[Artículo] La cuestión de los estudiantes y otras cuestiones, de Benito Pérez Galdós
Madrid, 16 de diciembre de 1884
I
La llamada cuestión de los estudiantes ha venido a tener por nombre cuestión de los catedráticos. Aquellos infelices chicos apaleados no conservan de su actitud rebelde más que el propósito de no entrar en clase. Pero no se reúnen ya tumultuariamente ni dan que hacer a los agentes de la autoridad. Los profesores que creyeron holladas las inmunidades universitarias en los sucesos del 20 de noviembre, están decididos a obtener una reparación, y persiguen este objeto con gran tenacidad, tanto más firmes cuanto más desdeñoso se muestra el gobierno. A la primera exposición de los catedráticos contestó el ministro de Fomento con una Real orden arrogante, desfigurando los hechos.
Los ofendidos repitieron su demanda en un documento muy comedido y al mismo tiempo enérgico, valeroso. Esta segunda exposición no ha merecido respuesta del señor ministro. El estado de tirantez a que han llegado los ánimos con motivo de la soberbia ministerial, se agrava de día en día. Nuevos incidentes embrollan la cuestión, y entre éstos merece referirse la intolerancia del presidente del Senado al no permitir que se reunieran en los salones de la Cámara alta los senadores por las Universidades con el fin de tratar de auxiliar a los catedráticos en sus gestiones para alcanzar el desagravio que solicitan.
Pero la falta de atención del presidente del Senado, señor conde de Puñonrostro, no ha servido sino para encender los ánimos, sin ventaja ninguna para el Gobierno, porque los senadores por las Universidades y los catedráticos se reunieron en la casa del señor Moyano, senador por la central, y allí discutieron ampliamente todo lo que quisieron. Al mismo tiempo el señor Pisa Pajares, rector destituido, ha presentado ante los Tribunales su querella contra el coronel, jefe de Orden público. Las actuaciones en las diferentes causas formadas con motivo de aquellos sucesos continúan, y de una manera o de otra el Gobierno ha de sufrir fuerte quebranto el día en que, judicial y parlamentariamente, la cuestión, madurada y esclarecida, exija que se pronuncie sobre ello sentencia definitiva.
Porque la táctica del Gobierno en este asunto es echar tierra a las dificultades, envolver a los catedráticos en una atmósfera de desdén y olvido, dejar que corra el tiempo para que el cansancio enfríe los ánimos y llevar la sentencia a la cómoda fecha de las kalendas griegas. Cree que esto no es más que cuestión de amor propio de unos cuantos individuos y que si la atención pública, solicitada por otros sucesos más graves, deja de fijarse en ellos, concluirán por sentirse en el vacío, se aburrirán y se dividirán, y una vez divididos, ni en los Tribunales ni en las Cámaras podrán oponer una acción consistente a los desdenes ministeriales. Pero se equivocan si piensan esto. Los catedráticos, perfectamente unidos, no desmayarán. Muchos de ellos son senadores y diputados y las Cámaras se abren el 27 del presente.
Por cierto que el reanudar las sesiones el 27 de diciembre, cuatro días antes del fin del año, indica claramente que el Gobierno conservador no se encuentra bien sino cuando administra en dosis muy homeopáticas el régimen parlamentario. Las múltiples y graves cuestiones de esta temporada, la universitaria y la sanitaria, los tratados de convenio, las proyectadas leyes de Gracia y Justicia y Gobernación exigían que el Parlamento estuviese abierto. Pocas veces, como ahora, han pedido los sucesos políticos discusión y luz. Pero el Gobierno lo entiende de otro modo y desea desarrollar su gestión en la oscuridad y el silencio. Las, Cámaras se abren por cumplir la letra del precepto legal, y se abren al expirar el año, quizá para cerrarse pronto. La representación nacional deja muy atrás a los estudiantes en su amor a las interminables vacaciones. En todo el año de 1884, que toca a su término, nuestras Cortes apenas han funcionado cuatro meses. Inauguróse el año con la entrada del partido conservador en el Poder, a la cual siguió, como era natural, la campaña de las elecciones generales. Las Cortes, abiertas en marzo, emplearon más de dos meses en la discusión del Mensaje y en el examen de actas. El resto del tiempo, empleado en recriminaciones personales, apenas bastó para los graves asuntos de gobierno y administración. Atropelladamente se discutieron, no los presupuestos, sino la autorización para plantear los del año anterior, y por autorización se legalizaron de antemano las reformas de nuestras Antillas, que el Gobierno ha ido planteando laboriosamente.
Cuando tanto queda por hacer, este fecundo año de 1884 sólo obtiene de la munificencia gubernamental cuatro tristes días más de régimen parlamentario. El tal año se perderá, seguramente, en la serie del tiempo con la convicción de haber sido un año absolutista.
Si las sesiones se prolongan una vez entrado el 85, no les faltará materia rica y abundante. Los proyectos de codificación, civil y penal, ocuparán mucho, y también los tratados de comercio con Inglaterra, Holanda, Rusia y otras potencias del Norte. El de Inglaterra, que es el que más nos interesa, parece que al fin despierta del sueño en que dormía en el ministerio de Estado. Por esto merece alabanzas sinceras el gobierno presidido por el señor Cánovas, y ningún español imparcial puede escatimárselas.
La historia de este tratado es la siguiente: durante el breve ministerio de la izquierda, el señor Ruiz Gómez, a la sazón ministro de Estado, pactó con Inglaterra un modas vivendi como preparación de un tratado en regla que había de celebrarse entre las dos potencias. En el protocolo que firmaron dicho señor Ruiz Gómez y el ministro inglés Mr. Movier, concedíamos a Inglaterra el trato de nación más favorecida, y ella, en cambio, elevaba su escala alcohólica hasta los 30 grados Sykes, con lo cual nuestros vinos flojos tenían asegurada una regular colocación en el rico mercado de aquel reino.
El modus vivendi debía regir por cinco años, y sería sometido a la aprobación de las cámaras de ambos países. En él se establecían bases para llegar al tratado definitivo en condiciones aún más ventajosas para el comercio anglo-español.
Pero el ministerio de la izquierda duró poco; fué como un sol de invierno. Los hielos de enero se llevaron todas las esperanzas de aquel seguro partido y arrastraron consigo todos los ensueños de la democracia dinástica y los planes de tratados y el protocolo. El advenimiento inesperado del partido conservador hizo creer que el modus vivendi, tan bien recibido por la opinión en España e Inglateterra, sería sepultado en un nicho de nuestro archivo diplomático, pues siempre fué el bando conservador muy contrario a la política expansiva en asuntos comerciales. La idea proteccionista tuvo siempre su más firme apoyo en el partido dirigido por el señor Cánovas, como lo muestra la violenta campaña sostenida en contra del tratado con Francia en tiempos no lejanos.
Mas por esta vez, el partido conservador ha cambiado, al parecer, de táctica en las cuestiones de política comercial. No sólo ha celebrado el tratado cubano-americano, sino que se dispone a realizar el proyectado modus vivendi con Inglaterra, presentando a las cortes en el próximo enero el proyecto arrinconado hasta ahora en la cancillería de Estado.
II
Todo el año que corre se ha pasado en vacilaciones y contradictorias noticias. Ya se daba por abandonado el proyecto ante la formidable presión de los intereses proteccionistas; ya se anunciaba su resurrección, mas con tales pretensiones de nuestra parte, que no se creía posible que Inglaterra las aceptase. Por fin, parece que la cosa va de veras, concederemos a Inglaterra el trato de nación más favorecida, recibiendo de ella la elevación de su escala alcohólica hasta los 30 grados, con la esperanza de que en una negociación que se entable más adelante conseguiremos los 32 grados. De este modo nuestros vinos baratos entrarían en el mercado inglés en condiciones muy beneficiosas y podrían hacer formidable competencia a esa agua que emborracha, a ese brevaje incalificable, compendio de dos los malos sabores posibles, a la cerveza, en fin. ’
¡Si este ideal de nuestros vinicultores se realizara, qué vuelo tan grande tomaría nuestra exportación de vinos! La producción, que hoy se eleva a muchos millones de hectolitros, sería aún mayor, porque plantaríamos viñas en toda la extensión de la fértil Castilla. Calcúlese lo que sería del lado allá del Canal, un duelo a muerte entre la cerveza y el vino. La cerveza, no hay que dudarlo, se defendería rabiosamente e insultaría a su rival con espumarajos de rabia.
El noble vino se indignaría con cortesía, no olvidando jamás su origen naturalmente hidalgo. No es un producto industrial, no es una combinación, no es una engañifa plebeya como la cerveza; es la más antigua de las industrias agrícolas, y tiene en su abolengo el nombre de Noé, y en su escudo el cáliz, símbolo de la Eucaristía. Trabaríase una lucha colosal en aquellos expertos paladares, en aquellos estómagos fuertes, en aquellas cabezas más fuertes aún. Los ingleses son los hombres más ingeniosos de la tierra; son también los más bebedores. ¿Aquello depende de esto? ¡Quién sabe!
Los primeros lances del duelo serían quizá desfavorables para nuestro producto; pero después, lentamente iríamos ganando palmo a palmo el terreno. La cerveza, derrotada en el terreno del gusto, se refugiaría en el de la baratura. Los fabricantes, con los inmensos elementos industriales que poseen, la darían a un precio ínfimo. Llegaría a ser más barata que el agua. Nosotros, al mismo tiempo abarataríamos nuestro vino. Cosechado en cantidades colosales, lo daríamos a los ingleses a precios muy arreglados, y las miles de tabernas de la inmensa metrópoli venderían el cuartillo al tipo que se vende en Madrid. Hoy mismo la naranja, que no paga derechos, se vende en Londres, al menudeo, al mismo precio que en las calles de nuestra Villa, y a veces más barata.
Suponiendo que venzamos en la contienda, fácil sera considerar la transformación que se ha de verilear en la embriaguez inglesa.
Ese estado de torpe y rudo embotamiento en que suele presentarse a la conmiseración de sus semejantes el obrero inglés, se trocaría en un estado de excitación jocosa y maleante. La ingestión del vino en vez del amargo zumo del lúpulo, sería como si en aquellos cuerpos robustos y adiposos se introdujeran elementos de esta naturaleza caldeada por un sol vivo. Sería la transvasación del espíritu andaluz ei1 las venas de la gente más sesuda, más grave, mas trabajadora que ocupa la tierra. Probablemente se concluiría esa horrible manifestación neuropática que se llama spleen, y en cambio tomarían carta de naturaleza en el genio británico la jácara, la verbosidad, la inquietud y otras muchas cosas que debe llevar en su sustancia el zumo de la vid.
Por esto es un delirio. Lo que hará esa raza ponte es llevarse nuestro vino, usarlo, pagárnoslo muy bien y embriagarse con él razonablemente, sin abandonar su porter. Es más; cabe dentro de lo posible que nos traigan aquí, al amparo de la libertad de concesión, verdaderos ríos de aquel amarillo licor, de aquella imposible y amarguísima cerveza, y nos hagan creer que es mejor que el vino y nos aficionen a ella, y nos intoxiquen con ese mal del horroroso spleen, poniendo aquí la escuela de la embriaguez pesada, sombría y tétrica.
Nuestra afición a todo lo extranjero nos permite esperar que esto pueda pasar así. Hay otra solución probable. Con el Tratado de comercio, con el cambio fecundo de los productos del suelo por los de la industria, resultará que los ingleses beberán más que ahora, cosa que parece imposible, y consumiendo mucho más vino, no disminuirán la dosis de cerveza. Actualmente la cifra del líquido que entra anualmente por las bocas de los habitantes de Londres espanta. Podría flotar una escuadra en él. Los cuatro millones de londinenses se beben en un año ciento ochenta millones de cuartillas de cerveza, ocho millones de aguardiente y treinta y un millones de vino. Verdad que esto no parece mucho si se considera que esos mismos cuatro millones de habitantes tienen que digerir anualmente cuatrocientos mil bueyes, un millón quinientos mil carneros, ciento treinta mil terneras, doscientos cincuenta mil cerdos, cuatrocientos millones de libras de pescados, quinientos millones de docenas de ostras, un millón y medio de langostas, tres millones de salmones, con más otras muchas golosinas que no entran en la estadística.
III
Ya que de Tratados de comercio me ocupo, no debo pasar en silencio la inquietud que aquí han producido las noticias de Wáshington, donde parecen correr malos vientos para el Tratado entre Cuba y los Estados Unidos, producto de un trabajo tenaz y de negociaciones muy laboriosas.
Las ventajas que nuestra Gran Antilla ha de reportar del Convenio son tales, que si las Cámaras norteamericanas no lo aprobasen el desaliento y la desesperación se apoderarían de los agricultores cubanos. Se espera, no obstante, que el Gobierno de la Unión vencerá los obstáculos que el proteccionismo quiera oponer a esta obra grande, útil y civilizadora.
Las ideas proteccionistas tienen gran predicamento en aquel inmenso y maravilloso país, en medio de los asombrosos progresos de la industria. Tal fenómeno no lo comprendemos aquí. Parécenos que los monopolios son producto de los países viejos, gastados y comidos del orín de la rutina. Pero
no sucede así. Los Estados Unidos, con su colosal producción de cereales, sus talleres grandiosos, sus explotaciones fabulosas de maderas y de metales, tienen un arancel que deja muy atrás el de las naciones europeas más refractarias a la libertad comercial. Y el Tratado de Cuba viene a romper de un golpe estas tradiciones. Los cultivadores de caña de Luisiana, los tabaqueros de Virginia y otros se oponen a la libre entrada de los ricos productos antillanos, con los cuales, en igualdad de circunstancias, es imposible la competencia. Amenazados en sus intereses, soliviantan la opinión, emprenden vigorosa campaña contra el tratado, y milagro será que no lo hundan y empapelen, atacándolo solapadamente en ambas Cámaras por el sistema obstruccionista.
Hay quien cree que. el tratado triunfará, que el presidente Arthur y el Gobierno, dignamente representado en Madrid por Mr. Foster, tienen vivo interés en que el tratado se apruebe, por considerarlo altamente favorable al comercio y aún a la política norteamericana. Pronto lo veremos.
IV
La proximidad de las festividades de la Pascua lleva las cosas políticas a un estado de dulce somnolencia. Hablando con sinceridad, diré que ahora la gente no piensa aquí más que en comer. Es una tregua que se otorga a todas las preocupaciones, a todos los afanes del año viejo. El nuevo nos halla siempre hartos, pero más afanosos y atareados que antes de San Silvestre. Madrid toma en estos días un carácter especial de cordialidad, de alegría, de franqueza. Luego, a los mil alicientes de esta temporada, se une el de la lotería. ¡La lotería! Esta lotería de Navidad despierta un interés extraordinario, porque no vayan ustedes a creer que se trata de una bicoca.
Quinientos mil duros son el llamado premio gordo, y hay además otros muchos premios muy bonitos, y un infinito número de premios pequeños y aproximaciones y reintegros. Todos los españoles nos creemos señalados por la providencia para merecer el ansiado galardón de la suerte en esta solemnidad del 23 de diciembre. En dicho día ¡cuánta desilusión, cuánta cara triste, cuántos cálculos desvanecidos como el humo, cuántas cuentas que no salen! Sólo hay unos pocos que se manifiestan en la calle con semblante resplandeciente; hay unos pocos a quienes ha tocado la suerte, y estos son los héroes de la Pascua. Una de las cosas de más interés en los días que suceden al 23, es averiguar quién ó quiénes han sido los agraciados. Algunas veces el gordo ha caído entero en el bolsillo de algún ricacho o en la caja de alguna casa de Banca muy sólida. En tal caso, el hecho reviste poco interés, y es consignado como una grande e inexplicable chifladura de la Divina Providencia. Pero suele acontecer que el gordo caiga distribuido entre veinte, treinta o cien familias que se repartieron los décimos y dieron luego papeletas comanditarias a otras familias, y cuando esto ocurre, el público no descansa hasta saber los nombres de todos y cada uno de los agradados, así como su condición social. Hay quien se rompe la cabeza por averiguar qué van a hacer los infelices con tanto dinero.
La Pascua es realmente una temporada alegre, dereconcentración de la familia, de calor doméstico y gandeamus general. ¿Pasa lo mismo en todas partes? Esta Pregunta me la hice repetidas veces sin acertar con la respuesta. Seguramente las Pascuas es una gran festividad en todos los países en que impera el catolicismo; pero al mismo tiempo que admito esto como una verdad, no me cabe en la cabeza que en los países donde no hace frío, la Pascua sea lo que es entre nosotros. Porque la Pascua y el frío se unen de tal modo en mi mente, que no los puedo separar. Y discurriendo sobre ellos me doy a pensar cómo será esta festividad en las regiones católicas, de tal modo situadas en nuestro planeta, que corresponda el verano a los meses de diciembre y enero. ¡La Pascua de Navidad en la canícula! ¡Qué cosa más rara! Parece imposible que esto pueda ser así.
Por más vueltas que le doy no sé cómo es esa Nochebuena de verano… ¡Qué estravagancia! ¡Nochebuena con puertas y ventanas abiertas, sin fuego, sin hogar, entre bocanadas de aire cálido y música de mosquitos trompeteros, algunos de los cuales se posará en la calva del San Je sé de los Nacimientos!… Esto no parece posible. Navidad sin lumbre, sin horno, sin pasteles, sin otra cosa caliente que el alcohol de las embriagueces populares… ¡Los helados sustituyendo al pavo!… ¡La limonada usurpando el puesto al besugo!… Pero la Geografía es capaz de jugarnos esta mala pasada y aún otras peores. Es la más positiva de las ciencias, y contra ella no hay silogismos. Venerémosla y aceptémosla como aceptamos, sin chistar, la redondez y marcha del mundo en que nos ha tocado nacer. Celebremos la Pascua donde nos coja, y deseemos a cuantos sienten y hablan como nosotros, donde quiera que estén, un feliz Año Nuevo.