[Artículo] Don Álvaro de Bazán, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 9 de febrero de 1888.

I

El centenario de don Alvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, que se pensaba celebrar en Madrid con espléndidas fiestas, tiene sin duda más resonancia el interés que el del Marqués de Santa Cruz de Marcenado, por la universal fama del héroe y su mérito eminente. Nadie preguntará quien es don Alvaro de Bazán, aquel guerrero insigne, estratégico de la mar, hombre por tantos títulos ilustre, a quien Cervantes llamó «Rayo de la guerra, padre de los soldados, venturoso y jamás vencido capitán». Es el Marqués de Santa Cruz una de las primeras figuras de un siglo fecundo en grandes hombres, el primer marino de la nación, cuyas armas dominaban el mundo por tierra y por mar, espejo de la nobleza, cuya vida fué una continuada y gloriosa serie de trabajos al servicio del Rey v de la Patria.

La biografía de este hombre insigne no cabe en pequeño espacio, pues se compone de hechos de armas de tal magnitud que uno solo de ellos bastaría hoy a crear una reputación. Don Alvaro de Bazán, nacido en la más alta nobleza andaluza, no conoció nunca la molicie, ni su existencia heroica se parece nada a la de los aristócratas de nuestros días. Navegó desde su tierna edad hasta el fin de sus días, siempre incansable, y en su escuela se forma¬ron multitud de capitanes ilustres.

II

Nació don Álvaro en Granada el 12 de diciembre de 1526, y era el tercero de una dinastía gloriosa de Bazanes.

Su padre, que se llamaba también don Álvaro, fué capitán general de la Armada en tiempo de Carlos V, y su abuelo también se señaló como guerrero. A los nueve años de edad, el que había de ser capitán insigne, corría por la cubierta de la galera de su padre. Sus juegos infantiles fueron el aprendizaje de marinero. ¡Qué diferencia entre esta manera de educarse y la que caracteriza a la encanijada y raquítica juventud de nuestros días! Así se formaban aquellos hombres de hierro, incansables, enemigos de la ociosidad, y que no podían vivir sino en el estruendo de los combates.

A los diez y seis años, en esa edad en que los jóvenes más precoces de nuestros días apenas son bachilleres y viven apartados de todo peligro por la cariñosa tutela de sus mamás, el joven don Álvaro tenía ya mando en la Armada de su padre, y poco después se batía como el primero en un combate empeñadísimo, que se trabó en la costa cantábrica entre las naves francesas y las españolas. El viejo don Álvaro mandaba nuestra escuadra que venció y apresó a la francesa, después de una lucha sangrienta en que los españoles perdieron trescientos hombres y el enemigo tres mil.

En 1554 mandaba ya don Álvaro, el joven, una división de nuestra Armada, que operaba en la persecución de piratas, para proteger el comercio de las Indias y vigilar las costas Berberinas. Aquí empieza una serie de proezas épicas, entre las cuales deben citarse la conquista del Peñón de la Gomera, el ata¬que de Ceuta, el socorro de Malta. Por estos servicios recibió el título de Marqués de Santa Cruz en 1569.

Dos años después ocurrió la más alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros, la liga contra el turco y la batalla de Lepanto, que arrancó a la Media Luna el dominio del Mediterráneo. Mandaba la escuadra aliada don Juan de Austria; mas don Alvaro de Bazán fué quien organizó aquel glorioso combate y quien lo decidió con su pericia y arrojo, pues al frente de la cuarta división acudió primero al socorro del ala izquierda, donde los venecianos se vieron gravemente comprometidos, voló después al centro para meter doscientos hombres en la capitana española que se batía desigualmente con la turca, salvó luego a la capitana de Malta, y reforzó todos los puntos débiles. Dominando con su genio incomparable todos los inciden¬tes de la acción, se presentaba con presteza suma en los sitios en que los mahometanos llevaban ven¬taja, y esta rapidez de los movimientos, su pronto y pujante auxilio, donde quiera que se necesitaba, decidieron el éxito de aquella jornada en que se jugaba el destino de Europa.

Al año siguiente un combate menos célebre que el de Lepanto, pero no menos glorioso, aumentaba la fama del primer marqués de Santa Cruz. Cerca de Navarino apresó la galera de Mahomet Bey, nieto del célebre Barbarroja, y en 1573 tomó la Goleta y se apoderó de Túnez. Una serie de combates y encuentros de menos importancia siguieron a aquella memorable campaña contra los turcos, hasta que la conquista de Portugal llevó a don Alvaro a los mares de Lisboa para cooperar a la campaña terrestre del Duque de Alba.

Esta guerra marítima fué breve. Bazán tomó a Setubal y forzó la entrada de Lisboa. Pero como esto no bastara a asegurar el dominio español en los mares occidentales, Bazán tuvo que hacerse a la vela hacia las islas Terceras, en persecución de la escuadra francesa que favorecía a los partidarios de la independencia portuguesa. Hallóse Santa Cruz en esta ocasión en situación muy desventajosa, pues sólo tenía veinticinco naves, y el francés cuarenta, de mejores condiciones que las nuestras. No se arredró por tal contrariedad, y estuvo maniobrando cuatro días, buscando posición ventajosa, hasta que pudo lograrla de barlovento y atacó sin tener en cuenta la superioridad del enemigo.

El combate fué tremendo y duró cinco horas, con horrorosa matanza. Dos marinos españoles de los más célebres, además del general, tomaron parte en ella: Oquendo y Villaviciosa. Éste murió en el ataque de la capitana francesa. El pretendiente portugués, don Antonio Prior de Ocrato, escapó en un buque ligero; murieron el portugués Vimioso y el francés Beaumont; fué hecho prisionero Strozzi, y murió al ser presentado a don Alvaro. Los prisioneros fueron muchos; la escuadra enemiga quedó desbaratada. Al dar cuenta el Marqués de Santa Cruz a Felipe II de aquella gran victoria, le decía con cierta displicencia que para otra vez dispusiese sus arma¬das con más y mejores navíos, pues se había visto muy comprometido con la superioridad manifiesta del enemigo, por el número de combatientes y por la calidad de las naves.

A consecuencia de esta indicación, Felipe le preparó una magnífica escuadra de noventa y ocho bajeles y diez mil hombres. Con tales elementos fué el héroe a la conquista de las Islas Terceras, la que verificó no sin esfuerzo, apoderándose de todos los puntos fortificados y dominando al fin aquel archipiélago, posición ventajosísima para las operaciones navales del Mar Océano.

Volvió Santa Cruz a Cádiz victorioso, en septiembre del 83, siendo aclamado con entusiasmo, y el Rey, en premio de tan señalados servicios, le dió la grandeza de España, le confirió la primera dignidad en la Marina y acrecentó sus estados y riquezas.

III

Este hombre insigne, de elevada alcurnia, sabia ser señor y grande en todas las ocasiones de la vida. La galera capitana española estaba adornada exteriormente con gran riqueza de esculturas y dorados. En tiempo de paz, que debía de ser, como se ha visto, muy breve, ostentaba el Marqués en las cámaras de la galera todo el lujo y esplendidez que podrían reinar en el más hermoso palacio de tierra firme. En su flotante alcázar obsequiaba Santa Cruz con soberbios banquetes a los amigos que le visitaban. Poseía riquísimas vajillas de plata, muchos criados y hasta músicos y cantores, que en las cortas temporadas de paz hacían olvidar el rugido de las tempestades y el estruendo de la artillería.

Después de la victoria de las Terceras, Santa Cruz escribió al Rey proponiéndole una guerra marítima contra Inglaterra. Aquel debió de ser el sueño del insigne guerrero, y no vacilaba en expresarlo como la cosa más natural del mundo.

«Y crea V. M.—decía—que tengo ánimo para ha-cerle Rey de aquel reino y aun de otros, y de allí se podrán tener más ciertas esperanzas de allanar lo de Flandes.» ¡Conquistar a Inglaterra! Hoy nos parece esto un absurdo, un delirio no menos risible que el de Don Quijote al proponerse conquistar el imperio del Micomicón. Pero en aquella época, y con hombres de tal temple, la empresa, aunque temeraria, no tiene nada de inverosímil. La prueba de que no lo era es que Felipe ordenó a su general que hiciese el plan de la expedición, y Santa Cruz escribió unas memorias, que no han visto la luz todavía, en las cuales señala los recursos y fuerzas de Inglaterra y Francia, las condiciones de las costas en aquellos países, el material que se necesitaba para la expedición, y un sinnúmero de datos referentes a pertrechos, víveres, etc. Los preparativos para esta magna empresa, cuyo estudio acredita el profundo saber del gran almirante, empezaron con gran sigilo, y estaban muy adelantados cuando Santa Cruz fué acometido de una grave enfermedad, y murió en Lisboa el 9 de febrero de 1588, a los sesenta y dos años.

Los más insignes poetas de su tiempo, Lope de Vega, Cervantes, Ercilla, Vicente Espinel y otros menos conocidos cantaron sus hazañas y lloraron su muerte. Fué también protector y amigo de las artes, y así lo atestiguaba su palacio del Viso, decorado con magnificencia y exquisito gusto.

El mismo año de la muerte del Marqués, organizó Felipe II la expedición contra Inglaterra. Todo el mundo conoce los formidables aprestos de aquella armada, que por ser la más grande que en el mundo se había conocido hasta entonces recibió el nombre de invencible antes de que la vencieran las tempestades. Felipe preparó con grandes dispendios su escuadra, pero no cayó en la cuenta de que habiéndosele muerto el más atrevido y experto de sus capitanes de mar debía mirar mucho a quien con¬fiaba el mando de aquella fuerza, destinada a sojuzgar a los ingleses. Pudo haber escogido su general entre los hombres de arrojo y experiencia que se formaron en la escuela de don Álvaro de Bazán; pero no lo hizo así, y elegido el Duque de Medina Sidonia, éste demostró su impericia desde que la tremenda escuadra se hizo a la vela en Lisboa. La invencible fué destruida por el temporal. Inglaterra que vivió algunas semanas en el pánico más espantoso, celebró con ruidosos festejos el providencial desastre que la libró del más grande peligro que a su independencia amenazara, y Felipe pronunció aquella frase célebre que demuestra la frialdad de su carácter o !a entereza estoica con que encerraba sus sentimientos en el fondo del alma.

IV

Pero a todo el que examina estos sucesos se le ocurre preguntar: «Si don Álvaro de Bazán no se hubiera muerto en febrero, si hubiera vivido siquiera todo el año 1588, y Felipe, como parecía natural, le hubiera confiado el mando de la escuadra en cuya organización trabajó tanto, ¿qué habría sucedido? ¿Qué transformaciones se habrían verificado en la carta de Europa? Los historiadores ingleses consideran la muerte del primer marqués de Santa Cruz como un hecho providencial desde el punto de vista británico. Es evidente que el vencedor de Lepanto y de las Terceras no habría cometido las enormes faltas de náutica que cometió el duque de Medina Sidonia, permitiendo la división y dispersión de la escuadra, contra el consejo de sus generales subalternos. Si llega a estar vivo Santa Cruz en mayo de 1588, ¿sería hoy Inglaterra lo que es? ¿Qué dinastía reinaría en ella? ¿Habría llegado tan pronto la emancipación de los Estados de Flandes? ¿Imperaría el protestantismo en el Norte de Europa?…

Pero hay que dejar a la historia como es, y no volverla del revés como se vuelve la manga de un vestido.

Lo que más admiración causa en hombres del temple del Marqués de Santa Cruz es aquella vida infatigable, aquel trabajar continuo sin cuidarse del lauro de la fama, y atendiendo sólo al servicio del Rey. Aquellos hombres se pasaban la vida luchando por los fueros de la patria, sin más estímulo que el de la conciencia, el de la fe y el del honor. Comparemos esta manera de proceder con lo que son y lo que hacen los grandes hombres del siglo XIX, principalmente en el terreno militar. Muchos llegan a los más altos puestos sin conocer la guerra más que en el nombre. Los más ilustres, aquellos cuya gloria no se escatima, sólo en muy contadas ocasiones se han visto frente a enemigos formidables. Si los héroes de tiempos pasados levantaran la cabeza y vieran el bombo que se da hoy a mediocres hazañas, se reirían de nosotros. Porque ellos, que desde los nueve años hasta el fin de su vida andaban ro¬dando por la cubierta de aquellos galeones medio podridos y sin condiciones de seguridad, faltos de instrumentos náuticos, de comodidades y aun de lo necesario para la existencia, se batían un día y otro con furia terrible, con dudosa esperanza de premio, en medio de mares casi desconocidos, sin puertos en que refugiarse y, lo que es peor, sin opinión pública que prontamente les alentase y aplaudiese, porque las más de aquellas proezas no eran conocidas sino mucho tiempo después, y sólo por reducido número de personas.

Téngase en cuenta que la noticia de las increíbles hazañas de Cortés en Méjico tardaban a veces años en saberse en Europa. ¡Y cómo llegarían de desfiguradas! Hoy el más modesto de los generales que operan fuera de la patria, no trabajaría contento si éste no supiese día por día, gracias al telégrafo, los más insignificantes lances de la expedición. Y en cuanto ocurre algo digno de loa, la prensa se desata en encomios hiperbólicos. Juan Sebastián Elcano dió por primera vez la vuelta al mundo en un cachucho que por milagro de Dios se mantenía a flote; pasó increíbles trabajos; llegó por fin a Cádiz, después de tres años de viaje, habiendo recorrido catorce mil leguas, y «nadie le dijo nada». Verdad que el Emperador le llamó a Valladolid y supo premiar su valor heroico; pero este sufragio de la opinión que tanto halaga a los hombres del día, fué desconocido para el gran navegante, como para todos los héroes de su tiempo.

El marino más arrojado y temerario de nuestros tiempos no se embarcaría hoy en la mejor de las naves que usaron Colón, Elcano, Magallanes o el Marqués de Santa Cruz. Si estos caballeros hubieran cogido un moderno trasatlántico de quince nudos de marcha, un crucero de combate o un acorazado, sabe Dios lo que habrían hecho.

Hoy toda precaución nos parece poca, y tenemos un miedo al peligro que está en razón directa de los medios perfeccionados con que lo evitamos. Aquellos hombres templados y de corazón grande, tenían un valor en consonancia con la falta de re¬cursos científicos y proporcionado a los peligros que por todas partes les rodeaban.

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