.

Como vemos, la forma del edificio es distinta de la de todos los templos que conocemos. Predomina aquí la forma cuadrangular y simétrica en sus dos cortes de latitud y longitud, a diferencia de todos los templos clásicos, góticos y latinos, en que la longitud y la latitud afectan disposiciones diferentes, aunque con gran acierto combinadas.

Cuando fue edificado este extraño recinto, que apenas tiene veintidós pies en cuadro, la arquitectura arábiga hacía su primer ensayo, su primera tentativa, no de tanto éxito como la que creó en Córdoba la gran aljama de Occidente. Los árabes mostraron allí los primeros indicios de su originalidad; pero también se echa de ver que no han olvidado las impresiones que trajeron de Oriente.

De la ornamentación no queda nada. El yeso nivelador se ha encargado de tapar las profanidades muslímicas, cuya brillantez voluptuosa ofendía tal vez la recatada severidad de nuestro culto; pero conociendo el famoso mihrab de Córdoba, nos es fácil suponer lo que podía ser aquello, ornado con grecas y resaltos de oro y azul, con mosaicos orientales, y tal vez con jaspes romanos, hermanos de las cuatro columnas que sostienen la fábrica

¡Qué bello debía ser aquel pequeño recinto, dividido en nueve espacios por arcos y ventanas, que transmitían la luz descompuesta y templada por la viveza y la variedad de tan vistosos ornamentos! Aquel interior es una jaula donde la exactitud geométrica, unida a las combinaciones del decorado, formarían un espectáculo de encantadora confusión, semejante a la que nos causan esas figuras lineales con que han adornado sus admirables azulejos. Es un verdadero recinto de encantamiento, un pequeño laberinto desarrollado en las tres dimensiones, algo de rompecabezas, un juguete ingenioso para dar tortura al entendimiento, una sencillísima forma que viene a ser, por la combinación de sus líneas, la más complicada y múltiple.

Sigamos examinando la ciudad secundaria, para lo cual es preciso reconstruir otro gran palacio. Busquémosle en el sitio en que vimos al principio la basílica pretoriense de San Pedro y San Pablo y el Alcázar de Wamba. Las ruinas del edificio árabe que allí existen todavía con el nombre de Palacio de Galiana son de una antigüedad problemática. La crítica de juiciosos arqueólogos le hace datar del tiempo de don Alfonso XI; pero la tradición y la literatura popular, relacionando aquel sitio con una aventura caballeresca, nos obliga a no separar el edificio del cuento. Ambos se conservan en el nombre que llevan aquellos vestigios; y nosotros, seguros de que al separarse de lo que hoy se llama Palacio de Galiana la historia que le da nombre, perdería aquel sitio todo su interés, les conservamos juntos. Vamos al cuento.

Aún pertenecía Toledo al Califato de Córdoba, cuando uno de sus gobernadores, llamado Alfahri, se rebeló contra Abderramán. Este hombre ha quedado en el Romancero con el nombre de Galafre, y de éste era hija la hermosa Galiana, de tan seductora y acabada hermosura, que no se le igualara ninguna otra mujer en la tierra.

Galafre era un moro petulante y vanidoso, aunque bien querido entre árabes y cristianos. Los romances y las crónicas le pintan con ese singular colorido que ha dado la caballería andante a sus figuras de moro, creando un ser híbrido y extraño, en quien e reúne el carácter oriental con algo de mitología, un moro de sainete y de figurón, un poco parecido a los Reyes Magos y al califa Haroun-Al-Raschid.

Galafre amaba tanto a su hija, que le construyó un palacio para que se deleitase, llevando allí todas las maravillas de su tiempo y embelleciéndolo con los más amenos jardines, y con un artificio ingeniosísimo, que llaman el oroloxio, o reloj de agua, mediante el cual, unos estanques, llenándose y vaciándose convenientemente, marcaban el movimiento lunar. De todo esto disfrutaba Galiana, sin dar muestras de mucha alegría. En todas estas viejas historias, archivadas en la memoria de nuestras abuelas, aparece siempre utilizado ese elemento dramático de la princesa hermosa y rica que no está contenta y se muera de melancolía.

Pero el moro quiere que se case a toda costa. Vienen pretendientes de todos los ángulos de la tierra, pero ninguno tiene la suerte de agradar a la princesa del oroloxio. Esto hace sospechar que no es Galafre el único moro que juega en el cuento. El padre, contrariado y ofendido porque su hija desprecia a tanto respetable morazo como ha venido de Trapisonda, del Ganges y de la ínsula Trapobana, está que no cierra el ojo, ocupado en vigilar las entradas y salidas del palacio, a ver si descubre algún amante, o si siente ruido de laúdes o cuchicheo de voces enamoradas. Pero nada descubre. Va de la puerta de Perpiñán a la de Doce Cantos, junto al río, al principio de la calle de Alcántara o del Artificio de Juanelo, se estaciona en el puente de Alcántara, ronda las tapias de la Huerta del Rey, y no encuentra nada. Galiana, evidentemente, no tiene amante conocido.

Entre los muchos moros que han venido a pretenderla hay uno llamado Bradamante, Rey de Guadalajara, de quien dice un antiguo historiador toledano que era un moro feroz, agigantado y valiente. Bradamante está ciegamente enamorado de la hermosa Galiana; pero ésta no le puede ver ni pintado, por más que él, valiéndose de su amistad con Galafre, entra en la casa, la galantea, la persigue, y no le da punto de reposo con sus indiscretas y fastidiosas ternezas.

Pero he aquí que un nuevo personaje se presenta en escena. Es el gran Carlo Magno, el rey de cartón que juega en todos los retablos de figurillas caballerescas. Carlo Magno viene con sus Doce Pares y el arzobispo Turpin a hacer una visita a Galafre el Magnífico, Sultán de Toledo, Emperador de la Carpetana, el cual les aloja en su palacio y les obsequia como quienes son y como quien es. Esta llegada de Carlo Magno sería inoportuna en el cuento, si ahora no se enamorara de Galiana, y Galiana le correspondiera, con gran desazón del Rey de Guadalajara, que no hace otra cosa que jurar y echar ternos, invocando a Alá, a Mahoma y otros falsos dioses.

El francés está amostazado, y daría la mitad de su imperio por poder hacer un picadillo de Bradamante. Un día, en la mesa, se traban de palabras, vienen a las manos; Galafre quiere interponerse, llevándose de pasada, y sin querer, un furibundo pasagonzalo. Los dos rivales salen al jardín, riñen, y Carlo Magno mata al otro, le corta la cabeza como si fuera un nabo, y se la presenta a su amante. Siempre dirimen así sus querellas los héroes de cartón en la literatura caballeresca. La Historia dice que la hermosa Galiana recibió el presente muy gustosa, tanto por la valentía de su amante, como por verse libre del que aborrecía. Carlo Magno pidió a Galafre la mano de su hija; ésta se convirtió, casólos el obispo Cixila y los esposos se fueron a Francia.

Esta es la absurda leyenda que da a aquel sitio el nombre de Palacio de Galiana.

No afirmamos que tenga el mismo valor histórico el famoso oroloxio, construido en los jardines de cuya amenidad y frescura dan testimonio los toledanos. En una geografía arábiga del siglo XIV se cita a Toledo como poseedora de cosas raras y notables: una es que el trigo se conserva setenta y más años sin corromperse; otra es el prodigioso reloj de agua.

Según esta geografía y otros libros, construyó el aparato un matemático llamado Azarquiel, imitándolo de otro que vio en Arin, ciudad de la India occidental. Digamos la descripción del geógrafo, que es tan ingeniosa como sencilla:

No bien se dejaba ver la luna nueva, cuando por medio de conductos invisibles, empezaba a correr el agua en los estanques, de tal suerte, que al amanecer de aquel día estaban llenas sus cuatro séptimas partes y que al anochecer había un séptimo justo de agua. De esta manera iba aumentando el agua en los estanques, así de día como de noche, a razón de un séptimo por cada veinticuatro horas, hasta que al fin de la semana se encontraban los estanques a mitad llenos, y en la semana siguiente se veían llenos del todo hasta el punto de rebosar el agua. Venida la catorcena noche del mes, y cuando la luna empezaba a menguar, los estanques se iban vaciando del mismo modo y en la misma progresión que se habían llenado. Cumplidas las veintiuna noches y los veintiún días del mes, ya no quedaba en los estanques más que la mitad del agua, menguando cada día y cada noche hasta cumplirse los veintinueve días del mes, hora en que quedaban de todo punto vacíos.

Este era el oroloxio, aparato que después llamó vivamente la atención de los españoles, y con especialidad de Alfonso VII que, queriendo conocer su misterioso mecanismo, mandó a un judío que lo examinara, y el judío se dio tal maña que lo desbarató, no volviendo a funcionar hasta la fecha.

Por lo demás, de los edificios de Galiana no restan sino algunos arcos, no suficientes para dar idea de su forma primitiva. En la cocina de una de las casas que aprovechando sus paredes se han formado, se ve un precioso arco, que no parece anterior al último período de la arquitectura sarracena. Dudoso es que Alfahri o Galafre edificara este palacio, porque en su efímero reinado apenas tuvo tiempo para defenderse de su legítimo dueño, el califa de Córdoba. Pero la imaginación se complace en colocar en aquellos recintos, hoy húmedos y destrozados, las sombras de Carlo Magno y Bradamante, tan caballero y valeroso aquél, como éste impertinente y petulante.

La época más floreciente para la ciudad durante los trescientos setenta años que estuvo en poder de los moros, es la de Alimaimón, llamado vulgarmente Almamún. A su Corte vino, pidiendo hospitalidad, Alfonso VI, el que después había de conquistarla. Las disensiones a que dio lugar el imprudente testamento de Fernando I encendieron en Castilla y León una guerra que no terminó, como es sabido, sino con el asesinato de don Sancho junto a los muros de Zamora. Alfonso, huyendo de su hermano, se acogió a la Corte de Almamún, y allí le vernos, según el testimonio de todas las crónicas, enlazado con sincera amistad al monarca musulmán.

    En Toledo estaba Alfonso,
    hijo del Rey Don Fernando,
    huido está por el miedo
    del Rey Don Sancho, su hermano.
    Acogióle Alimaimón,
    que Toledo es su reinado.
    Mucho quiere a Don Alfonso:
    de moros es estimado.
 

La amistad del rey toledano y del que después conquistó la ciudad, es cosa cierta. Además, consta que Almamún le dio a Brihuega para que residiera con los que le habían acompañado.

La residencia del príncipe castellano en Toledo ha dado origen a otra leyenda, que explica la causa de ser llamado don Alfonso el de la mano horadada.

Almamún y su huésped visitaron un día las murallas, las fortificaciones, las torres de aquella ciudad, justamente tenida entonces por inexpugnable. Al volver al palacio, Alfonso, rindiéndose a la fatiga, se acuesta. El moro queda departiendo con los suyos sobre la excursión que acaba de hacer. —¡Qué fuerte es Toledo!— decía uno. —Todos los ejércitos del mundo no lo tomarían.— decía otro. —De un modo se puede tomar— exclamó un tercero—, y es cercándola por hambre; porque con siete meses sin trigo, la ciudad se rinde—. En esto advierten que Alfonso duerme muy cerca de allí, y sospechan que, fingiendo el sueño, habrá escuchado toda la conversación y sabrá el modo de ganar a Toledo. En efecto, Alfonso no dormía. Para saber si el príncipe velaba fingiendo, uno de los moros concibe un ingenioso ardid, que consiste en echarle plomo derretido en la mano; y lo dicen muy alto para ver si el cristiano, al oír el martirio que le preparan, rompe el disimulo y manifiesta, protestando contra tal barbaridad, que no dormía. Pero Alfonso no chista, y sólo da un grito y finge un súbito despertar cuando el plomo hirviente taladra su mano. Así les hizo creer que dormía y que no había escuchado la peligrosa conversación, pues los moros tenían resuelto matarle si adquirían la certidumbre de que había oído la amenaza.

Así lo cuenta un viejo romance. Pero, ¿será preciso advertir que el calificativo de el de la mano horadada se dio a don Alfonso para expresar sus larguezas y prodigalidad, para indicar que era lo que llamamos hoy un manirroto.

Retrocediendo un poco, hagamos, en compañía del rey moro y su ilustre huésped, la visita de esas estupendas murallas y fortísimas puertas.

La primera que hemos de ver es la Puerta del Sol, que hoy puede ser apreciada en toda su belleza gracias a una inteligente restauración. Este monumento indica una tentativa de los artistas árabes para llegar al completo dominio del estilo que les es peculiar. En esta puerta aparecen, aunque tímidamente aún y sin la soltura y belleza que más tarde les dio el más brillante desarrollo, los arcos entrelazados y los arcos quinquefoliados, que después aparecen con una profusión exuberante en las construcciones andaluzas. A pesar de que la puerta es bastante maciza, indicando una gran solidez, la ingeniosa aplicación de un arco simulado sobre el de la entrada le da singular esbeltez y ligereza. Sus barbacanas, balcones y troneras son más propios de un palacio que de una fortaleza lo cual hace creer que fue restaurada o construida de nueva planta después de la conquista, pues sólo la puerta de Visagra, con su sencilla y ruda forma, con su aspecto de construcción puramente útil y de aplicación a la guerra, parece ser la única que se conserva intacta desde los tiempos del reino musulmán.

Bajando a ella podemos recorrer la vasta línea de las murallas, que los árabes encontraron, restaurándolas y haciéndolas más seguras. Partiendo de dicha puerta hacia Occidente, encontrarnos la de Almaguera (entre el Nuncio y la Diputación), hoy tapiada. Entre ésta y la del Sol corre un trozo de muralla llamado Azor (frente al callejón del Azor), que guarnece la parte más alta de la ciudad. Más allá de la Almaguera está el torreón de Los Abades, junto al cual estuvo la puerta a la que ha sustituido la actual del Cambrón; más allá, el torreón llamado el baño de la Cava y el puente de San Martín. Siguiendo la orilla del río, fortificada entonces también, hallamos la puerta de Los Hierros o de Abadaquín, en el barrio de los Tintes, y más allá, por bajo del Alcázar, la puerta de Doce Cantos. No lejos de ésta, la famosa puerta de Alcántara, construida entonces más hacia el Sur. Desde aquí se desvía del Tajo la línea de fortificaciones, que se dirige de Oriente a Occidente hasta debajo del Miradero, donde está la puerta de Perpiñán, y de aquí describe un ancho círculo para ir a unirse a la puerta de Visagra, de donde partimos.

Dentro de este vasto recinto encontráis las calles absurdas, las casas sombrías en que se ha querido, por una especie de hipocresía, disimular la suntuosidad y el lujo del interior con la sencillez y severidad de las fachadas. En esta aglomeración confusa de casas se destacan las altas paredes de algunos palacios, y las torres de muchas mezquitas, que no hay que confundir con estas torres muzárabes que hoy vemos y son obra de otra generación. Las iglesias latinas son aún de más humilde aspecto que las de los árabes, y únicamente Santa Leocadia, sola en la dilatada Vega, en el centro de un melancólico paisaje que tiene por fondo los cigarrales y por adorno el río, menos lóbrego y terrible allí que en la parte oriental, ofrece algún encanto a la vista, produciendo en el espíritu una sensación de agradable paz y dulce tristeza.

En el recinto de la ciudad que, entonces como hoy, tiene la apariencia de una colmena, bulle y se agita un pueblo que a su paso por esta tierra nos dejó muestras admirables de su elevado espíritu. Apenas le han permitido entregarse a las contemplaciones propias de su exaltado temperamento las continuas luchas de sus reyezuelos y corrompidos
Walis. Parece, según se agita, que no se siente dueño de la tierra que pisa, ni de aquel laberinto de habitaciones y callejuelas que ha formado como para ocultarse a sus propias miradas. Desde que estuvo allí el de la mano horadada, un presentimiento terrible se ha apoderado de la mente del pueblo agareno, que oye siempre de boca de sus alfaquíes los más siniestros augurios respecto a la hospitalidad de aquel joven fugitivo, que antes era príncipe perseguido y ahora rey de Castilla y de León, después del famoso juramento de Santa Gadea.

Los árabes han oído contar maravillas de aquel pequeño reino de Asturias, fundado por un visigodo. Saben que ese pequeño reino se ha ido ensanchando poco a poco en tres siglos de lucha; que ya abarca la tierra de León y la de Castilla; que ha pasado el Duero; que viene con sus ejércitos de héroes y sus cruces invasoras. Los musulmanes sienten mermado cada día el suelo que pisan, y a todas horas, en los corrillos del Zocodover y en las encrucijadas de la Alcaná, oyen contar las empresas fabulosas de un joven a quien llaman el Cid, ya vencedor en Montes de Oca.

Allí vive también otro pueblo que oculta sus lágrimas en la oscuridad de Santa María del Alficén y en la modesta nave de Santa Justa. Este pueblo, llamado muzárabe, siente en el suelo las pisadas de los caballos castellanos que ya rodean el Pisuerga, pasan el Guadarrama y se extienden por la gran cuenca del Tajo, hasta que en un día de mayo del año 1085, todos los habitantes de Toledo, cristianos y muslines, están en la muralla de Occidente, en la muralla del Azor y en todo el espacio que media entre la puerta del Sol y la puerta de los Abades, donde hoy está la del Cambrón. Están mudos de ansiedad y sobresalto: se entienden sólo con mirarse, y señalan la línea del horizonte, donde se ve algo que espanta. Es que allá, a lo lejos, brillan las armaduras de los Astures y Leoneses, y se eleva en el horizonte, formando la más siniestra nube, el polvo que levantan los caballos del gran Alfonso VI.

IV

El 25 de aquel mes entró el rey cristiano en Toledo con todo su ejército por la puerta vieja de Visagra. Suben la cuesta que conduce a lo alto de la ciudad, y al llegar frente al
Cristo de la Luz, el caballo del Cid, el famoso Babieca, se para y se arrodilla. No hay fuerzas humanas que le hagan pasar de allí.

Todos se asombran, y advirtiendo que hay allí una iglesia, el Rey manda que se detenga la comitiva y que se diga allí la primera misa. Así se hace, y queda la iglesia consagrada. El Rey, en memoria del suceso, cuelga su escudo en la clave del arco del santuario, donde está todavía. Ya Toledo es cristiana y castellana; Jahye, su último Rey, se ha refugiado en Valencia. La dominación musulmana ha recibido un golpe de muerte porque ha perdido la llave de la comarca Carpetana y la plaza más importante del centro de la Península. Con este resonante suceso, la total expulsión de los árabes no hubiera tardado tres siglos más si los turbulentos reinados de don Pedro, de don Juan II, y de Enrique IV, no hubieran quebrantado las fuerzas de la Nación.

En el orden político, todo ha cambiado. Pero en las costumbres, la transformación no es muy grande, porque los dos pueblos siguen hermanados por algún tiempo, prolongando hasta las épocas de la intolerancia, aquella coexistencia de muzárabes y sarracenos, que caracteriza los cuatro siglos del Imperio musulmán en Toledo. El arte árabe sigue después de 1085 su natural desarrollo, como si aún continuaran las medias lunas tremoladas sobre la augusta ciudad, y en los siglos XII y XIII, produce en ella, como en Granada y Sevilla, sus más bellas obras.

De modo que, para el arte, el período secundario de los monumentos de Toledo, lejos de concluir con la victoria de Alfonso, principia a completarse entonces y a tomar el carácter propio, que le lleva después a su más glorioso apogeo.

Veamos ahora lo que hizo aquí ese buen rey de la mano horadada. Alfonso VI era un leal caballero. Educado en la desgracia, fortalecido con la experiencia que en las disensiones de su familia había adquirido, sacó también de su amistad con Almamún muchas nociones de los afectos humanos, y no echó en saco roto la lección de lealtad que le dio el Cid sobre el cerrojo de Santa Gadea. Su natural bondad y el conocimiento de las cosas de la vida le indujeron a ser tolerante con los vencidos; así es que siempre estuvo dispuesto a acatar las estipulaciones que se hicieron al ser entregada la ciudad. Según éstas, los cristianos quedarían celebrando el culto metropolitano de Santa María de Alficén, y la mezquita quedaría en poder de los moros para que se celebraran en ella su culto. Al rey le dieron los
Palacios de Galiana, la Huerta del Rey, las puertas, murallas y fortalezas de la ciudad.

Negocios urgentes llamaron a Alfonso a León y dejó encargado el gobierno de Toledo a su esposa doña Constanza y al arzobispo recién nombrado, don Bernardo, monje cluniense que había venido de Francia a España para reformar la Orden, y era anteriormente abad de Sahagún.

Cuando se vieron solos la reina y el prelado, cayeron en la cuenta de que era afrentoso que los moros tuvieran la principal iglesia de la ciudad y practicaran en ella su culto, con escándalo de los dominadores cristianos. No se pararon en que el rey había dado su palabra formal de hacer cumplir las estipulaciones; y las promesas de Alfonso eran sagradas. Pero la reina, aunque mujer fuerte, era blandísima devota, y el abad, aunque de recto corazón, era intransigente y duro. Ambos se escandalizaron y resolvieron quebrantar el juramento del rey.

Oigamos cómo refiere su diálogo un antiquísimo romance:

    Don Bernardo, ¿qué hacemos?
    que la conciencia me agrava
    de ver mezquita de moros
    la que fue iglesia santa,
    donde la Reina del Cielo
    solía ser muy honrada.
    Cuando esto oyó el Arzobispo,
    de rodillas se hincaba,
    alzó los ojos al cielo,
    las manos puestas, hablaba:
    —Gracias doy a ]esucristo
    y a su Madre Virgen Santa,
    que salís, Reina, al camino
    de lo que yo deseaba.
    Quitémosela a los moros
    antes hoy que no mañana;
    no dejéis el bien eterno
    por la temporal palabra.

Dicho y hecho. Una noche convocaron al pueblo; el ejército se apoderó de la mezquita; echaron a los moros, pusieron altares y en la torre una campana para tocar a misa.

Los árabes, viéndose heridos en su orgullo y ofendida su piedad, se alarmaron de tal modo, que su actitud causó gran susto a todo el pueblo en aquellos días. Gritaban y recorrían armados las calles, pidiendo justicia; amenazaban, increpaban a don Bernardo y, por fin, se resolvieron a mandar un emisario a don Alfonso, que a la sazón estaba en Sahagún. Este, al ver violada la estipulación que había jurado cumplir, se enfureció de tal modo, que la crónica dice al referirlo:

E tan rabiosamente vino, que en tres días llegó de Sant-Fagund a Toledo e era su voluntad poner fuego a la reina y al electo don Bernardo, porque quebrantaron la su fe e postura.

¡Qué algazara se armó en la ciudad cuando supieron que venía! Todos creen llegada su última hora, porque saben quién es aquel gran caballero y saben lo que es capaz de hacer cuando ve lastimado su decoro. La reina no sabe a qué santo encomendarse; don Bernardo se ablanda y acobarda, y todos se figuran al rey dispuesto a ejecutar al pie de la letra aquello de poner fuego a la reina, y al electo Obispo.

Entre tanto, los árabes, conociendo que el rey trae intención de hacerles justicia, resolvieron ceder, y aconsejados por un alfaquí, hombre ladino, astuto y, sin duda, muy práctico, determinaron dejar que la mezquita continuara en poder de los cristianos. Pero esta resolución fue secreta. Los castellanos, la reina y el prelado, que ignoraban esta resolución, no sabían qué hacer para desenojar al rey, y ordenaron, para salirle al encuentro, una procesión en que desfilaron clérigos, abades, monjes y nobles; la reina, compungida, y el cluniense, corrido y en extremo temeroso.

El Rey, luego que vio las dos embajadas de castellanos y moros, se decide por éstos, y les dice que fará una venganza que será para siempre sonada en todo el mundo.

Arrodíllanse los culpables, y entonces el alfaquí se adelanta, toma la palabra y pronuncia el más pomposo discurso conciliatorio que jamás ha arreglado contienda humana. Los moros, satisfechos con la actitud de Alfonso, decidido a hacerles completa justicia, consienten en dejar la mezquita a los cristianos. Todos se alegran. Los dominadores se han salido con la suya; pero el enojo del soberano les humilla. Los otros, quedándose sin iglesia, salen, moralmente, mejor librados.

Imposible es pintar la gratitud, la admiración, el entusiasmo que excitó a aquel alfaquí, tan prudente como previsor. ¿Sabéis cómo le demostró su gratitud la posteridad, que supo guardar con veneración la memoria de tan gran servicio? Erigiéndole una estatua en el sitio más honroso de la catedral, levantada después en el santuario donde con el humilde pastor de las Navas acompaña los grandiosos sarcófagos de los reyes viejos. En este original ex voto, hay una sencillez encantadora, que pinta mejor que nada la pureza de sentimientos de aquella época.

No terminaremos la relación de este suceso sin advertir que el primer acto de intolerancia religiosa, que tanto nos echan en cara los extranjeros, y a veces con razón, fue cometido por dos franceses: por una reina devota y un fraile terco.

Cuando en aquellos mismos días ocurrió la disidencia sobre cuál de los ritos había de usarse en lo sucesivo en la iglesia toledana, mostró de nuevo don Bernardo su gran tenacidad. Sometida la cuestión al juicio de Dios [4], primero en un combate, y después arrojando los dos misales a las llamas, venció el muzárabe; pero don Bernardo quería a toda costa la adopción del romano, y por último, con gran trabajo del Rey y de todos los toledanos, se conservó el antiguo rito godo en las seis parroquias que estuvieron abiertas al culto durante la dominación sarracena.

También se dice del cluniense que quiso ir a las Cruzadas, porque era tan osado o caballero como enérgico prelado, y sólo las súplicas de su clero pudieron hacerle desistir de tal proyecto, guardando toda su bravura para los tiempos en que, atacada Toledo por los almorávides, defendió como un héroe el torreón de los Abades; aunque, según dicen las tradiciones, fue con la cooperación de San Miguel, que se apareció como llovido en aquellos muros. El insigne obispo murió en olor de santidad. Doña Constanza concluyó en Toledo su vida, y allí fue herido en el alma don Alfonso, por la infausta muerte de su hijo más querido, acaecida en Uclés. En su reinado se empezó a construir el Alcázar, se repararon los muros de la línea de tierra, y entonces adquirió nuevo brillo la ciudad ilustre; recibiendo los elementos de su futura prosperidad, al acogerse en ella muchos nobilísimos caballeros, venidos de todas las tierras, descollando entre ellos el progenitor de la casa de los Toledos, don Esteban Illán, a quien suponen oriundo de Grecia y pariente de los Paleólogos.

Sigamos examinando la maravillosa yuxtaposición que formó la segunda capa monumental de la antigua metrópoli.

Ahora vemos aparecer otro de sus más curiosos monumentos, el castillo de San Servando, situado frente al puente de Alcántara, en el cerro opuesto a la ciudad. Alfonso fundó en aquel sitio un monasterio de Cluny, y, ya fuera para defenderse de la ciudad, o para custodia de los pobres monjes, edificó aquella fortaleza, cuyos imponentes muros, despedazados e informes hoy, presentan durante la noche la más espantosa perspectiva.

Pero este castillo de San Servando, vulgarmente llamado de San Cervantes, nació con mala estrella. Su historia es una serie de desgracias; pero, como ciertos veteranos que han asistido a todas las derrotas, considera gloriosos sus más ruidosos desastres.

Apenas concluido, ocurrió la intentona de los almorávides. Estos se dirigen a Toledo y atacan el flamante castillo, despiden a los monjes recién instalados y queman el monte. Desde entonces, los frailes no quisieron más cuentas con fortalezas y se fueron para no volver. Pero San Servando sufrió después otro cerco, y más tarde, otro, hasta que, ocupado por los templarios, pudo detener con éxito las tentativas de la morisma, llegando a ser defensa y principal baluarte de la ciudad.

Volvamos ahora a la parte occidental de la ciudad, donde tienen los israelitas su populoso barrio y su célebre sinagoga, llamada Santa María la Blanca. El hebreo no tiene arte, porque no tiene territorio. Extranjero en todas partes, se ve obligado a adoptar el arte de sus huéspedes, y si deja muchas huellas de su paso en las naciones donde se establece, también recibe muchas de ellas. Así es que la Sinagoga que hicieron en Toledo es un edificio árabe que, en su forma general y en sus accidentes, demuestra la aspiración de aquellos arquitectos a entrar en el pleno dominio del estilo que les es peculiar. Cuando se construyó (probablemente hacia 1100), existían aún las primitivas basílicas de los siete primeros siglos, y las tomaron por modelo en la disposición general del interior. Este templo no tiene ya nada de común con la Aljama cordobesa, ni con el Cristo de la Luz, en que se desarrollan las formas del edificio en un sistema cuadrangular, existiendo una gran simetría entre los cortes de latitud y longitud. Aquí la forma es longitudinal, como en las basílicas latinas; pero ampliada la antigua disposición, por ser ahora de cinco naves en vez de una o tres. Estas naves, engendradas por un simple arco de herradura, se desarrollan en un solo sentido, sin haber aquel cruzamiento que hace de las plantas de los monumentos arábigo-bizantinos una verdadera cuadrícula. El techo completa esta forma, extendiéndose como una pieza por todo lo largo de la nave, sin tener más divisiones que las de su propia contextura.

Treinta gruesas columnas, no ya sacadas de escombros romanos, sino originales y características, sostienen veintiocho arcos repartidos en cuatro series paralelas. Estos arcos son de una sutileza incomparable, porque el espacio que media entre los diámetros de los círculos que los forman, es mucho menor que el grueso de las columnas. De este espacio, en que está la conjunción de los estrados, parten las líneas que engendran en una airosa curva las treinta enjutas, adornadas con un elegante rosetón, y unas labores llenas de gracia y sencillez. Sobre esta arquería corre un entrepaño, dividido en casetones de distinto tamaño, según caen sobre la columna o sobre el arco, y encima del entrepaño se extiende una serie de arcos trebolados de cinco herraduras, que, aunque aparecen hoy sin luz, debieron estar abiertos antiguamente para iluminar la nave. El techo es una primorosa obra de carpintería, primer ensayo de aquel arte tan fastuoso como bello, que después había de crear el techo del Tránsito.

Considerando la sinagoga cuando la injuria de los tiempos y el desdén de los hombres no la habían maltratado, debía ser extraordinariamente espléndido y pintoresco el interior de aquella nave, iluminada por los altos ajimeces, nave resplandeciente y misteriosa a la vez, por el reflejo de sus alharacas y la acertada disposición de todas las líneas, por la uniformidad que en ella reina, siendo, al mismo tiempo, variada y multiforme, sin las complicaciones y confusos laberintos que hacen del último período del arte árabe un sorprendente delirio.

Ocurre comparar este edificio de principios del siglo XII con las construcciones románicas que, extendidas ya por Asturias y León, lo mismo que por Francia y el Rin, comenzaban a apuntar entonces la transición a la ojiva, dando origen al maravilloso arte del siglo XIII. La sinagoga de Toledo es más bella, más ligera, que los edificios románicos, todavía no desposeídos de la pesadez que conservaban de su bárbaro origen. La arquitectura sarracena indicaba a principios de aquel siglo mayor grado de cultura, una perfección más pura de las formas absolutas, más corrección y más ingenio que las obras del Norte, contemporáneas suyas. Para encontrar igual grado de perfección en el estilo ojival, es preciso seguirlo en su desarrollo, hasta mitad del siglo siguiente.

Desde la creación de Santa María, el arte sarraceno entra en el período de su apogeo. Tal era la fuerza de su genio, tal la impresión que sus bellas y originales formas produjeron en la mente del pueblo, que siguió en su desenvolvimiento sin ser afectado por las influencias del Norte, que ya lo habían invadido todo, hasta la misma Italia; se mantuvo con vida propia, a pesar de la implantación en su suelo de la arquitectura ojival; luchó con ésta largo tiempo, sin ser vencido, ni vencerla tampoco; y sólo expiró cuando el Renacimiento vino a destruir, con el empuje de un vándalo y la fuerza propia de las nuevas ideas, todas las obras del romanticismo, lo mismo aquellas de origen meridional y semítico, que las septentrionales y germánicas.

La ciudad comienza a recibir ahora grandes modificaciones. Sus antiguas basílicas van cayendo en todo el siglo duodécimo, como cayó el rito godo; se restauran algunos edificios y se levanta la primera torre muzárabe, la torre de San Román. Los templarios habitan el viejo palacio llamado del Temple, y ocupan el castillo de San Servando.

Llega el siglo XIII, y entonces ocurre un suceso importantísimo en la historia de la ciudad. Un hombre oscuro, un tal Pedro Pérez, cuyo nombre no figura en ningún catálogo de artistas, ha derribado la antigua mezquita, y una vez limpio el solar, ha trazado allí un espacio de 404 pies de largo por 200 de ancho, fundando después los cimientos de ochenta y ocho gruesos pilares. Solemne y grandiosa es la ceremonia de la colocación de la primera piedra. Un joven, un caballero andante, que sueña con oscurecer la fama de sus mayores con la fama de sus hazañas, y conquistar al moro más reinos que el Cid y Alfonso VIII, enardecido al mismo tiempo por el más vehemente sentimiento cristiano; uno de los espíritus más elevados de su época, heredero de las altas dotes de ánimo de su madre, hombre de recto carácter y pecho viril, San Fernando, preside el acto solemne y pone la primera piedra. Bendícela otro hombre ilustre, sabio y generoso a la vez, santo varón al par que hidalgo caballero, don Rodrigo Jiménez de Rada, que lo mismo ha brillado por su valor en las Navas de Tolosa, que por su elocuencia en el Concilio Lateranense, autor de la primera Historia de España y persona de imperecedero recuerdo por su bondad extremada y ejemplares virtudes.

Fernando parte llevado de su generoso ardor a conquistar Jaén, Córdoba y Sevilla; el arzobispo permanece allí para dar impulso a los trabajos de aquella obra colosal. Entre tanto, se ve en las vecinas canteras de Oliguelas un enjambre de trabajadores sacando y cortando piedra. Acá la construcción va alzándose poco a poco, y alrededor de los ochenta pilares se ve apiñada en enormes y complicados cadalsos la muchedumbre de alarifes, maestros, albañiles y aparejadores que trabajan infatigables, con el ardor del que realiza una obra santa, creyéndose instrumentos de Dios, orgullosos de realizar la más grandiosa obra de piedad y de verificar con su arte y su entusiasmo la petrificación de la fe de aquellos tiempos.

El edificio sube, sube ansioso de tocar su remate y cerrarse en sus agudas bóvedas; va extendiéndose y alargando los haces de columnas que han de doblarse después con la docilidad de las hojas de palmera. Pero ¡qué extraño parece este edificio en medio de una ciudad toda arábiga, donde todas las construcciones, desde el más suntuoso palacio hasta la más humilde choza, son de ladrillo, donde todas las formas están modeladas en el estuco y donde la desnudez del material se cubre siempre con las decoraciones policrómatas, con el oro y el mosaico! Los artistas muzárabes se agrupan curiosos junto a los ochenta y ocho pilares que levanta el intruso y desconocido Pedro Pérez. Apenas pueden comprender aquella fabricación de piedra franca, tan sólida, tan maciza, y no adivinan que va a ser la más sutil y más aérea.

Ya hemos dicho que la arquitectura ojival no tenía hasta entonces ningún precedente en el suelo toledano. Allí no se encuentran construcciones románicas, ni nada que pueda ser elemento generador y primera faz de la forma ojival. Ésta vino implantada: trajéronla ya hecha, formada ya y con toda su magnificencia y esplendor. Así es que no podía dejar de ser una planta exótica, allí donde la arquitectura sarracena, impresionando a todos, había echado tan profundas raíces y dominaba sin rival.

Los muzárabes vieron con estupor, en todo aquel siglo, aquella fábrica prodigiosa que subía más y era superior a todos los portentos que sus padres les habían contado de la ciudad de Córdoba. Vieron elevarse aquella multitud de columnas, que parecían no concluir nunca, y cuando, tocando a su fin, llegando, por decirlo así, al período de su madurez, aquellos haces de tallos se abrían esparciéndose para engendrar la bóveda, se llenaron de sorpresa los pobres alarifes al considerar que fuera tan dócil la piedra que hasta podía ser esculpida como el estuco; que los techos se hacían con piedras entrelazadas, contraapoyadas, formando una red de aristas, un armazón semejante a la que ellos hacían con la madera.

Pero, a pesar de esta sorpresa, el arte árabe continuó mucho tiempo sin contaminarse, utilizando sus elementos propios, reducido al círculo que antes tenía. En los pueblos meridionales, y especialmente en el árabe, la costumbre tiene una fuerza invencible. La rutina hizo que aquel especialísimo modo de construir no expirara hasta que el Renacimiento lo invadió todo, verificando la más completa transformación. Mientras esto no sucedió, el arte ojival, a pesar de su superioridad incontestable y del adelanto que representa en la manera de construir, aquel arte prepotente venido de León, Burgos y Oviedo, donde había creado tantas maravillas, no pudo destronar lo que los musulmanes habían dejado en su ciudad favorita, estereotipándolo por la fuerza de su genio en la mente del pueblo.

La Catedral continuó creciendo en todo el siglo XIII; pero aunque el cabildo era rico y disponía de todos los recursos de su época, la obra no pudo ser apreciada en su forma general hasta fines del siglo. Veremos después si la Catedral influyó algo en las obras de los naturales de Toledo o si, en cambio, no pudiendo resistir la influencia local y trabajando en ella los alarifes, se contaminó a su vez. Pero hasta el siglo XIV no pudo la portentosa obra ostentar toda su belleza, porque estas colosales petrificaciones del genio de la Edad Media, estas enormes catedrales, tan generales, tan múltiples, tan complejas, necesitan, como las capas geológicas, siglos enteros de lenta y perpetua elaboración.

V

Muerto Pedro Pérez en 1275, la fábrica continuó dirigida por otros maestros, cuyos nombres se ignoran; y sólo a fines del siglo XIV se sabe que la dirigía Alvar Gómez, predecesor de Egas y Juan Guas, que la dieron por terminada en los mismos años en que el Renacimiento comenzaba a invadirlo todo.

Reinando don Alfonso el Sabio, que había nacido en Toledo y dejó allí recuerdos imperecederos, la ciudad recibe algunas modificaciones. El rey habitó mucho tiempo el Palacio de Galiana, donde, en unión con los rabinos toledanos, compuso el famoso Saber de Astronomía. He aquí convertidos en observatorios aquellos famosos recintos donde estaba el incomprensible oroloxio, sitio que la literatura caballeresca convirtió en retablo de Maese Pedro, para mirar en él las figurillas de Galiana, Carlo Magno y el feroz Bradamonte. El noble destino que la permanencia de don Alfonso le dio, no le ha salvado de llegar a ser uno de los más desapacibles lugares que pueden verse.

¡Cuántas generaciones han habitado en él! Para que fuera más rica su historia, era preciso que el rey melancólico y desventurado llorara allí la ingratitud de su hijo y las congojas que la corona de Alemania le causó.

En este tiempo, la basílica de Santa Leocadia, que conocernos desde hace seis siglos, experimenta una modificación radical. Era la última basílica latina que quedaba; pero al construirla como hoy está, los arquitectos conservaron su forma general primitiva, empleándola también en Santiago del Arrabal, casi coetáneo. Santa Leocadia es edificada de nueva planta, y en esta segunda forma se conserva la disposición antigua, adoptando el ábside circular, que la influencia arábiga decora con tres series de arcos de ladrillo, de un hermoso carácter bizantino. En Toledo abundan mucho estos ábsides, aunque algunos han sido cubiertos de una espesa capa de yeso o bárbaramente mutilados por los arquitectos del siglo pasado, que han dejado en la antigua ciudad huellas harto tristes de su pedantesco dogmatismo.

Ahora, Santa Leocadia nos presenta otra tradición que, comparada con la que anteriormente referimos, nos manifiesta cuánto ha cambiado en seis siglos el sentimiento popular. Aquella, enteramente mística, concuerda bien con el espíritu de los primeros tiempos de la civilización cristiana, cuando, no concluida aún la elaboración de las creencias, aparece continuamente la intervención divina en todos los problemas que se plantean en este bajo mundo; pertenece a la época del milagro, a la época de la formación de esa gran comunidad que se aumenta cada día con miles de adeptos, a quienes sorprende lo bello de la doctrina y los hechos maravillosos que su práctica produce. La segunda tradición es más humana, mejor dicho, puramente humana; porque pertenece a la época en que la gran comunidad está formada, y el hombre, ya tranquilo en lo que concierne a sus relaciones con Dios, se ocupa en arreglar sus asuntos mundanos, en dirimir sus querellas; pertenece a los tiempos de las luchas de los hombres, tiempos determinados por la aparición de un sentimiento que, desde entonces, se apoderó del corazón humano, subyugándolo con extraordinaria fuerza: el sentimiento del honor.

La iglesia citada impresionó siempre las imaginaciones populares. La edad caballeresca no podía menos de referir a aquel sitio algunas de sus leyendas, como la que sirve de explicación a la extraña actitud del Cristo que allí se venera. Cuentan que un caballero dio palabra de matrimonio a una joven toledana. Ella era pobre; él, hidalgo de ejecutoria, y como suele suceder en semejantes casos, los hombres, máxime si son de más elevada cuna que las doncellas, no ponen el mayor cuidado en cumplir juramentos hechos tal vez cuando la mente no tiene serenidad suficiente para medir la gravedad de las palabras. Pero esta vez el galán dio la suya ante el Cristo que en las puertas de la iglesia estaba, y la doncella lo puso por testigo, después de lo cual creyó, sin duda, que la fortaleza de su honor había adquirido el más celoso alcaide. Pasa el tiempo y llega el instante en que es preciso cumplir la promesa. El hombre se resiste; ella no sabe qué partido tomar, porque el único testigo es un Cristo de palo, de quien no es razonable, ni aun en plena Edad Media, esperar una declaración y una firma. Ella, sin embargo, llena de fe y angustia, lleva a su amante en presencia del Cristo, y pregunta a la divina imagen si no es cierto que aquel pérfido novio le dio palabra de casamiento. El Cristo, entonces, baja el brazo derecho en señal de asentamiento. El joven, lleno de estupor y miedo, cumple su palabra y todo queda arreglado. El Cristo conservó inclinado el brazo derecho y hoy llama la atención de todos por esta rara actitud, que no tiene ninguna explicación racional.

El milagro, que es cosa esencial en todas las religiones positivas, aparece con toda su fuerza en las épocas de propaganda, y los libros santos lo usan como principal elemento de convicción. Cuando la propaganda es menor, porque la creencia se ha extendido y tiene pocos infieles que catequizar, vemos el milagro refugiarse en casas más mundanas; y la Edad Media, con sus costumbres rudas, sus groseros errores, su crasa ignorancia científica, su fe y su sencillez, le ofrece ancho campo, le acoge y explota. Entonces se apodera de la literatura caballeresca, que, por su índole especial, necesita un excesivo uso de lo maravilloso: se difunden por Occidente los cuentos orientales, que usan también lo maravilloso, aunque más bien como un recurso apologético, y entonces el mundo se plaga de leyendas en que las divinidades cristianas, mezcladas en profundo maridaje con sus divinidades de origen oriental, tales como magos, sibilas, genios, gigantes, cachidiablos, grifos, parlantes y encantadores, intervienen en los asuntos de los hombres, en sus contiendas, en sus luchas, y especialmente en todos aquellos accidentes a que da lugar una falsa noción del honor.

El milagro hace poco papel en el Renacimiento, iluminado por el buen sentido de la antigüedad languidece después para venir a morir en nuestros días sin probabilidades de volver a preocupar al mundo. La leyenda que hemos referido con su intervención divina, con su Cristo ex machina, es una buena muestra del estado de las creencias en aquella época; en ella vemos sancionado el principio del honor por el testimonio de la Divinidad cristiana; juez inmediato de las contiendas de los hombres, que ya no se contentan con referir a un juicio ulterior los hechos de la vida, sino que traen aquí abajo aquel tribunal augusto a fin de establecer mejor la jurisprudencia del decoro femenino, cuya noción, enaltecida después por todos los poetas, y llevada a un extremo de susceptibilidad exquisita, fue importantísima para la perfección de las costumbres y la honradez de las familias.

Volvamos a la catedral, que ya presenta un extraño fenómeno a la admiración de los muzárabes. Ellos vieron allí, a los ochenta años de comenzada la obra, una cosa rara, inusitada, en la Puerta del Niño Perdido o de la Feria, que es la primera que se construyó; vieron una cosa de que no tenían idea, la escultura aplicada a la arquitectura. Ellos no conocían para la ornamentación de los edificios más que los colores, el mosaico, la pintura y los adornos geométricos en que han hecho tantas maravillas; cuando más, usaban alguna decoración de flores, hojas o conchas aplastadas, de muy rara forma, tomada de los bizantinos; conocían los laberintos de fajas y rayas que a la vista oscilan, moviéndose como el espejismo de un delirio, y usaban también los almocárabes, parodia de los acantos greco-romanos y del antiguo capitel que, abriéndose paso, ha recorrido todas las generaciones monumentales. Cuán grande sería, pues, su sorpresa cuando vieron aquella muchedumbre de figurillas que pusieron los sucesores de Pedro Pérez en la Puerta del Niño Perdido, un pueblo entero de pequeñas estatuas colocadas en las tres ojivas concéntricas, como estaban los bienaventurados en los cielos que inventó la poesía teológica de aquel tiempo. Vieron con estupor aquellas tres series de pequeños tronos, cada uno con su estatua y su doselete, que es como la miniatura de una torre; y estas series, doblándose en la dirección de la ojiva, para abarcar el tímpano, donde otro enjambre de cuerpos humanos, representan allí, colocados en fila, dos de los pasajes más conocidos del Nuevo Testamento. Al mismo tiempo no podían menos de contemplar, con igual sorpresa, la espléndida vegetación que empezaba a desarrollarse en aquellas piedras, dotadas, al parecer, de toda la potencia generadora de la madre tierra: vieron los tréboles, tímidos aún y poco frondosos; las escarolas, aún chatas y poco desarrolladas, y junto a ellas los animalejos inverosímiles que empiezan a criarse en los huecos de todas las flores. Ellos no conocían otra cosa que los bárbaros Cristos y groseras imágenes de la época latina; y esta aparición de la Puerta del Niño Perdido, cuajada de formas diversas, llena de variadas representaciones de la Naturaleza, fue como una luz para los pobres muzárabes que en el arte habían heredado la antipatía iconoclasta de sus mayores.

La influencia del arte cristiano en el arte musulmán es, desde entonces, decisiva. Para encontrarla, veamos la sinagoga del Tránsito, obra del siglo XIV, siglo fatal para Toledo, que vio asesinados gran número de sus hijos, y ensangrentadas sus calles por las horribles luchas de los hijos de Alfonso XI.

Ya sabemos qué punto de la ciudad habitaban los judíos. Allí existen las ruinas más tristes que posee Toledo. Pero entonces estaba allí el gran bazar del Occidente, resplandecía en sus casas el bienestar, la prosperidad y el lujo, lo mismo que en la Alcaná, donde los más opulentos mercaderes llevaban sus artículos, y adonde concurrían de toda España, por ser uno de los principales depósitos. Allí, los tejedores de Segovia y de Cuenca llevaban ricos paños verdes y azules, no igualados por fábrica alguna; los armeros de la ciudad presentaban sus admirables hojas, célebres todavía; los árabes baleares, sus hermosas cerámicas; y los murcianos y andaluces, sus sedas rojas y blancas que, después, con los recamados de oro y la brillante pasamanería, también de origen arábigo, formaban las ricas vestiduras que tanto ennoblecieron la figura humana en aquellos tiempos. A la vez, el Oriente también depositaba en la ciudad las especias, los inciensos, los celemines de perlas, que después vemos adornando, con profusión mundana, los cuellos de la Virgen del Sagrario y de otras por el estilo. De Berbería venía el coral en abundancia; de Venecia, las joyas esmaltadas; del Asia Menor, el ámbar y la mirra; y de más allá del mar, donde está la fabulosa isla Trapobana, el oro y la plata que después, en los talleres de Sevilla y Toledo, formaba los vasos sagrados, las empuñaduras, los marcos de trípticos, los ex votos, los collares, los relicarios y demás objetos preciosos. En la misma ciudad, multitud de artífices labraban esas finísimas cotas, eclipsadas después por las de Milán, los escudos cincelados y todos los objetos que, con el acero domado y hecho más flexible que el papel por las aguas del Tajo, dieron tanta preponderancia a la industria española.

Esas calles, que hoy veis angostas, intransitables, formadas por altas paredes que van a desplomarse sobre el transeúnte, calles donde sorprende encontrar un ser vivo, tristes y silenciosas, llenas de miedo por las noches y aterradas siempre con la sombra del Marqués de Villena, eran entonces de agradable aspecto y sumamente pintorescas. Las sombreaban y daban frescura los toldos tendidos de uno a otro lado, las cortinas que, prendidas en todos los ajimeces, colgaban formando con su variedad de colores una risueña vista. Tiestos de flores había en todas las ventanas; y en las tiendas servían de muestra y adorno esas telas orientales semejantes a los tapices de Persia, que por la profusión combinada de los colores, por su riqueza y maravilla, parecen un lienzo de pared de cualquier sala de la Alhambra. Los abalorios, los flecos hechos con infinitas borlas de seda y trenzas y festones, aparecían en todas partes, porque eran el principal adorno, y fueron de moda muchos siglos, conservándose aún en Andalucía un recuerdo de aquella magnificencia. En otras tiendas, los metales preciosos, la alfarería de lujo, las mallas finísimas, los cueros suavizados y perfumados de Córdoba, los arneses, las lanas rojas y azules, completaban aquel bazar inmenso, sin que faltaran enormes almendradas, predecesoras de los mazapanes de hoy, tortas y panes de especias, frutas secas y licores en pequeñas tiendas portátiles, conocidas desde lejos por el olor del azafrán y de la nuez moscada.

Allí podríais ver los tipos característicos: del árabe, delgado, enjuto, moreno; del judío, grave, hermoso, pálido, con la barba bermeja y partida; del castellano, pequeño, fornido y de mirada inteligente y perspicaz; del aragonés, alto, fuerte, reconcentrado y austero.

Pues bien: los tiempos de la opulencia israelita en Toledo están marcados por la erección de un edificio que es la mejor muestra del lujo que entonces imperaba y de la esplendidez con que se realizaban toda clase de obras. El Tránsito, o San Benito, como hoy se llama, está en un extremo de la Judería, no lejos de Santa María la Blanca y de San Juan de los Reyes, y fue edificado por Samuel Leví, el tesorero de don Pedro el Cruel, un millonario, un banquero semejante a los modernos Rostchild y Percire. Esta sinagoga no se parece en nada a Santa María la Blanca: de más valor arquitectónico, pero inferior por la riqueza de la ornamentación y el lujo con que está decorada. Ya han desaparecido todas las antiguas basílicas latinas, y ya no se emplea aquella singular forma en la construcción de los templos. La arquitectura árabe ha adoptado ya la forma que usa en sus famosos palacios andaluces, la forma de tarbea, es decir, una lonja, un paralelogramo con elevadísimo techo, y cubiertas las paredes con toda clase de labores. Aquí la forma arquitectónica es pobrísima; pero las proporciones de aquel enorme salón son tan buenas, y su decoración tan pomposa, que, de conservar los dorados y los colores, sería de un aspecto encantador. Por lo alto de la pared corre una faja, donde una multitud de columnas de diversos mármoles determinan una serie de ajimeces ricamente labrados y con rejas de lo más ingeniosamente complicado que han hecho los árabes. Bien se conoce aquí la influencia de la escultura cristiana, porque en las archivoltas de los pequeños arcos y en los entrepaños se desarrollan los pámpanos de una vid, y en todos los dibujos se descubren formas vegetales, desfiguradas, sí, pero bastante claras para descubrir su filiación, enteramente gótica. Por todo el friso corre una inscripción, una faja de esos hermosos grabados de oro y azul, que parece haber trazado el dedo vacilante de un brujo; y encima de esta inscripción se extiende el techo, cuajado de riqueza: un artesonado que tiene las incrustaciones de nácar y marfil, como puede tener bordados de oro el traje de un Niño Jesús, un caudal enorme tirado al aire; techo del cual se puede formar idea diciendo que es como las tapas de esos preciosos estuches que hoy se usan, pero con setenta pies de largo por treinta de ancho; una miniatura enorme, la filigrana empleada en dimensiones colosales.

Samuel Leví edificó junto al Tránsito su palacio, en cuyas cuevas guardaba sus inmensos tesoros. Posteriormente lo habitó, según dicen, el Marqués de Villena, y, vacía de sacos de oro, se llenó la casa de redomas, potes y manuscritos.

Allí atesoró el célebre alquimista toda la ciencia de su tiempo, y allí escribió las preciosas obras que la ignorancia y el fanatismo arrancaron a la posteridad y a la crítica moderna, quedando sólo el recuerdo de aquel hombre, ridiculizado por la tradición, en opinión de hechicero y nigromántico. Aún se conserva memoria de él en aquel barrio que parece maldito. Por mucho tiempo estuvieron inhabitados aquellos sitios, porque la gente, impresionada sin duda por el espantable aspecto de las ruinas del palacio, daba en asegurar que a las altas horas de la noche se aparecía, dando zancajos sobre los muros, el Marqués de Villena, rodeado de amarillenta luz y con su séquito de redomas, brujas, papelotes y guarismos.

El reinado de don Pedro el Cruel es aciago para nuestra ciudad. Doña Blanca fue encerrada por primera vez en el Alcázar para ser trasladada después a Medina Sidonia. La población se dividió en bandos, y cuando las tropas de don Enrique fueron sobre la ciudad, unos le abrieron las puertas por el puente de Alcántara y otros se las cerraron por San Martín. Esto produjo una matanza horrible; y como si tantas desventuras no bastaran, viene después don Pedro, y acusando de desafecta a la ciudad, comete en ella las mayores atrocidades, condena a morir degollados a una multitud de nobles, y sus tropas llevan a cabo un saqueo general, que sufren principalmente los judíos y los tenderos de Alcaná.

Pero esta época desastrosa deja allí, además de la opulenta Sinagoga del Tránsito, otros edificios de mucha importancia, como son el palacio de don Diego, construido por don Enrique el Bastardo; y otras habitaciones señoriales de que aún se conservan algunos restos. En general, puede decirse que todos los nobles y personajes acaudalados adoptaron para sus palacios el estilo árabe-toledano, usándolo por todo el siglo XIV y aun en el siglo XV, pues se conservan casas de ese género contemporáneas de San Juan de los Reyes. Lo que hoy se llama es el último resto de un soberbio palacio, que debió ser de algún judío rico o de algún noble castellano. El sistema arquitectónico aquí, como en los célebres palacios andaluces, es el de tarbea, con sus primorosos techos, sus cornisas cuajadas de estalactitas y las paredes cubiertas de un riquísimo tapiz de oro, rojo y azul, que más bien que esculpido parece bordado por la más sutil aguja.

La casa dehesa, el arco del Rey don Pedro, y el Colegio de Santa Catalina son de la misma época y presentan la última evolución de aquel arte tan rico, tan suntuoso, más propio para expresar los encantos y bienestar de la vida, que para servir de intérprete al misticismo y al sentimiento religioso. Por eso prevaleció en los palacios, donde el arte ojival ha sido siempre poco feliz, y no pudo luchar con éste en los edificios religiosos. La arquitectura gótica, implantada en la baja Castilla, tímida al principio, exótica y, por decirlo así, impopular, adquirió a fines del siglo XIV una fuerza extraordinaria, aunque su reinado no fue de larga duración, porque el Renacimiento se apoderó bruscamente de toda España, y en poco tiempo verificó la transformación más completa.

VI

La Catedral va desarrollando poco a poco su inmenso panorama interior, y unas tras otras, las cinco naves van llegando a su límite, agrandándose cada vez más. Las dos de los extremos laterales se cierran primero; las dos que siguen, aspirando a mayor altura, se cierran más tarde; y, por último, la central, que desea sobrepujar a todas, tarda mucho, y sólo a fines del siglo XV ve puestas las claves de sus últimas bóvedas. Las cuatro laterales se unen entre sí, costeando la central por detrás del presbiterio y formando el ábside, donde la construcción gigantesca parece que se enrosca, violentando el corte de todas sus piedras y contrayendo todos sus pilares.

Entre los machones han dejado los arquitectos unos huecos enormes, donde debía existir la pared, y en ellos, después de construido el enrejado de piedra, empieza maese Dolfin a poner sus pedazos de vidrios de colores, que forman figuras de santos, ángeles y querubes.

Los muzárabes quedan mudos de estupor al ver aquel lienzo de pared, abierto a la luz, sustituido por una cosa de fantasía, por un muro imaginario, hecho con todos los colores y con un tejido de reflejos; ven aquellos grandes agujeros, por donde, vestidas de fuego, se asoman tantas figuras de otro mundo, y no pueden comprender cómo no habiendo realmente pared se sostienen las bóvedas y todo el cuerpo del edificio. Pero contemplando el exterior, advierten una cosa que les explica aquel enigma. La arquitectura gótica tiene de peculiar y característico el empleo de fuerzas disimuladas para sostenerla. Quiere afectar en el interior una gran ligereza superior a la que puede obtenerse con todos los esfuerzos de la estereotomía, y reforzando los machones por fuera con la aplicación ingeniosísima de los arcos botareles, puede suprimir, si quiere, el entrepaño, y abrir esas ventanas donde coloca esos hermosos cuadros de luz. Los muzárabes admiraron aquel artificio que no conocían ni de oídas, y los arbotantes les parecían una andamiada permanente, una especie de brazos de piedra que sostenían el edificio.

Se hace después la puerta de Santa Catalina, una de las del claustro, y aquí la escultura es más correcta que la del Niño Perdido. Las flores se destacan más, y las figuras tienen más movimiento y soltura. La vivificación de la piedra se hace lentamente, y los seres que en el siglo anterior eran informes y con cierta expresión de estupidez en las fisonomías, se pulimentan y hermosean, haciendo presentir la escultura del Renacimiento, menos ideal y correcta que la clásica, pero más individual y expresiva. El claustro aparece también entonces con sus cuatro grandes galerías, destinadas al solaz y desahogo de la muchedumbre de clérigos que han de desempeñar los servicios del templo; y en él tienen lugar hechos importantes de nuestra historia, como el ofrecimiento de la corona de Castilla hecho a Don Fernando de Antequera, la renuncia de éste y la proclamación de Don Juan II. Al mismo tiempo que el claustro, se desarrolla también el coro en su parte de sillería. Se colocan aquellos fustes de jaspes hermosísimos, pertenecientes sin duda a la antigua mezquita, y todo el ancho del muro se cubre de aquella extraña escultura tan ruda y prolija. Multitud de animales inverosímiles surgen de la piedra, enroscados en tallos diversos, y en unión con ellos aparecen innumerables santos y representaciones simbólicas, grotescos los unos y expresando en sus toscos semblantes un misticismo alelado que les da no sé qué aire de petrificados habitantes del Limbo; incomprensibles las otras, como las fórmulas de la teología escolástica; y encima de todo esto, asoman sus cuellos y sus alas ciertas figuras que son una monstruosa fusión del ángel y la esfinge, una especie de dragón injerto de sibila, que está allí para expresar no sé qué enigmas, y que atrae siempre la atención del espectador por su misteriosa forma y su actitud, semejante a la de los animales de las gárgolas, que, puestos en lo alto de los machones exteriores, vomitan el agua de la lluvia.

Al mismo tiempo, el altar mayor se va formando, y el decorado de su muro externo, semejante a una maravillosa cristalización, se desarrolla en pocos años. Es un cuerpo de edificio, una miniatura con sus zócalos, su columnaje, sus ventanas, su cornisamento y su crestería. Cada piedra de las que componen el zócalo es un plinto en que descansa una estatua; cada estatua engendra un machón, cada dos machones una ojiva, cada ojiva un par de enjutas llenas de filigrana; sobre la cabeza de cada santo se eleva un doselete que es otra miniatura y que contiene en pequeño todo un sistema arquitectónico; de cada doselete parte una aguja, y por toda la parte superior descuella, semejante a las picas de un ejército, la serie inacabable de puntas y minaretes en que van a resolverse todas las formas del edificio. Los santos aparecen colocados en filas, como se suponen en el cielo las categorías de bienaventurados, todos extáticos y con ese ademán de estulticia e ingenua contemplación que tiene la escultura de entonces. Todos llevan en la mano un signo característico, esa herramienta simbólica que distingue a Pedro de Pablo, a Andrés de Lucas, y sin la cual sería imposible distinguirlos unos de otros; tal es la semejanza y uniformidad de aquel arte rudo y primitivo. Todos tienen sus nimbos de oro, y en sus pedestales se enrosca la misma hiedra, que ha echado raíces en todas las piedras; y en sus doseletes se extienden todas las escrecencias multiformes que hacen de aquella superficie un musgo prodigioso. Por dentro, la elaboración de la capilla mayor es más lenta. Sin embargo, poco después de terminado y esculpido el Apocalipsis exterior, se colocan los sarcófagos de los Reyes Viejos, que no reposan en el suelo, sino que, aspirando sin duda a una ascensión corporal, quisieron, en su vanidad, subir, llevándose el pesado artificio de sus sepulcros; y aparecen encaramados en lo alto de la pared, sostenidos, como el Zancarrón de la Meca, por potencias magnéticas. Les rodean ciertos ángeles, en quienes se ha querido retratar la compunción y la tristeza; los escudos cuelgan a un lado y otro: todos tienen en las manos sus luengas y terribles espadas, y a los pies el león antiguo, esculpido con más formas de perro que de león. Por una exigencia de la perspectiva, el arquitecto puso inclinadas hacia fuera las urnas cinerarias, y parece que las estatuas yacentes van a rodar al suelo con toda su máquina de escudos, coronas y leones. Junto a los nichos de los Reyes Viejos se alzan las estatuas de varios monarcas, y en lugar preferente la de dos hombre humildes, el Alfaquí, de quien hablamos, y el Pastor de las Navas, que guió a Don Alfonso VIII en la batalla famosa. Estas dos estatuas tienen una ingenuidad encantadora: las dos parecen asustadas de verse en tan suntuoso recinto; la rudeza y simplicidad de la escultura ha sido esta vez un admirable medio de expresión, porque ha dado a los dos pobres hombres una actitud embarazosa que los señala entre los demás que adornan aquel sitio.

Llega, por último, un año memorable en la Historia de España, el año 1492, en que los Reyes Católicos toman a Granada y descubre Cristóbal Colón el Nuevo Mundo. Entonces se cierran las últimas bóvedas de la Catedral, y la obra, en su parte arquitectónica, se puede dar por terminada. Faltan las fábricas de las artes auxiliares, que hacen de aquel templo un magnífico museo; faltan las obras de entalle y fundición, los bronces, las pinturas, los retablos, los altares, los vidrios, los vasos y objetos de culto, y para esto se preparan una multitud de artistas que el Renacimiento ha traído e inspirado. Entonces empieza una emulación que maravilla. Vemos que un solo hombre profesa artes tan diversas como la pintura y la estatuaria, sobresaliendo igualmente en las dos; y hay artista, perteneciente a la gran raza de los Benvenutos y Berruguetes, que traza un edificio, lo construye, funde y cincela una verja, talla un púlpito de madera, pinta un retablo, hace vidrios de colores y labra una custodia. Tal era la fuerza de concepción, la fecundidad y el ingenio en una época en que la tradición gótica se había unido al estudio de la antigüedad clásica para producir tantos prodigios.

Al acercarse el siglo XVI, el arte monumental entra en el período de su decadencia. Ensanchada la esfera de los conocimientos, hallándose en gran descrédito la teología escolástica y en visible degradación el misticismo, que tan grandes cosas ha producido en la Edad Media, la sociedad sufre una de las más notables crisis que registran los siglos. El estudio de las humanidades ha difundido una gran luz; las disputas religiosas han quebrantado la fe, y la gran tempestad que ha de venir más tarde sobre la Iglesia se deja sentir con síntomas alarmantes. Por lo demás, el mundo se preocupa menos de las cosas santas; ya no hay moros que combatir, y la antigua fe, que inspiró tantas empresas fabulosas, comienza a decaer. Ocurre que el estado de las cosas de Europa, el ensanche que a la esfera de acción de los hombres ha dado el ilustre genovés hacen que aquéllos se preocupen más de lo que pasa en el mundo. Pronto se ha de formar el gran Imperio austríaco, y la aparición de un poderoso soberano ha de encender continuas guerras. La diplomacia se pone en juego, marchan los ejércitos, se activa la política. Europa está sufriendo una conflagración de ideas y de armas. La teología murió herida por las humanidades; el misticismo murió herido por la filosofía. Perece la literatura legendaria a manos del buen sentido desarrollado por estudios sanos, y así como la caballería cayó cuan larga era con todo su aparato de inverosimilitudes, ante la discreta sátira de Cervantes, huyeron también, se hundieron, fueron quebrantadas y rotas, como las figurillas del retablo de Maese Pedro, todas las ideas y entidades de la Edad Media. El resultado de esta transformación es bien claro en el arte monumental. La arquitectura gótica, que era la expresión de todo aquello, pereció también, acabándose para siempre la gran raza de catedrales que por tres siglos sintetizaron el pensamiento, el saber y los sentimientos de la humanidad. Ya de las entrañas de la tierra no se extraen esas enormes masas de piedras para unirlas y aglomerarlas, formando esos cuerpos gigantescos que asombran por lo complejo de su construcción y el inmenso caudal de fuerza que se supone empleado en ellos. La familia de los grandes templos concluye entonces, y sólo Felipe II, que poseía el dinero de dos mundos y la más firme voluntad de que hay noticia, pudo construir, en pleno siglo XVI, El Escorial.

La arquitectura gótica expira cuando se verifica esa grande evolución de la Humanidad, y expira después de hacer su último esfuerzo en su postrera florescencia, después de dar su más hermoso desarrollo; perece ornada de flores, cubierta con todas sus galas, exuberante, rica, resplandeciente, con un lujo que llega al delirio. El claustro de San Juan de los Reyes, de que después hablaremos, presenta esta última faz de aquel estilo prodigioso, lleno de variedad y armonía como la Naturaleza.

Concluye el dominio de la piedra. Parece que el refinamiento en las costumbres, el mayor grado de la cultura, la erudición que ha invadido hasta el estudio de las artes, no son compatibles con el empleo de aquel material duro y tenaz. La construcción sillar, que tiene algo de ciclópea, no se adapta a la nueva raza de artistas, en los cuales hay algo de afeminación. Además, se quiere hacer mucho y pronto; ninguno se contenta con ser inventor y trazador de una fábrica que no ha de ver concluida. El artista se encariña con su obra, quiere hacerla toda con su propia mano, expresar su pensamiento fácilmente; nacen los talleres, y son abandonadas las canteras; se adoptan materiales menos ingratos que la piedra, y aparecen esas maravillosas artes del Renacimiento, los vasos, la platería, la ferretería, los bronces cincelados y fundidos, la escultura en madera, y como complemento y última expresión del individualismo en el arte del dibujo, adquiere extraordinario vigor la pintura, con su fácil procedimiento, su sencillez y encanto del color, que en poco tiempo la hace tan popular.

El arte ojival, arrojado de la arquitectura, arrojado de la piedra, se refugia en la madera y en las artes de adorno, se ocupa por mucho tiempo en modelar las sillas corales, los facistoles, los retablos, donde hace el último alarde de su fecundidad y riqueza. Llega un tiempo en que sus formas se confunden con las grecorromanas y mutuamente se prestan los dos estilos, aquél, su multiplicidad y su delicadeza; éste, sus proporciones y su gracia. Pero en tanto, ¿qué se ha hecho de aquel pobre arte muzárabe que dejamos allá en los palacios señoriales del siglo XIV, que todavía existe fuerte en su aplicación, con vida propia, creando sus mejores magnificencias, y dueño aún de sí mismo? Viene también a tomar parte en la difusión del Renacimiento. En Toledo, la multitud de artes complementarias, como el entalle, la carpintería de lo blanco, la pintura mural, la fundición de metales preciosos y la ferretería, conservan siempre la influencia muzárabe. En la Catedral han dejado todas estas artes, nacidas del arte monumental de la Edad Media, y al calor de las ideas de Italia, sus mejores obras. Las veremos cuando, siguiendo el desarrollo de los monumentos de la ciudad, hayamos concluido todo lo que en ella se hizo con piedras y ladrillos; cuando, después de asistir al último esfuerzo de la mecánica y de la estereotomía, lleguemos a la época del pincel y el buril.

VII

La puerta de los Leones es quizá el trozo más bello que contiene la Catedral. Muestra de lo que podía crear el arte ojival en el siglo XV, lleva en sí también los gérmenes de aquel excesivo desarrollo que después había de extinguir su genio. La escultura, como la de la puerta del Perdón, es más correcta que en las del Niño Perdido y Santa Catalina; se destacan las figuras de la superficie de la piedra con más soltura; sus miembros se modelan, pierden sus fisonomías aquella expresión de estupidez que antes tenían; los trajes se pliegan con holgura y desembarazo, y, por lo general, hay más variedad en las actitudes. Al mismo tiempo, las hojas se despliegan, las ramas se han desarrollado, los tallos han crecido y enroscado, los capullos son ya flores, se han abierto. A la antigua disposición angulosa y chata de todas las formas, ha sustituido una morbidez y una ondulación que tienen algo de voluptuoso. Esto nos lleva necesariamente a hablar de San Juan de los Reyes, monumento de inestimable mérito, que elevó la piedad de los Reyes Católicos en cumplimiento de un voto hecho por la terminación de la guerra de Portugal. Su claustro tiene fama universal; es quizá el trozo de arquitectura española de que corren más estampas y reproducciones por el extranjero, existiendo como modelo en todas las Escuelas de Francia. En esto hay una especie de reparación, porque los franceses lo mutilaron y destruyeron, dejándolo después de la invasión en el estado en que hoy se encuentra, desmantelado, roto, con todas las figuras sin cabeza y despuntadas todas las hojas del follaje, como si una hoz bárbara y profana hubiera pasado por allí. La iglesia, aunque de gran belleza, es inferior al claustro, obra única en su género, perfecta, si cabe perfección en lo que hacen los hombres. En éste, la aplicación del gótico florido está hecha con el más sano criterio, con la mayor fuerza y unidad; en aquélla hay muchas cosas exóticas, como son algunas formas bien poco disimuladas del arte árabe, puestas al lado de las ojivales, sin transición, sin maridaje, sin ingenio, en fin. La iglesia es suntuosísima y su decoración es de una riqueza y prolijidad maravillosa. En el claustro hay todo esto y mucha más gracia. Nada impresiona más que al entrar en aquellas galerías, de poca extensión, de estrecha perspectiva, pero que contienen, desarrollados en sus arcos y machones, mundos enteros de vida, infinitas formas naturales, puestas con tal método, con tal arte, que, a pesar de su profusión, no parece allí contrariado el precepto de la sobriedad en los adornos. Verdad es que allí estos no son accidentales: constituyen un sistema, es la eflorescencia de la arquitectura, que habiendo apurado ya todas las formas generales y buscando siempre nuevos medios de expresión, cansada —digámoslo así de expresar un vago ideal y una belleza poco determinada, tiende a expresar la naturaleza directa, tiende al realismo, a la imitación, y prepara el período en que, descomponiéndose por un esfuerzo excesivo, salen de ella con nuevo vigor la escultura y la pintura. El famoso claustro indica esa evolución del arte, dirigiéndose a la realidad y al individualismo para dar origen a la buena nueva del Renacimiento. Allí los follajes son tan lozanos, tan vivos, que parece que un sol tropical les ha dado el más exuberante desarrollo.

En estos países meridionales, donde estamos acostumbrados a las reverberaciones de la arquitectura oriental, llena de colores, de oro, luminosa y caliente, como si el sol de Andalucía modelara y encendiera continuamente la portentosa cerámica con que están cubiertas sus paredes, no podemos menos de ver con asombro las construcciones del gótico florido, que, como en San Juan de los Reyes, presentan modificadas las primitivas formas que han traído del Norte, por la influencia local que alcanza a todas las cosas. Parece que aquellos tréboles, aquellas escarolas, aquellos tallos, han sido en su origen chatos, débiles y raquíticos, simples ornatos de la arquitectura, y que después, recibiendo en la serie de los años los rayos del sol de Castilla, se han desarrollado, encontrando un fecundo jugo en las entrañas de la piedra, se han abierto y enroscado cubriéndolo todo, como las hierbas trepadoras que, estimuladas por la humedad y el sol, se extienden ahogando el árbol en que se apoyan. Del seno de estas formas vegetales parece que el mismo calor natural ha hecho salir la muchedumbre de seres animales que no pertenecen a ninguna categoría zoológica; seres inverosímiles, debidos a la generación espontánea que parece residir en la parte fecundísima de la piedra. Estos bichos, que habitan en los cálices de todas las flores, son en cantidad enorme; el espectador les ve asomados en sus grutas de follaje, y diría que al sentir sus pasos van a esconderse, agitando los tréboles sutilísimos que cuelgan aquí y allí. En cuanto a la ejecución de esta obra incomparable, bien se ve que es el último grado de destreza a que puede llegar el artífice humano; todas las figuran animales y vegetales están labradas en hueco; la luz entra y sale por detrás de los objetos, aislándolos y dándoles esa transparencia que tanto caracteriza las paredes del claustro. Todo el recinto es melancólico, tranquilo, y convida a la devoción prudente y sensata. No es un sitio de horror, como los claustros románicos de Cluny y el Císter; es un claustro del siglo XV, un poco mundano ya, bastante apegado a la vida, no tan refractario a la Naturaleza. En el centro crecen unas flores modestas, y el agua de una fuente, cayendo en un pequeño pilón, produce la más grata armonía. Ahí se piensa en las cosas santas; pero se ama la vida, porque el sitio convida al reposo y a la meditación, al mismo tiempo que seduce la vista y adormece los sentidos. De este claustro salió para ser consejero de los Reyes Católicos el Cardenal Cisneros; no hay duda que los padres seráficos que habitaban tan apacible mansión no eran personas de muy arregladas costumbres, porque conocidos son los esfuerzos que para reformar y moralizar la Orden hizo el ilustre vencedor de Orán.

La iglesia no iguala al claustro, a pesar de su belleza. No sé qué hay allí de discordante y anómalo. Es de admirar el crucero, el ábside y las dos elegantes tribunas que hay en los machones del arco toral de la nave. El exterior ofrece una agradable perspectiva por la crestería del crucero, las agujas y los arcos botareles. Pero no es aquello, a pesar de su magnificencia, el puro y genuino monumento ojival, severo y airoso, con todas sus formas resueltas en pirámides agudísimas, con sus machones esculpidos y sus arcadas llenas de figuras. En el exterior de San Juan de los Reyes no estuvo Juan Guas, su inmortal arquitecto, tan feliz como en el claustro; son, sin embargo, muy esbeltas las paredes del ábside, y hacen muy buen efecto las figuras de los heraldos, que, en vez de santos, hay en todos los machones: heraldos que son padres de los que después vemos en la puerta del Alcázar de Carlos V y en la entrada de la capilla de Reyes Nuevos.

Dos particularidades, además de lo que hemos descrito, encuentra hoy el viajero en el célebre monasterio. Una es la puerta que comunica con el claustro y que sustenta una cruz y dos estatuas, que suponen ser retratos de Fernando e Isabel, trazados por la piadosa inventiva del autor de la Virgen y San Juan Evangelista. Otra es la terrible alegoría que, por voluntad expresa de la misma reina, se puso en el comedor de los pobres frailes. Sobre la puerta hay un nicho horizontal y, en él, una figura, esculpida con horrible verdad, que representa un cadáver en estado de putrefacción. La escultura repugna y aterra, porque el color que los años han dado a la piedra contribuye a hacerla más espantosa. Así, los discípulos del Seráfico, cuyo fuerte no era en aquellos tiempos la templanza, tenían siempre ante la vista, mientras comían, la imagen de la muerte con todo el horror de la idea, toda la repugnancia de la forma. Esto, sin embargo, no debió producir mucho efecto, porque Cisneros, ya lo hemos dicho, se vio en grande aprieto para corregir las costumbres de sus cofrades, que eran cada vez peores.

Para dar el último adiós a la arquitectura ojival hemos de volver a la Catedral, donde el retablo mayor nos ofrece su página postrera. Ya ha perdido el reinado de la piedra, y se refugia en la madera, más dócil al cincel, más propia para obedecer los caprichos de aquel arte que ha llegado al delirio y necesita lo más blando, lo más sutil, la cera, para expresar la multitud infinita de sus formas. Donde conocimos los sepulcros de los Reyes Viejos y las estatuas del Alfaquí y el Pastor de las Navas, se construye este retablo, para lo cual fue preciso remover los sarcófagos y ensanchar la capilla; los escultores necesitan un espacio inmenso, de todo el alto y todo el ancho de la nave central, para desarrollar aquel panorama, que es el Nuevo Testamento y el Flos Sanctorum, grabado y pintado. Allí está todo, desde el Nacimiento hasta la Pasión, que ocupa el centro en la parte más elevada, y en todas las columnas que dividen los veinte espacios o casetones del retablo, una muchedumbre, un hormiguero de santos de ambos sexos y de todas categorías. Puede decirse que es un catálogo completo de la iconografía cristiana, un panorama artístico de la religión, porque cuantas personificaciones ha creado el idealismo y la teología están allí expresadas. Veintisiete artistas trabajaron en esta enciclopedia, y sólo con tanta gente y el empeño de Cisneros, cuya resolución se probó en la Biblia Políglota, podía construirse en cuatro años. El material es madera pura, pintada y dorada, lo que llamaban entonces
encarnación y estofado. Las figuras están pintadas con su color natural, anunciando la escultura en madera, que tan bellas obras produjo entonces y que después, por su fácil procedimiento, llenó de mamarrachos a España. La arquitectura ha muerto ya: viendo gastadas y perdidas sus formas, recurre a todos los medios para parecer bella, y se pinta como las viejas. Cesó el imperio de la piedra y empiezan las artes del Renacimiento, y con ellas la pintura, que más tarde lo sintetizará todo, como antes lo sintetizó la arquitectura. El arte ojival, que aún conserva alguna vitalidad después del período terciario o florido, se resuelve en el retablo, que es una transición. Con esas escuálidas figuras y esos
estofados de oro, que crearon un pincel tímido aún y un buril sumamente delicado, acaba el gran arte y aparecen los gérmenes de otro nuevo. Eso es lo que hemos de ver en el siguiente capítulo.

VIII

A principios del siglo XVI, en los años en que Carlos V refrenaba en Castilla las Comunidades y encendía las guerras de Italia, que habían de durar tanto; cuando los primeros conquistadores de América añadían cada mes un nuevo imperio a la Corona de España, volvía de Italia Alonso Berruguete, lleno de ilusiones y cargado de modelos, trayendo en la memoria más formas y más ideas de arte que dibujos en su cartera y vaciados en su cofre. Allá había trabajado con Miguel Ángel, con el cual le unió ese parentesco espiritual que tanto asemeja física y moralmente a hombres nacidos en distintos lugares y de diferentes madres. Berruguete tenía, como el célebre Buonarrotti, la voluntad poderosa, la fecundidad, la concepción del ideal en formas colosales; la grandeza de ideas, la universalidad de conocimientos, la rudeza de carácter, la fuerte constitución corporal y ese entusiasmo exclusivo por su arte, ese amor, llevado al fanatismo, que da un sello viril a todas sus obras y que, difundido a los discípulos, tiene fuerza bastante para crear esa raza de artistas que vieron Italia y España en aquella centuria.

Cuando Berruguete volvió a España, encontró un terreno virgen, un campo sin obstáculos ni estorbos, propio para edificar pronto y bien; encontró mucho entusiasmo, bastante fe religiosa y gran afición a las artes, munificencia y cultura en los soberanos, en los magnates y cabildos, muchos medios de ejecución y mucho dinero. Veremos lo que con esto hizo su extraordinario genio. Verdad es que no encontró los grandes modelos de la antigüedad que entonces servían de norma en Italia y que él estudió con amor; pero, en cambio, halló lo que en Italia no había o se encontraba escasamente en Sicilia, es decir, la variedad infinita de las formas orientales y la original fusión y armonía que de ellas y del dibujo ojival se había formado. Cuando él volvió, el gótico florido dominaba aún con gran fuerza, especialmente en los retablos, que se pintaban aún según la enseñanza que dejó en Andalucía Juan Eych. Querer implantar aquí en toda su pureza el Renacimiento italiano, hijo directo de la antigüedad, con sus formas puras y su repulsión al decorado prolijo que creó y llevó a un extremo de delirio el romanticismo místico de la Edad Media, hubiera sido empresa arriesgada. Las principales poblaciones de España eran refractarias a aquel estilo, que les había de parecer desnudo y pobre. Las ciudades de Andalucía y de la baja Castilla tenían, a causa de la civilización musulmana, costumbres y gustos enteramente orientales, y las del Norte en León, Asturias y tierra de Burgos, se habían encariñado tanto con las creaciones ojivales de la buena época, con los sombríos monasterios románicos, con las viejas abadías y las catedrales del siglo XIII, que no era posible la adopción del nuevo orden, que trascendía a cosa pagana y arte de infieles.

Así es que España, como Francia, no aceptó la grande obra del Renacimiento italiano, sino adaptándola a sus tradiciones, reformándola caprichosamente. Si los muzárabes vieron con estupor elevarse los pilares góticos de la catedral, más extrañeza les causó a los buenos estofadores de retablos ver elevarse los hermosos fustes de la columna corintia, sustentando el arco de medio punto y la triple cornisa, adornada de grecas y relieves. Atenuaba la sorpresa de esta aparición, el ver que los animales fantásticos y la vistosa flora que habían admirado en el claustro de San Juan de los Reyes, tomaba posesión también del orden grecorromano, recién traído de Italia. Pero aún el orden antiguo ha de doblegarse más todavía, sumiso y condescendiente a las exigencias de los alarifes y estofadores: los fustes se adelgazan y estiran abandonando las medidas de Vitrubio; todas las formas se espiritualizan y se da ancho campo y rienda suelta al genio de la escultura, que en Italia se emplea con discreta sobriedad en los monumentos. La escultura decorativa sufre, sin embargo, una transformación realizada por las cosas nuevas que en sus cartones ha traído Berruguete de Roma. En vez de las figuras apocalípticas, imitadas de las viejas gárgolas, se ponen unos dragones alados de singular elegancia; a las esculturas místicas de santos y arcángeles suceden unos hombrecillos con pies de cabra, desvergonzados sátiros, que sacaron allá de las ruinas romanas, y que después lo invaden todo: iglesias, capillas, altares; a las cabeceras del ángel lacrimoso y escuálido, sustituyen unas a modo de cabezas de Medusa o bustos de Antinoo, que ocupan todas las enjutas, y en todas las corsinas y en todas las pilastras aparece el candelabro griego y la jamba ondulante, robusta, cubierta de vastas hojas como un acanto o de escamas como una culebra. Acabáronse las líneas verticales, multiplicadas y reunidas en haces para resolverse después en agudas puntas erizadas de crestería, y ahora dominan las amplias líneas horizontales, que no fatigan la vista; los cornisamentos de los retablos, llenos de picos resplandecientes como cordilleras de oro, caen para dejar el puesto a los áticos, a las balaustradas y a los antepechos. Además, como en aquella época de confusión y de crisis, predominaban las artes que tenían por material la madera, la plata, el marfil, el bronce y los jaspes, el estilo arquitectónico, que ya no tenía grandes monumentos que hacer, afectó naturalmente esa prolijidad que le hizo tan rico y elegante, dándole el germen de que proceden el entalle, la fundición artística, la cerámica, la pintura, el vaciado y todas las maravillosas artes del Renacimiento.

La mejor muestra del nuevo estilo importado por Berruguete es el coro de la Catedral, que hizo en colaboración con Felipe de Borgoña, siendo hoy objeto de mil controversias cuál de los dos sobrepujó al otro. No se ha verificado jamás un certamen tan magnífico, ni vieron nunca las artes lidiar en su palenque a dos tan valientes campeones. Ese coro, de fama imperecedera, ha quedado como muestra del Renacimiento español, que ostentó allí toda su magnificencia. Antes de examinar la sillería alta, que es la obra de Berruguete y de Borgoña, veamos la baja, anterior a la vuelta de Italia de aquel grande genio, obra impregnada aún de goticismo y notable por la ingenua extravagancia de su escultura, que prueba, o un candor nada común en los artistas, o una malicia que no se comprende cómo fue tolerada por los cabildos de aquella época. La historia de las guerras de Granada, que está esculpida en el respaldo de los asientos, es seria y de menos importancia que la escultura decorativa de los sillones y de las escaleras. Los bajorrelieves historiados tienen únicamente la importancia que les dan los muchos datos de indumentaria y de ornamentos que contienen; pero ni los grupos tienen acertada disposición, ni las figuras se distinguen por su altura y elegancia. Lo curioso y verdaderamente notable es la multitud de detalles picarescos que adornan los brazos de las sillas. Con una ingenuidad encantadora, retrataron allí la corrupción de los monacales de aquella época, esculpiendo un fraile con orejas de asno, progenitor sin duda de aquella raza de Gerundios que también satirizó otro fraile en el siglo pasado. Varios monos hacen equilibrios en otro sitio, y en un rincón está el perrero de la Catedral, látigo en mano y serio como un arzobispo. ¿Es esto una burla, o una franqueza humorística, o una candidez de maestre Rodrigo, el escultor de esta pieza? De todos modos aquello es un sainete que hace recordar las escenas picarescas que con intervención de frailes y clérigos retratan la poesía, tan picante como sencilla, de aquel tiempo.

La sillería alta es la gran creación de un arte robusto y sano, verificado por el criterio artístico que falta en obras anteriores; arte que trae la fuerza de las ideas nuevas, y que en su primer ensayo se presenta, desde luego, majestuoso y completo. Se compone de setenta sillas puestas bajo igual número de arcos sotenidos por un columnaje de jaspe que forma un cuerpo de edificio; en el tímpano de cada arco, y sobre la silla, hay una figura tallada en madera, y en cada entrepaño del segundo cuerpo, que corre sobre la cornisa, otra, esculpida en alabastro. Las treinta y cinco sillas del Evangelio son de Borgoña; las treinta y cinco de la Epístola y la central del arzobispo, de Berruguete. Sobresalen en esta obra incomparable las esculturas, que no son ya aquellas agarrotadas y estupefactas que hemos visto en las antiguas estatuas, llenas de timidez y confusión; son las hermosas figuras modeladas por la singular anatomía de Miguel Ángel, según el ideal antiguo. Variedad en las actitudes, amplitud en las formas, soltura y verdad en los ropajes, expresión serena en los semblantes, proporción admirable en los miembros, todas las cualidades de la buena escultura se reúnen en aquel vasto museo, siendo de notar que las obras de Berruguete son más viriles, más robustas, de más atrevida concepción y de más acentuados contornos que las de Borgoña, las cuales tienen, en cambio, más gracia y serenidad. Las del primero son todas hercúleas, según el viril dibujo que le enseñó el de la Capilla Sixtina; las del segundo son más modestas, como creación, pero de más acabada y correcta forma. Bien se echa de ver que Berruguete adoraba el Laocoonte que trajo de Italia, vaciado por él mismo, y de seguro, Borgoña era apasionado del Antinoo.

La transformación que Berruguete determina en España, como arquitecto y como escultor, es bien clara. El arte de construir no creó en mano suya ninguna obra de primer orden. Verdad es que ya no se hacían grandes catedrales, y sólo vemos de esa época puertas, capillas, algún pequeño frontispicio para completar obras superiores; en resumen: la arquitectura de los tiempos de Berruguete y el género llamado plateresco a que dio origen, son esencialmente decorativos. En esto cedió Berruguete al influjo de su época, ocupada en terminar lo antiguo y no deseosa de emprender fábricas nuevas, época dada al lujo, en que empleaba grandes tesoros; los hombres en ella viven más aprisa, porque el mundo está agitado por nuevas ideas, por las guerras y por la política; no tiene paciencia para emprender la erección secular de grandes monumentos. Así es que el célebre artista, que traía en la mente tal vez una basílica de San Pedro o una Capilla Sixtina, no realizó en la arquitectura sus ideales. Aplicó la forma antigua e introdujo los órdenes olvidados, y sus discípulos y sucesores, tomándole por modelo y adoptando su maravillosa escultura, difundieron el estilo que lleva su nombre. Pero si en la arquitectura apenas pudo verificar una verdadera innovación, contentándose simplemente con asociar sus conocimientos de lo antiguo al arte decorativo y pintoresco, cuyas tradiciones, fuertemente arraigadas, no podían desaparecer, en cambio, su influencia fue decisiva en la escultura, que profesó como un gran maestro. Todas las estatuas de Berruguete tienen el encanto de la forma: en las del coro, las figuras, aunque vestidas, revelan a primera vista la ciencia del desnudo que su autor poseía. Todas tienen la nobleza de actitud y la expresión varonil que caracterizan la escultura del Renacimiento en Italia. Parecerían enteramente paganas por la preferencia dada a la elegancia de las formas y por el artificioso plegado de los trajes talares, si no carecieran de aquella serenidad imperturbable y majestuosa del arte griego. Estas figuras son hijas de aquella familia de gigantes que creó Miguel Ángel, criaturas hercúleas, que aparecen siempre en las actitudes más difíciles para el dibujo, con cierta violencia sublime, con una agitación que aterra, contraídas por los esfuerzos de no sé qué gimnasia fantástica.

Una de las bellas obras de Berruguete es el sepulcro del cardenal Tavera, en el Hospital de San Juan. Adoptó la forma gótica en la estatua yacente, remedo del cadáver, expresado con un realismo excesivo. Pero él modificó este sistema haciendo la caja del sepulcro según la manera ideal y simbólica que se usaba en Italia, y puso cuatro alegorías en los extremos, que son cuatro obras maestras. Prescindiendo de la estatua yacente, que es exacta copia del cadáver, como se usaba en las sepulturas ojivales, y está muy bien ejecutada, el mausoleo de Tavera es una obra acabada en su género. En la ornamentación empleó el escultor una porción de elementos que hoy la sana crítica repugnaría, pero que entonces se usaban sin escrúpulo en Italia y en España, por ser lo más bello que se había aprendido de la antigüedad; en el zócalo hay unos centauros y unos camafeos que no tienen nada de cristiano; pero en cambio ¡qué unción y qué sentimiento hay en los ángeles que adornan los medallones laterales, y qué serenidad en las cuatro águilas que también contornean los cuatro ángulos! En todo hay mucho de pagano, contrastando visiblemente la caja con la estatua yacente, de una realidad chocante; pero una cosa y otra están admirablemente ejecutadas.

El grande artista español dejó un estilo decorativo muy característico. Los frisos, las enjutas, las pilastras y los zócalos de todo lo que entonces se hacía, especialmente puertas, retablos y pequeñas construcciones, aparecen engalanados con multitud de formas, que pueden llamarse miniaturas de las que empleó Miguel Ángel en las célebre pechinas de la Capilla Sixtina. La figura humana, dispuesta en grupos de dos, aparece reproducida hasta lo infinito; vénse estos pares, ya sean atletas, ángeles o genios, dispuestos simétricamente a un lado y otro de un candelabro, y se repiten variando la posición de las manos, de las piernas, de los cuerpos, formando singulares juegos que parecen de gimnasia. Así hace gala el artista de sus conocimiento anatómicos, y en su desprecio de toda forma que no es humana, la asocia a la ornamentación vegetal, poniendo hojas que terminan en cabezas de ángel, y a veces flores que tienen por pistilos un par de piernas. Estos cuerpecillos ingeniosos invaden después todas las artes, los bronces, la platería, el entalle, la cerámica, y vemos siempre los pares de atletas retorciéndose en las asas de los vasos, en las estanterías y en los facistoles; el águila es adoptada para los atriles de coro, y las cabezas de guerrero con cascos aparecen perpetuamente en los casetones de los armarios y aun en las tapas incrustadas de los libros. Puede verse una   muestra completa de este género de decoración en la puerta de la Presentación, que comunica la Catedral con su claustro.

Parecerá que ya no queda nada de aquel antiguo arte muzárabe tan original, tan rico y pintoresco. Pues a pesar de las innovaciones, a pesar de la grande escuela desarrollada a principios del siglo XVI, todavía existe; los grandes señores lo usan todavía en sus grandes palacios, y en la misma Catedral, frente a frente al gótico florido y a las primeras aspiraciones del Renacimiento, se atreve a poner sus lacerías y alicatados, desafiando allí, donde es extranjero y exótico, las grandes manifestaciones del arte cristiano y del pagano, que ya llega exigente y poderoso. Sí, poco antes de volver Berruguete de Italia, se construye la sala capitular, donde los alarifes hacen su último esfuerzo. Pero allí han trabajado todos de consuno y se ha verificado una reconciliación. El arco es enteramente árabe; cubre las paredes una ebanistería prodigiosa, de los mejores tiempos de lo plateresco, y el techo es uno de esos artesonados de López Arenas, el autor de La carpintería de lo blanco . Este techo es un tapiz formado con trozos de madera, oro, rojo y azul; un tejido de líneas que proceden de los nácares del Tránsito, pero que son más pintorescas y, si se quiere, más árabes, por la viveza del color y lo complicado y laberíntico de su disposición.

En la mitad del siglo XVI, el desarrollo de las artes del lujo es portentoso. El genio de Berruguete parece como que se inoculó en todos, creando otros tan universales como él. Entonces la necesidad de decorar y el afán de ostentar las magnificencias por todas partes, estimuló a los fabricantes de bronces, a los entalladores y a los plateros; las catedrales rivalizaban en lujo artístico y querían eclipsarse unas a otras. Al mismo tiempo, vemos confundidas las profesiones y practicadas por un mismo artista no sólo las tres nobles artes, sino todas las que le sirven de complemento y ornato. Sin salir del coro y de la capilla mayor de la Catedral, podremos ver el más completo museo de lo que aquella época produjo, siendo aquél un palenque donde las obras de los más célebres ingenios parece que quieren confundirse y oscurecerse unas a otras.

Lo que Berruguete hizo en la madera, lo hizo Francisco Villalpando en el bronce, y así como aquél trabajó en competencia con Borgoña, éste tuvo por rival a Domingo de Céspedes. Pero en éstos no es tan difícil asignar la palma de la victoria. La reja de Villalpando es muy superior a la de su competidor. En una y otra, especialmente en la de la capilla mayor, que es la principal y del primero, tiene la escultura un importante papel, y asombra que en material tan duro pudiera el cincel más tenaz labrar tantas maravillas. El gusto plateresco y la decoración introducida por Berruguete dominan allí, siendo de notar las soberbias cariátides doradas del segundo cuerpo, hijas legítimas de las griegas. Pero todo lo pagano que allí puede haber está redimido por el enorme Cristo dorado que remata la verja, el cual resplandece allá arriba como una aparición, y por un extraño efecto de óptica parece que se refleja en medio del espacio, produciendo una ilusión luminosa aquel otro Cristo colosal que termina el retablo mayor. Los púlpitos y la reja del coro (obra de Céspedes), lo mismo que las hojas de la puerta de los Leones, los atriles, el facistol y el pequeño altar de prima y todos los accesorios del culto que hay en el centro del templo, son prodigios de riqueza, de lujo, de arte exquisito y primorosa ejecución. Productos todos de imaginaciones meridionales, llevan en sus infinitos detalles el sello de una inagotable inventiva; revelan un refinamiento de costumbres y una cultura que no nos presenta el arte de otras épocas más adelantadas; y casi puede decirse que la índole de su estilo les hace más propios de los palacios de los reyes que de aquel sitio, donde la humildad debe tener su asiento y debe la modestia haber hecho su habitación. ¿Qué impresión produce el coro de la Catedral de Toledo? ¿Sumerge el alma en la meditación, incita al recogimiento y a esa suave melancolía que despiertan las cosas santas? No, porque es un alarde del lujo más deslumbrador, es el mejor producto de un arte, no austero y recogido, como el de la Edad Media, sino magnífico, risueño, espléndido y feliz. La multitud de figuras modeladas en un alabastro pastoso y más suave que el mármol de Paros, o talladas en una madera delicadísima y fina, que el tiempo ha bruñido, dándole una suavidad y un tono sumamente agradables; las formas esbeltas, paganas, esencialmente plásticas, de la escultura de Berruguete y de Borgoña; las enfáticas águilas que sostienen los libros de coro; la elegancia sui géneris de las columnas de jaspe y de aquel vasto cuerpo arquitectónico, de un colorido enteramente florentino; las piezas cinceladas de la reja; y, por último, los desvergonzados monos que hacen cabriolas en las sillas de los racioneros, dan a este recinto un carácter mundano y regio a la vez, que respira todo el sibaritismo de las antiguas corporaciones capitulares, pero nada de la santa unción y el grave recogimiento que el lugar requiere. Pero así andaba la religión y el arte en el Renacimiento. El arte, desarrollado en la Edad Media por la protección de la Iglesia, siguió todas las fases de la organización interior de ésta y de todas las crisis por que iba pasando. Fue ascético y grave cuando ésta lo fue; sutil y atrevido cuando ésta lo fue; tuvo severidad y tristeza en tiempo de las antiguas abadías; simbolismo y erudición en la edad de las controversias y del furor dogmático; y cuando los cabildos fueron poderes, y los capitulares opulentos, y el clero todo fue amigo de las cosas bellas, epicúreo y sibarita, el arte, tomando del paganismo todo lo que éste tenía de plástico y voluptuoso, se cubre de galas y, apoderándose de las maderas finas, de los metales preciosos, del marfil y de los jaspes más ricos, produce esa multitud de bellezas que señalan las épocas de León X, en Roma, de los Médicis en Florencia y de Carlos V en España. El célebre coro es una aglomeración sorprendente de magnificencias enteramente mundanas, presentadas con un lujo insolente, con una belleza provocativa que embriaga los sentidos y llena el alma de alegría. En la verja hay una lacónica e ingeniosa inscripción que manda callar y cantar a todo el que entre allí.

Psalle et sile, dice en una sutil paradoja digna de servir de tema a unas cortes de amor, queriendo significar que allí deben olvidarse todas las cosas del mundo para ocuparse sólo en alabar a Dios. Calderón escribió unos versos muy conceptuosos sobre esta inscripción; pero con todo su ingenio no puede llenar de misticismo aquel recinto, que infunde la felicidad en el espíritu e inspira, en vez de mansedumbre y tristeza, entusiasmo y orgullo.

  Canta y calla,
dice aquel
    mote, suya soberana
    inscripción, sacro buril
    en grabado bronce estampa.
    Canta y calla,
otra vez leo,
    y, otra vez, suspensa el alma,
    duda cómo se reduzca
    a un precepto
Canta y calla.

IX

A pesar de que la arquitectura no tenía ya fuerza en el siglo XVI para crear grandes cosas; aunque la raza de los templos colosales había concluido, se hacen, sin embargo, edificios civiles, y sobre todo muchos de reconocida utilidad, como hospitales, asilos y casas de expósitos. Ya no es todo para la Iglesia; y aunque los reyes y magnates han cogido para sí la parte principal del arte, siempre queda algo para el pueblo. Toledo vio en aquel siglo elevarse tres monumentos de primer orden, dos de los cuales se debieron a la piadosa y humanitaria devoción de dos ilustres arzobispos: el cardenal Mendoza y el cardenal Tavera.

En la iglesia metropolitana, la serie de prelados forma, con raras excepciones, una dinastía de varones insignes, tan ilustrados como virtuosos, que contribuyeron mucho al esplendor de las artes y dotaron a la ciudad de magníficos establecimientos de beneficencia. El cardenal Mendoza fundó el Hospital de Santa Cruz, que es la más acabada muestra de ese género de transición que enlaza las épocas gótica y del Renacimiento. El pórtico, el patio, la escalera son suntuosísimos; aquellos grandes cardenales que, gracias a sus enormes rentas, podían practicar la caridad con despilfarro, llenaban de maravillas del arte los sitios destinados a la mendicidad, y no sabemos si en esto había un desmedido orgullo o la mansedumbre más ejemplar; lo cierto es que ellos cubrían de púrpura al pordiosero, como por una especie de compensación, y creían que la caridad no era completa si no se hacía descender a las últimas capas sociales la suntuosidad y belleza de que las superiores no podían prescindir entonces.

Trazó el Hospital de Santa Cruz el célebre Egas, que había trabajado en la catedral; y, a pesar de que quiso producir una razonable amalgama de la ojiva con la forma greco-romana, no pudo conseguirlo, resultando una gran confusión más bien que una grata armonía. El pórtico, que es bastante bello, aspira a ser un cuerpo proporcionado y medido según la disposición italiana; pero sus líneas se quiebran, se dispersan, buscando la forma irregularmente pintoresca del antiguo estilo; en vano quiere el artista asentar reposada y tranquilamente las columnas sobre sus bases; las columnas, la cornisa, las archivoltas, el ático son refractarios a las líneas puras, a las disposiciones horizontales y verticales, amplias y majestuosas; no pueden adaptarse a este rigorismo y se retuercen, siguiendo la costumbre, buscan lo múltiple, lo incorrecto, lo desproporcionado, lo tortuoso. Así es que la célebre portada es una obra confusa que dista tanto del gótico como del Renacimiento; que no es ninguna de estas cosas, ni las dos juntas. Hace presentir el hermoso plateresco de la puerta de la Presentación y del sepulcro de los condes de Melito; pero no tiene la pureza de tintas ni la elegancia pagana de la decoración que introdujo la escultura de Berruguete. Entrando en el edificio, la confusión disminuye, porque la iglesia es de una forma originalísima: tiene los cuatro arcos torales del crucero gótico, y la escalera y el patio del Renacimiento, franco ya y descubierto.

El Alcázar, de época posterior, perteneciente al segundo tercio del siglo, vale mucho más como obra de arte, pudiendo decirse que es una de las más estupendas construcciones palacianas que los autócratas de aquel tiempo dejaron en Europa. En él trabajaron simultáneamente Covarrubias y Herrera, auxiliado el primero por Francisco Villalpando, talento tan general como Berruguete. La fachada principal, concebida de muy distinto modo que la del Hospital de Santa Cruz, ofrece en su conjunto la más acertada armonía y una singular elegancia en los detalles; el gran arco de la entrada, con su frontón y sus dos gigantescos heraldos, la fila de ventanas del piso principal y, sobre todo, las del segundo, abiertas en una faja almohadillada, sostenidas por columnas de balaustre, presentan un aspecto suntuoso y rico, en armonía con los hábitos y el carácter de su esclarecido fundador. Con esta fachada, que tiene no sé qué de español, tal vez por su pomposa arquitectura o por los recuerdos de una brillante época que despierta, contrasta la posterior, hecha por Herrera, menos elegante y orgullosa, pero también muy bella, y mostrando ese sello especial de severidad y tristeza que dio a todas sus obras el arquitecto de El Escorial. El patio y la escalera del Alcázar nos son conocidos por las restauraciones de Villanueva. Los continuos desastres que estas dos principales partes del edificio han sufrido hacen que sólo por presunción podamos fijar su forma primitiva, muy semejante, sin duda, a las que tienen después de la inteligente reparación que la época presente está verificando allí. El patio, como hoy lo vemos, próximo a concluirse, es una obra única en su género, un modelo imperecedero, cuya vista encanta y asombra por la elegancia sin igual del trazado y la solidez y atrevimiento con que está construido. La escalera es tal, que Carlos V decía que sólo se consideraba rey de España cuando estaba en ella. Sus proporciones son tan desmesuradas, que la célebre escalera de El Escorial y la del palacio de Madrid parecen mezquinas a su lado; subiendo por ella, no hay nadie que no sea un liliputiense, y más bien que para simples individuos parece hecha para un ejército. En todo esto se advierte la prodigalidad caballeresca, la hospitalidad generosa, el lujo inteligente y el despilfarro artístico de aquel César, con cuya casa contrasta bruscamente la enorme y gigantesca madriguera de Felipe II, El Escorial, cuyos recintos innumerables, exceptuando el del templo, parecen no tener suficiente aire respirable, y en los que se ha obtenido la grandeza material por una multiplicación infinita de la pequeñez.

El Hospital de Tavera es un poco posterior al Alcázar, y como obra de la segunda mitad del siglo, tiene cierto aspecto escurialense. Aún no ha venido la total decadencia de las artes; pero en la arquitectura especialmente, se nota la tendencia a desechar todo lo que pueda darle un carácter español. El reinado del plateresco ha sido muy efímero. El mencionado Hospital es notable por su doble patio, formado de arcadas, algo parecidas a las del Alcázar, y la iglesia sería una obra acabada en su género si se hubiera empleado en ella un material más artístico que el estuco. La piedra ha huido ya para siempre, y empieza el período de esas iglesias de ladrillos de que ha plagado a España el petulante y devoto siglo XVII. Lo maravilloso que encierra la iglesia del Hospital de Tavera es el sepulcro de su fundador, obra maestra de Berruguete, que hemos descrito.

Con este edificio concluye el período arquitectónico. Los edificios del Renacimiento, que mataron los vigorosos de las artes muzárabe y ojival, concluyen también, después de un período tan esplendoroso como breve; porque, como hemos dicho, la extraordinaria fuerza, la inagotable inventiva, la elegancia de concepción del Renacimiento, se emplea principalmente en la escultura, en obras complementarias y de ornato, y en esa multitud de artes del lujo que cultivaron Borgoña, Villalpando, Vergara, Céspedes, Copín, López de Arenas y otros muchos. Pero con la muerte de la arquitectura coincidió el desarrollo de otro arte igualmente importante, producto de una época de más refinadas costumbres, de más erudición y mejor criterio: la pintura. Este arte, que tiene por edad de oro en España el siglo que media entre Pablo de Céspedes y Claudio Coello, tuvo en Toledo su escuela, alimentada por el pedido de los conventos y la devoción de los grandes. Ya desde el siglo XV, otro Berruguete, padre del escultor, había cultivado con éxito la pintura, siendo de los primeros que pretendieron y divulgaron el estilo florentino. Pero hasta que se acerca el siglo XVI, en los días en que la pintura expiraba en Italia con los boloñeses y los últimos venecianos, no adquiere en España ese carácter nacional que tanto la distingue, dándole la misma importancia que en la Península vecina. Un extranjero contribuye a propagar en Toledo el nobilísimo arte; y si él, por tener tantas extravagancias como buenas cualidades, no puede crear verdadera escuela, sus discípulos Tristán, Orrente y Maino producen obras que por su mérito y homogeneidad pueden formarla. Ese extranjero que nombramos, Domenico Theotocopuli, llamado El Greco, fue un artista de genio, en quien los terribles efectos de una enajenación mental oscurecieron las prendas de un Ticiano o un Rubens. Una inventiva inagotable, gran facilidad para componer, mano segura para el dibujo, y a veces empleo exacto y justo del color y los tonos, son las cualidades que se observan en sus primeras obras; pero, después, padeciendo la más lamentable aberración, El Greco se dio a pintar con un falso color y una expresión imaginaria, que marca sus obras con un sello indeleble. Todos han visto sus figuras escuálidas, terroríficas, sin sangre, flacas y amarillas, con las cabezas sepultadas en enormes gorgueras de encaje rizado; él percibió un extraño ideal y, sin duda, extraviado por una obsesión, esclavo de una monomanía, llegó a ese período lamentable en que es tan original. Una obra maestra ha dejado Theotocopuli, obra en que su extravagancia, todavía no muy pronunciada, aparece oculta por bellezas de primer orden. Es el cuadro que se halla en la iglesia de Santo Tomé, y representa el entierro de Don Gonzalo Ruiz de Toledo, conde de Orgaz.

Aunque los discípulos de El Greco no imitaron sus excentricidades y produjeron hermosas obras, Toledo no puede apropiarse la generación completa de la pintura española. Cultivada está en todas las principales ciudades: no fue un arte nacional y característico, hasta que los andaluces le infundieron su genio y le pusieron su sello inmortal.

X

El siglo XVII, que marca una atroz decadencia, así en política como en artes, crea en Toledo, como en toda España, una multitud de bárbaros e insustanciales conventos, fundados por un fanatismo craso y una devoción poco ilustrada. Ya no se ponen al servicio del culto aquellas artes tan bellas, tan ingeniosas y ricas, que fueron principal gala del siglo anterior. Se derriban palacios muzárabes y del Renacimiento para erigir esos desapacibles conventos de ladrillos, y esas casas de jesuitas, de que España está llena. La arquitectura es cosa muerta; y como por una especie de ironía, nace de sus cenizas una vil parodia, una caricatura, una burla, el churriguerismo, que pone su mano estúpida en todas las grandes catedrales de España, y en la de Toledo hace el transparente, que es un padrón de ignominia.

Este estilo, que es la carencia completa de sentido común, lo absurdo y lo necio, lo pedantesco y lo grosero aplicados a la arquitectura, parece haber tomado por modelo de sus formas la prosaica familia de los moluscos y toda la categoría de los mariscos. Él también se inspira en la naturaleza, y tiene por tipo el caracol. El transparente de la catedral de Toledo parece una roca de mármol, cubierta de crustáceos de oro.

En el pasado siglo la restauración clásica trae consigo un destello de discreción y estilo en las muertas artes españolas. Pero la arquitectura de Carlos III, que tiene no sé qué sello oficial y una gran dosis de insustancial suficiencia, hace, a pesar de su buena procedencia, tan grandes estragos como el churriguerismo. Toca todas las viejas catedrales, y en la de Toledo, más que en ninguna otra, deja impresa la huella de su funesto paso, haciendo puertas y frontones de una pedantería clásica irresistible. El criterio artístico no aparece hasta el presente siglo, que, muy apto para apreciar y fijar el mérito de las cosas antiguas, apenas puede restaurarlas y rara vez imitarlas. Por lo demás, bastante funesto ha sido este siglo para la ciudad ilustre, que vio bárbaramente destruidos por las tropas francesas el Alcázar y el claustro de San Juan de los Reyes, obras únicas en su clase; y sólo en estos últimos tiempos la presente generación, inteligente e inspirada por un recto patriotismo, sabe cuidar con amor las venerables ruinas del arte español. La restauración de Santa María la Blanca, la de la Puerta del Sol, la del Alcázar, la creación del Museo Provincial en lo que queda de san Juan de los Reyes, son el mejor título de cultura de los toledanos del siglo XIX.

Notas:

[1] Escenarios de Ángel Guerra (1891).

[2] Cristóbal Lozano, en su obra titulada “Los Reyes Nuevos de Toledo”.

[3] Hoy el Matadero.

[4] Un tal Juan Ruiz de Matanza peleó por el rito muzárabe y ganó.

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