[Artículo] «Tormento» (1884), de Benito Pérez Galdós versus «Tormento» (1974) de Pedro Olea, por Marta González

TORMENTO (1884), DE BENITO PÉREZ GALDÓS versus TORMENTO (1974), DE PEDRO OLEA.

 

Se ha cumplido el 128 aniversario de la publicación de Tormento, una de las novelas galdosianas cuyo marco escénico se sitúa en un Madrid más castizo, pero más idéntico a sí mismo y al de la actualidad, sin embargo. La edición más reciente -González Megía y Vela González, 2011- responde al intento de comprender a aquella sociedad y la inmersión en aquel Madrid, “pueblo callejero, vicioso, que tiene la industria de fabricar tiempo” (Tormento, XXV). El nombre de la capital de España aparece en la obra la friolera de 40 veces, y no es mucho comparado con los numerosos topónimos de las calles, plazas y lugares de lo que entonces eran el centro y las afueras. Otro objetivo de la citada edición ha sido el dar a conocer a las nuevas generaciones la importancia de la convivencia en aquel tiempo, tan esencial como en el presente, por las condiciones socioeconómicas decimonónicas, que -¡quién lo diría!- tanto se parecen a las actuales, y sacar alguna conclusión valiosa que se pueda aplicar a los graves problemas de esta posmodernidad que nos toca vivir. Durante su larga vida, la sensibilidad y la tolerancia de Galdós lo convirtieron en un experto en lo que ahora se llama relaciones humanas.

La adaptación cinematográfica que rodó Pedro Olea en 1974, no tan libérrima como las que hizo Buñuel de las obras de Galdós (Tristana y Nazarín), pero sí bastante sujeta a la servidumbre de la producción, me sugiere algunas breves reflexiones sobre las semejanzas y diferencias con la obra literaria, muchas de las cuales constituyen una flagrante anacronía en la topografía madrileña, vestuario de la época, lenguaje, personajes…

La primera imagen de la película parece la iglesia de San Francisco el Grande, San Ginés o el monasterio de la Encarnación, cuya fachada sale siempre que algún personaje va a misa. En la novela, además del recorrido “virtual” que hace Rosalía en el capítulo III, se citan varias iglesias de Madrid: San Marcos en la calle San Leonardo, al lado de la plaza de España (XIII), la Buena Dicha en la calle Silva, que parte de la Gran Vía (XXIV), y el monasterio de las Descalzas reales, fundado en 1557 por la hija de Carlos I e Isabel de Portugal, situado en la plaza de San Martín. En la esquina del Portillo de San Martín empieza el prólogo de Tormento, con el encuentro de dos personajes secundarios, pero de gran importancia, como todos en el autor canario: el escritor (negro) de folletín José Ido del Sagrario y Felipe Centeno, criado-recadero de don Agustín Caballero. Galdós sitúa ahí una de las primeras y excelentes muestras de la intencionada mezcla de géneros (teatro/narrativa) de su carrera literaria. Este monasterio no aparece en la película, sin duda por su situación, encastrado literalmente en la urbe. Es más vistoso el de la Encarnación, en la plaza del mismo nombre, muy cerca del Palacio Real, fundado en 1611 por Felipe III y Margarita de Austria. Los interiores de la iglesia de la película parecen también los de su capilla, o San Millán y san Cayetano, en Embajadores, 15.

Agustín y Amparo pasean por calles con fachadas muy vetustas y deterioradas, cuando después del trabajo en casa de Bringas él la acompaña a su casa, situada en la calle Beatas (cerca de la calle Ancha de San Bernardo), aunque en la película es la calle de San Nicolás, que parte de Mayor en su tramo final. Hay un paseo a pie por el Retiro, con el Palacio de Cristal al fondo, la misma imagen utilizada para que un Caballero decepcionado trace la inicial del nombre de Amparo en la arena del suelo. Finalmente, los dos enamorados pasean en coche por el Campo del Moro, declarado de interés artístico en 1931 y una de las tres zonas ajardinadas del Palacio real.

Olea se salta el delicioso episodio de la mudanza de Bringas a la Costanilla de los Ángeles (la casa de Bringas parece estar situada en la calle de Segovia, aunque es arriesgado asegurarlo) y la afición o más bien maestría, casi un segundo oficio, por lo que ahora se llama bricolaje; tampoco nos brinda la narración de quién es quién y qué relación tiene con el resto, algo característico de Galdós y muy de agradecer, dada la complejidad de obras como Fortunata y Jacinta (1887). En cambio, el cineasta vasco se inventa la bienvenida de los Bringas a su primo, Agustín Caballero, en la locomotora más vetusta del Museo del Ferrocarril de Madrid, en la antigua estación ferroviaria de Delicias, la llegada de Caballero al hotel Continental -inexistente en la actualidad, a no ser un hostal en el 44 de la Gran Vía, cerca de Callao-, con fachada de cartoné (el patio ya es de verdad: me parece el del palacio de Linares, donde Berlanga rodó en 1982 su antológica Patrimonio nacional –la segunda de la trilogía dedicada a la familia Leguineche- antes de su reconversión en la actual Casa de América). También hace una versión algo libre de la convivencia entre los Bringas y el indiano y opulento primo.

El argumento de la novela parece simple y previsible: un funcionario público y su esposa acogen en su casa a una pariente pobre para explotarla. Es hermosa, débil y sumisa, cualidades que merecen un premio, la boda con un buen partido, un primo de Bringas -mayor, serio, adinerado-, a quien ella ama, para una felicidad más completa. Todo parece previsible, pero desde el capítulo VIII el giro es total: el autor amplía el sufrimiento de la heroína y contagia al héroe, por una grave falta con un sacerdote, que no nos cuenta (“lo de marras”) y que cambia totalmente el desarrollo de la novela, hasta llegar a un desenlace inesperado, con grandes dosis de suspense. Hay algunas modificaciones en la película.

Los personajes de la novela conviven en armonía, con grandes contrastes: la compañera ideal de Bringas es Rosalía, que disimula y miente hasta lograr sus objetivos de embellecerse y ascender en la escala social, y sólo un Juan Lanas como Bringas aguantaría a una mujer tan entrometida, clasista e inmoral como ella; el salvaje pero tradicionalista Caballero se enamora de Amparo, al creerla pura, dócil y conformista, pero no sabe que su sumisión es cobardía ni sospecha nada de su desliz, el más grave que una mujer podía cometer entonces; Amparo ve la posibilidad de no morir de inanición en su media naranja, pero no se imagina que Caballero, a quien ella considera un hombre cabal, no haga honor a su nombre y no le perdone un pecado antiguo e inducido; a Amparo se opone su hermana Refugio, un ejemplo de las mujeres pobres y orgullosas de la época, con un papel esencial en La de Bringas, que indica cuánto merecía una novela propia; el padre Nones es el contrapunto de Pedro Polo, ya retratado en El doctor Centeno (1883) como un clérigo inmoral, mujeriego, iracundo e irrespetuoso con el estado eclesiástico, y en Tormento se halla en el fin de la degradación, sin la dosis de hipocresía reinante, pero no es muy diferente de Caballero, quien exige de los demás una integridad que está muy lejos de poseer; Marcelina Polo presume de rigor ético, si bien empañado por su afán de conocer y dominar las vidas ajenas, como Rosalía, pero también es lo contrario de ésta, que se vende en cuerpo y alma por aparentar lo que no es; por último, ya es hora de que Felipe Centeno, de tan azarosa vida en Madrid, tenga un poco de suerte, lo que no le ocurre al otro personaje marginal, Ido del Sagrario, cuyo empleo de negro de folletines le dura tan poco como el de escribiente de Caballero, al marchar éste a Burdeos de repente.

Hasta el capítulo VIII, Amparo es un personaje tan plano como en la película, por un pasado que quiere olvidar y que se le oculta al lector, y se transforma en tormento de Polo, de Caballero y de sí misma: de esta forma, el título de la novela está puesto con toda propiedad. El culpable de este pasado es don Pedro Polo, amargado por su falta de vocación, por su escasa preparación y por su necesaria renuncia al “mundo”, aunque no al amor femenino. El silencio de Galdós es intencionado: quizás su deshonra se deba a las cartas que Marcelina echa al fuego, cuyo contenido no conocemos, si bien el solo hecho de escribir a un hombre la compromete, según la moral de la época. La mentalidad de Amparo no contempla otra salida que la tradicional, pero sale beneficiada, aunque no pueda comprenderlo: es humillante para ella la solución de Agustín (no se casa con ella, la lleva a Burdeos en calidad de mantenida), pero su marcha le evita soportar a Rosalía.

Los personajes novelescos tienen rasgos de las diversas tendencias literarias del momento, romanticismo, folletín y naturalismo, pero predomina el realismo, pues el tratamiento de los caracteres se lleva a cabo mediante la constante oposición: Refugio es tan deshonesta como Amparo y como Rosalía, pero carece de falsedad. ¿Quién es más inmoral: la mosquita muerta Amparo, la hipócrita Rosalía al aparentar una virtud que no tiene, o la mujer pública Refugio? Ésta es la única sincera y la que más cómoda se siente consigo misma. Los personajes están tratados minuciosamente en su faceta externa -indumentaria, fisonomía- e interna, psicológica, desde el temperamento a los móviles últimos, pasando por el análisis de vicios y virtudes, frustraciones e ilusiones, obsesiones y proyectos, temores y ansiedades: Caballero se ofende mucho cuando se entera del pasado de Amparo e indaga en las pruebas de su deshonra con una investigación detectivesca, totalmente realista, para rendir homenaje a la moral burguesa, sin ceder a su voz interior, que lo impulsa a perdonar a Amparo, más bien por voluptuosidad que por honradez o por amor:

“Echo a correr de esta tierra y de esta atmósfera, pero no me marcharé sin ver con estos ojos la manzana podrida y mirar bien aquellos pedazos sanos que otro ha de morder, no yo, desgraciado y miserable”, XXXVIII).

Los personajes fílmicos se basan en los novelescos pero resultan distintos, muy poco matizados.

Don Francisco de Bringas, el funcionario de la reina Isabel II (Rafael Alonso, que, andando el tiempo y la carrera de José Luis Garci, encarna a don Pío Coronado en su versión de El abuelo -1998- y muere durante su rodaje), es un personaje más decisivo en La de Bringas, pero en Tormento también es importante; en cambio, en la película apenas dice tres frases, siempre dirigidas a su mujer, “lo que tú digas, querida”.

Rosalía de Bringas está interpretada por una Concha Velasco sin precedentes, pero inferior al personaje de Galdós: no llega a expresar la hipocresía, la mala educación y la perversidad del tipo novelesco, sino que parece una mujer corriente cuyo único defecto es ser algo marisabidilla, influida por las costumbres provincianas de la capital y de la época. Es acertada su avidez de cosas materiales, apenas esbozada si se compara con la que la aqueja en La de Bringas -continuación de Tormento, también de 1884, sin adaptación cinematográfica- ante el regalo de Caballero, un valioso collar que no existe en la novela, donde Caballero abastece a los Bringas de lo necesario y de lo superfluo en un constante goteo. Rosalía ostenta el collar en la comida donde el indiano ve por primera vez a Amparo Sánchez Emperador, la actriz conocida como Ana Belén, bastante mal elegida para ese papel, en mi opinión. No da la talla para interpretar a Amparo-Tormento por su falta de vis para diferentes situaciones, sólo tiene una faz para todo, y hay bastantes “poses” diferentes contempladas en el guión, aunque su calidad no se aproxime a la novela. Además, la prominente mandíbula superior de Ana Belén (sonríe poco para no enseñar los dientes, según confesó en una entrevista) la apartan de la excelsa belleza de la emperadora:

“Se le podía decir, como a Dulcinea, alta de pechos y ademán brioso. Tenía lo que llaman ángel, expresión de dulzura y tristeza, y un hermosísimo pelo castaño, que podría figurar allá arriba, allá, en la constelación del León junto a la cabellera de Berenice” (El doctor Centeno, XVI).

La Amparo cinematográfica en su conversación con los personajes es modesta y sumisa; con la cocinera se muestra prudente, reservada, como lo es durante toda la película, o con una doblez taimada, se diría: parece que lo único que quiere es casarse con un hombre rico, para vengarse de todos los que la rodean, sean quienes sean, y hasta en la película son distintos para ella. En la novela es un personaje de matices riquísimos, uno de los más logrados de Galdós. Olea muestra una escena erótica (minuto 30) entre ella y el cura Polo -¡con la misma música de órgano de las escenas de iglesia!-, un tributo, quizás, al inicio del destape en España, que empieza en la Transición, después de la muerte de Franco, pero la censura está muy relajada en sus últimos estertores. En ningún pasaje de la novela aparece tal cosa; más aún, Galdós alude a ello como “lo de marras”, para no contárselo al lector, y es un autor tan “decente” que ni siquiera se permite mostrar los escarceos amorosos de Polo con prostitutas en El doctor Centeno, y en toda su extensa obra. Ella se despierta sobresaltada por un sueño, que sin duda corresponde a episodios reales, aunque pasados.

Prudencia la cocinera, María Isbert, cuyo papel en la novela se reduce a la escena expresionista ((Escena similar a las del cine alemán anterior a la Segunda Guerra Mundial (Murnau, Wiene, Lang, Pabst…), que reúne las mismas bases teóricas, las técnicas del impresionismo literario, que Galdós también cultivó más tarde con mucho acierto, como casi todo.)) de traer luz por un pasillo tenebroso durante el atardecer en que Caballero pretende declararse a Amparo, es dicharachera y hasta criticona en la película. Asimismo, Celedonia, el ama de Polo, interpretada por Milagros Leal -su nombre está confundido en los títulos del film-, anda demasiado ligera al principio de la película para aparecer muriéndose de reuma al final de la misma, pero dice una frase proverbial -inventada- al traer un “tentempié” a Polo y al padre Nones (Ismael Merlo), pues “para eso de comer ustedes los curas siempre están dispuestos” (Olea, minuto 37), eliminando así la diferencia establecida por Galdós entre los curas honestos, dedicados a su santo ministerio, y los corrompidos, pese a ser tachado de anticatólico, lo que le acarreó muchos problemas en la sociedad española de entonces.

Paco Rabal es el plato fuerte, el de mejor interpretación -si bien su dicción es muy defectuosa, habla demasiado deprisa y pronuncia bastante mal-, pero no puede suplir las insuficiencias de los demás actores, ni modificar el guión: cuánto le hubiera convenido a la Amparo novelesca que su pretendiente fuera como el cinematográfico, tan fuerte, tan seguro de sí mismo, tan puesto en razón. No habría tenido tantas dudas, las circunstancias la habrían obligado a actuar (en pocos casos “la loca de la casa” galdosiana, la imaginación, causó estragos tan serios en personaje similar) y el desenlace habría llegado antes y con unas consecuencias menos trágicas para Amparo, todo lo cual, junto con el humor, el suspense y la ironía hacen del texto galdosiano una gran novela. Pero el Caballero novelesco es tímido, débil y contradictorio: puede manejar a los banqueros madrileños y a los franceses, pero no consigue declararse a una mujer sino con un discurso ensayado en su mente, que luego le sale al revés; lucha contra las adversidades de todo tipo en unas tierras lejanas y salvajes, pero es incapaz de enfrentarse a la burguesía madrileña; desea orden social, monarquía y religión, pero consigue lo contrario, se amanceba con Amparo, se enemista con los primos y queda en mal lugar ante las autoridades madrileñas; detesta la liberalidad de costumbres (razas mezcladas, ausencia de leyes, poligamia, poliviria, dice), pero no puede sobreponerse al que dirán en “un lugarón poblado de la gente más zafia y puerca del mundo”, como definirá Rosalía a la capital de España en la siguiente novela.

Doña Marcelina Polo es Amelia de la Torre en la película, con un papel muy reducido y separada de sus “compañeras de piso”. Esto es importante, porque en la obra de Galdós estas tres mujeres sitúan al lector en pleno contexto y lo sumerge en las raíces cervantinas que pueblan las páginas del insigne autor canario, que tantas cosas supo fundir en su obra. No aparecen su vicio por la lotería, su afán de cotilleo, su falta de caridad, su religiosidad extrema mal entendida, el peor beaterío de la época; tampoco lleva a cabo uno de los momentos de suspense magistrales de la novela, cuando la emperadora -que, ironía del destino, es fregona de oficio-, va a casa de Polo por segunda vez para aplacar su ira y convencerlo de la imposibilidad de vivir juntos (de que le permita casarse sin escándalo, más bien), y tiene que esconderse en un “retrete”, esperando durante mucho tiempo para que Marcelina no sepa que está allí, pero ésta permanece apostada en un portal de la misma calle hasta que la ve salir. En la película la saca de un armario (esos roperos de las películas americanas, tan poco corrientes en la España decimonónica) y la llama “zorra”, cosa impropia de una mujer tan interesada en guardar las apariencias.

Todo esto aporta a la película un costumbrismo mucho más eficaz -si bien el de Galdós es un costumbrismo de calidad, dosificado en su justa medida y utilizado en el momento oportuno-, como lo es la transformación de los hijos de Bringas: Paquito no es universitario aún, parece más niño que Isabelita, y Alfonsito ((Galdós está en todo: los hijos de Bringas se llaman Isabel, Paquito y Alfonso, como la reina, su marido y su primogénito.)) no hace las delicias de Caballero, ni es tan encantador como todo niño galdosiano (el falso Pitusín, Pacorrito Migajas, Luisito Cadalso). Las sobras que se lleva Amparo a su casa, unas manzanas pequeñas y revenidas y un pedazo de pan duro, son mucho más fáciles de filmar en la época que las “dos mantecadas de Astorga que, por las muchas hormigas que tenían, parecía que iban a andar solas” (Tormento, X), y más cortos los encargos de Rosalía -algo interesantísimo en la novela para el conocimiento de la época-, quien asume también el comentario despreciativo de Nicanora, esposa de Ido, sobre la hermana de Amparo, Refugio (una María Luisa San José muy joven y demasiado rubia, que promete “encargarse” de Polo, con el desgarro de una manola, min. 49 de Olea), para indicar la diferencia entre las dos hermanas: “Ésta que emplea tanto tiempo en lavarse no puede ser buena… Digan lo que quieran, la mujer honrada no necesita de tanta agua” (X). Sin embargo, sí se menciona de pasada una cosa que no viene a cuento y que queda inexplicado en la película, el “libro mayor” (V), el libro de cuentas del comerciante, con debe y haber, personas, fechas y datos (nota 52 de la edición citada).

En la película aparece Polo afeitado totalmente, con sotana y sombrero de teja ((Igual que Amparo detesta el color negro, en la novela Polo reniega mentalmente de las ropas talares, tema recurrente en buena parte de los autores contemporáneos a Galdós que trataron en sus obras el amor de cura, como Pardo Bazán, Valera y Clarín.)), paseando por una calle, que podría ser la del Nuncio o la Cava Baja, con el padre Nones. Éste se queja de achaques, mientras su aspecto físico queda bastante alejado de la descripción que Galdós hace del sacerdote (Ismael Merlo, con su cara redonda y colorada, sin arrugas ni canas ni alopecia, mientras que en la novela apenas puede bajar la escalera y dice con humor negro de ir a Capellanes, una celebre sala de baile, sita en la calle del mismo nombre). Este sacerdote sí es fiel a la imagen intransigente e inmovilista de la iglesia católica, aunque es benevolente y cariñoso.

La casa de Polo (un Javier Escrivá algo sobreactuado, pero también bastante mejor que en otras apariciones suyas, ¿será que los textos de Galdós hacen el milagro de que algunos actores olviden su belleza física, cosa que parecía bastar en épocas recientes del cine español, para centrarse en la interpretación?) es mucho más presentable que la novelesca: tiene muebles, espejos, macetas y objetos ornamentales, pañitos y hasta cortinas, pues su dueño no está, como en la novela, en situación de pobreza extrema, y aun de miseria, ya que su enfermedad es provocada por la desnutrición continuada a lo largo de mucho tiempo. Amparo no tiene que emplear los dineros que le ha dado Caballero para abastecer la casa de lo más necesario, agua, carbón, y algunas viandas (otra cosa que empobrece esa escena, la ausencia de los celos, cuando “mascando una cosa amarga” Polo dice: “Muy rica estás…”, XVI). Sí coincide con la novela la limpieza que Amparo hace en la casa de Polo para evitar temas de conversación peligrosos y amargos y huir de sus requerimientos amorosos, igual que desfogan sus penas empuñando los zorros, sacudiendo las esteras y mullendo los colchones vigorosamente todas las heroínas galdosianas pobres: Clara, Fortunata, Camila, Dulcenombre…

Aunque dicen que una imagen vale más que mil palabras, un símil que considero bastante inexacto, si las palabras proceden de un texto literario, parece evidente que Olea no puede exhibir las numerosas y magníficas sensaciones de sonido, luz y color con que nos deleita Galdós:

“Cuando la sala quedó arreglada, Tormento volvió a la cocina, y entonces se oyó el tumulto del agua revolcándose en el fregadero entre montones de platos. Con los brazos desnudos hasta cerca de los hombros, la joven desempeñaba aquella ruda función, deleitándose con el frío del agua y con el brillo de la loza mojada” (XV).

Así pues, muestra a Amparo limpiando el polvo de unas fotos en la pared de Polo con monjas, escolares de la época y comidas campestres, un anacronismo, no sólo científico, sino también de técnicas decorativas.

Los trajes femeninos carecen de la variedad y profusión de la novela, como todo lo demás, pero sí son fieles a la época, con algunas incorrecciones: Amparo, Refugio, Celedonia y Nicanora siempre van con mantón y pañuelo, por su condición de mujeres pertenecientes al “cuarto estado”, si bien Amparo siempre viste en el film prendas de color más claro. Eso no era así en la España de entonces, le bastaba su juventud y belleza para distinguirse de las ancianas, pero la ropa era de peor calidad (ni seda ni gro ni brocado, sino merino, el algodón más inferior que había), y del mismo color: negro, marrón oscuro, gris marengo, ala de mosca; por descontado, ninguna mujer adulta de bien, pobre o rica, habría salido a la calle jamás con el pelo suelto, sujeto con una horquilla o pasador, como hace Amparo al ir hasta la casa de Caballero, a instancias de Bringas, para explicarse con él; Rosalía, excepto para ir al teatro, siempre sale a la calle con el mismo traje, uno beige de ribetes marrones, con esclavina o manteleta (la dichosa prenda, causa de las tragedias en La de Bringas), un sombrero de paja con cintas en tonos crudos y marrones y una limosnera a juego. Esto quizás fuera del agrado del atrezzista, o una exigencia de la actriz, que se vería más favorecida así, pero es una incongruencia: según los testimonios gráficos y literarios, las mujeres sólo llevaban sombreros de paja en verano y ese traje tan abrigado sería un tormento en el estío madrileño. Pues así vestida va a la estación, entra a una iglesia y se sienta en un café con músicos. En su casa luce el mismo atuendo, lo que no es tampoco frecuente en la época, pues Galdós destaca la pobreza de la familia en la escasez y mala calidad de la comida y en el hecho de que ella estaba en el seno del hogar siempre “cubierta de una inválida bata hecha jirones, a veces calzada con botas viejas de Bringas, casi siempre sin corsé, y el pelo, como si la hubiera peinado el gato” (VI). Tampoco aparece algo muy importante, la bata de casa femenina, tan distintiva de una clase acomodada como el coche para salir de paseo. Hay en la película abundancia de carros y coches de caballos: en todas las escenas exteriores aparece uno, lamentablemente el mismo de ruedas amarillas, pero no es un simón, el taxi de la época que cogen todos los personajes novelescos, sin excepción.

Paco Rabal tampoco viste como un hombre adinerado del Madrid finisecular, para encarnar a Agustín Caballero: se presenta en Madrid con un traje marrón (con sombrero del mismo color, la única vez que lo lleva, además del pelo demasiado corto para un hombre de la época), que podría haber pasado por uno actual, o acaso perteneciera a otra producción cinematográfica y fuera de la talla del actor murciano; lleva también un lazo de corbata que parece una pajarita de ahora y no el clásico traje negro de levita o levitín, con camisa blanca y corbata del mismo color con lazo aparatoso, y sobre todo eso, la capa, tan madrileña como española, y así aparece el atuendo masculino en los autores contemporáneos y en los grabados de la época. Así viste Bringas en sus escasas apariciones en la película. Más tarde, Rabal luce una chaqueta gris de tejido en espiguilla, de las de cinturón con hebilla a la cintura, como de jinete, ciclista o aviador, que no se ponen de moda hasta bien avanzado el siglo XX, y nunca lleva sombrero ni guantes ni bastón, piezas imprescindibles del atuendo masculino para salir a la calle.

La casa de Caballero parece una villa en el campo, o de las afueras, en lugar de ser una casona de la calle Arenal, y el interior desmerece muchísimo frente a la descripción que Felipe le hace a Amparo en el capítulo XI, completada con la del narrador cuando Rosalía y Cándida la visitan (XXVII), asombradas, tanto de los muebles lujosos y de las monadas decorativas, como de los adelantos técnicos (ducha, calefacción…). La de Amparo carece del sofá “que por diversas bocas padecía vómitos de lana, dos sillones reumáticos y un espejo con el azogue viciado y señales variolosas” (X), aunque es modesta y ajustada a la época, al contrario de la de Polo, ya mencionada. Éste regresa del campo al enterarse de la boda, pero en vez de ir Amparo a su casa como en la novela, él la espera en la de ella y presencia con gran consternación el beso de Agustín al despedirse, también inventado, pues Galdós dice taxativamente: “Dos horas estuvo allí Agustín, y al despedirse no se permitió más rapto de amor que besar la mano de su novia” (XXII).

Las hermanas se llevan mucho peor en la novela, lógicamente, porque Amparo pretende comprar el silencio de Refugio y la insta constantemente a adoptar una conducta honesta, discreta y acorde con su futura posición social. En ningún momento lamenta Amparo que Refugio se vaya a vivir con un hombre (no se dice quién en la novela, pero no es pintor, como se afirma en la película, a ése ya lo ha dejado atrás hace tiempo), ni le pregunta por qué la deja sola en ese momento tan delicado, sino que se siente relativamente aliviada de perderla de vista, porque su presencia agravaría el problema de seguir ocultando el pasado para vivir el presente y conseguir tan brillante futuro, sin interferencias. Además, ella ya ha pasado por diversos trances personales y sociales y sabe lo que le espera a las mujeres pobres, reflejado en palabras tan amargas como éstas:

“¡Ay, don Agustín!, dichoso el que es dueño de sí mismo, como usted. ¡En qué condición tan triste estamos las pobres mujeres que no tenemos padres, ni medios de ganar la vida, ni familia que nos ampare, ni seguridad de cosa alguna como no sea de que al fin, al fin, habrá un hoyo para enterrarnos…!” (VIII).

La película resulta muy encorsetada, pues debe incluir en poco tiempo muchos contenidos que expliquen la situación y las actuaciones de los personajes y eso la despoja de la naturalidad y de la maestría de la novela, si bien los guionistas han acertado en la selección de los parlamentos más significativos para la construcción de los diálogos. Se echan mucho de menos las técnicas narrativas galdosianas: por el monólogo interior conocemos a Amparo y a Agustín más que por sus diálogos, no hay rastro de los pensamientos de Caballero cuando prepara mentalmente el parlamento para declararse a Amparo, ni de los de Polo cuando vislumbra su vida en tierras americanas junto a Amparo y en posesión de una gran fortuna, pero sí los de Rosalía al desear emparentar con Caballero más, es decir, casando a su hija con él o desposándose ella misma, si quedara viuda, sin duda porque son más cortos y aportan más datos a la caracterización de los personajes. El estilo indirecto libre, desde el capítulo XI, por el que se revela el problema de Amparo, se reparte por igual a lo largo de la novela, usado por los personajes y por el narrador (en el capítulo XXVI hay un largo parlamento del narrador reproduciendo el diálogo entre los enamorados, no sólo con  preguntas, sino con la respuesta, también: “¿Y era Burdeos bonito? ¡Oh!, precioso”). Galdós emplea algo muy moderno entonces, que ningún autor supo manejar -algunos ni lo intentaron-, lo que se llamó después técnica cinematográfica: las secuencias superpuestas se suceden desde el capítulo XXXII, donde Rosalía informa a Amparo de la inevit$able extensión del rumor y ella se desmaya y se va a su casa (en la película siempre es dueña de sí y parece rencorosa porque nada le sale bien), creyendo que Agustín va a ir a la Costanilla; en el XXXIII, Bringas corre a casa de Amparo, para que se defienda de las acusaciones ante Agustín, que está en su casa tan confuso como Amparo, mientras que ella ya ha pensado en matarse, después de pasar una noche horrible; cuando llegan a la calle Arenal, Agustín ya se ha ido a casa de Marcelina y Amparo pone en práctica su proyecto macabro (XXXIV); en el XXXV reaparece en flash-back la conversación entre Rosalía y Caballero, que decide ir a casa de Amparo, pero antes le pide cita a Marcelina; en el XXXVI tiene lugar el episodio de las cartas arrojadas al fuego y Nicanora le dice que Amparo “acaba de salir” con Bringas y, a partir de aquí, se ponen todos “al día”: Agustín corre a su casa y allí encuentra a Amparo, manda que la trasladen a la suya y que la atiendan bien, etc. En la película, siendo el género apropiado, no se ve nada de esto, la labor de montaje es muy discreta, muy simple.

Lo mejor de la novela, además de la prospección interior, del examen de conciencia de los personajes y de los párrafos de filosofía de andar por casa del narrador, es el diálogo: los personajes parecen de carne y hueso sólo por eso, por el registro coloquial, por esos puntos suspensivos tan oportunos y tan bien colocados y por la abundancia de oraciones consecutivas para destacar situaciones límite. El dominio del idioma español que ostenta Galdós en todo momento es magnífico, sólo comparable al de Quevedo y Valle-Inclán. La expresión lingüística galdosiana es de gran valor artístico, como ha dicho la crítica actual de manera unánime. No sólo emplea el registro apropiado (culto, coloquial, vulgar) a cada personaje y situación, sino que se inventa numerosos neologismos, que amplían la información y aligeran el drama: educatriz, emperadora, bachillerazo, enfatuadas, reventantes, pipaónica, sosadas; emplea diminutivos en gran cantidad y con el mismo fin: apañadita, picaruelos, tamañitos, elegantona, poquillo, cigarrito, parlanchín; algún galicismo, ya que en ese momento el castellano no dispone de los términos útiles al concepto que quiere expresar (Galdós se disculpa muchas veces a lo largo de su carrera literaria, aborrecía el afrancesamiento de nuestro idioma), así como expresiones latinas y referencias religiosas, ya que la religión ocupaba entonces un lugar preeminente. Por ejemplo, Rosalía se enfada cuando se entera de que sus planes “matrimoniescos” (neologismo de Galdós) para el primo no pasarán de meras conjeturas: se le encara y proclama que no le importa con quien se case, aunque su mujer sea una “fuencarralera” (Olea, minuto 45), contexto algo distinto del de la novela: “¿A mí qué me importa? Ya puedes casarte con una fuencarralera o con alguna loreta de París…” (XXII). Olea elimina lo de la loreta, porque en la España del final del franquismo nadie conoce el significado de esa palabra, galicismo de lorette, mujer mantenida por un amante fijo, que debe su nombre a Montmartre, donde vivían muchas y cuya iglesia local era Nôtre Dame des Lorettes, antes de la construcción del Sacré Coeur (nota 132 de la edición citada). En esta ocasión, Galdós rinde tributo a la moda de incluir galicismos en nuestro idioma, costumbre tantas veces denigrada por él, así como abominó de la manía, entonces fina y chic, de mezclar el español con el francés, la esencia del spanglish actual, pero éste, por razones menos frívolas.

Ahora bien, la película es muy poco cuidadosa en el lenguaje. Acaso la necesidad de un bajo presupuesto impidió disponer de asesor lingüístico, aunque no es seguro que fuera a mejorar, a juzgar por el resultado de otras muchas: en ésta los personajes son apeados del ceremonioso buenos días, para saludar con el moderno hola, que en la época era una expresión de asombro (como ¡anda!, ¡ahí va!, o similares). Caballero habla del estado de Tamaulipas y de Brownsville, lo cual coincide, pero no me explico la razón de cambiar los banqueros de Burdeos por los de Marsella (dos veces en la misma secuencia), como no sea un homenaje al Conde de Montecristo. Y Amparo, como si hubiera estado escuchando la conversación entre Caballero y Rosalía, y coqueteando abiertamente con él, le pregunta por qué no piensa “volverse” a América, como en la escena anterior  Celedonia le pregunta si la “recuerda”, y Agustín, al darle a Rosalía entradas para una obra de teatro, comenta que “echan” “una” de Calderón, y lo dice en tono festivo, divertido, seguramente por la anacronía lingüística que acaba de cometer. Además, hay incorrecciones morfológicas como “meterse monja”, que dicen todos los personajes que emplean esta expresión. Y por citar unas cuantas, hay bastantes más.

Lo más relevante de las diferencias entre las dos obras es la ocultación del amor de Amparo por Caballero en el film y, no sólo afecta a la fidelidad del guión cinematográfico a la obra original, sino que constituye el mayor defecto de la película: Olea es incapaz de plasmar en su obra los esfuerzos de Amparo (ni de ningún otro personaje) para sobrevivir a la adversidad, su lucha interior para tener el valor de confesar a Caballero la verdad, sus intentos de escapar de la realidad. Por esta razón, Amparo aparece atormentada por su antiguo amor e incapaz de librarse de él y su boda con Caballero es de conveniencia en el film, mientras que en la novela priman sus reflexiones sobre su debilidad de carácter y la mejor manera de superarla para domar a la fiera en que se ha convertido el cura y lograr su silencio y su perdón por casarse con otro. En la novela Amparo aborrece a Polo con toda su alma, por sus modales salvajes, por su sacrílego proceder y por haber arruinado su vida, pero procura ocultarlo para aplacar al monstruo, otra cosa desagradable más, como todas las de su miserable vida. En la película confiesa con mucho pesar, y lágrimas en los ojos, su amor incondicional y eterno por el cura.

Quedan fuera de la película el relato de la vida campestre de Polo, el acertadísimo suspense galdosiano, el episodio del guante (“Yo conozco esta mano”, dice Marcelina, inflándolo para calcular la forma, XXX), la intervención de Nones para la huida de Amparo, la depresión de Amparo a conjunto con una lluvia torrencial y constante, la fría decisión de matarse en aquella casa que podía haber sido suya (“¡Qué sillería, qué espejos, qué alfombra…! Morirse allí era una delicia…, relativa…”, XXXIV), el cambiazo de Felipe de la sustancia letal que Amparo le manda comprar por un analgésico, su recuperación en casa al cuidado de Nicanora…, todo esto queda sustituido por la ira de Caballero, que rompe un espejo con un frasco de perfume (!). Esto es algo bastante opuesto al patético estado mental de Caballero -ira, estupefacción, duda-, que lo impulsa a decirle a Marcelina, cuando echa las cartas al fuego: “¡Quede usted con Dios o con el diablo, que ya tiene en el cuerpo, y me alegraré de que reviente pronto!” (XXXVI). Olea elimina también el secreto nefando, el pecado cometido, pues Amparo se lo confiesa a Caballero de viva voz, y dice que vio en Polo la figura de un hombre fuerte o “de un dios”, que no pudo ni quiso (!!) negarse a él, y culmina con la escena de la despedida de Rosalía a Amparo en la estación, llamándola puta repetidas veces (!!!) -cuando en la novela ni siquiera va a la estación-, y muchas otras cosas que hacen de Tormento una gran novela, una obra de arte.

 

MARTA GONZÁLEZ MEGÍA, MADRID, AGOSTO DE 2012.

 

BIBLIOGRAFÍA:

OLEA, Pedro (1974): Tormento, Madrid, José Frade, Prod.

PÉREZ GALDÓS, Benito (1953): Obras Completas, Madrid, Aguilar.

– (2011): Tomento, edición de Marta González Megía y Fernando Vela González, Madrid, Ligeia.


[1] Escena similar a las del cine alemán anterior a la Segunda Guerra Mundial (Murnau, Wiene, Lang, Pabst…), que reúne las mismas bases teóricas, las técnicas del impresionismo literario, que Galdós también cultivó más tarde con mucho acierto, como casi todo.

[2] Galdós está en todo: los hijos de Bringas se llaman Isabel, Paquito y Alfonso, como la reina, su marido y su primogénito.

[3] Igual que Amparo detesta el color negro, en la novela Polo reniega mentalmente de las ropas talares, tema recurrente en buena parte de los autores contemporáneos a Galdós que trataron en sus obras el amor de cura, como Pardo Bazán, Valera y Clarín.

 

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