[Prólogo] El sabor de la tierruca, de Benito Pérez Galdós
Ahora que estamos solos, impaciente lector, en la antesala de un libro, esperando á que se nos abra la mampara del capítulo primero, voy á hablarte de aquel buen amigo, cuyo nombre viste, al entrar, estampado en el frontispicio de este noble alcázar de papel en que por ventura nos hallamos. Y no voy á hablarte de él porque su fama, que es grande, aunque no tanto como sus méritos, necesite de mis encomios, sino porque no mueve á ello un antojo, tenaz deseo quizás, ó más bien imperioso deber, nacido de impulsos diferentes. El motivo de que haya escogido esta ocasión ha sido puramente fortuito y no ha dependido de mí. Desde hace mucho tiempo tenía yo propósito de ofrecer á aquel maestro del arte de la novela un testimonio público de admiración, en el cual se vieran confundidos cariño de amigo y fervor de prosélito. Cada nueva manifestación del fecundo ingenio montañés me declaraba la oportunidad y la urgencia de cumplir el compromiso conmigo mismo contraído; luego los quehaceres lo diferían, y por fin, solicitado de un activo editor, que incluye en su Biblioteca el último libro de Pereda, veo llegada la mejor coyuntura para decir parte de lo mucho que pienso y pienso acerca del autor de las Escenas Montañesas; acepto con gozo el encargo, lo desempeño con temor, y allá va este desordenado escrito, que debiera ponerse al fin del libro, pero que por determinación superior se coloca al principio, contra mi deseo. Ni es prólogo crítico, ni semblanza, ni panegírico: de todo tiene un poco, y has de ver en él una serie de apreciaciones incoherentes, recuerdos muy vivos, y otras cosas que quizás no vienen á cuento; pero á todo le dará algún valor la escrupulosa sinceridad que pongo en mi trabajo y la fe con que lo acometo.
Veo que te haces cruces, ¡qué simpleza! pasmado de que al buen montañés le haya caído tal panegirista, existiendo entre el santo y el predicador tan grande disconformidad de ideas en cierto orden. Pero me apresuro á manifestarte que así tiene esto más lances, que es mucho más sabroso, y si se quiere, más autorizado. Véase por dónde lo que se desata en la tierra de las creencias, es atado en los cielos puros del Arte. Esto no lo comprenderán quizás muchos que arden, con stridor dentum, en el Infierno de la tontería, de donde no les sacará nadie. Tal vez lo lleven á mal muchos condenados de uno y otro bando, los unos encaperuzados á la usanza monástica, otros á
la moda filosófica. Yo digo que ruja la necedad, y que en este piadoso escrito no se trata de hacer metafísicas sobre la gran disputa entre Jesús y Barrabás. Quédese esto en lo más hondo del tintero, y á quien Dios se la dio, Cercantes se la bendiga.
Andando.
Conocí á Pereda hace once años, cuando había escrito las Escenas Montañesas y Tipos y paisajes. La lectura de esta segunda colección de cuadros de costumbres impresionó mi ánimo de la manera más viva. Fué como feliz descubrimiento de hermosas regiones no vistas aún, ni siquiera soñadas. Sintiéndome con tímida afición á trabajos semejantes, aquella admirable destreza para reproducir lo natural, aquel maravilloso poder para combinar la verdad con la fantasía, y aquella forma llena de vigor y hechizo, me revelaban la nueva dirección del arte narrativo, dirección que más tarde se ha hecho segura é invariable, obteniendo al fin un triunfo en el cual ha llevado su iniciador parte principalísima. Algunos de tales cuadros, principalmente el titulado Blasones y talegas, produjeron en mí verdadero estupor y esas vagas inquietudes del espíritu que se resuelven luego en punzantes estímulos ó en el cosquilleo de la vocación. Es que las obras más perfectas son las que más incitan, por su aparente facilidad, á la imitación. Luego viene, como diploma más alto de su mérito, la inutilidad del esfuerzo de los que quieren igualarlas, y tratándose de aquélla y otras obras de Pereda, hay que darles á boca llena, y sin género alguno de salvedad, el dictado de desesperantes. Son de privilegio exclusivo, y… ¡ay del infeliz que ponga la mano en ellas! No le quedarán ganas de repetir el intento.
Como iba diciendo, la lectura de estas maravillas, después de la admiración que en mí produjo, infundióme un deseo ardiente de conocer el país, fondo ó escenario de tan hermosas pinturas. Suponía en él la misma originalidad, la propia frescura, gracia y acento de las Escenas, y figurábame que así como éstas no tienen rival, aquél no debía de tener semejante en el ramo de países. Esto me llevó á Santander: el simple reclamo de un prosista fué primer motivo y fundamento de esta especie de ciudadanía moral que he adquirido en la capital montañesa.
En la puerta de una fonda vi por primera vez al que de tal modo cautivaba mi espíritu en el orden de gustos literarios, y desde entonces nuestra amistad ha ido endureciéndose con los años y acrisolándose ¡cosa extraña! con las disputas. Antes de conocerle, había oído decir que Pereda era ardiente partidario del absolutismo, y no lo quería creer. Por más que me aseguraban haberle visto en Madrid, nada menos que figurando como diputado en la minoría carlista, semejante idea se me hacía absurda, imposible; no me cabía en la cabeza, como suele decirse. Tratándole después, me cercioré de la funesta verdad. El mismo, echando pestes contra lo que me era simpático, lo confirmó plenamente. Pero su firmeza, su tesón puro y desinteresado, y la noble sinceridad con que declaraba y defendía sus ideas, me causaban tal asombro y de tal modo informaron y completaron á mis ojos el carácter de Pereda, que hoy me costaría trabajo imaginarle de otro modo, y aun creo que se desfiguraría su personalidad vigorosa si perdiera la acentuada consecuencia y aquel tono admirablemente sombrío. En su manera de pensar hay mucho de su modo de escribir: el mismo horror al convencionalismo, la misma sinceridad. Otra circunstancia hace excepcional su proselitismo, y lo exime de las censuras á que vive expuesta toda opinión radical en nuestros días: me refiero á su preciosísima independencia, que le aísla de los manejos de todos los partidos, incluso el suyo.
Dicho esto, quiero añadir que Pereda es, como escritor, el hombre más revolucionario que hay entre nosotros, el más anti-tradicionalista, el emancipador literario por excelencia. Si no poseyera otros méritos, bastaría á poner su nombre en primera línea la gran reforma que ha hecho, introduciendo el lenguaje popular en el lenguaje literario, fundiéndolos con arte y concillando formas que nuestros retóricos más eminentes consideraban incompatibles. Empresa es ésta que ninguno acometió con tantos bríos como él, y en realizarla todos se quedan tamañitos á su lado. Una de las mayores dificultades con que tropieza la novela en España, consiste en lo poco hecho y trabajado que está el lenguaje literario para reproducir los matices de la conversación corriente. Oradores y poetas lo sostienen en sus antiguos moldes académicos, defendiéndolo de los esfuerzos que hace la conversación para apoderarse de él; el terco régimen aduanero de los cultos le priva de flexibilidad. Por otra parte, la prensa, con raras excepciones, no se esmera en dar al lenguaje corriente la acentuación literaria, y de estas rancias antipatías entre la retórica y la conversación, entre la academia y el periódico, resultan infranqueables diferencias entre la manera de escribir y la manera de hablar, diferencias que son desesperación y escollo del novelista. En vencer estas dificultades nadie ha adelantado tanto como Pereda: ha obtenido maravillosas ventajas, y nos ha ofrecido modelos que le hacen verdadero maestro en empresa tan áspera. Cualquiera hace hablar al vulgo, pero ¡cuán difícil es esto sin incurrir en pedestres bajezas! Hay escritores que al reproducir una conversación de duques, resultan ordinarios: Pereda, haciendo hablar á marineros y campesinos, es siempre castizo, noble y elegante, y tiene atractivos, finuras y matices de estilo que á nada son comparables. Por esto, por sus felicísimos atrevimientos en la pintura de lo natural, es preciso declararle porta-estandarte del realismo literario en España. Hizo prodigios cuando aún no habían dado señales de existencia otras maneras de realismo, exóticas, que ni son exclusivo don de un célebre escritor propagandista, ni ofrecen, bien miradas, novedad entre nosotros, no sólo por el ejemplo de Pereda, sino por las inmensas riquezas de este género que nos ofrece la literatura picaresca.
Frente al natural, Pereda tiene una energía de asimilación que asusta. Los contornos y tintas que ve, ías particularidades que escudriña, los conjuntos y efectos totales que sorprende, maravilla son que nos revelan en él como un poder milagroso. Gn Los hombres de pro, en las páginas culminantes de Don Gonzalo González de la Gonzalera y De tal palo tal astilla, se muestran en toda su riqueza la facultad observadora, la invención sobria y fecunda, el culto de la verdad, de donde resultan los caracteres más enérgicamente trazados, y el diálogo más vivo, más exacto y humano que es posible imaginar.
Otra cosa. Pereda no viene nunca á Madrid. Para conocerle es preciso ir á Santander ó á su casa de Polanco, donde vive lo más del año, entre dichas domésticas y comodidades materiales que le añaden, como literato, una nueva originalidad á las demás que tiene. Es un escritor que desmiente, cual ningún otro de España, las añejas teorías sobre la discordia entre la riqueza y el ingenio. Por no dejar hueso sano al convencionalismo, le ha perseguido y destrozado hasta en esa rutina cursi dé que el escritor es un sér esencialmente pobre. Así, en ninguna parte se conoce tan bien á nuestro buen príncipe montañés, como en aquellos hospitalarios estados de Polanco, residencia placentera y cómoda, asentada en medio de la poesía y de la soledad campestres, entre los variados horizontes y los paisajes limpios y puros de aquella hermosa costa, que con su ambiente fresco y su templada luz parece ofrecer al espíritu mayor suma de paz, más dulces recreos que ninguna otra región de la Península.
Y el buen castellano de Polanco, sectario del absolutismo y muy deseoso de que resucite Felipe II para que vuelva á hacer sus gracias en el gobierno de estos reinos, es el hombre más pacífico del orbe, de costumbres en extremo sencillas, de trato amenísimo, llano y familiar, que podría derechamente llamarse democrático. A veces imagino que, por trazas del demonio, la Humanidad pierde el sentido, que el tiempo se desmiente á sí mismo y nos hallamos de la noche á la mañana en plena situación absolutista Llevando adelante la hipótesis, imagino que al autócrata se le ocurre una cosa muy natural, y es elegir para primer gobernante al hombre de más ingenio de su partido. Tenemos á Pereda de ministro universal. Pues ya podemos hacer lo que se nos antoje, porque de seguro no nos ha de chamuscar ni el pelo de la ropa, y viviremos en la más dulce de las anarquías.
No sé por qué me figuro que la firmeza de las ideas de Pereda, bien analizada, resultaría más afecta al orden religioso que al político, y no sé, no sé… pero casi podría afirmar que gran parte de aquella intolerancia mordaz, de aquella flagelante y despiadada inquina contra ciertas instituciones, desaparecería si el espíritu de nuestro autor no estuviera enviciado y como engolosinado en la observación de los infinitos tipos de ridiculez que sabe ver y calificar como nadie; tipos que él atribuye, con ingeniosa parcialidad, al sistema político dominante en todo el mundo, y que en realidad aparecen contenidos en él por lo mismo que el tal sistema abarca la porción más grande de la sociedad… Eso sí, hombre que tenga en grado más alto la facultad de ver lo cómico y todos los grados de la ridiculez de sus semejantes, no creo que exista ni aun que haya existido. Posee perspicacia genial, vista milagrosa y olfato sutil que le permiten penetrar hasta donde no puede hacerlo la grosera observación de la mayoría. Y luego que descubre la pobre víctima, allí donde menos se pensaba, la coge en la poderosa zarpa, juega con ella cruel, la destroza, la arroja al fin hecha pedazos. Ejemplos de esta sátira implacable se hallan en sus celebrados libros Los hombres de pró y Don Gonzalo, novelas de costumbres políticas, en que la energía de la pintura llega hasta lo sublime, y el espíritu de secta hasta la ferocidad; obras en «que el autor ha puesto toda la irritación de su temperamento y todo el vigor de sus ideales extremados. Y no es fácil ni lógico juzgar estos acabados modelos de novela política con un criterio inspirado en ideas de prudencia, que al fin encerraría la inspiración del artista dentro de límites mezquinos- Creo que las obras citadas no pueden ser de otra manera que como son. Así salieron, cruelmente sarcásticas y guerreras, de la mente de su autor, y con el ambiente de la imparcialidad perderían todo su vigor y encanto. Por lo demás, la intolerancia que tanto avalora y vigoriza el potente ingenio de Pereda suele desarmarse en el seno de la amistad, en esos coloquios sostenidos con algún huésped de Polanco á lo largo de un prado ó por los ángulos y curvas de sombría calleja, allí donde parece no pueden llegar los ecos de la batalla empeñada por ésta ó- la otra idea, de esas que al fin y á la postre, implantadas ó no, modifican poco las partes positivas de nuestra existencia. Fácil es en estos coloquios, en que el espíritu parece más expresivo que la palabra, sorprender en el buen campeón algo de cansancio por tantas y tan crudas batallas como ha reñido en el terreno más escabroso de todos, que es el de las letras. Y sin esfuerzo de conjeturas, sino por la lógica misma de las cosas, se viene á comprender que teniendo Pereda su familia, sus libros y sus amigos, se le importa una higa de lo demás.
Ignoro la edad de mi amigo, y me falta con esto el primer dato para su biografía.
Para su retrato me faltan colores. Sólo puedo decir que es hombre moreno y avellanado, de regular estatura, con bigote y perilla, de un carácter demasiadamente español y cervantesco. Posee un retrato suyo, buena pintura y gentil cabeza, con valona y ropilla, al cual es necesario dar el tratamiento de mareé. Tratándose de temperamentos nerviosos, hay que postergarlos á todos para dar diploma de honor al de mi amigo, á quien frecuentemente es preciso reprender como á los niños, para que se le quiten de la cabeza mil aprensiones y manías. Hay quien le dice que todas estas ruineras son pretexto de la pereza, y se le receta para curarse una medicina altamente provechosa para el médico, es decir, que se tome medio millar de cuartillas y que nos haga una novela. Recuerdo una temporada en que dió en la flor de que se iba á caer en medio de la calle, y salía con precauciones mil y temores muy graciosos. Sus amigos le recetaban que se pusiese al telar. No quería ni á empujones hacerlo; pero tanto se bregó con él, que el feliz término de todo aquel desconcierto nervioso fué la encantadora novela De tal palo tal astilla.
Para concluir. Es Pereda un hombre harto de bienestar, privilegiado sujeto en quien concurren dones altísimos como su poderoso ingenio, que le hace figura de primera magnitud en las letras españolas, su bondad y nobles prendas, y todo lo demás que ensancha y florea el camino de la vida. Por
tener tan variados tesoros y ninguna pena;, suele preocuparse de pequeñeces, y las contrariedades del tamaño de piedrecillas se le agrandan como montaña que obstruye el paso. Cualquier contratiempo en la impresión de sus libros, la tardanza de un editor ó, pinto el caso, la falta de cumplimiento del compromiso de un amigo, le hacen cavilar, y ponen en apretadísima torsión todo el cordaje de la incansable máquina de sus nervios.
Por eso, si el no haber escrito estas líneas antes de ahora es causa de que tú, desesperado lector, no hayas podido gustar antes este libro campesino y esencialmente montañés, El sabor de la tierruca, flor la más pura quizás del ingenio de Pereda, á tí antes que á él pido perdón, aunque ambos hayan rabiado igualmente por culpa mía. Y no siento yo la tardanza, sino que no haya acertado á decir todo lo que sé sobre el originalísimo escritor y maestro incomparable que ha trazado á la novela española el seguro camino de la observación natural. Su influencia en nuestra literatura es de las más grandes que han existido, y la señalarán en toda su extensión el tiempo y la venidera infalible justicia de las categorías literarias. Muchos le deben todo lo que son, y algunos más de lo que parece. Si este escrito pudiera ser largo, algo más diría yo que la brevedad me obliga á dejar de la mano; cosas que tal vez no sean necesarias por ser sabidas de todo el mundo, pero que yo quisiera indicar, porque sin indicarlas no quedo satisfecho. Y es que hablando de Pereda y subiéndole hasta donde alcanzan mis fuerzas de sectario apologista, siempre me parece que no le enaltezco bastante, y quisiera volver á emprender de nuevo la tarea hasta ponerle más alto, más alto y donde debe estar.
Madrid, Abril de 1882.