[Artículo] El mal tiempo y otros asuntos, de Benito Pérez Galdós
Madrid, abril 30 de 1883.
I
No se crea que hablo hoy del tiempo por no tener, como en las visitas acontece, temas substanciosos de que ocuparme. Asuntos hay de no poco interés, y a ellos voy; pero quiero consagrar a los fenómenos meteorológicos algunas lineas, aunque no sea, sino como protesta contra la insufrible primavera de agua, fríos, hielos, granizos y aún nieves, con que ha querido probar nuestra paciencia el cielo despiadado. Porque yo he visto en Madrid primaveras desapacibles, pero como la presente no he visto ninguna. Hay quien cree que en el planeta ha ocurrido un desquiciamiento; que ya no estamos donde estábamos, y que aún hemos de ver mayo. res y más graves perturbaciones atmosféricas. Y, no falta quien relacione esto con los pasados terremotos, sacando a relucir unas teorías científicas muy chuscas. Los que tal piensan, son, justo es decirlo, los mismos que vieron surgir inesperadas islas en las costas de Granada y Málaga, los que vieron al nevado Mulhacen apabullarse no sé cuántos metros, y los que profetizaron que la mar salada llegaría muy pronto nada menos que hasta Linares, que es lo mismo que hacer desaparecer toda la tierra de María Santísima. No creo en desplazamientos del planeta, ni puedo relacionar los terremotos con la atmósfera; pero reconozco que el tiempo que llevamos, es una indignidad, que por muchos pecados que tengamos no merecemos perecer a diluvio lento, como pereciendo estamos desde febrero, y que nos vemos forzados a protestar como madrileños y como españoles, contra la inexorable ley que ha convertido nuestra capital en una charca y nuestra primavera en un ingrato y lacrimoso invierno. Porque, creedlo, poco nos falta a los madrileños para criar musgo. El paraguas, ese antipático objeto, al cual no sé si llamar mueble o prenda o adminículo, ha venido a ser una prolongación de nuestras extremidades superiores, algo como un miembro más. Poco ha faltado para que, en vez de coches y tranvías, nos lleven de una parte a otra canoas y vaporcitos. En fin, que esto no es vivir, que esto es un engaño de la naturaleza, y si los humanos hubiéramos pagado alguna cuota de admisión al entrar en el mundo, era cosa de que dijéramos ahora que nos devolvieran el dinero.
Los efectos de este temporal en la vegetación, pueden calcularse. Los árboles no saben los que les pasa. Ya tenían todo preparado para vestirse de nuevo, y esta es la hora que ni aun la camisa se han podido poner. Están todos ellos cariacontecidos y mal humorados en los parques y jardines. Algunos hay tan impacientes y de genio tan vivo que contra viento y marea han echado la vestimenta de hojas.
¡Pero buena se les ha puesto! El temporal les ha despojado ofreciéndoles desnudos y corridos a las burlas de sus compañeros. Nada digo de las flores, porque estas pobres están que no les llega la camisa al cuerpo. Los imprudentes que se lanzaron a la calle sin saber lo que les esperaba, se han encontrado con que todo aquello que los poetas dicen del beso del Sol y de la brisa juguetona es pura farsa, y ahora salen con que los han engañado. Consternadas se las ve en los macizos de los jardines, hechas unas Magdalenas, si no por lo pecadoras por lo lloronas. El ejército de virginales y arrogantes lilas, que es la principal gala de Madrid en mes de abril, ha retrasado su entrada. Otros anos se las ve venir de golpe. Aparecen los gallardos racimos todos a un tiempo, y como si obedecieran a una voz de mando, abren simultáneamente y nos ofrecen un aluvión de fragancia deliciosa y de color purísimo. Este año la anarquía reina en el interesante mundo de las lilas. La inmensa mayoría de ellas se han detenido esperando mejor tiempo; pero algunas o por impaciencia o por ese afán de distinguirse que se suele ver hasta en lo vegetal, se han echado a la calle. La cosecha será, pues, este año desigual; no veremos el Retiro hecho un inmenso ramillete. Vendrán las lilas por tandas o divisiones, y su breve reinado será menos hermoso.
II
¿Y qué diré de los pobres gorriones, esos pájaros libres, mendigos, rapaces, y que no obstante, son los más graciosos y quizá los más listos del reino ornitológico?
Tengo vivas simpatías por estos caballeros, los ratones del aire, que viven del merodeo y la rapiña. Su traje no es de los más elegantes; visten de paño pardo, y no se decoran con vistosas o relucientes plumas. Su figura no es muy airosa. Distínguense por su agilidad, aunque suelen estar muy gordos, por su buena vida que se dan asaltando graneros, robando semillas y probando todas las frutas y hortalizas tempranas.
Hay en ellos algo del gitano y del pilluelo de las calles. Se adaptan todas las formas de la civilización y del salvajismo, por lo cual se les compara a los flexibles y vividores individuos de la familia ratonil.
Lo mismo saquean el jardín del rico en la opulenta capital, que la pobre mies del aldeano. Cuando
hacen sus nidos, que son los más primitivos del mundo, generalmente compuestos de dos inseguras pajas sobre dos no muy iguales palitroques, echan la garra a todo lo que encuentran. Lo mismo apandan el filamento arrojado en el campo, que la hilacha caída del estuche de costura de la señora. Son cosmopolitas. Para ellos no hay climas malos, ni terrenos ingratos, ni casas pobres, ni árbol despreciable. Hechos a vivir a costa ajena, o sobre el país, como suele decirse, no se toman a veces el trabajo de hacer nidos, acomodándose muy ricamente en los de las golondrinas; y cuando éstas vienen y se encuentran sus casas ocupadas, ármanse unas marimorenas de mil demonios.
Pues bien; hay que ver a estos caballeros con la horrible temporada que llevamos. Da dolor verles por ahí sin saber a qué santo encomendarse, con unas caras amilanadas y abatidas que dan compasión. Se guarecen del agua en los huecos de las cornisas, y desde allí tienden una mirada de angustia a los cielos despiadados y a la tierra húmeda. No sé de qué artimañas se valdrán para proporcionarse sustento; pero ellos no han de dejarse perecer. En cuanto clarea un poco, se lanzan en bandas famélicas a las calles, y acometen hasta los carros cargados de mercaderías, por ver si hay entre ellas algún grano. La paja la revuelven como cosa propia, y, ¡ay de la huerta o jardín en que despunte algo que a ellos les convenga! El arte con que sacan las semillas recién plantadas es un arte admirable; y ya no valen contra ellos esos espantajos y máquinas que se usan, remedando la figura humana. Hace tiempo que la clase ha aprendido a despreciar estos muñecos, y se da el caso de profanarlos y vilipendiarlos con toda clase de suciedades.
III
En cuanto a las golondrinas, alegres mensajeras del buen tiempo, basta decir que estamos a fin de abril y todavía no han venido sino en pequeñas partidas o avanzadas a la descubierta. La dase o colectividad continúa en la emigración, esperando sin duda a que las exploradoras digan que se puede pasar. Cuando las golondrinas vienen tardías, suele ser más frecuente lo de encontrarse sus domicilios ocupados por los audaces y desalmados gorriones; pero éstos pagan caro a veces su poca vergüenza. Las golondrinas tienen hábitos y modales enteramente contrarios a la de aquellos bandidos. No merodean, no viven sobre el país, no esquilman los campos, huertas y jardines, y en vez de hacer daño al agricultor le protegen limpiando el aire de insectos dañinos. No prueban los vegetales y hacen sus casas de barro. Por esto son tan queridas y respetadas y figuran en las tradiciones populares y consejas piadosas, como seres benéficos. Jamás se ar-man trampas contra ellas y su instalación en el alero de la casa rústica o del señoril palacio se considera siempre de buen agüero.
Si se quiere oír hablar pestes del tiempo de la primavera y de este diluvio lento en que vivimos, no hay más que arrimarse a un grupo de taurófilos. Llegan hasta la blasfemia y reniegan de la Providencia como si fuera un mal presidente de corrida, merecedor del terrible alarido: ¡no lo entiende usted! Y sino para blasfemar, líbrenos Dios, motivos tienen los tales para quejarse, porque no hay cosa más sin gracia que toros con capa. Esta gallarda y siempre alegre fiesta requiere calor, luz. Sin estos elementos fáltale animación, alegría y tono. Los toros, entristecidos, no dan juego y prefieren dejarse matar sin lances. Los toreros lo echan todo a barato, y el público, que es el actor más interesante de estas bárbaras tragedias, tirita en las gradas. Nada hay más triste que ver capas en los tendidos. La Plaza sin abanicos y naranjas parece recinto adusto donde va a darse una conferencia abogando por la protección a los animales.
Consolémonos todos, hombres y gorriones, con que vendrá al fin el buen tiempo, aunque tan tarde que a estos días glaciales suceda un verano, como suelen serlo los de esta tierra, pegajoso y sofocante. O mucho me engaño, o en mayo nos asaremos, y soltaremos esta murria, y habrá flores por todas Partes; los árboles estarán completamente vestidos de gala y habrá toros con sol, que es cuanto hay que pedir.