Sepulcro del cardenal de San Eustaquio en la catedral de Sigüenza
Texto de don Ricardo de Orueta
Catedral. Presbiterio.
El cardenal de San Eustaquio
En la capilla mayor de la catedral de Sigüenza y en el muro de la Epístola, se halla colocado este sepulcro sobre la puerta que da paso a la girola. Mide su arco unos 3,50 metros de altura por un ancho de 2,50, en su base, y 0,70 de fondo; la yacente, 1,65, y el conjunto todo, 6 por 4.
Ni Ponz ni Madoz hacen mención de esta hermosa obra. Ya Quadrado le tributa algunos elogios, y solamente Pérez-Villamil (1) y el obispo Sr. Minguella (2) se dan entera cuenta de su gran valor artístico, la describen con minuciosidad y aportan interesantes noticias.
Es lástima que el Sr. Pérez-Villamil, que suele ser tan fino observador y que tiene tan cumplidamente acreditada la exquisitez de sus juicios estéticos, no se haya fijado lo suficiente en esta ocasión y haya sentado algunas afirmaciones que a todas luces parecen inciertas. No es de mármol el sepulcro este, como sostiene dicho señor, sino de piedra; ni la fecha que aparece en la inscripción es la de 1434, sino 1426, escrita en caracteres grandes, claros, legibles hasta en el grabado adjunto. Tampoco representan a dos ángeles orantes las estatuas que hay colocadas sobre las de San Pedro y San Pablo, sino al arcángel y a María en el Misterio de la Anunciación; ni las del fondo, en el testero, están arrodilladas «en actitud de oración y de duelo», sino de pie y representando a San Eustaquio entre los dos San Juanes.
Todo esto, que sólo tiene una importancia relativa para la historia crítica de la obra, aumenta mucho mis dudas, ya muy marcadas, ante la afirmación del señor Villamil de que el trabajo presente «las delicadezas del arte italiano, pues consta que fue labrado en Roma». No sé si el Sr. Villamil tendrá alguna prueba documental en la que apoye su opinión, como parece indicarlo, aunque no la da en su libro; pero, aunque así fuese, yo me atrevería a ponerlo en duda ante la elocuencia y la claridad con que la están desmintiendo el estilo y la factura del mismo sepulcro. Si éste lo mandó construir el sobrino del cardenal, D. Alonso Carrillo de Acuña, entre 1434 al 37, como el mismo señor Villamil parece afirmar, debió valerse, no de artistas italianos, sino de los francoborgoñones, que formaban aquí, por aquellos días, una colonia tan numerosa y habían llegado a poner su arte tan en moda.
Y no me fundo solamente al suponer esto en las notas generales del goticismo de este monumento, aun cuando sean muy características y muy genuinas del franco-borgoñón y del castellano de entonces, y muy diferentes, y hasta opuestas, a todo el arte italiano, incluso el gótico, que precisamente en aquel tiempo iba siendo allá poco frecuente y hasta raro; es que la tendencia estética, la esencia, el alma de esta obra es francamente borgoñona y no se parece absolutamente en nada a lo de Italia. Aquí el artista tiende, sobre todo a traducir realidades, concreciones, y de la sucesión total de éstas podrá resultar una emoción bella, pero nunca como finalidad primera ni exclusiva. Lo que el artista se propone es tan sólo narrar, demostrar, damos una clarísima y detallada explicación de cómo era el rostro del cardenal, de cómo fue tal o cual escena, de cómo se llevaban los vestidos y se plegaban los paños. 1.a comprensión fácil y clara de todo esto podrá aportamos un goce, indudablemente, pero también podrá mover a nuestra alma a la conmiseración y lástima por el difunto, o sorprendernos y regocijarnos con la visión de tanto y tanto detalle inesperado, o elevamos a pensamientos religiosos, y todo ello con el mismo valor emotivo, sin gradaciones ordenadas y como un resultado inconsciente de la narración.
El arte de Italia, por el contrario, se propone siempre en cada obra un fin estético, y éste es ya el que domina y el que ordena los medios para su realización, y se llega a él por caminos muy varios: bien por una narración encauzada, bien por una síntesis que selecciona cuanto no sea absolutamente preciso, o bien por detalles o acentos que vengan a subrayar la emoción dominante. Y no afirmo que sea necesario que el fin último sea simple; podrá ser muy complejo, si sus notas se subordinan y guardan cierta unidad; ni consciente, pues más que pensado es sentido, y basta sólo con que ese pensamiento domine al artista en todos los momentos y no le permita apartarse de su dirección emocional. Y por todo esto, dominando en la obra italiana una radiación directa del alma del artista, y diferente y singular en cada artista, el arte aquél es más personal que el puramente gótico del siglo XV, que es producto más bien de la escuela que del individuo, y ésta es precisamente otra de las particularidades que se notan en este sepulcro, que el autor o autores (pues ni siquiera se puede precisar con certeza si es uno o son varios) no logra destacar su temperamento singular en ningún instante, o por lo menos en muy pocos instantes, y cuando lo hace es a través de aquella coraza de maneras técnicas, ideales prefijados y tradiciones de escuela.
Pero aún aquí, concretándome sólo a estos particularismos de un orden más secundario, no comprendo cómo el Sr. Villamil ha podido llegar a su afirmación, porque éstas son precisamente otras notas que caracterizan mucho al arte borgoñón, que le son típicas y que nunca se pueden confundir con las del arte italiano. Véase, por ejemplo, el modo especial como está comprendido el ropaje en todas estas figuras: aunque se tiende ya a simplificar, a omitir en el número mayor de casos aquellos pequeños pliegues que más pueden perturbar que acentuar la ilusión, lo que todavía se intenta traducir con ello es la realidad de la tela misma, lo que ella sea en sí, sin grandes preocupaciones por sus apariencias, la lógica del plegado y no sus efectos; por esto, como el pliegue no es más que un doblez del tejido, doblez que se continua hasta abajo, si no tropieza antes con algún obstáculo que lo quiebre, el artista, que sólo se limita a comprender esto, acentúa la continuidad de cada uno de ellos, les marca el doblez o lomo con claridad excesiva y exagera sus quiebras con ángulos acusados y duros, que más que de tela suave los hace aparecer como de papel o de metal. Del mismo modo, como toda tela es por su naturaleza un cuerpo de sólo dos dimensiones, que apenas tiene espesor, el escultor se esfuerza por traducir esta realidad labrando una lámina delgadísima de piedra, aunque esta materia no se preste fácilmente a ello, como puede verse en el manto de la Virgen de la Anunciación, y causando un efecto no de tela real y verdadera, como él se propusiera, sino de rigidez, de material quebradizo, de ceguera en la observación. Y esto que se ve aquí, esta comprensión del ropaje es lo que se ve siempre en todo el goticismo del siglo XV, y más que en ningún otro en el francoborgoñón, sin que ya en este tiempo -mediados del siglo- pueda citarse ningún artista italiano que lo entienda de este modo. Así Ghiberti, en sus puertas y en sus estatuas, pretende que sus telas ilusionen como tales, claro está, pero le interesa más aún que traduzcan la elegancia de la forma que cubren, que la acentúen y le den relieve, y que armonicen y compongan con las telas de las otras figuras, con los accesorios, que sean un elemento más para ordenar, para encauzar la emoción, para producir el goce, contribuyendo a un conjunto expresivo. Y esto se ve con más claridad todavía en los ángeles que sostienen la corona, en el relicario de San Cenobio y el de San Proto, Jacinto y Nemesio, donde, no ya los ropajes, sino las actitudes mismas, no han podido nunca ser vistas en la realidad; son visiones de la fantasía, creaciones de un genio que sólo ha querido dar una impresión de gracia, de delicadeza, de vaporosidad, y que no le ha importado para esto lo que las cosas sean en sí; es más, se ha atrevido a negar la realidad misma, la ley más real de todas las leyes, la que no admite excepciones, la ley de la gravedad. Y aquellos cuerpos no pesan; se mantienen en el aire, vuelan.
Y cito a Ghiberti porque es muy conocido y muy representativo del arte italiano en toda la primera mitad del siglo, pero lo mismo pudiera haber citado a cualquier otro, a Donatello, que asocia sus ropajes a los efectos más varios; al bullicio y la alegría en la Cantoria y en Prato, al agotamiento y la fatiga en el Zuccone, al dramatismo más intenso en la Deposición de Padua o la pila bautismal de Siena, como a Quercia, el vigoroso y grande, como más tarde al delicado Desiderio, al movido Pollaiuolo o al pintoresco Verrochio, como, en fin, a los artificiosos Duccio e Isaías de Pisa, por no limitarme sólo a las grandes figuras. Lo importante es hacer notar que para los italianos la realidad es siempre una gran maestra, la única maestra de arte, pero que les enseña cosas muy varias y muy opuestas, además de enseñarles, por supuesto, su propia naturaleza y esencia, y que esto hace que los artistas tiendan a traducir no tanto la verdad como las apariencias de la verdad, y a seleccionar en ella los efectos estéticos y pasionales que pueda contener y sólo estos efectos; mientras que los góticos tienden a la realidad toda, entera, a la realidad bella y a la no bella, sin depuraciones, en su perfecta integridad, y que en este sepulcro basta una sola mirada para convencerse de que está labrado conforme a esta ultima tendencia.
Y aun se podría llegar a más; a la afirmación de que su autor ha estado en la Borgoña, ha estudiado las obras allí existentes, y hasta es posible que se haya formado en aquellos talleres. Y me induce a esto el parentesco íntimo que encuentro entre la Virgen de la Anunciación y el San Pedro, con la Santa Catalina y el San Juan que asisten a Felipe el Atrevido y a su esposa, en la portada de la cartuja de Champmol, y entre los ángeles arrodillados a la cabecera y pies de esta cama mortuoria con los que también se ven en los dos conocidos sepulcros de Dijón, por no citar otros particularismos de menos importancia (3).
Tengo, pues, a este sepulcro por una obra genuinamente borgoñona, sin el menor asomo de italianismo, y quizás la más típica en este estilo de cuantas tenemos en Castilla la Nueva, a lo que debo añadir también que quizás sea la más hermosa. En efecto, no creo que podamos presentar otra cabeza de una realidad más sobria, de un carácter más hondo y de una observación más fina que la de este cardenal de San Eustaquio, y no solamente la cabeza, la estatua entera es una obra maestra de lo mejor en nuestro arte gótico. Sus proporciones son justas, sus paños blandos y suaves, su actitud natural; da una impresión grata de tranquilidad y de sueño, porque estos artistas borgoñones no se atreven a evocar aquí en Castilla la impresión de la muerte. Esta está en el grupo de las estatuas dormidas, tan frecuentes entonces, pero es de las que duermen más profundamente y dan una sensación más dulce de reposo y bienestar. El relieve con la vida de San Eustaquio es una narración bellísima, clara y expresiva, salpicada con mil detalles anecdóticos y pintorescos. Habrá que esperar a que el maestro Rodrigo labre la sillería baja de Toledo para encontrar en nuestro arte escultórico otras narraciones con el mismo verbo.
La fecha de ejecución la supone el Sr. Pérez-Villamil entre 1434 al 47, que fue el tiempo en que el sobrino del cardenal, que debió ser quien hiciera el encargo, ocupó la silla de Sigüenza. El estilo y la factura no se oponen a esta hipótesis.
El cardenal de San Eustaquio, D. Alonso Carrillo de Albornoz, fue uno de los políticos más estimados aquí en Castilla durante el primer tercio del siglo XV y la figura más saliente de nuestra jerarquía eclesiástica. Había nacido en Cuenca, siendo sus padres el noble Gómez Carrillo de Albornoz, camarero de D. Juan II, y Da Urraca Gómez de Albornoz, su esposa. También parece que estuvo emparentado con el antipapa Luna, quien lo promovió a la púrpura cardenalicia con el título de San Eustaquio en Septiembre de 1409 (4), y en 1411 le confió el obispado de Osma en administración perpetua. Elegido Martín V, en 1419, como Papa legítimo, el cardenal de San Eustaquio le prestó obediencia, por lo que le fueron reconocidos todos sus títulos y beneficios, y en 1422 se le dió en encomienda la diócesis de Sigüenza, cargo que conservó hasta su muerte, ocurrida en 1434. Debió ser este cardenal hombre de carácter independiente y bullicioso, pues en unas cartas del Papa Eugenio IV a D. Juan II claramente le manifiesta que no está nada satisfecho de la conducta que sigue y hasta llega a apuntar la amenaza de desposeerlo de sus beneficios.
Como se ve, ninguna de las fechas que he apuntado expresamente concuerda con la que presenta la inscripción del sepulcro. Esta no dice más que: «El carde sant-estacio 1426». ¿Pudo encargar la obra el cardenal mismo y ser esta fecha la de su terminación? Esto contradiría hasta cierto punto la afirmación que se ha hecho de que el cadáver estuvo enterrado en Roma durante algunos años hasta que D. Alonso Carrillo de Acuña le hizo labrar éste, pero no estaría en contradicción con el estilo de la obra. ¿Pudo ser un error cometido más tarde, cuando en tiempos de Mendoza se reformó el presbiterio y se cambió el lugar de algunos sepulcros? ¿Puede conmemorar, en fin, esta fecha alguna memorable en la vida del cardenal, que sea desconocida para nosotros? Estas son cuestiones que no me es posible resolver por falta de datos y que me limito sólo a presentar.
- Estudios de Historia y arte. La catedral de Sigüenza. pág. 216 y siguientes.
- Historia de la diócesis de Sigüenza y sus obispos. Volumen 2.º pág. 125 y siguientes.
- No deja de ser oportuno el recordar aquí que en el segundo sepulcro de Dijón trabajó por aquellos días un escultor aragonés que aparece en los documentos con los nombres de Juan de Aragón, de la Huerta, o de Daroca, lugares o regiones nada lejanas de Sigüenza.
- Tomo por guía para estas notas biográficas al obispo de Sigüenza F. Toribio Minguella en la obra ya citada.