Artículos periodísticos de Benito Pérez Galdós

EJECUCIONES

Esta semana ha sido fecunda en acontecimientos fúnebres. Cuatro desgraciados criminales han sido ajusticiados en Colmenar Viejo y en Alcázar de San Juan, presentando a estos pueblos el espectáculo de la última pena en toda su repugnancia. Además, el Destino ha proporcionado a la justicia humana un nuevo triunfo en la prisión del soldado Esteban Navarro, autor del doble crimen perpetrado en el Campo del Moro. Ya este infeliz, puesto en manos de los tribunales, prevé el triste desenlace del drama que también desempeñó, y su nombre es continuamente traído y llevado por la impertinente chismografía de los periódicos noticieros, que no cesan de comentar su vida, revistiéndole de cierto carácter novelesco, haciéndole interesante con la relación de algunos episodios de su vida, de sus palabras y de las pinturas más o menos alegóricas con que adorna las paredes de su calabozo.

Apartemos todo lo posible la imaginación de este desgraciado, de la muerte que le espera y de los cuadros patibularios que traza la brocha churrigueresca de La Correspondencia.

EL GENERAL PRIM

La curiosidad pública continúa huroneando en busca de cierto simpático general, que tan pronto está en Bayona como en Suiza, tan pronto se pasea por las orillas del sombrío Rhin como del alegre Arno. Ya que los hurones oficiales no pueden esgrimir tras él su bastón, se despacha en su busca al telégrafo, intruso correveidile que está al servicio de la suspicacia ministerial [1]. Los que tanto desean verle, conténtense con admirar su retrato en la batalla de los castillejos, pintada por Sanz y expuesta desde hace algunos días en la escalera de la Academia de Bellas Artes.

Este cuadro es inferior al de los náufragos de Trafalgar, que tanta aceptación tuvo en la Exposición del 62, y aun al de Hernán Cortés, que pintó hace un año. La figura de Prim es regular; el caballo sería bueno si su vientre no se pareciera un poco al que monta en la Plaza el señor rey Don Felipe II. Al lado de algunos voluntarios bien tocados se encuentra un grupo de moros, de los cuales uno tiene una posición incomprensible y un aspecto vulgar. El coronel que sigue a caballo la marcha heroica del general no expresa nada: más bien parece pasar revista pacíficamente en su batallón que encontrarse en la más difícil peripecia de una gran batalla. En cambio, el moro que aparece en segundo término, evitando con la cabeza oculta entre las manos el golpe de un voluntario, es admirable; en la pequeña parte que se ve de su cuerpo ha sabido el artista expresar el movimiento instintivo de la defensa.

En el resto del cuadro hay rasgos buenos, aunque escasos; la perspectiva lineal es buena, pero la atmósfera deja mucho que desear. Sólo el fondo está bien entendido: se ve en él esa niebla de los fogonazos, esa confusión de cabezas coléricas, lívidas, que aparecen vaporosas sobre el humo, como los demonios de un Sabbat, ese movimiento a que Víctor Hugo llama el quid oscurum de las batallas.

ESTADO DE MADRID

La Corte ha partido para La Granja. Si estuviéramos en el siglo XVII, Madrid estaría a estas horas como jaula sin pájaros. Trasladada a los sitios reales la alta sociedad, la capital quedaría reducida a un inmenso villorrio, donde habitaría solamente la gente de poco más o menos; sería Madrid como era en los veranos de hace dos siglos: una inmensa sartén donde el comerciante, el soldado, el aguador, el esbirro, pasaban los días calurosos, mientras el noble, el general, el político, el artista, el poeta, seguían los pasos de las reales comitivas camino del Escorial o de Aranjuez.

Pero como estamos en el siglo XIX, aunque muchos, cuyo nombre callo, viven o quieren vivir en aquellos felicísimos tiempos, sucede que la Corte se marcha y Madrid se queda lo mismo que estaba, con su buena sociedad, sus artistas, sus literatos, su insaciable sed de espectáculos, su desordenado apetito de diversiones y su inalterable chismografía.

Esto consiste en que en torno de la Corte, propiamente dicha, se han levantado poco a poco otras cortes y otros tronos; junto a las rancias y apergaminadas aristocracias se han levantado otras aristocracias, si la nobleza de la sangre sigue a la Corte, la nobleza del dinero permanece en Madrid; las lujosas tiendas continúan abiertas, ofreciendo al público sus variados adminículos; el lujo y la moda, que no abdican ni son destronados jamás, reciben diariamente sus cortesanos, oyen continuamente la adulación de sus palaciegos en esa halagüeña armonía que forma el oro cuando pasa del bolsillo del consumidor al cajón del comerciante. En tanto, la aristocracia del agio espía en las antesalas de la Bolsa una sonrisa del rey Mercurio, que vale más que la sonrisa de un Felipe IV; un alza oportuna, que vale más que un empleo de oidor en Indias o ser nombrado capitán de los ejércitos de Flandes.

Si la aristocracia de la sangre sigue a la Corte en sus expediciones veraniegas, la aristocracia del arte permanece en Madrid. Los discípulos de Velázquez no se cargan el pesado caballete y la caja de colores para situarla en un pasillo del palacio de Aranjuez, con objeto de estereotipar la trompa nariz de Olivares o la tísica fisonomía de Carlos II. Los pintores de hoy, aunque inferiores a los de ayer, permanecen en la capital, dedicados a fomentar un glorioso renacimiento a producir obras que igualen o aventajen a las de los extranjeros.

Si la aristocracia de la nobleza sigue, arrimada a las cosas reales, el camino de La Granja, la aristocracia de las letras no fabrica allá en los palacios de verano improvisados teatros para representar autos sacramentales e ingeniosas comedias de capa y espada. Dedicada al estudio, emprende una gran lucha con lo antiguo para crear la escuela, reflejo de nuestro siglo, y dar esplendor a la literatura moderna.

Si la aristocracia de la política, los ministros, siguen a los reyes, la aristocracia de la opinión, la Prensa, queda en Madrid, para juzgar sus actos, para ostentar la terrible lucha con lo convencional y lo reaccionario.

Si una Corte se va, otras se quedan; deidades que el tiempo ha coronado, tienen sus tronos, sus altares, su sacerdote y su pueblo en la capital de España, y estas deidades no emigran nunca. Consolémonos de la partida de la Corte, porque ahora aquello de Madrid se queda sin gente.

No importa que un noble encopetado haga, por costumbre, por moda o por hacer algo, un viaje a París, a Baden o a Suiza. Madrid es muy grande para que se note esta falta, aunque el personaje sea tan importante, de tanto peso en el ánimo del público, que su salida restablezca el alterado equilibrio, como sucede con González Bravo [2] que hace tanto tiempo pesaba sobre esta pobre gente como un mal recuerdo, como un terrible remordimiento; que estorbaba como un enorme fardo cuando ocupa inútilmente el espacio y entorpece la marcha.

Sin duda la sinfonía discordante con que fue saludado el domingo último en la Plaza de Toros le decidió a tomar más que de prisa el camino de París, espantado de que los desenvueltos madrileños hicieran tan pronto leña de un pobre árbol caído.

A propósito de París: ¿qué acontecimiento tan terriblemente gracioso ha ocurrido en aquella capital, llamando la atención todos los parisienses, dando que hablar a los periódicos satíricos, que no hacen más que traer y llevar el nombre de un personaje español, héroe de tan trágico sainete [3]? Echemos un velo sobre ese incidente, porque la Historia, como dice Lamartine, tiene su pudor.

FUROR NEOCATÓLICO

El Pensamiento, La Regeneración y La Esperanza no han cesado de publicar sendos catálogos de firmas, inmensos álbumes de piedad revolucionaria, donde los inocentes borregos han estampado con frenética unción sus nombres, con objeto de protestar contra el reconocimiento del llamado reino de Italia [4]; los obispos han disparado el cañón rayado de sus exposiciones, con el fin de hacer vacilar ciertos propósitos, de inocular la duda en ciertos espíritus. Todos han conspirado contra un propósito nacional; han puesto en práctica todos los medios de mística amonestación y de amenaza violenta; pero, al fin, sus voces discordantes, sus protestas coléricas no han sido escuchadas; están condenadas a morir de rabia, arrastrándose en el polvo deletéreo de las sacristías.

Inútil es decir que ha sido recibida con cierta satisfacción la noticia de este pequeño golpe dado a una insolencia que por tanto tiempo se ha enseñoreado en la política y en la enseñanza.

PARTES TELEGRÁFICOS DE LA GRANJA

Anteayer se esperaban con ansiedad los partes telegráficos de la Granja; al fin los diarios noticieros publicaron por la noche el acuerdo de la Corona con el Gabinete y la destitución del Arzobispo de Burgos, que deja de ser el ayo del Príncipe de Asturias.

Eso es lo que ocupa todos los ánimos; todas las conversaciones versan sobre este punto. Se habla también de la partida de la Corte a Zarauz y de proyectos de entrevista con el Emperador de los franceses.

PARTIDA DE LA CORTE A ZARAUZ

Al fin la Corte ha salido para Zarauz.

El momentáneo prestigio de La Granja ha desaparecido. Cesó la animación que allí reinaba, y las cuadrillas aristocráticas que circulaban alegremente por los jardines han remontado el vuelo a otras regiones. El encantador Sitio, el Edén del sibaritismo, ha quedado sumergido en una profunda tristeza, a pesar de sus jardines, de sus laberintos, de sus cascadas y de sus obeliscos. El viento murmura tristemente en las enramadas, lo mismo que antes murmuraban las galerías las lenguas cortesanas. El ruiseñor, pajarraco que han divinizado los poetas, alimaña charlatana y cultiparlante, se entretiene en cantar a las plantas sus inocentes amoríos, ahora que no viene a turbar el silencio de las noches el rumor de las aventuras de los dandies.

El perfume de las flores ha sustituido el olor mefítico que esparcían las neas vestiduras por aquellos amenos lugares. La Naturaleza ha recobrado el cetro, imperando allí en todo su mágico esplendor; las aguas corren con espontaneidad sobre los recipientes de mármol, sin la dura obligación de corretear por los aires en forma de líquida pirotecnia; el melancólico silencio, que es el principal encanto de los teatros, donde las plumas bucólicas desarrollan sus pastoriles peripecias; el silencio elocuente, que habla al oído del misántropo su misterioso lenguaje, es el soberano absoluto de aquellos lugares, donde el bullicio de las camarillas no ha dejado eco.

La pompa, el brillo, la algazara, la actividad oficiosa de los gabinetes y de las antesalas; el artificial perfume de los tocadores, la prosa de etiqueta, que han salido de allí; la tranquilidad del campo, la encantadora monotonía de la égloga, la inmovilidad de las horas felices, el perfume de las flores, la poesía de la dicha campestre y de la paz del alma, han permanecido adornando el techo de rosas de la reina Naturaleza, que tiene también su corte, sus cortesanos y su adulación.

En cambio, tended la vista por la línea del Norte. Todo es alegría y felicitaciones oficiales. El ferrocarril, el lujo predilecto de la civilización moderna, atraviesa bosque y llanura con rapidez inusitada; las estaciones, adornadas con banderas y arcos de flores, le reciben en triunfo; un gentío compuesto de curiosos se precipita ante su carrera frenética para contemplar el fasto palaciego; el telégrafo, Mercurio de estos tiempos, correveidile noticiero de los apuros oficiales, vuela anunciando a los pueblos la llegada de los reyes; todas las gentes del tránsito se ponen en movimiento impulsadas por la novedad del suceso; confúndese el silbido de las locomotoras con el clamor de las turbas; una Corte, un mundo oficial son arrastrados por los vagones de un tren; este pandemónium de fórmulas, de sonrisas de protección, de cortesías y de etiquetas, se trasplanta, mediante la actividad prodigiosa del vapor, a las orillas del mar Cantábrico, que en esta calurosa estación ha sido escogido, entre los otros mares igualmente dignos, para refrescar tanto cerebro enardecido.

Los neos están empeñados en dar una interpretación torcida a este viaje y en desmentir las noticias de demostraciones entusiastas con que viene saturada en estas noches la feliz Correspondencia de España.

Al fin es cosa hecha lo del reconocimiento, a pesar de que las firmas femeninas van siempre en aumento, y de las colectas con que se ha engrosado el cepillo de El pensamiento Español, recaudador afortunado de los dineros del Padre Santo [5].

«EL ABOLICIONISTA»

Un nuevo periódico, El Abolicionista, se ha lanzado a la arena pública. Su misión es grande. El mayor de los crímenes de la sociedad moderna tendrá en esta publicación un continuo fiscal; los infelices negros que en las Antillas españolas vegetaban encadenados a la tierra, verdaderas máquinas al servicio de la codicia de los propietarios que regularizan sus movimientos con el látigo, tienen en él un perpetuo defensor, una voz que con admirable elocuencia publica incesantemente a los libres de Europa la afrenta y la ignominia de los esclavos de América. Hace poco ha aparecido en dicho periódico una carta firmada por algunos individuos de raza africana residentes en Madrid. Nada más hermoso que este documento, concebido en medio del más profundo ultraje y expresado en un estilo elegante y lleno de felices pensamientos e imágenes brillantísimas. La humanidad más evangélica, purificada por siglos de opresión y de martirio, respira en esta carta, donde el odio no ha escrito una palabra. Es semejante al inmenso dolor, a la eterna plegaria de los desvalidos africanos, que tan bien ha explicado la pluma elocuente de su más digno apóstol, Beecher Stowe.

El nuevo periódico hará fortuna, y nadie le disputará en el futuro la gloria de haber defendido tan justa causa, ni las bendiciones de los esclavos, que algún día saldrán de la abyección y el letargo, adquiriendo con la libertad una nueva vida.

EL PRÍNCIPE AMADEO

El príncipe Amadeo se encuentra en Sevilla, y pronto le tendremos en Madrid; esta visita no deja de ser una calamidad, si se atiende a que la excomunión que trae en el cuerpo derramará mil plagas por este suelo, si la bendición nea no se apiada de nosotros, y con dos o tres brochazos de agua bendita le dejan tan limpio de maleficio como en aquellos beneméritos tiempos del clásico reino de Cerdeña [6]. También aseguran que este ilustre príncipe se casa con la infanta Isabel; pero también parece que ésta es una filfa tan tremenda como la anterior.

EL CALLAO. BOMBARDEO DE LA UNIÓN [7]

No sabemos si serán tan fatales para los peruanos los proyectiles del héroe Méndez Núñez como lo son para nosotros los 160 síes de la mayoría. Este sí 160 veces repetido, este sí más falaz que el de las niñas, ¿lo profiere la nación española por la boca 160 veces ministerial de la mayoría? No; tal vez consista esto en la práctica del último aforismo de Posada, que manda no entenderse con los electores, sino tratar después clara y limpiamente con los elegidos. Y mientras el desnaturalizado sí de los 160 cubre como una égida el cuerpo de barro de la unión, ésta, más fuerte e inexpugnable que El Callao, resistirá el bombardeo de los bancos rojos. Nocedal, Casaval, Silvela, Figuerola, San Luis, Pérez de Molina, Ríos Rosas. ¡Cuánta metralla! Y el Callao del banco azul continúa impertérrito y erguido: no pierde ni una torre, ni un soldado, ni un ministro de la Guerra. ¡Fatal coraza es el sí 160 veces repetido! Coraza más dura que la del espacio y gutapercha o cartón-piedra que dicen lleva ante el pecho el hombre de los 1700 caballos, para cumplir con las condiciones de la dictadura, que siempre reclama algo que embote el puñal de Bruto.

¿Quién será el Bruto de O’Donnell? Estos dictadores de papelón darían su título de duques, sus conocimientos estratégicos y gramaticales por topar con un Bruto que los inmortalizara. La gloria de morir en las calles es dudosa y sujeta a fortuitas coincidencias.

La posteridad no hace siempre justicia a esta clase de muerte, a no ser tratándose de Velarde o del Arzobispo de París. Tenga cuidado el dictador de nuevo cuño, no le pase lo que a aquel igual suyo, de quien cierto epigrama dice:

O César o nada, dijo,

y se salió con ser nada.

DESASTRES [8]

Comenzamos nuestra revista por anunciar una defunción [9] y mucho desearíamos que fuera la única; pero desgraciadamente, atravesamos una época de desastres, y muchos nombres ilustres hay que sólo viven ya en la Guía de forasteros y muchos otros humildes y nada esclarecidos que vivirán sólo en la memoria de un padre, de un hermano o de una esposa. Si no temiéramos decir un sarcasmo, aseguraríamos que el morirse está de moda y que la Muerte ha estado en estos días tan versátil y caprichosa como la Fortuna, tocando la puerta del que menos la esperaba. Fígaro decía que hay una época en la vida del hombre en que la Fortuna pasa por su lado sin que la vea, y ahora puede decirse que la muerte pasa a cada instante junto a nosotros sin que nos cuidemos de ello y sin que tan fúnebre compañía interrumpa ni un momento nuestras cotidianas distracciones. Nos contentamos con dar gracias a Dios interiormente por no haber salido premiados en la horrorosa lotería del cólera, y seguimos nuestra marcha pensando en la disolución del Congreso, en la venida de la Corte, en La Africana, de Meyerbeer, o en las cartas que escribe desde París el padre Sánchez [10].

[1] Abocado al exilio por su oposición al gobierno, Prim conspiraba en pro de un alzamiento progresista que, tras reiterados fracasos, finalmente se materializaría con éxito en la revolución «Gloriosa» de 1868. (N. del E.)

[2] Político de marcado talante conservador, abandonó su cargo como Ministro de la Gobernación en 1865. (N. del E.)

[3] Probable alusión a Prim. (N. del E.)

[4] La opinión neocatólica se mostraba contraria a la unificación italiana ya que conllevaba el fin de los Estados Pontificios. (N. del E.)

[5] Pese a la furibunda campaña en contra de la prensa neocatólica, el nuevo gobierno de O’Donnell que sucedió al de Narváez en 1865, decidió reconocer al reino de Italia. (N. del E.)

[6] Sobre los Saboya (hasta 1861 reyes de Piamonte-Cerdeña y desde entonces de Italia) pendía la condena del papa Pío I, debido a su decidido papel por la unificación italiana. (N. del E.)

[7] El 2 de mayo de 1866, el conflicto diplomático con Perú culminó con el bombardeo de la ciudad de El Callao por parte de la escuadra española a las órdenes del almirante Méndez Núñez. No sin las consiguientes protestas de la oposición parlamentaria al gobierno de la Unión Liberal del general Leopoldo O’Donnell. (N. del E.)

[8] Este año el país sufrió uno de los varios brotes de cólera morbo que se desataron a lo largo del siglo. (N. del E.)

[9] La de lord Palmerston, primer ministro británico. (N. del E.)

[10] Miguel Sánchez López, presbiteriano católico y escritor doctrinal de abundante producción crítica. Defendió con ardor la pervivencia del poder temporal del papa. (N. del E.)

[11] En 1866 España sufría la crisis financiera y la crisis industrial, particularmente del sector algodonero catalán. (N. del E.)

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