[Artículo] Don Ramón de la Cruz y su época, de Benito Pérez Galdós

PARTE PRIMERA

Breve reseña del movimiento literario en el siglo XVIII — El Teatro. — Don Ramón de la Cruz; algunas noticias de su vida. — La sociedad del siglo XVIII

I

Es el siglo décimoctavo en nuestra historia una de las épocas de más difícil estudio. La confusión, la heterogeneidad, el carácter indeterminado con que se manifiestan sus principales hechos, la pequeñez relativa de sus hombres, son causas de que no se muestre accesible á la investigación, ni se preste á una síntesis clara. Siglo de transición en política, en artes, en literatura, en costumbres, ya se nos presenta como un período de marasmo y debilidad, que sólo inspira lástima ó menosprecio, ya como época de elaboración latente, de oculta fuerza im­pulsiva, digna de admiración y agradecimiento. Dudamos si es causa de los males de todas clases que aún afligen á nuestra sociedad, ó si le debemos no haber caído en otros peores. Ignoramos si fué él quien nos trajo á nuestra actual postración, ó si, por el contrario, nos ha hecho seguir, aunque algo rezagados, la marcha de la civilización europea.

Aquí la fisonomía y tendencias del siglo XVIII no son, como en Francia, determinadas y concretas. Fué allí muy enérgica la acción de las ideas, y se mostró diáfanamente en todos los accidentes históricos, haciendo de aquella época un cuadro completo. Entre nosotros no pasó así; y aun hoy miramos con estupor el plazo larguísimo que media entre la aniquilación de la casa de Austria y la guerra de la Independencia, sin acertar á descubrir lo que entrañan sus obscuros días.

Asimismo, una parte no pequeña de la confusión que existe en este período, ha consistido en la falta de trabajos históricos que la ilustren y aclaren. No hubo siglo más descuidado de nuestros historiadores, ni de ninguno nos hemos inquietado menos, á pesar de tenerlo tan cerca. Parece como que nos repugna siempre volver los ojos allá por el temor de no encontrar sino flaquezas y pequeñeces. Y en efecto: la poca austeridad de nuestro carácter, unida á nuestra presunción, nos inclinan siempre á contemplar las épocas históricas en que más adulado se encuentra nuestro amor propio; y siempre que hacemos historia, nos vamos derechos á los amados siglos XV y XVI, donde tenemos nuestra mitología. No puede negarse que hay en nosotros una repulsión infundada hacia todo lo acontecido en España desde 1680 hasta la edad presente: en aquellos años ni nos admira la historia, ni nos seduce la literatura, ni nos enorgullecen las costumbres. No reconocemos en nuestros abuelos á los hombres de aquella España cuya grandeza estudiamos de niños en insulsos manuales de Historia, que nos llenaban de vanagloria y orgullo. Sin embargo, no hay época más digna de estudio: de ella procedemos, y aunque una observación superficial no encuentre allí sino motivos de abatimiento y hasta de vergüenza, no conviene condenarla con ligereza, ni juzgarla con una mira estrecha de intereses actuales ó con el extraviado criterio del partido político.

El siglo XVIII representa:

En las costumbres: perversión del sentido moral; fin de la mayorparte de las grandes cualidades del antiguo carácter castellano; desarrollo exagerado de todos los vicios de este carácter; falta de dignidad en las jerarquías sociales; confusión de clases, sin resultar nada parecido á la igualdad; relajación de las creencias religiosas, sin ninguna ventaja para la filosofía.

En política: confusión, y el espíritu de ensayo disfrazado á veces con la forma de la iniciativa; ausencia completa de todo sistema fijo; falta de principios, y entronizamiento del más ramplón empirismo; creación del pandillaje en grande escala, y conatos de formar algo semejante á un orden administrativo; imperio de las camarillas, y extensión desusada de la idea de lo oficial; invención de los pactos de familia; laudables empeños de adelantamiento material que se estrellan en los vicios inveterados de nuestras leyes, y en la organización de la propiedad.

En las letras: último grado de la frivolidad y el amaneramiento; exageración hasta el delirio de los vicios hereditarios de la poesía castellana; pérdida de la noción pura de la belleza y de toda intuición artística; olvido del carácter nacional, olvido de la historia; cultivo preferente de todas las cualidades exteriores del estilo; muerte de la idea; tendencia del arte á no producir más que una impresión sensual; introducción de las fórmulas más necias de poesía; violencia del lenguaje y uso del valor material de las palabras como único medio de expresión; imperio del preceptismo clásico y de las fórmulas convencionales.

Pues en aquel período en que todas las manifestaciones de la vida del país indicaban lastimosa decadencia, y un conjunto de vicios que sólo inspiran desdén y repugnancia, se observaba el esfuerzo subterráneo de una revolución, de una fuerza desconocida que aspiraba á realizar considerable trastorno. Iniciada la revolución desde los primeros años del siglo, así en política como en literatura, empezó tímida y desconfiada; siguió minando sin cesar, luchando con infatigable desvelo, y de seguro habría alcanzado un triunfo pronto y decisivo, si la sostuvieran hombres de genio superior. La reforma literaria no habría sido tan lenta y débil como fué, si hombres de más grande ingenio hubieran puesto en ella la mano. En otra esfera más alta, en la del Gobierno, la revolución fué menos política que administrativa, y aun así no tuvo adalides de primer orden.

Los accidentes de la lucha en todo el siglo XVIII son curiosos en extremo. Estas épocas de transición no elevan el ánimo; no conmueven por lo grandioso de las empresas, ni por el atrevimiento y sublimidad del espíritu que las anima, porque este espíritu carece de unidad. En las épocas de lucha intestina, la unidad desaparece: las naciones son un vasto palenque donde combaten y se devoran aspiraciones opuestas. En estos días de análisis, no se pide á un pueblo que descubra y conquiste la América, ni que lleve su cultura y sus armas á todos los confines del mundo: las naciones se postran vencidas de la agitación que bulle en su seno; son ineptas para todo movimiento exterior, y sus escasas fuerzas son consumidas en el penoso trabajo interno. Las épocas de gestación no son brillantes en la historia, son frías y tristes. Búsquese la magnificencia y el interés en los siete siglos de la guerra con los árabes, ó en las fabulosas empresas del Renacimiento: aquella remota vida cautiva y suspende el ánimo con la serena majestad de la epopeya. En tiempos más cercanos en el siglo XVIII, buscar un movimiento espontáneo, vigoroso, del espíritu nacional, sería inútil; porque en la sociedad de entonces, casi como en la de ahora, el trabajo incesante de organización es todo lucha, lenta y sorda unas veces, agitada y convulsa otras, la vida de la pasión varia y de la aspiración individual, el drama en fin.

II

Nada nos revelará la fisonomía moral del siglo XVIII como su literatura, que es, por el caos que en ella reina, su más exacta imagen, ó confesión formulada espontáneamente por el mismo. Para formar idea del estado intelectual de aquella singular sociedad, basta hojear el fárrago de malos ó medianos poetas que vivieron en ella: sólo así se conoce el nivel á que habíamos descendido. Bajeza, vulgaridad, insulsez, pedantería, eran los caracteres de la musa castellana cuando aparecieron los reformistas. Antes de Luzán, cuya Poética marca la primera época de una lucha que duró años, encontramos un período desdichado en el cual la poesía conceptuosa del siglo XVIII arrastró vida miserable, de agonía delirante, que la llevaba á morir sin brillo y sin gloria. Muerto el genio y apagado el calor que le dió vida, no le quedaba más que el vestido y las galas de una falsa retórica. Ensanchaba enormemente su imperio la necedad. No hay paciencia que resista la lectura de Benegasi, Bernaldo de Quirós y Álvarez de Toledo (don Ignacio). No valían mucho, aunque mostraban cierta noble aspiración literaria en sus escritos, Gerardo Lobo, don Gabriel Alvarez de Toledo, Torres y Villarroel y el Marqués de Lazán. Tal vez alguno de éstos tenía las prendas que constituyen los grandes ingenios; pero no les fué posible apartarse de la moda, ni sobreponerse á la influencia del siglo, que les imponía la extravagante ley de los conceptos y de la pedantería. Gerardo Lobo, Alvarez y don Diego de Torres eran tres caracteres sumamente simpáticos: la originalidad del último, filósofo humorístico de tanto donaire como severidad, no tiene igual sino en el platonismo de don Gabriel, que después de haber sido en sus mocedades consumado galanteador, se consagra en «dad madura á los austeros goces de la con­templación mística. El desenfado de Gerardo Lobo, su humor ligero y versátil, su natural nobleza y una refinada cultura, le hicieron muy popular en su tiempo. Apuntamos estos detalles para que se explique la facilidad con que cautivaron al pueblo aquellos ingenios por la sola fuerza ae ese atractivo que da la privilegiada condición moral de las personas. Como poetas valían mucho- menos que como hombres.

El culteranismo, alma de la poesía de entonces, no era ya el hermoso extravío de los preciosos del siglo XVII; era un alarde ridículo de forzada agudeza expresado con violentas contorsiones del sentido material de las palabras; la robustez, la verdad, la expresión fiel de los sentimientos brillaban rara vez, cuando una chispa del espíritu nacional iluminaba las almas perdidas en un caos de vulgaridad, ignorancia y ridiculez. Este culteranismo sandio hizo también estragos en algunos conventos de monjas literatas, que extraviadas por el raro ejemplo de los místicos de ambos sexos del precedente siglo, se dedicaron con mucho fervor á componer estrofas al Divino Esposo- Pero por lo general estos desahogos eran madrigales mundanos que las infelices dirigían á Jesús, sin duda con la mayor buena fe, el ánimo sereno y libre de todo melindre pecaminoso.

Los versos de la madre Gregoria de Santa Teresa no dejan de tener la sencillez que acompaña siempre al sentimiento, ni pecan de excesivamente cultos; pero son profanos y revelan el terrenal calor que los ha creado. En la fábula de Sor María del Cielo, titulada Las lágrimas de Roma, hay robustez, inventiva, mucho sentido plástico, la alegoría, un poco enrevesada, de los autos calderonianos, con algo del terrible ascetismo del Condenado por desconfiado. Tafalla y el Marqués dé Lazán son poetas de gabinete, indignos de fama: sus versos no son expresión espontánea del alma, sino un enfático lenguaje dictad? por las circunstancias; versitos á ésta ó la otra dama, con el solo objeto de hacer reir en una tertulia; coplas y sonsonetes de miserable y ramplón estilo.

Otro de los más populares entonces fué don Joaquín Benegasi y Luján. La musa de este buen hombre se consagra, entrando por uno de los más frecuentados caminos de la época, á cantar vidas de santos y asuntos morales y filosóficos del modo más enfadoso que cabe imaginar. Los fines de la alta poesía, su verdadero campo y esfera estaban vedados á toda esta gente que no salía de flor de tierra. La popularidad de Benegasi nos revela el nivel literario de un siglo que se divertía con los sistemas filosóficos en seguidillas, ó con la descripción de una enfermedad en décimas. “Los asuntos de Benegasi, que tanto recreaban en su tiempo, dice don Leopoldo A. de Cueto en su Bosquejo histórico-crítico de la poesía castellana del siglo XVIII, dan idea de la pobre esfera á que había descendido aquella poesía insubstancial. Si llovía con abundancia, si nevaba, si se atropellaban unos asnos, si se aplicaban sanguijuelas, si un amigo despedía con facilidad á los criados, si otro pedía una muía, si se emborrachaba su barbero, si picaba una chinche á su criada, si había estornudado una señora, si ha- ida goteras en su casa, Benegasi se inspiraba con estos hechos y otros igualmente triviales. Complacíase especialmente en la descripción de sus enfermedades, aun las más repugnantes (entre otras, una fluxión, la sarna, un reumatismo, las almorranas); y con tales creaciones de una musa asquerosa y casera, formaba voluminosas colecciones, y se atrevía á darlas á la estampa. Así ha* cían otros igualmente, y el público compraba estos centones de sandeces y fruslerías. „ Entre tanto, los sucesos patéticos de la vida no le inspiraban sino chocarrerías y profanas sandeces. También tuvo mucha boga un tal fray Juan de la Concepción, fundador de la revista Resurrección del Diario de Madrid, ó nuevo cordón crítico general de España. Compuso El Patán de Carabanchel y El Poeta oculto; y muy extraordinarias y sublimes debieron parecer estas dos obras á sus contemporáneos, pues Benegasi, sin duda porque aquellos ingenios, como los pedantes de Moratín, habían dado en la flor de elogiarse unos á otros, dice del autor:

Aquel ingenio famoso

con quien son al compararse.

roncas urracas los cisnes

y pigmeos los gigantes…

Este poeta pasó á la posteridad, v fué citado por mucho tiempo como modelo de extravagancia y desvarío. Aun hoy responde su fama á un fin de utilidad, porque nadie mejor que él y los que le precedieron pueden hacernos comprender en toda su ridiculez y liviandad la época en que vivieron.

Toda la poesía perteneciente al primer tercio del siglo era un resto informe de la secular y grandiosa poesía nacional, su último sedimento, después de evaporados y perdidos los elementos espirituales que la constituyeron y le dieron vida. Aquella extraviada musa era rebelde á toda reforma; pugnaba por sostenerse contra lo que se quiso introducir después; quería resistir, y alegaba en su abono su elevado origen, como los nobles degenerados que creen encontrar disculpa á su poco valer en la grandeza de sus ilustres antecesores. La reforma principió á iniciarse con la Poética de Luzán, que entonces representaba un gran progreso, porque combatía de frente la amalgama de vicios y torpezas que corrompían el arte; venía hiriendo con violencia, destruyéndolo todo, sin perdonar ni aun los seductores extravíos del siglo xvii. Aunque sobre el libro de Luzán no podía edificarse gran cosa, no se puede negar, atendida su misión demoledora, que fué de inmensa utilidad en aquellos días. El autor se había educado en Italia, venía impregnado en las ideas de la nueva escuela clásica nacida en Francia, y su criterio, salvo algunas diferencias, era el estrecho y mezquino de Boileau, que declaraba el simbolismo pagano principal elemento poético, establecía el rigor de ciertas formas como indispensables, y era la consagración de ese desabrido sistema, que siempre ha tenido por consecuencia, en los que ciegamente lo adoptan, un frío amaneramiento. Esto era, sin duda, ley del tiempo: las revoluciones, en cualquier manifestación de la vida, han procedido siempre oponiendo principios radicales á los viejos errores que querían combatir, y sólo así han podido ser eficaces. En las letras españolas del siglo XVIII, la revolución hubiera sido un hecho desde 1750, si alguno la hubiera realizado con fuerza genial, porque las reformas artísticas no se hacen con fárragos de reglas, cuya aridez y sequedad repugna á las imaginaciones que ansían volar libremente.

Si Luzán ó alguno de los de su escuela hubieran sido grandes poetas, de seguro habrían arrastrado á la multitud, imponiéndole su sistema, y en tal caso la revolución literaria habría sido rápida y fecunda. Pero no fué así: Luzán no era un gran poeta; no era ni siquiera un buen estilista como Boileau, y por eso sus principios, sanos y útiles indudablemente entonces, se esterilizaron por completo; tanto, que no sabemos si es preferible la poesía soporífera y seca de Montiano, á los disparatados arrebatos de Gerardo Lobo y fray Juan de la Concepción.

Un grande y malogrado ingenio se mostró en mitad del siglo con fuerzas para tal empresa; pero desgraciadamente no quedó de él, después de su temprana muerte, más que una composición, que, aunque de bastante mérito, no basta al trabajoso objeto que su autor se propuso. La célebre sátira de Jorge Pitillas fué lo que hoy llamamos un acontecimiento literario, porque produjo en el público una impresión honda de que hoy no podemos formar idea sino por los ruidosos y raros éxitos de algunas obras del teatro moderno. Esta hermosa composición revela una rigidez de carácter, una entereza tal, que no podía menos de producir en aquella sociedad de debilidad y afeminación sorpresa parecida al espanto. Todos los poetastros que se vieron zaheridos y castigados por el látigo de Jorge Pitillas se desataron en denuestos impotentes, que fueron la comidilla de la gente de pluma. Por lo demás, se ha probado que la sátira tiene pocas ideas que no pertenezcan á las de Boileau, á su poética y á uno de sus discursos doctrinales 0); pero aun así es de mérito sobresaliente, no sólo por la noble audacia que revela y por la circunstancia de ser escrita en época de tantos extravíos, sino porque está versificada con soltura, con energía y vigor, y domina en ella un amargo encarnizamiento digno de Juvenal.

Por mucho tiempo estuvieron los reformistas sin hacer gran número de prosélitos. Porcel, uno de los más ardientes en edad madura, compuso de joven su poema El Adonis, que es por su método y asunto de lo más sandio en que se ha ocupado la fantasía humana. No dejan de vislumbrarse allí débiles rasgos de verdadera poesía; pero lo empequeñece y corrompe todo la insulsez del asunto, y la forma de églogas venatorias en que está escrito. Todo él respira culteranismo del más pueril y cándido; es simplemente un laberinto de equívocos y majaderías de aquéllas que Pitillas y Luzán querían desterrar de golpe. No era posible ciertamente extirpar un mal que estaba, digámoslo así, infiltrado en el pueblo, que por error y costumbre se había apoderado de la mente de los poetas, y era su propio numen. Los equívocos, los trueques de palabras, las mil bobadas y vaciedades del estilo culto, vivieron en una buena parte del siglo, y no acabaron sino á manos de otro vicio igualmente funesto, el prosaísmo, que, por secarlo todo, secó hasta las simplezas de aquellos desdichados poetas.

La nueva escuela, hechura del buen sentido, no produjo más que didácticos; ni era posible que se sujetasen á tan áspera disciplina ingenios rebeldes que se veían aplaudidos en sus desatinos y obtenían fáciles triunfos en todas partes: en palacio, en los salones de los grandes, en los teatros y en los más bajos é incultos círculos. Por mucho tiempo los pocos que se inclinaban á la nueva escuela de la sensatez y del orden artístico, fluctuaron entre los resabios conceptuosos y el rigor clásico de la poética francesa. Torrepalma, que es uno de los pocos que en aquellos días presentan en sus obras rasgos de inspiración legítima, lo prueba en su Deucalión, donde quiere ser sensato y á veces da rienda suelta al más afectado gongorismo. El poema citado contiene hermosos trozos, no sólo de estilo, sino de sentimiento, expresado directamente por espontáneos desahogos del alma, y á veces rompe por instinto el vil cerco de las ligaduras convencionales y se muestra á la altura de Valbuena y Ercilla. No es así Montiano y Luyando, uno de los más insulsos poetas que han existido. Gozó fama de hombre de buen criterio como maestro, y aún la tiene; mas no comprendemos cómo se llama crítico respetable á un hombre que decía al hablar del Quijote de Avellaneda: “No creo que ningún hombre de juicio pueda declararse en favor de Cervantes, si compara una parte con otra. Montiano es, como escritor, uno de esos caracteres antipáticos que nunca consiguen interesar, ni por sus aciertos ni por sus extravíos. No lo es menos don Blas Nasarre, el enfático detractor de Calderón, que no presenta á la admiración del mundo más que una ridícula paráfrasis del Padre Nuestro, en que no se sabe qué es peor, si la bajeza de las imágenes, ó la trivialidad grosera y hasta irreverente del estilo.

La reforma intentada por Luzán produjo otra cosa: además de esta generación de escritores pigmeos, nos trajo la moda de las academias, que tiene alguna semejanza en nuestros días con el furor un poco más discreto de los teatros caseros. Creáronse círculos literarios con objeto de propagar el buen gusto y la nueva doctrina. Las damas especialmente gustaban de amenizar sus tertulias con la lectura de versos, y los componían ellas también. Eran certámenes algo parecidos á las cortes de amor del siglo precedente, palenques de discreteo con fin recreativo, no siendo enteramente ajena esta ocupación, tan ingeniosa como galante, á las intrigas y coloquios de amor. La academia del Buen Gusto, establecida en Madrid á imitación de otras italianas y francesas, fué algo como el Hotel Rambouillet, aunque un poco más bajo en el nivel de las insulseces. Todo era allí convencional y según las amaneradas formas de la poesía italiana: los académicos y las académicas se inclinaban naturalmente al idilio, el género femenino por excelencia; leían sus versos, que por lo general entrañaban segunda intención; se daba un juicio sobre ellos, y se extendía un acta como si se tratase de transcendentales asuntos. Los hombres más graves, magistrados, generales y ministros, no se desdeñaban de llevar allí su madrigal, dedicado á los dientes, á los ojos, al lunar de una dama, al santo del día, etc. Todo se hacía en forma pastoril; y allí, en los salones, no en los prados; en los tocadores de las condesas, no en los huertos y selvas, fué donde más se fomentó la empalagosa y relamida poesía pastoril, que vivió en todo aquel siglo hasta las puertas del presente, animada con nueva savia por el talento de Meléndez. Cada académico de estas venerables asambleas adoptaba un nombre estrambótico, á semejanza de la academia de los Arcades de Roma, que ha puesto en ridículo para siempre los graves y gloriosos nombres de Jovellanos y Moratín: en el Buen Gusto los títulos eran El Justo desconfiado, El Zángano, El Difícil, El Amuso, El Marítimo, etc. También había allí un bufón, un gracioso, á quien se permitían toda clase de agudezas, aun las más chocarreras, y se toleraron asimismo los desahogos llamados vejámenes, que no tenían la gracia de los del tiempo de Quevedo y Alarcón. Villarroel fué el bufón de la academia del Buen Gusto: era cosa de ver cómo él y Porcel se cambiaban los calificativos de burro, jumento y otros parecidos con el mayor desenfado, y sin producir en la concurrencia otra cosa que hilaridad y alegría. Esta literatura, estos ocios poéticos de galantería y familiaridad, estas diatribas inocentes, fueron uno de los productos más inmediatos de la confusión originada por la monstruosa mezcla del culteranismo antiguo y la nueva escuela llamada del buen sentido. Compárese la farándula de estos salones, hija de una empalagosa retórica, con la poesía de las épocas viriles y bien caracterizadas, hija espontánea del espíritu nacional que la produce sin esfuerzo, robusta, vigorosa, pujante, obedeciendo á esa ley providencial que engendra las grandes épocas del arte en el seno de las épocas grandes de la historia.

III

El reinado de Carlos III fué en política, á pesar de sus progresos administrativos, un reinado de turbación moral, de presentimientos y de esperanzas. Parece como que trajo nuevos problemas á los espíritus arrebatados por la lucha, y que al desconcierto antiguo sucedieron la desconfianza en lo porvenir y un común deseo de encontrar la solución que esta sociedad perturbada necesitaba. Parece como que los hombres fueron entonces más serios, y supieron mirarse en calma y conocerse.

No fué esta época la más adecuada para que la reforma literaria diera sus frutos. En tiempos de más serenidad hubiéralos dado completos á ser los principios de Luzán verdaderos principios estéticos, en vez de reglas convencionales fundadas en un sistema efímero muy propagado entonces, pero que ya cumplió su breve existencia. La Poética de Luzán, que en su tiempo pudo pasar por un buen código literario, y no es hoy sino una mala retórica, encarnaba el principio de la acertada imitación, de la sensatez niveladora del numen, el absurdo canon de los buenos modelos que ha secado en flor tantos felices ingenios. Con tal principio no habrían existido Homero, ni Cervantes, ni Shakespeare, que no tuvieron modelo bueno ni malo. Esos impertinentes clasicones del siglo pasado mataban la generación presente, obligándola á no salir del camino trazado por sus antecesores. De este modo, el arte, en vez de ser la más alta expresión de la vida individual y colectiva de los pueblos, no sería más que una distracción, un ejercicio de la inteligencia, sin valor histórico, y encerrado en los límites de las academias del Buen Gusto ó de los Arcades de Roma. Este sistema sin vitalidad ni fuerza de convicción, por no ser iniciado por un Alfleri ni un Boileau, produjo aquí lo único que podía producir, un Moratín (don Nicolás) y un Cadalso, talentos extraordinarios si se les compara con sus predecesores y con sus coevos, medianos si se les pone en parangón con los que engendró la reforma en su último y florescente período. En ellos se advierte ya una adopción ciega de los nuevos principios, si bien el segundo fué más ardiente en esto que el primero, inclinado á veces por temperamento al gusto nacional. Como autor dramático, don Nicolás Moratín vale bien poco; como lírico, escribió cosas fastidiosísimas, entre ellas el poema de la Caza, la égloga sobre las antigüedades de Madrid y la composición dedicada al lidiador de toros Pedro Romero, cuyo enfático principio, citara áurea de Apolo… no se olvida fácilmente. Pero en todos sus versos es un escritor correcto, grave, libre ya de los desvaríos del culteranismo; sencillo, aunque de escasa inspiración, siempre afeada por el uso indispensable de las fórmulas del simbolismo pagano. Hay, sin embargo, una composición suya que se aparta de este vulgar camino, que conserva merecida popularidad por ser una inspiración verdadera, modelada en la antigua turquesa de la epopeya castellana. La fiesta de toros en Madrid, cuyas principales quintillas saben de memoria todos los niños, es realmente lo único que del buen Flumisbo ha pasado á la posteridad: en ella no hay amorcillos con aljaba, ni flautas de oro, ni majada, ni aquel insípido tipo de mujer que se llama Dorisa, Filis ó Lisena, y no inspira á sus apasionados amadores más que falsedades insulsas; hay, en cambio, una expresión robusta y directa, pintura caliente y vigorosa, y el lenguaje sonoro, franco, mezcla de severidad y cortesía, con que hablan los héroes de nuestros inmortales romances.

Cadalso no hizo nada comparable á esto: era luzanista puro, idólatra de las formas, convencionales. Sus Cartas marruecas en que imitó á Montesquieu, no carecen de intención cómica, y sus Noches lúgubres son tan pesadas y artificiales como las de Young. Era el carácter de Cadalso simpático, flexible y bondadoso; su poesía carece de virilidad, y toda ella está afectada de un desmayo y una indolente blandura, que si entonces agradaba, hoy nos es insoportable. Todos los versos que dedicaba al amor y las desventuras de su Filis (la célebre cómica María Ignacia Ibáñez) expresan el sentimiento del poeta con un énfasis que nos haría sospechar de su veracidad, si por otros conductos no conociéramos la evidencia de aquellos tristes amores. Su canto titulado Querrás civiles entre los ojos negros y los azules, es una sandez, y todas sus obras carecen de brío. A pesar de ello, no deja de agradar la lectura de las composiciones de aquel malogrado poeta, porque las hace amenas el recuerdo del apacible carácter de Cadalso, sus desventuras y su triste fin como valeroso soldado.

Pero el escritor que tal vez representa mejor el primer período de la reforma es fray Diego González, un fraile platónico de Salamanca, digno de fama por su carácter y sus escritos. No es un fray Luis de León, ni un San Juan de la Cruz; pero tiene algo de los dos, con un poco de Petrarca, y sus versos participan mucho de la antigua mística española, con un sabor italiano que les da no poco encanto. Fray Diego González es una muestra de las monstruosidades que pueden engendrar el sistema doctrinal y el convencionalismo en poesía. Sus obras llevan ciertamente en el fondo la última expresión del alma del poeta; pero el rigor de escuela obligaba á éste, pobre monje agustino, á fingirse pastor y hablar de sus majadas y apriscos. Su musa, su Laura, era una dama de Cádiz, á quien llamó siempre Mirta en sus versos y cartas; y para que se comprenda, á la vez que el candor de González, las singulares condiciones literarias de su época, baste decir que el poeta fraile no cree cometer ninguna clase de profanidad escribiendo versos eróticos impregnados de ese sentimiento, mitad celeste, mitad mundano, que suele nacer y criarse ignorado de todos en la soledad del claustro; escribe sus desahogos pastoriles con la mayor naturalidad; pondera la vehemencia de su amor, y hasta expone las ilusiones de su juventud, como si entre él y la señora Mirta no hubiesen puesto la sociedad y la religión un abismo insuperable. Y nadie se maravilla de esto, ni fué por esta causa fray Diego menos venerado y querido. Así se ve claramente lo que de artificial y convenido había en el cultivo de las letras. El hacer versos y el escribir prosa eran entonces un ejercicio semejante al que en las escuelas de latín y retórica hacían los muchachos, con el único objeto de conocer la lengua y familiarizarse con los buenos autores.

Jovellanos, que es sin duda una de las más altas y nobles personificaciones del carácter español, desvarió mucho como crítico al aconsejar á fray Diego, obligándole á cambiar el género de inspiración á que su índole le inclinaba. Así como influyó en Meléndez para que trabajase en asuntos heróicos, y Melénaez no hizo cosa alguna de provecho en este género, quiso inclinar al buen agustino á la poesía filosófica, decisión que dió por resultado la primera parte del poema Las Edades, composición condenada á perpetuo olvido, mientras el Murciélago alevoso se recuerda siempre con agrado.

Ninguno de estos escritores representa un progreso muy importante en la alta esfera el arte; pero indican todos un adelanto considerable en lo relativo á la lengua, que depuraron y limpiaron de lós ridículos floreos retóricos con que vivió vestida largo tiempo, á la manera de esas abigarradas columnas de Churriguera que desaparecen bajo racimos de hortalizas, frutas y flores, modeladas por el mal gusto. La lengua castellana apareció de nuevo, con pureza sin igual, en los romances de Moratín y en los versos de fray Diego González; también fué noble y grave en los de Cadalso y en las églogas del mismo Flumisbo Thermodonciaco, aunque un tanto afrancesada. Igualmente se conserva en su primitiva pureza, con bella entonación española, en las obras de don José Iglesias de la Caba, mediano poeta en los asuntos heróicos y elevados, muy discreto y agudo en las pequeñas composiciones, que le ponen al nivel de Baltasar de Alcázar.

Meléndez, Jovellanos y Forner ocupan lugar más importante en su siglo. El primero, hoy un poco olvidado, fué el más célebre cultivador de la poesía pastoril, en que trabajó, depurando este singular género de los vicios que lo obscurecían, y restableciéndolo á su verdadero tono, según el rigor de escuela. Grande fué la popularidad de los versos de Meléndez, que tiene el indudable mérito de ser un escritor de refinada pureza, aunque la índole de su talento sea para nosotros hoy poco agradable y un tanto antipática. Este, y Jovellanos y Forner, con austera inspiración, presentan el período de madurez de la reforma preceptista; y los dos últimos, como críticos, nos: muestran que los principios de Luzán habían ido estrechándose á medida que avanzaba el tiempo. El ilustre autor del Informe sobre la ley agraria proscribe el amor como asunto indigno de alimentar la poesía, y recomienda á sus amigos Delio (fray Diego González) y Batilo (Meléndez) que se ejerciten el uno en la moral filosofía, y el otro en los asuntos históricos, cosas para que eran ineptos. Forner fija con pedantería magistral los que, según su modo de ver, son únicos elementos de arte, á saber: la» acciones de los reyes, las empresas de los héroes, el curso de los astros, la serenidad de los cielos, la virtud de los sabios, etc. Semejante exclusivismo no podía dar otro resultado que el abatimiento y frialdad del estro poético, y, por otra parte, el prosaísmo que engendró en todos los poetas el esfuerzo para ser cuerdos y sensatos, el deseo de no hacer gala de abundante ingenio, y el afán de ser comedidos sin salir nunca de un camino cada vez más estrecho y trillado. Así la reforma clásica, la ley del buen sentido y de la serena y grave inspiración, no fué un hecho hasta que dos talentos no comunes, Moratín (hijo) y Quintana, rompieron la valla secular, consagrando el sistema, no con reglas y preceptos; sino con el ejemplo vivo, el único medio de propaganda que existe en el mundo, en todo lo que se dirige al sentimiento, en la religión y en el arte.

Hasta que aquel caso llegó, la peste del prosaísmo, hijo legítimo de la estrechez de la doctrina, hubo de corromperlo todo. La disciplina literaria y la teoría de los buenos modelos hicieron abortar, además de la poesía pastoril, la poesía didáctica, que es más falsa y fastidiosa que aquélla. Los poemas didascálicos de aquel tiempo principiaron por enseñar nobles y bellas cosas, como la música y la pintura, y concluyeron por ser tratados de derecho canónico y dar reglas para salar cerdos. Revistiéronse entonces con la brillante gala del verso los más necios y rastreros asuntos; y vulgarizado el arte, descendido á las más ineptas manos por lo fácil que se hizo su procedimiento, lo cultivaron todos, siendo la producción poética tan extremada, que en ninguna época se ha visto fecundidad más desastrosa. Las fábulas de Iriarte y Samaniego son el único fruto apreciable de aquellos días de prosaísmo, fruto que sobrevivió y no fué comprendido en el general menosprecio de la posteridad: la gracia y amable ligereza de tales obras, de índole educativa y familiar, les ha dado vida.

IV

Mejor que la poesía lírica puede el Teatro dar idea del espíritu de aquel siglo. La primera fué siempre aquí secundaria y un tanto sometida á influencias exteriores, mientras el segundo ha sido en todos tiempo» preferente espejo del pueblo. Como meridionales, inclinados á todo lo simbólico y representativo, siempre hemos dado á la literatura dramática el primer puesto, haciéndola nuestra más fiel expresión, condensando en ella nuestra vida y nuestro saber. En los primeros años del siglo xviii aún existía un resto del gran Teatro nacional, representado en Cañizares y Zamora, que poseían algunas buenas cualidades, aunque obscurecidas por el vicio de la forma conceptuosa y disparatada. Las mismas vicisitudes que hemos señalado en el curso y desarrollo de la poesía lírica, pueden indicarse en el Teatro, que descabellado y loco en los primeros años, después ambiguo y confuso, más tarde árido, atildado y frío, prosáico y rastrero al cabo, no fué Teatro verdadero hasta que Moratín le dió nueva savia en los albores del presente siglo, inaugurando el brillante período del Teatro contemporáneo.

Los errores de la primera época, que habían llevado hasta el sumo delirio los desaciertos de la comedia antigua, olvidando por completo su grandioso sentido nacional y su pasmosa fuerza inventiva, son referidos por Moratín con mucho donaire, pero con alguna exageración. Representábanse, á más de las farsas mitológicas, en que sin pizca de lógica intervenían mil divinidades y los manoseados héroes de la antigüedad, multitud de tragicomedias de carácter religioso, en las cuales, con la Virgen y San José, alternaban figuras alegóricas de los vicios y virtudes, la Muerte, el Purgatorio… Esto no era más que una vil parodia de los antiguos autos. Hacía más triste la suerte del 4rte dramático la singular disposición de los corrales, que eran, tales como si en ellos no hubiese de entrar otra gente que la de baja ralea. El patio era sitio de pendencias, y las parcialidades que se habían formado con visos de partidos literarios dirimían sus querellas en plena representación, dirigidas por frailes libertinos y procaces: el teatro parecía más bien- desahogo de gente holgazana que recreo de lo más escogido de la sociedad.

Los reformadores quisieron poner mano en esto; reformar á la vez á los autores, al público, á la crítica y hasta el local. Nasarre y Luzán hicieron su profesión de fe publicando las reglas de la tragedia y la comedia clásicas; pero esto no bastaba. Querer producir hondísima transformación en las arraigadas costumbres que el pueblo fomentaba y sostenía, era empresa loca. Las reglas no pasaban del gabinete de cuatro ó cinco literatos, que en vano se quemaban las cejas traduciendo á Alfieri y á Racine. Don Francisco Pizarro Piccolomini había ya traducido el Cinna; y en la mitad del siglo, don Juan de Trigueros tradujo el Británico, y don Eugenio de Llaguno y Amírola la Atalia, que no llegaron á representarse. ¿Y cómo había de tener entrada en los teatros esta literatura que sólo podía interesar á personas de refinada ilustración, literatura de la cual este pueblo, palpitante aún con las emociones de nuestro gran teatro, vivo, pintoresco, lleno de luz y verdad, nada podía comprender, por no encontrar en ella ni sus afectos, ni sus pasiones, ni su lenguaje, ni su historia? La tragedia clásica francesa no tuvo, ni puede tener, ni tendrá jamás el don de interesar á nuestro pueblo.

¿Qué le importaban á éste el furor de Orestes ni la pasión de Fedra? Bien pronto hubieron de conocer los reformadores que la implantación brusca del Teatro clásico, con su frío, insubstancial paganismo, no podía sustituir á nuestra antigua Comedia, superior mil veces por la fuerza de su genio y a pintoresca hermosura y gracia de su forma. Contentáronse con aspirar á la fusión de los dos sistemas, tomando del nuestro el espíritu, y vistiéndolo con la forma erudita del buen sentido y la retórica franceses, haciendo todo lo posible por hermanar el genio nativo español con los preceptos de la nueva crítica. Esta era empresa también sumamente difícil; y una prueba de la esterilidad del eclecticismo en materias de arte, está en las composiciones de Moratín (padre), de Cadalso y de Ayala, que quisieron en este terreno, como en el lírico, ser atrevidos innovadores, El Guzmán él Bueno, del primero, es obra en que nada hay digno de atención, como confiesa el mismo don Leandro en el juicio, tan breve como poco benévolo, que hace de ella. El Sancho García, de Cadalso, no merece ni siquiera los honores de ser citado; y en la Numancia destruida, de don Ignacio de Ayala, no se revela ninguna de las cualidades del autor dramático; es un artificio árido, pobre, incongruente y falto de sentido. El único que acertó fué Huerta, poeta del último tercio del siglo, que, á pesar de las burlas de sus contemporáneos, especialmente de Moratín, burlas motivadas tal vez por su presuntuoso y díscolo carácter, poseía cualidades eminentes y aptitud para el teatro, que, cultivadas en tiempos más felices, le habrían colocado al lado de los grandes dramáticos del siglo XVIII. La Raquel, de Huerta, es la me- , jor, quizás la única composición trágica española de su época.

En los tiempos del Conde de Aran da la situación local de los teatros mejoró mucho: se regularizaron las compañías, usáronse trajes, decorosos, y la policía, oportunamente introducida, dió á las representaciones el realce y brillo que siempre debieron tener. Con la creación de teatros en los sitios reales y la creciente inclinación de los nobles á los espectáculos caseros, la escena española ganó en gravedad y cultura; y ya en tiempo de Huerta se representaron en el Príncipe y en la Cruz comedias originales ó traducidas, con toda la propiedad que el moderno arte escénico requiere.

Meléndez, Iriarte y Jovellanos también probaron fortuna en el Teatro; y el primero, arrastrado por su innata afición, llevó á la escena todo el aparato de pastores y zagalas en la comedia de Las bodas de Camacho, aberración pastoril de lo más candoroso que imaginarse puede. El segundo, en su Señorito mimado, hizo una obra que bien podía llamarse didáctica. Por la índole de su ingenio, el autor de la Música y de las Fábulas literarias había de llevar á la escena, ó una lección moral dialogada, ó una moraleja desleída en tres actos. Por su parte, el esclarecido Jovellanos no estuvo tampoco muy feliz en su Delincuente honrado, donde hay gran expresión patética, noble objeto moral, pero de ningún modo un drama con la estructura y la lógica que le corresponden.

El prosaísmo hizo estragos en el último tercio del siglo, y bien lo prueba Moratín cuando tuvo que dirigir la sátira agudísima de su Comedia nueva contra los poetas de la estofa de don Eleuterio Crispín de Andorra, prototipo de los más populares ingenios de entonces. La obra del ilustre Inarco Celenio es un fiel documento, verídica historia del Teatro. Allí se marca perfectamente la lucha y transición que dió por resultado la gran reforma moratiniana, no con vanos preceptos, sino con la fuerza incontrastable de un agudo talento, que se impuso al pueblo, y dominó y rehizo el gusto de la sociedad estragada.

Expuesto, aunque ligeramente, el movimiento literario del pasado siglo, se encontrará su síntesis exacta diciendo que fué un descabellado conjunto de ridiculeces y vulgaridades mientras resistió á la reforma, ó una imitación estéril y fría cuando la aceptó, sin que ninguno de estos dos aspectos expresara de modo alguno la vida nacional. En aquella serie inacabable de manifestaciones artísticas que se suceden con fatal fecundidad, ¿dónde se oncuentra la vida nacional? ¿Está en los pastorileos de Meléndez, en las afectadas endechas de Cadalso, en la Petimetra de don Nicolás Moratín, en las simplezas de Trigueros, en el misticismo ambiguo de fray Diego González? Prescindiendo del mérito relativo de estos escritores, todos pueden ser confundidos en un común anatema, todos son falsos. Si la vida del siglo XVIII se ha expresado en el arte, es de una manera indirecta, en el concepto do que la confusión, la falta de principios, la vacilación, la lucha, la total carencia de unidad, que agitaron sordamente á aquélla, se reflejan en éste por el profundo caos de errores, dudas é impotentes conatos que presenta. Indudablemente la sociedad, con sus sentimientos y sus memorias, su aspiración y su espíritu, considerado ya individual, ya colectivamente, es el perpetuo asunto del arte: exteriorizar esto es el secreto de los ingenios privilegiados, que, como Calderón y Shakespeare, ponen á su tiempo un sello de inmortalidad.

Cuanto más examinamos las costumbres del siglo XVIII, más falsos y descoloridos nos parecen los millones de conceptos que produjeron los ingenios españoles en tan largo período; cuando pasamos la vista, aburridos y descorazonados, por las puerilidades bucólicas, por las simplezas mitológicas, por las huecas voces de la poesía llamada heróica, por las hinchadas sentencias de los poemas didácticos, echamos de menos al pueblo, que no late, que no respira en el fondo de aquel arte; que no anima ni aun con un débil aliento de su vida aquellas mil formas artificiosas; verdaderos maniquís que pueden parecer hombres á la vista de un niño ó de un observador superficial, pero que, examinados de cerca y atentamente, no son sino un tosco remedo del sér humano. El pueblo, en su variedad infinita, y considerado en su verdadera acepción social, no existe allí donde todo es disciplinario y conforme al patrón de una retórica erudita. Bajo este punto de vista, y prescindiendo por ahora de su intrínseco valor literario, puede considerarse á don Ramón de la Cruz como el único poeta verdaderamente nacional del siglo XVIII. Y es, en efecto, desdicha para un siglo el que su más exacta expresión se halle en un puñado de sainetes que han corrido por mucho tiempo como obrillas de escaso valer y ninguna transcendencia. Con un descuido singular, como quien no sospecha su propia importancia, supo aquel ingenio retratar algunas fases de la vida de su época, y ésta, engreída, presuntuosa, pedantesca é inmoral por esencia, llena de preocupaciones, y además hipócrita, no comprendió, mientras tomaba por lo serio los madrigales necios dé sus poetas más aplaudidos, que era fielmente retratada en unos pasillos cómicos, frívolos, pedestres, tabernarios á veces, destinados sólo á hacer reir.

Los tiempos heróicos tienen su expresión exacta en la tragedia clásica, cuya serenidad y elevación son un traslado fiel de los caracteres antiguos; la gracia atildada y fría del naturalismo, que animó á aquellos pueblos, había de producir la literatura pagana, sencilla, tranquila, reposada, con cierto colorido de felicidad aun en medio de sus dolores, un poco artificiosa, muy plástica y sensual, como la religión que le dió vida. Nuestro siglo XVI, poseído de un alto sentimiento religioso, deslumbrado con el esplendor de sus propias empresas, extremado en sus sentimientos, algo presuntuoso, soberbio y locuaz, noble en sus aspiraciones, impetuoso, lleno de genial iniciativa, teniendo siempre en su valor una confianza algo petulante á que no iguala sino su fe, no podía producir sino el gran Teatro, que, desarrollado en la mitad de la siguiente centuria, fué el espejo de su existencia.

Aquel noble Teatro que, como la sociedad que lo engendró, tuvo la pasión exaltada, el misticismo á la vez religioso y erótico, la florida y abundante expresión de los afectos, la complicación de los hechos, la sorpresa de los accidentes, es una mezcla feliz de dignidad y donaire, de exaltación y nobleza, de gracia y verdad. La época de Luis XIV en Francia, primera etapa de la cortesía moderna, en que todo está medido y prescrito, época en que ni los versos se eximen de la etiqueta; días de cultura sazonada por el estudio de lo antiguo, no siempre bien comprendido; imperio del buen sentido y de la discreción, no podía tener más exacto espejo que aquella literatura rizada y compuesta, recortada, algo semejante al vestir de los hombres, siempre fina, comedida y respetuosa, sensata, pulcra, ingeniosa y viva, siempre con dignidad en la pasión y con aticismo en la ironía, pomposa y glacial en manos de Racine, intencionada y filosófica en manos de Moliere. Por fin, el siglo XVIII en España, siglo de obscuridad, de preocupaciones, de luchas y dudas, que prevé en su instinto una revolución y no acierta á darle realidad, ni se atreve á intentarlo; que ve todo aquel pasado que se marcha y no comprende lo que ha de venir, ni se prepara á una nueva vida; ese siglo sin principios, perdido en su misma confusión, sin saber que remedio poner á los males que le degradan, á la lepra que le corroe; siglo que se siente viejo, y desmoronándose se entretiene en hacer ovillejos en la academia del Buen Gusto, ¿qué mejor expresión de arte puede tener que aquellos sainetes que son un bosquejo fugaz, un rasgo, una sombra, una caricatura breve, rápida, pero brillante y llena de agudeza; pinceladas donde á una momentánea luz se ven la miseria, la ignorancia, la falta de dignidad y la completa perversión del sentido moral?

V

Don Ramón de la Cruz, que no fué un poeta obscuro en su tiempo, sino que, por el contrario, gozó de merecida reputación, del aprecio de todos, y aun recibió obsequios y agasajos de las más ilustres personas de la nobleza, no es hoy bien conocido en su vida privada ni en su vida literaria. El libro Hijos ilustres de Madrid, que publicó don José Alvarez Baena, contemporáneo suyo, nos da muy breves noticias, no suficientes para el conocimiento de aquel carácter. Como las memorias y correspondencias de hombres célebres son en España muy escasas, por incuria de nuestros bibliófilos y coleccionistas, ó porque realmente no han sido abundantes, acontece que muchas ilustres é interesantes vidas permanecen hoy olvidadas. Baena dice así:

«Don Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla nació en la parroquia de San Sebastián, año de 1731, á 28 de Marzo, hijo de don Reymundo de la Cruz, natural de la villa de Canfranc, obispado de Jaca, y de doña Rosa Cano y Olmedilla, natural de la Gascueña. obispado de Cuenca. Es oficial mayor de la Contaduría de penas de Cámara y gastos de Justicia del Reino, individuo de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla y Arcade de los de Roma con el nombre de Larisio Dianeo. Su talento ha sido particular para la poesía cómica, especialmente para los intermedios y loas. Las otras obras suyas que se han representado en ambos teatros del Príncipe y la Cruz, con aplauso de las gentes, llegan á un número exorbitante, y en sus mismos títulos manifiestan su alegre y jocosa índole. También ha ejercitado su numen en algunas piezas mayores, propias ó traducidas, como zarzuelas y comedias, en cuya clase se cuentan varias óperas del abate Metastasio, traducidas á nuestro idioma y aplicadas al genio de nuestro teatro. Don Juan Sempere hace en su ensayo de Biblioteca un gran catálogo de todas ellas, y su autor las está dando á luz en el día (1791) por suscripción, y lleva publicados varios tomos en octavo, sin dejar por eso de trabajar piezas nuevas que se representan.»

Poco espacio y una atención ligera consagra Baena á este ilustre hijo de Madrid, cuando ha llenado su voluminosa obra de apologías á un sinnúmero de personajes que la posteridad ha relegado al olvido. Pero esta escasez de noticias no nos importa. El conocimiento del hombre en la parte que nos interesa nos será fácil con la lectura de sus obras. Lo que nos importa es exponer, ya que hemos hecho una ligera reseña del movimiento literario del siglo xvm, cuál fué el estado social que engendró aquellas singulares obras de arte, averiguar cómo nacieron y qué grado de fidelidad hay en tales retratos ó pinturas.

La sociedad del siglo XVIII nos presenta en su composición y en su vida un fenóme­no digno de estudio. Ella misma conoce que lleva en sí algo deletéreo y disolvente, y vive agitada por presentimientos; prevé el trastorno, y no sabe si evitarlo será una salvación ó una desgracia peor. Los males orgánicos que el tiempo recrudece, han lie gado á ser vislumbrados por la mayor parte de las gentes, y á pesar de la ignorancia que nubla y obscurece todos los espíritus, éstos comprenden que han devenir profundas y graves perturbaciones. Entre tanto, los impulsos generosos, las aspiraciones á algo nuevo y bueno, no bien determinadas; esas secretas inquietudes que lanzan á los pueblos á inesperados avances en los días de más postración, se estrellaban ante las trabas que un Gobierno desarrollado en la más vasta esfera de acción posible, les oponía. Mil resabios antiguos, preocupaciones, viejísimos hábitos, eran como extensa red que todo lo comprendía, fuera de la cual á ninguno era posible salir. No hubo época en España de mayor atonía mental, de más falsas nociones de todas las cosas; y como nuestro carácter es apegado fácilmente á la costumbre, como por su innato espíritu de independencia es refractario á innovaciones, no había fuerza capaz de realizarlas. Las tentativas nobilísimas de Feijóo por medio de escritos serios, del Padre Isla con sus obras humorísticas, y de Torres y Villarroel con sus sátiras atrabiliarias, no consiguieron gran cosa; y si, esto, y la filosofía francesa y la influencia de la nueva dinastía, determinaron alguna transformación en España, no fué el pueblo seguramente quien disfrutó este beneficio. Sólo las clases altas recibieron alguna luz de los esfuerzos combinados de los reformadores de dentro y las ideas de fuera.

El constante alejamiento del pueblo de los asuntos públicos, su nulidad como poder político, su ignorancia, su impotencia para salir del vergonzoso estado en que se hallaba, hacían que no llegara hasta él la escasa luz que iluminaba esferas más altas. No existía entonces como ahora ese eslabonamiento de las clases sociales que las pone en comunicación directa unas con otras, y las obliga á prestarse y cambiar ideas y sentimientos. En vez de esta armonía, había entonces confusión monstruosa, no fundada, ciertamente, en ningún principio igualitario, sino en la falta de dignidad y en una marcada relajación de caracteres. La nobleza de aquel siglo, con muy raras excepciones, había caído en gran postración: aunque no alejada enteramente del manejo de los negocios públicos, no tenía ya la participación de que gozó en siglos anteriores; se vió no pocas veces postergada á los franceses é italianos que trajo la dinastía, y aunque figuraban constantemente en el Gobierno personajes titulados, los nombres aristocráticos más sonoros é ilustres quedaban reducidos á un secundario papel. La rancia aristocracia fué descendiendo; se la vió acercarse al pueblo, alternar con él, compartir sus fiestas y hablar su lenguaje. ¿Consistía esto en que se había debilitado la rigidez de principios que constituyó la antigua nobleza, por efecto de la difusión de la filosofía y del camino que se iba abriendo en Europa la idea de la igualdad? No: el carácter de la nobleza se relajó por la inactividad; porque habían acabado las empresas fabulosas que la crearon; porque había concluido, por causas de todos conocidas, la grandeza histórica del pueblo á que pertenecía. La nobleza, en la antigua organización de las monarquías europeas y en el apogeo del derecho divino, fué la fuerza y el alma de las naciones. Cuando principió á iluminar á la humanidad la luz de un nuevo derecho, y las viejas monarquías aspiraron á organizarse sobre bases nuevas y con elementos de otra índole, porque se sentían viejas y dañadas, el primer miembro en que se vieron síntomas de corrupción fué la nobleza, y esto ocurría lo mismo en Francia que en España. Perdido su papel histórico, la aristocracia se achica, se hace familiar, campea en los salones, se ocupa de aventuras galantes, baja más cada vez, y por último, llega al nivel de la plebe, con quien se junta, no para consolarla y apoyarla, sino para imitar su llaneza y desenfado. Parece como que se cansa del desabrido papel que hace en el mundo,, y quiere permitirse algún desahogo cuando- está fuera de escena. La verdadera cultura, fomentada por la irrupción,de las nuevas ideas, reside verdaderamente entonces en una especie de clase oficial, origen de nues­tra poderosa burocracia moderna.

En tanto, el pueblo, falto de luces, lleno de errores, indolente, trabajando por hábito, no por deber, sin ver ningún camino abierto ante sí, ni entender nada de lo que pasa en derredor suyo, acepta impasible la fraternidad de la grandeza, y, por fin, llegando al colmo de la confusión, imita como es imitado, se codea con los usías, remeda sus graves modales, su tono, se disfraza á veces con su traje, y es una vil parodia de los caballeros que descienden hasta él.

La clase media no era este bloque del siglo XIX, poderoso por la riqueza; era entonces una clase ambigua sin aliento ni carácter, determinada en la sociedad por su ineficaz aspiración á formar una verdadera jerarquía, con influencia y acción propias. En ella campeaban mil pequeñas vanidades, mil petulancias que cifran en la representación exterior el prestigio de la clase.

En el siglo XVII, cuando aún vivíamos con muestra vida, eran los españoles más graves j serios, se pagaban menos de la representación exterior, y, aunque algo vanos y engreídos, siempre fundaron su orgullo en prendas morales, y más que todo en el valor. Entonces, todos los que vivían en la corte aspiraban á caballeros, y no empleaban (salvo la canalla picaresca) otro medio que la bravura. El que no la tenía, la figuraba: de aquí los guapos, jaquetones y chuscos. Después la presunción toma formas muy distintas, se afemina, se degrada; la galantería que suavizó las costumbres, relajó al propio tiempo la virilidad de los caracteres, porque en el juego pastoril y ático que sustituyó al galanteo romántico de los buenos tiempos, había un gran fondo de mentira. Aumentó el desenfado en las mujeres, la despreocupación en los maridos, la solapada astucia en los galanes. Estos ya no eran los audaces aventureros que se acuchillaban por sus damas, y asaltaban, si era preciso, el hogar doméstico: eran intrigantes que seducían con halagos mañosos, y se introducían en las casas furtivamente ó con disfraz. La mujer no era ya aquel basilisco de honor que miraba en sí. las cualidades del armiño; fué más fácil, más accesible, más discreta y ondulante en su trato; se pagó más de la moda, de los afeites y vanidades que le dan realce exterior, mientras los jóvenes fueron más relamidos, menos generosos, más astutos, y se pagaron también más de los atractivos superficiales. Ya no había damas y galanes; había petimetras y currutacos.

Al mismo tiempo, la familia se relajaba en los lazos que más la estrechan y robustecen. La religión había concluido por en cenagarse en un lodazal de preocupaciones. Muestra inequívoca del estado de vileza á que llegaron las creencias en la literatura religiosa, tenemos en los sermones satirizados por el Padre Isla en su Fray Gerundio, y sin duda los torpes errores que ofuscaban las conciencias fueron la causa de que se ‘ entibiara la fe religiosa, que ya no cautivaba las almas con la pureza y la sencillez de los primitivos símbolos; era un bárbaro delirar en que se mezclaban á vulgares remedos de lo divino lo más grosero y mundano. En el seno de las familias esta evolución fué tanto más funesta, cuanto que en aquella sociedad, cuya fe se apagaba, cuyo depurado sentimiento del honor se extinguía, no hubo una irrupción de nociones morales filosóficas que llenaran aquel vacío. La filosofía, si alguna vino, lejos de curar el mal, lo agravaba, y no podía inyectar en el dolorido y extenuado cuerpo social la sangre joven y fresca que éste necesitaba. Aflojados los lazos morales, fué el matrimonio lo que primero se resintió: las uniones ilícitas, si no menudearon más que en el siglo anterior, fueron más descaradas, y el adulterio principió á ser, si no disculpable, por lo menos tolerado sin escándalo en las clases bajas, y visto como cosa corriente y con asomos de falsa elegancia en las superiores.

En tanto el pueblo guardaba bien su antiguo carácter, arrogante y desenvuelto, tenía particular empeño en satirizar á los individuos de la clase media, á los que adoptaban trajes ridiculamente ostentosos, y á las mujeres de equívoca virtud, que se daban aire de grandes señoras. El manolo y la manola, personajes picados de orgullo, de una entereza á veces cómica, miraban con cierto desdén á los burgueses de la Montera y de Jacometrezo: ella, sobre todo, la dama ae Lavapiés y de Maravillas, con su brusquedad desenfadada y su puntillo de honor quisquilloso, se cree más noble, más alta, más española que la señora de los buenos barrios, contaminada por la nueva moda y las exóticas costumbres. La majeza plebeya no cesaba de aplicar apodos ingeniosos á la gente fina, juzgándose á veces harto ofendida con su trato.

Nuestra legislación eclesiástica era funesta entonces, más defectuosa é incongruente aún que hoy. La desamortización y el Concordato han modificado mucho aquel monstruoso derecho, que Floridablanca y Jovellanos atacaron sin tregua como un grave mal. Nuestra empleomanía moderna no puede dar idea de lo que era aquel asalto á los bienes eclesiásticos, inmensos entonces. A más de la multitud de clérigos y frailes, la provisión de beneficios simples hecha en favor de jóvenes ordenados de primera tonsura, elevó la cifra á un grado exorbitante. Millares de individuos se disputaban estos beneficios, sin ocupación canónica efectiva de ninguna especie, sin residencia ni papel alguno en la Iglesia: su trabajo era cobrar. Los principales entre estas sanguijuelas eran los abates, gente holgazana, afeminada, inmoral por lo común. No hay clase ninguna, en nuestra actual sociedad, que pueda’ dar idea de aquellos híbridos personajes, excrescencias del estado eclesiástico, seres cuyo puesto oficial era desconocido. La influencia de estos vagos en la familia fué desastrosa: por su estado, tenían abiertas las puertas de todas las casas; se entretenían en hacer música y cantarla, en inventar modas y dirigirlas, en presidir el tocador de las petimetras, en hacer malos versos y escribir cartas necias; eran, por lo general, como juglares ó bufones en las tertulias elegantes. Lo mismo alternaban con el pueblo que con las clases encumbradas; y para colmo de degradación, estos individuos, que no siempre hacían el amor por su cuenta, eran los más intrigantes urdidores de aventuras ajenas, llevando, escudados por su hipocresía, el desorden y la corrupción al seno de las familias. ¡Oh! ¿no eran más dignas de consideración las terceras y busconas del siglo XVII, y aun las repugnantes celestinas del XVI?

Ahora bien: esos nobles degradados, esos usías que arrastran su orgullo por los garitos de la plebe, esos maridos blandos de la clase media, esas esposas traviesas, esas petimetras, esos cortejos, esos pisaverdes hambrientos con ínfulas de señores, esos manolos orgullosos, esas majas llenas de donaire j presunción, esos abates desvergonzados, constituyen el teatro de don Ramón de la Cruz, y son las figuras que forman, en su perpetuo movimiento y en la variedad de sus colores, la vida de aquellas breves y epigramáticas escenas.

PARTE SEGUNDA

Tipos de la clase media: los Petimetres, los Cortejos,, los Abates.—Tipos del pueblo: la Maja, el Manolo, los Payos.—Juicio de los contemporáneos.

I

Cuando leemos con alguna detención, y con la paciencia que el caso requiere, los cien sainetes coleccionados por la Unión literaria, nos asombra y cautiva el ingenio que don Ramón de la Cruz, escritor hoy casi desconocido, empleó en la creación de tantas y tan variadas obrillas. En el teatro solemos ver algunas, como La Comedia de Maravillas y La Casa de tócame Roque; pero esto no basta para conocer el singular talento de aquel poeta, y menos para formar juicio de la sociedad en que vivió y que supo retratar con rasgos tan felices. En la colección citada, muy superior á la que hizo el autor, de 1786 á 1791, poniendo en lugar secundario los sainetes, como inferiores á sus soporíferas comedias, es donde está la sociedad madrileña del siglo XVIII, en los mismos años en que aterraban al mundo los primeros rugidos de la revolución francesa, precursora de grandes mudanzas fuera de España y aquí mismo.

Los sainetes pueden dividirse en dos grupos: unos son cuadros populares con un colorido local madrileño muy marcado, con abundancia extraordinaria de figuras, mucha fuerza de colorido, gran viveza y pro­piedad en el diálogo, v una gracia inimitable, pero con escasa ó trivial acción; otros son pequeñas fábulas dramáticas con aspiración á comedias, caracteres de la clase media, vicios y virtudes de los más generales y dignos de la sátira, movimientos teatrales bien ideados, pero mal expresados generalmente; acción y fin moral que, si bien recto y honrado, no siempre es airoso y artístico. En estos sainetes con molde de comedia, es donde mejor y más pronto se encuéntrala sociedad de aquel tiempo. Verdad es que en lo que llamamos primer grupo se manifiesta el ingenio de Cruz en su propia esfera; en aquellos cuadros populares, no imitados por nadie, es tal la gracia de las figuras y tan grande la fuerza cómica del lenguaje, que pueden ser considerados como modelos acabados del sainete. Son un simple bosquejo, un dibujo, un grupo de figuras presentadas sin asunto importante que las mueva, ni más encanto que su propia gracia ó ridiculez. Pero en el segundo grupo, pintura de las costumbres y tipos de todas las clases sociales, hallamos, á vuelta de una pobreza grande de conocimientos teatrales y de una noción muy incompleta de la verdadera comedia, rasgos muy felices de expresión, y sobre todo, una incalculable abundancia de humanos documentos históricos.

Los caracteres dominantes en aquella sociedad, no nos son conocidos hoy sino por estas obras de una frivolidad sin escrúpulo producidas con fácil espontaneidad por una imaginación privilegiada que entrevé un ideal; pero que por su carencia de luces y la funesta influencia del siglo en que vivió, es incapaz de realizarlo.

Don Ramón de la Cruz, de quien dice Moratín con justicia que fué el único que comprendió entonces la índole de la buena comedia, aparece en un período literario influencionado por lo conceptuoso y lo convencional. Pero él se conserva puro; y si no supo más, si no tuvo la educación que á su privilegiado entendimiento correspondía, en cambio no cayó en los errores de que no se libraron otros de más saber y experiencia. A fines del pasado siglo, influido por los petulantes detractores de nuestro Teatro nacional, y al mismo tiempo recibiendo su inspiración directamente del pueblo, sin otra regla que la observación, encariñado siempre con unos mismos modelos, fué un notable pintor de costumbres. Perteneciendo á la raza de los grandes artistas, no llegó á serlo, porque la fatalidad del tiempo y del lugar le privó de esa luz que en los culminantes días de la historia literaria enseña á los privilegiados ingenios caminos ignorados de todo el mundo.

La sociedad que vive y bulle en los sainetes es originalísima: cuando se la ve, movida por sus pasiones; cuando se oye su lenguaje, y se observan sus frívolos pasatiempos, nos da espanto el considerar lo que fuimos, y causa estrañeza que una sociedad haya atravesado tan rara crisis y haya podido en sus transformaciones llegar á ofrecer una faz tan opuesta á su antiguo carácter, perpetuado en luengos siglos, antes que la influencia francesa viniese á modificarlo.

La introducción de la cultura francesa en nuestras costumbres produjo, al principio,, y mientras las ideas y revoluciones del presente siglo no empezaron á dejar sentir sus efectos, muchas monstruosidades y ridiculeces. Nuestros caballeros, con todas sus viriles cualidades, desaparecieron bajo el oropel de las galas nuevamente introducidas; su afeminación no tuvo límites; sus ocupaciones no fueron las armas ni la caza, ejercicios que dan temple al cuerpo y vigor al ánimo, ni las letras, ni los honrados y apasionados amores, sino el vano galanteo, la poesía de salón, las modas, las trivialidades del tocador y de la tertulia. El caballero, el galán español, hermoso tipo de lealtad y nobleza, que cautiva y asombra en el siglo XVI, es en la segunda mitad del xvm un tipo degradado, todo chocarrerías y afeminación.

La figura del galanteador aparece en el teatro de don Ramón de la Cruz con tal frecuencia, que es raro el sainete en que no interviene. El petimetre, joven de la clase media, no tiene más oficio que vestirse á la última moda y alternar.con los abates en el tocador de las damas: no le iguala ni el increíble del tiempo del Directorio en Francia. El célebre sainetista le trata con la dureza que merece, y es sobrado fuerte en la acentuación de los rasgos de esta caricatura, lo cual prueba cuán grave y general era entonces aquella plaga. Donde mejor retratado se halla es en El Petimetre, cuyo héroe, don Soplado, es uno de los tipos más cómicos que cabe imaginar. En las primeras escenas ae esta pieza, escrita y dialogada con una gracia y una fuerza cómica que no desdeñarla Moliere, se puede ver cuál era la vida de un elegante en el siglo XVIII.

Don Soplado se levanta á eso de las diez, y ya le aguarda el peluquero, personaje á quien la moda de los peinados con polvos dió en aquel tiempo un puesto muy importante en la escala social. Por una anomalía hoy difícil de comprender, don Soplado toma un libro de misa y reza el Oficio divino mientras el Fígaro le peina: éste es un detalle de los más picantes que se encuentran en el sainete, y marca como nada el estado de las costumbres. El buen señor, cuya vida se consagra por entero á la moda, á presidir el tocador de las damas, á dar las leyes del buen gusto en materia de vestidos y á todo lo más trivial y necio del mundo, no puede prescindir de rezar el Oficio con verdadera devoción. Con su rezo intercala las advertencias al peluquero, y le dice:

Mirad

que ayer dicen que llevaba

tres pelos más en un lado,

y un canto de real de plata

más levantado ese bucle.

También da rienda suelta el peluquero á sus chismes, contando anécdotas de las damas á quienes ha peinado aquella mañana; y en esto entran algunos amigos, entre los cuales viene un tal don Zoilo, abate que ha pasado algunos años en el extranjero. La conversación recae, á poco de empezada, sobre las cosas de nuestro país, sus adelantos ó atrasos con respecto á los demás de Europa, y el recién venido hace una pintura muy exacta de la transformación que la moda estaba realizando en esta sociedad (1). Pero en materia de adelantos, para don Soplado no hay otros que los de la etiqueta y el tocador, los de las finas esencias, lazos y perenden­gues. Es chistosísimo cuando, al terminar sus afeites, hace traer varios frascos con dis­tintas esencias, y moja en ellos una gran cantidad de pañuelos, diciendo:

—No me vea en la desgracia

del otro día.

—¿Qué fue?

—Varios pañuelos llevaba

rociados de las mejores

y más exquisitas aguas,

y se le antojó el olor

del clavel á cierta dama:

pidiómelo, y yo, que acaso

entonces no le llevaba,

discurrid cuál quedaría,

sorprendido, hecho una estatua,

corrido; éstos son los lances

en que los hombres se atrasan

sus carreras, y es un caso

que en las historias no se halla.

Por eso ahora siempre voy

hecho una botica.

Todo este diálogo es de primer orden: las disertaciones de don Soplado y don Zoilo sobre lo que entienden por buen gusto, exceden á todo encarecimiento por lo saladas y divertidas. Por lo demás, el sainete apenas tiene acción: mudada la escena, aparece una familia en que hay dos petimetras y un padre, que cose mientras sus hijas recitan seguidillas y leen comedias. Don Soplado, presentando en esta sociedad á su amigo don Zoilo, que viene de París, dice:

Este sujeto

ha ido á estudiar las ciencias

á las Cortes: trae secretos

para disimular pecas

de rostro, limpiar bloudiuas,

quitar manchas, lavar medias,

y otros grandes intereses

de la nación…

En este segando cuadro no hay tampoco acción: domina el diálogo vivo, ingenioso, verdadero, bastante inclinado á la caricato* ra, muy semejante al de Las Preciosas Ridículas. Ni un instante fatiga la lectura: to-do respira vida y verdad; los ridículos personajes hablan su propio y natural lenguaje, rico en gracia y color (2).

En el Petimetre burlado hay un conato de lección moral de esas que Cruz da con tan buena intención como poca gracia. Quiere castigar al ridículo galán con uno de los mil recursos que se emplean al final de las obras dramáticas, como para satisfacer el vulgar deseo del público de ver aplicado un castigo material al vicioso, sin comprender que el verdadero castigo está en la exhibición, en «1 menosprecio que excita, y no en esos golpes finales de una lógica tan enfática como inútil. El petimetre no necesita más correctivo que su propia ridiculez, y éste es el que con más donaire le aplica el célebre sainetista en casi todas sus obras. La damisela presumida ó petimetra es también un elemento indispensable en los dramas de Cruz: de este tipo no nos quedan sino restos, y no podemos asimilarlo á lo que hoy se llama una mujer elegante. Aquélla tenía algo de la preciosa francesa, y sin dejar de ser esclava de la moda y del buen gusto, se asemejaba mucho al tipo cursi de nuestros días; era menos que la gran dama y menos que la coqueta; era un conjunto de frivolidad y tontería, de que la mujer moderna, cualesquiera que sean sus defectos, no puede dar idea. Las petimetras aparecen en todos los sainetes, aun en los de más baja estofa, y son siempre las mismas, traviesas, empalagosas, ya por el estilo de la que hoy llamamos una románti­ca, ya asimilables á las que designamos con nombres más concretos, si bien un poco menos pudorosos.

II

Pero hay en estos admirables grupos de caricaturas un tipo que representa el vicio fundamental de aquella sociedad, al cual dirige principalmente el sainetista su punzante sátira. Este tipo es el cortejo, palabra que hoy resuena un poco mal, y que entonces era de uso corriente. El cortejo aparece en el Lavapiés, en los círculos de la clase media, en los de la clase alta, en las reuniones del Prado, de San Isidro, en las casuchas de Maravillas, en las casas de Tócame Roque, en los bodegones del Rastro, en las tabernas de las Vistillas ó Embajadores. El cortejo es el fundamento de todas las intrigas y el tema de todos los diálogos: á cortejar aspiran los petimetres, y sobre tan delicado punto charlan las petimetras en su» tertulias de confianza. Para que se comprenda á qué punto llegó la relajación de costumbres, y cuánto se rebajó y degradó el antiguo carácter castellano, basta conocer la terrible propagación del adulterio, vicio- desorganizador de la familia. No sólo en el teatro de Cruz, que como tomado del natural es verdadero documento histórico, sino en otras muchas fuentes, se adquiere la triste verdad. La depravación cundía pasmosamente, no sólo en las grandes ciudades, sino también en los pueblos, y es bien claro que aquella sociedad conocía su propio mal y no lo ocultaba. De esta creencia general, de esta opinión común, hallamos muestras en todos los sainetes, donde es frecuente que los personajes serios se quejen de la corrupción del tiempo. En La duda satisfecha, discurriendo unos labriegos sobre este espinoso asunto, dice una mujer:

Señores: todo eso es prosa,

y llevado del concepto

de algunos estrafalarios

y ridículos engendros

que quieren hacer creer

que el mundo hace un siglo ó menos

era un santo y hoy un diablo.

Sobre esta cuestión se discurre sin tregua en todos los sainetes, en que la manía de cortejar aparece satirizada. Las viejas que presentan á sus hijas en el mundo, las mismas petimetras desenvueltas, ciertas casadas que profesan y practican una cómoda dioso fía, todas hablan de la moral de su siglo, comparándola con la de los anteriores. En el sainete La oposición á cortejo dicen doña Laura y doña Elvira:

—La mujer casada no

puede tener mayor riesgo

que el enojo del marido

ó la sospecha.

—Ese cuento

al principio de este siglo

dicen que lo recogieron.

A pesar de la exageración que hay en este rasgo, se comprende toda su exactitud, y es fácil conocer la despreocupación y desenfado que entonces cundían, matando tantos nobles sentimientos y tradicionales virtudes. En otro sainete (El Prado por la noche), dicen unas damas:

—¡Qué necios

y qué pesados que son,

amiga, todos los viejos!

—Antes: ya de algunos días

á esta parte se han dispuesto

mejor las cosas; que antes

era el mueble más molesto

del mundo cualquier marido.

—En este siglo se han puesto

las cosas en un gran pie.

Aunque los diálogos de Cruz son caricaturas, fácil es comprender, disminuyendo un poco la acentuación de ciertos rasgos, el sentir y el pensar de aquella gente. Nos quejamos hoy de nuestra sociedad, sin reparar en lo que ha ganado en consistencia moral desde aquel tiempo; entonces, sin perder antiguas deformaciones, se aceptaban multitud de ideas desorganizadoras, nacidas del desmayo de los caracteres. Entonces empezó la libertad en las relaciones ilícitas, y la tolerancia un poco elegante con que eran miradas: no aterraba á las damas, ni aun á las familias, inexorables siempre con la pobre soltera, la idea de que se las señalara como contaminadas de relajación. Antes bien, no parecían desmerecer en eso, y hablaban de tales cosas con cínica naturalidad. Oigamos cómo se explica una dama, dando consejos á otra sobre el particular. La pintura es fuerte; pero en el fondo resplandece la verdad. Por boca de los innumerables personajes de Cruz podemos decir que habla la sociedad con la voz ahuecada y contrahecha, es cierto, pero siempre sincera y veraz.

La dama dice así:

—Amiguita: es necesario

que usted se vaya con tiento,

que es materia delicada

esto de elegir cortejo;

y no se pague al instante

de lo buen mozo, porque eso

la que está de conveniencias

muy sobrada puede hacerlo.

Para usted lo que le es más

conveniente es uno bueno

que haga á todo; verbigracia:

que supla el escaso sueldo

del marido, ó le acomode

mejor; que tenga talento

para compraros las cintas,

flores, gasas, todo aquello

que se os ofrezca, y que tenga

para acompañaros dentro

y fuera de casa, poca

sujeción y muchos pesos.

El espíritu de estos versos domina en casi todos los sainetes. Hablar de tales cosas es natural y corriente, y asombra el considerar qué dosis de tolerancia había en un público que escuchaba en calma apreciaciones tan crudas. Por último, citaremos un diálogo que hallamos en La Comedia casera: en una tertulia, un caballero se dirige á dos niños, hembra y varón, que cuchichean en un extremo de la sala.

D. Fad. ¿Por qué no jugáis, chiquillos?

Niño. Ya jugamos.

D.Fao. Yo no os veo

sino cuchichear.

Niña. Es que

jugamos á los cortejos.

D. Fad. Y decidme, vidas mías,

¿quién os enseñó ese juego?

Niña. ¡Qué preguntón es el hombre!

Esto se aprende de verlo.

Son asimismo inagotable recurso en estas breves obras de arte las viudas coquetas y casquivanas, las viejas verdes que se enamoran de sus lacayos, las devotas ridículas, las literatas, las madres busconas como la doña Orosia, de La oposición á cortejo. En tipos de mujer, ninguno tan cómico y verdadero, descontada la exageración, como el de Doña María Estropajo, en el sainete La presumida burlada, comedia burlesca de construcción irreprochable, cosa rara en nuestro sainetista. El pensamiento se deriva del Bourgeois Gentilhomme, y está desarrollado con una ligereza y una gracia inimitables. Es una mozuela, especie de pre­ciosa improvisada, que por casamiento con hombre de buena posición, su antiguo amo, quiere hacer el papel de gran dama, y celebra fiestas y recepciones, donde su vanidad, sus contiendas con los criados, las lucubraciones de cierto abate maestro de música, los diálogos de las visitas, y por último la aparición intempestiva de los padres, unos infelices payos que vienen del pueblo á visitar á su hija, á quien enviaron á servir, provocan incidentes variados y chistosos.

Completan el cuadro de esta singular sociedad los abates, que varían de aspecto, aunque en el fondo son siempre los mismos seres parásitos, inútiles, enredadores é intrigantes. Muy mala debía ser la opinión que el vulgo tenía de estos hombres en aquel tiempo, porque en todos los documentos de la época se les trata con gran menosprecio. En un número del Diario de Madrid de 1788 hay un artículo en que, hablando de cierto rosario que celebraron los cómicos de la corte, se dice así, alabando su piedad y devoción: “¿Quién no se sentirá penetrado de la mayor edificación, al ver que los que ayer han representado los tiranos, los impíos, los traidores y disolutos, los que han remedado los tramposos, los estrafalarios, los tontos y los abates…?„ Sin duda la opinión pública no les era favorable, y había hecho sinónimos de su nombre todos los edificantes epítetos que le preceden. Cruz se ensaña con estos seres híbridos, á quienes presenta siempre cargados de ridiculez, desempeñando menesteres muy bajos y despreciables. En el sainete de Las dos viuditas aparece el abate como esos amigos de las casas que se encargan de mil cometidos oficiosos, que hoy pertenecen á la competencia de criados y recadistas. El abate lleva las cartas al correo, trae los precios del mercado, va por una vara de cinta, corre á enterarse de si ha hecho efecto la purga á tal amigo, va á pedir informes de los criados (3)… El tipo de este vago oficioso no ha desaparecido enteramente de nuestra sociedad; pero ya no ofrece la repugnante incongruencia de estar revestido de carácter eclesiástico como entonces. Más grotesco y repulsivo es el abate que pone Cruz en el sainete Las Escofieteras. Al alzarse el telón, aparece plegando cinta al lado de las modistas que cortan y cosen. Ocúpase después en relatar los medios que emplea para que las damas sus amigas consuman las telas y adornos de aquella tienda; idea un nuevo estilo de batas, y habla de sus invenciones en moños y cachirulos. Pero el abate por excelencia, el que sintetiza el carácter genérico, es el de El Fandango de candil. Un señorito de la nobleza pasea con su ayo por los barrios bajos de Madrid: el ayo le lleva á un bodegón de Lavapiés, donde canta y baila la gente del bronce con su habitual desenvoltura y gracia. El señorito, que es tímido y para poco, se espanta ante aquella marimorena; pero el abate, hombre ladino, muy corrido en el mundo, procura despabilarle, y sin duda entra en su sistema de enseñanza el poner la filosofía popular al alcance del muchacho para que se haga hombre de provecho. El diálogo entre los dos personajes es curiosísimo: pocas sátiras hay tan picantes, pocos anatemas se han lanzado á una sociedad con más amargura y enérgica ironía (4).

Otros abates son menos inofensivos, como de La Presumida burlada, maestro de música, que se permite desarrollar en plena tertulia unas teorías de arte muy graciosas, en el sainete Los Fastidiosos, el abate hace el amor á una dama principal: le envía recaditos con la doncella, y al verse despreciado por pobre, asegura que anda á caza del empleo, y acaba por pedir un duro prestado á cuenta de la primera mesada. La exacta definición del abate se hace en Los hombres con juicio, cuando dicen:

Si en Madrid hay más abates

que galones de oro falso,

ya por parecer sujetos,

ya por no parecer vagos,

y ya porque les parece

el traje más adecuado

para introducirse con

ambigüedad en los estrados,

y…

III

El otro grupo de sainetes, aquéllos en que el modelo para los ingeniosos retratos sociales es el pueblo bajo, sus fiestas, sus hábitos, sus vicios y virtudes, difiere mucho de los -del primer grupo. Valen, por lo general, bastante más en conjunto, aunque carecen de aquel organismo dramático que pone á los otros en la jerarquía de verdaderas comedias. En los sainetes populares predomina el colorido local, la casta madrileña; y algunos son pinturas de la vida en determinados sitios de la Corte, como La Casa de tócame-Roque, La Pradera de San Isidro, El Rastro por la mañana, etc. En la mayor parte de ellos no se cuida el autor de imaginar una acción, como lo hizo en los de carácter burgués, aunque no siempre con buena fortuna: generalmente los sainetes populares son cuadros dialogados, teniendo por único elemento de arte la exhibición simple de los caracteres, dados á conocer por el lenguaje, rara vez por los hechos. Pero este lenguaje es primoroso, y en él se muestra Cruz consumado maestro.

Sin duda tuvo ocasión en su azarosa vida de rozarse con el pueblo, y frecuentó los bodegones de Maravillas y Lavapiés, lo mismo que si hubiera nacido y criádose entre aquella gente. Dos tipos descuellan en estos grupos inimitables: la Maja y el Manolo. La primera es la figura más característica y pintoresca que ha ofrecido el buen pueblo matritense en sus evoluciones, y hoy no podemos formar de ella sino una idea muy inexacta por las mujeres de los barrios bajos, que conservan lo zafio y lo grosero, habiendo perdido el donaire y la originalidad. Aquélla era altiva, desenvuelta, de una audacia sugestiva, ingenua en el vicio, con cierta firmeza de carácter y una especie de pundonor á su manera, llevado al último grado de intransigencia. La Maja parece como una corrupción de la antigua mujer española: en ella resplandecen, juntamente con el desgaire á que su condición social la llevaba, algunos rasgos de carácter de los

3ue fueron adorno y orgullo de las nobles amas del siglo xvi. Examinando este tipo tal como lo presenta Cruz, detrás de su desvergonzada y airosa facha, de sus dichos atrevidos y picantes, se ve siempre no sé qué de gran señora. Ella, por lo menos, lo cree así, y está tan orgullosa de su clase, que no se cambiaría por las hembras de más alta condición, en quienes ye marcados síntomas de extranjerismo; advierte en ellas la misma relajación de costumbres que cunde por las bajas esferas, sin que puedan embellecerla» el gracioso desenfado y la encantadora malicia, que sólo son patrimonio de la maja.

En el sainete La Maja majada hay dos magistrales, Colasa y Bastiana. En ellas pueden verse todos los rasgos de carácter que hemos indicado, y además la pasión, la gallarda entereza, y otros accidentes que, aun presentados en forma de truhanería y desvergüenza, revelan ciertas cualidades, obscurecidas por el vicio y la miserable condición (5).

En Las Castañeras picadas, el diálogo entre la Pintosilla y la Temeraria es la mejor muestra del género: las dos damas acatan por sacar la navaja, después de ponerse como ropa de pascuas. Los coloquios entre ellas y sus queridos son también singulares, y rara vez habla la maja sin que le maltrate á él de palabra y hasta con obras: un detalle invariable en la vida de esta gente es que la mujer siempre domina al hombre, y en sus frecuentes riñas siempre sale ella mejor librada, compensando los golpes del varón, si á dárselos acierta, con la punzante procacidad de su lenguaje.

La Temeraria habla así en el sainete citado:

—Gorito:

ya há tres meses que me tratas,

y aunque sabes que yo…. digo,

soy plus-ultre de las majas

cuando quiero, cuando quiero

soy también aseñorada,

sé lo que es formalidá,

y á llevar bien una bata

ó un savillé, desafío

á la usía más pintada.

—Si eres la reina.

—¡La reina! Alcalde que yo me hallara

un mes, habías de partir

los piñones esta Pascua

con los cantos de Melilla,

ó había de quebrar la vara.

Cuando ellas riñen entre sí, el lenguaje no es menos chistoso; así hablan la Temeraria y la Pintosilla:

Tbm. Pero no tengo ahora gana de reñir contigo.

Pint. Avisa

luego que te dé, y señala

hora en que no me incomode,

ó no esté desafiada

de otra; que no he de privarla

á ella de las bofetadas

que le tenga prevenidas

para hacerte á ti esa gracia.

En El careo de los majos es manifiesto «el desprecio con que las gentes del pueblo miran á los usías, y la creencia general en ellas de que los vicios de las clases bajas son más intensos en las altas, agravados por la hipocresía. Créese la maja más honrada que la señora que acude á un baile de candil, llevada por la extravagancia de un abate ó el capricho de un petimetre; desprecia siempre á la presumida que disimula a profanidad de sus equívocas costumbres con los oropeles de la etiqueta, y los recursos que una regular educación puede ofrecer. La maja conoce su corrupción, conoce la sentina en que vive, y ella misma publica sus vicios; pero el objeto de sus más violentas increpaciones, y hasta de su odio, es lá clase alta, á quien ridiculiza y escarnece, como si por una extraña intuición del pueblo comprendiera que de arriba viene la norma de las costumbres, y que en las esferas elevadas se elaboró la relajación del carácter nacional.

El Manolo, nombre que, según don Ramón Mesonero Romanos, no tiene otro origen que el célebre personaje de la tragedia para reír que lleva este título, es uno de los tipos más característicos de los sainetes populares. El Manolo vale menos que la maja, cuya entereza es muy real, mientras todas las amenazas de él no pasan de baladronadas sin consecuencias. Sin embargo, son muy interesantes los tipos de Gorito, Alifonso, Zurdillo, Pocas Bragas y Canillejas (6). La clase proletaria de hoy es más- inteligente y menos pintoresca: entonces sabía disimular su miseria con una alegría constante y el desahogo de sus fiestas continuas algazaras; hoy es menos perezosos y conoce mejor sus deberes, aunque no ha perdido enteramente los resabios que le pusieron entonces tan marcado sello. En la última escala de esta clase pone Cruz á los licenciados de presidio, héroes no menos graciosos que los de las antiguas novelas picarescas. Signorelli, en su Historia critica de los teatros, se ensañó injustamente contra Cruz, censurándole que sacara á la escena á esta miserable gentuza, y la hiciera interesante las más de las veces por las gracias de sus dichos y travesuras. Difícil es decir si tuvo razón el severo crítico italiano, ó la tuvo el poeta español al defenderse, alegando en su abono que él pintaba la canalla tal «orno era, sin disimular sus vicios ni ocultar su donaire. Verdad es que si no eran el mejor ejemplo para el pueblo que asistía á los espectáculos las heroicidades del Zurdillo y Mediodiente, en cambio no perdonaba medio el sainetista de volver por los fueros de la honradez, de la sobriedad, de la decencia, mostrando, ya por el desenvolvimiento de la acción, ya valiéndose de fórmulas sentenciosas no siempre oportunas, sus ideas respecto á la moral del pueblo y á los medios de extirpar los seculares vicios que le corroían (7). Don Ramón de la Cruz reprende á los héroes de baja estofa el vicio de la taberna; á menudo les pone en manos de la justicia; otras les presenta castigados por personajes de la misma laya, ó burlados en sus amores; y alguna vez, discurriendo con acierto, no les da más correctivo que la repugnancia y horror que inspiran sus caracteres, no siempre disimulados con la sal del chiste y lo jocoso de las empresas.

Menos interés tienen los payos, cuya rudeza no les distingue mucho de los paletos de hoy. Desgraciadamente, la cultura del siglo XIX, que se propaga en nuestro país con incansables esfuerzos, no ha salido aún de las poblaciones, ni ha penetrado por tanto en las comarcas rurales. Aunque algunas líneas de ferrocarril unen el centro de la Península con sus más remotos extremos, en lo intelectual y en lo moral puede decirse que Vallecas y Jetafe están á mil leguas de la Corte. El payo de fines del siglo pasado es un conjunto de candor y barbarie; y el campesino de hoy, aunque suele hablar de elecciones, de libertad y hasta de derechos, no le podría dar lecciones de cultura. Tipos de labriego presenta Cruz, que son modelos de socarronería: la variedad de estos tipos no es grande. En punto á hidalgos provincianos grotescos, ninguno como el don Rodrigo que aparece en El Peluquero soltero, y que es de lo más zafio, sórdido y chabacano que cabe imaginar.

IV

Acerca del juicio que de estas obras formaron sus contemporáneos, poco puede decirse. La mayor parte de los literatos de su época apenas le nombran en sus escritos, y la circunstancia de pertenecer á la Academia de los Arcades de Roma y á la de Buenas Letras de Sevilla, no supone gran cosa en honor suyo. Puede asegurarse que entre la gente de letras no podía ser tenido en gran estima por la índole de sus escritos, nada conforme á las ideas de atildamiento y pulcritud que entonces dominaban. Era imposible que Cadalso y Moratín padre, tan afrancesado y luzanista el primero, tan nimio y riguroso el otro, gustaran de aquellos sainetes creados por la observación simple de un ingenio libre, fácil y poco escrupuloso. No podía ser tenido como maestro del arte quien se preciaba de recibir su inspiración directamente del pueblo, contradiciendo en esto las ideas del austero Forner, que profesaba estrechos principios de aristocracia literaria. Sin duda, estos graves escritores se reían de los empeños siempre felices de Cruz en sacar á la escena la canalla de Lavapiés y los licenciados de presidio; sin duda consideraban todo esto indigno de las altas concepciones del arte, y propio tan sólo para hacer reir á la gente de escasa instrucción y extraviado gusto. No hay noticias de que don Ramón frecuentara el Parnasillo de la fonda de San Sebastián, á donde iban Moratín, Cadalso, Conde, Seda- no, Signorelli y otros muchos. En las obras de Jovellanos no encontramos nada que indique aprecio ó desdén del sainetista, aunque se sabe que fué suscriptor á la edición e 1786-91; pero conocidas sus ideas literarias y el juicio que hace de ciertos espectáculos, indicando una severa reforma, parece que no debía ser muy amante de tales obrillas.

Lo indudable es que don Ramón gozó de extensa popularidad, como lo prueban las representaciones frecuentes de sus sainetes y comedias, no sólo en los teatros, sino en las casas particulares (8). Al frente de la colección de sus obras, que Cruz principió á publicar por entregas en 1786 y terminó en 1791, hay un documento que prueba más que nada el general aprecio de que gozaban sus composiciones: es una lista de las personas que se suscribieron para el coste ae la edición, dos años antes de que comenzara á imprimirse. Encabezaban la lista damas y caballeros de la más esclarecida nobleza, las Duquesas de Benavente, de Osuna, de Alba, de Santisteban; el Duque de Alba, el de Osuna, el de Granada, el de Híjar, el de Abrantes; los Condes de Femán-Núñez, de Floridablanca, y el Embajador de Francia. Entre las personas que se inscribieron lue­go de anunciada la edición de la Gaceta, hay una serie de altos funcionarios del Consejo y Cámara de Castilla, magistrados, padres provinciales, priores de conventos, dignidaes de catedrales, obispos, generales, otros militares de alta graduación y muchas personas de todas clases y condiciones, entre las cuales figuran algunos escritores de los más renombrados de la época, tales como don Gaspar Melchor de Jovellanos, don Tomás de Iriarte, don Vicente García de la Huerta y don Juan Sempere. Todas estas personas alentaron á Cruz en la empresa de dar á la prensa su teatro, haciéndole un anticipo que no habla muy alto en favor de los recursos pecuniarios del afamado sainetero. Cinco años tardó en imprimir, en diez tomos pequeños, la edición harto incompleta y falta de criterio, porque aparecen excluidos de ella la mayor parte de los sainetes, sobre todo los picarescos, é incluidas algunas de sus comedias y zarzuelas, que valen bien poco.

Moratín le juzgó benévolamente en el prólogo á su teatro, indicando que fué el único que en aquel desdichado período literario comprendió la índole de la buena comedia; y si no le puso en el lugar que merece por su fecundidad, por la exactitud de su observación y la inmensa variedad de los tipos que creó, fué porque un excesivo amor a la regularidad le impedía ser tolerante con las faltas de que Cruz no podía prescindir por ignorancia, ú obligado por causas externas. Como autor de circunstancias, escribiendo las más veces sin formalidad alguna, ni otra aspiración que divertir durante veinte minutos á un público poco exigente, no podía corresponder al criterio de aquel insigne escritor y preceptista, que nacido en época de mayor madurez, y habiendo recibido una severa educación literaria, ajustaba todo á los clásicos principios de que estaba profundamente penetrado.

Don Juan Sempere le incluye en su Ensayo de una Biblioteca, etc., poniendo en ella el catálogo completo de sus obras dramáticas, y el juicio que Napoli Signorelli hace de nuestro autor en su Historia crítica de los teatros, obra que no por estar escrita en España, carece de aquellas inexactitudes y majaderías que cometen los extranjeros siempre que se ocupan de nuestras cosas. A don Ramón de la Cruz le trata el italiano con extremado desdén; y sin duda debió saberle muy mal á nuestro compatriota, porque en la edición de 1786-91 escribió un largo prólogo para defenderse de Signorelli, tratándole á su vez con doble rigor. Este prólogo, en que Cruz cita en defensa suya á Montaigne, Aristóteles, Lampillas, Strabón, Quintiliano y Longino en su Tratado de lo sublime, revela una irritabilidad muy grande: el poeta se defiende con ahinco, trata de rebatir prolijamente los cargos de su detractor, y no perdona medio de ponerle en ridículo. Allí hace también alarde de sus conocimientos: según da á entender, estaba versado en la alta literatura y no carecía de principios. El tono de este prólogo es agresivo, violento, sin ningún aticismo, y con un humor jovial y zumbón no exento de despecho: bien se ve que Cruz amaba sus sainetes y conocía cuanto había de transcendental en aquellos breves bosquejos. Véase una muestra:

“Los que han paseado el día de San Isidro por su pradera, los que han visto el Rastro por la mañana, la Plaza Mayor de Madrid la víspera de Navidad, el Prado antiguo por la noche, y han velado en las de San Juan y San Pedro; los que han asistido á los bailes de todas clases de gentes y destinos; los que visitan por ociosidad, por vicio ó por ceremonia… en una palabra, cuantos han visto mis sainetes, reducidos á veinticinco minutos de representación (después de rebajar el punto de vista con la decoración á veces na- a á propósito y las actitudes tan mal estudiadas como los versos), digan si son copias ó no de lo que ven sus ojos y de lo que oyen sus oídos; si los planes están arreglados ó no al terreno que pisan, y si los cuadros no representan la historia de nuestro siglo.”

Este juicio de sí propio, hecho con tan ingenua firmeza, es exacto. Signorelli, cegado por las ideas dominantes en punto á regularidad, no supo ver el encanto de aquellos lindos entremeses, despreciados por los poetas y aplaudidos por el pueblo que allí se encontraba retratado. La posteridad les ha hecho más justicia, siendo leídos y representados en nuestra época, mientras yacen en perpetuo y justo olvido la Hormesinda de Moratín padre, la Numanda destruida de Ayala y el Sancho García de Cadalso. Ni aun de la Raquel de Huerta se acuerda nadie ya. Todo aquel mundo artificioso, creado por el espíritu de imitación, se desvaneció como el humo.

V

Si Cruz hubiera nacido en otra época; si á la concienzuda educación de Moratín hijo, hubiera unido las prendas de carácter suficientes para emprender obras intensas y llevarlas á cabo con madurez y criterio, sus creaciones honrarían en alto grado á su país y á su siglo. Pero don Ramón no tomó jamás en serio la profesión artística: escribía por entretenimiento, movido por la casualidad, como él mismo dice; no sabia estimarse en su verdadero mérito, no tenía la dignidad de su ingenio; lo gastaba, lo despilfarraba sin tasa ni juicio en multitud de creaciones, entre las cuales son muy pocas las que tienen su desarrollo natural. Escribía por una especie de necesidad instintiva, no acertando las más de las veces á comprender los tesoros de arte que su propia feliz observación le ponía ante los ojos. Claramente nos da á conocer sus procedimientos cuando dice:

“La mayor parte de ellos (los sainetes) no tendrán lugar en mi teatro, aunque le hayan tenido en los públicos, por no pertenecer al verdadero y general objeto de la comedia, y haberse escrito sin otro que las casualidades y práctica particular de las compañías españolas, como las Loas de empezar temporada en las pascuas de Flores para presentar autores nuevos, y las que llaman introducciones, cuando sale después alguno extraordinario ó se ha de representar pieza nueva que lo necesite.

En el mismo prólogo dice, hablando de El Licenciado Farfulla, duramente censurado por el Memorial literario:

“La ligereza de mi docilidad en tomar cualquier asunto que se me dió sobre qué fundar una operilla bufa, que en vez de arias se adornara con música de todos los aires españoles, y haberla afarfullado en cuatro días…”

Y aun procediendo de este modo, autor de circunstancias, que á veces no ponía á los personajes de sus sainetes más nombres que los de los cómicos que los representaban, fué este hombre el mejor pintor de las costumbres de su siglo. La posteridad, no muy justa siempre con tan fecundo ingenio, ha formado este juicio; y si por mucho tiempo le tuvo olvidado, al fin, en los últimos tiempos, después que vió la luz la edición de la Unión literaria, le ha puesto en su verdadero lugar, ni más alto ni más bajo de lo que le corresponde.

En resumen: don Ramón de la Cruz, dotado de un talento superior, rio llegó, por la dañosa influencia de los vicios intelectuales de la sociedad en que nació, á realizar el alto fln á que parecía estar destinado; pero aun así, y á pesar de la flojedad de su carácter, produjo una imagen artística de aquella sociedad, que es el reflejo por donde mejor y más directamente la conocemos. El mundo artístico creado por este ingenio, es vasto, de una multiplicidad asombrosa, vivo, palpitante, todo calor y movimiento. Como obras de arte, algunos de sus sainetes son por lo general engendros de imperfecto desarrollo que sólo en algunos rasgos dan á conocer la buena casta del ingenio que les ha dado la existencia; si no logran todos los fines del arte, consiguen el de la imitación de la naturaleza las más de las veces. Fáltales la lógica de la acción; carecen de organismo, de juicio, de esa sensatez que exigimos aun á los productos del humor más desenvuelto y voluble; pero no hay en ellos ni sombra del vicio más funesto para las obras de arte, el fastidio.

Es pueril á veces el prurito de enseñar que el autor manifiesta, no circunscribiéndose á los medios propios que para tan importante fin tiene la comedia, sino practicando la enseñanza directa, por medio de las fastidiosas amonestaciones que tanto nos cansan en el teatro. Esto procedía sin duda de aquel prosáico espíritu didáctico que fué una consecuencia de la reforma literaria, y que no creó otra cosa buena que los fabulistas. En esta parte, Cruz no sabe lo que se hace. Diríase que se avergüenza de la llaneza de sus asuntos, de lo pedestre de la forma, de la baja condición y conducta encanallada de sus personajes, y quiere remediar todo esto con algunos retazos de moral escrita; á las veces, introduce unos personajes serios, á quienes no falta sino un poco de estudio y alguna naturalidad para parecerse al don Pedro de La Comedia nueva. Pero aquellos personajes serios, sacados á la escena en nombre de la moral y del sentido común para reprender las extravagancias de los otros, son de una insipidez muy marcada, cuando no ridículos. La verdade­ra moral de los sainetes está en el desprecio, en la repugnancia, en el horror que inspiran los petimetres insubstanciales, los usías, los abates desvergonzados, las viejas coquetas, los mandos desalmados, los presidiarios procaces y soeces. De este modo enseña don Ramón de la Cruz, después de haber logrado el principal objeto del arte; y puede sintetizarse su procedimiento en aquellos versos de un chistoso diálogo de La Comedia casera:

— ¿De qué libro

habéis sacado ese texto?

—Del teatro de la vida

humana, que es donde leo.

VI

La sociedad retratada en los sainetes presenta una de las épocas de mayor turbación registradas en la historia. Falso es el concepto de regeneración atribuido al reinado de Carlos III. Si en apariencia es así, un examen atento puede descubrir lo contrario: hubo, ciertamente, progresos administrativos, y se vió como un renacimiento de los buenos principios, sobre todo en la esfera de las artes monumentales; pero esto, lo mismo que otras muchas cosas útiles debidas á la iniciativa del monarca, no tuvieron verdadera realidad, pues todos los esplendores de aquel reinado fueron puramente oficiales. La arquitectura, la ciencia, la filosofía, las obras públicas, todo fué de Real orden. Ninguna de estas ventajas emanó de la sociedad, que no comprendía la pureza de los monumentos, ni la utilidad de las vías de comunicación, ni la trans­cendencia de los estudios científicos; así es que cuando concluyó el creador de aquel mundo ficticio; cuando desapareció el buen Carlos III, todo se fué con él; y la sociedad infecunda, incapaz de producir grandes cosas en ninguna de las esferas del entendimiento humano, patentizó su esterilidad y corrupción en los afi’os sucesivos, hasta que las revoluciones del siglo presente infundieron nueva sangre en su cuerpo gastado y dolorido. A pesar de la sombra de bienestar que existía en las regiones oficiales, el reinado de Carlos III fué de honda turbación y decaimiento. Nunca se abatió más el espíritu nacional, cuya flojedad llegó á un extremo inconcebible; nunca la sociedad mostró en todas sus clases más señalados síntomas de ceguera y corrupción, sin que ningún ideal próximo ni lejano le diera luz y esperanza.

Madrid, Enero de 1871.

(I) Para que se comprendan los juicios que entonces hacíamos de nosotros mismos, comparándonos con otras naciones, y el efecto que causaban-en nuestras costumbres las primeras irrupciones de la moda extranjera, transcribimos la relación ingeniosa del abate.

Zoilo. Pues yo traía echada

la cuenta de no pararme

en Madrid ni una semana;

pero en estos cuatro días

he observado que se halla

digno tal cual de que yo

le habite: está adelantada,

en lo que cabe, la gente.

Ayer comí en una casa

y estuvo mediano aquello:

no hubo las extravagancias

de la sopa guarnecida

ni lo de pichón por barba.

—–

Ya la amanece el buen gusto

en el mueblaje: las casas

se adornan con cornucopias

en vez de petos y lanzas.

Parece se ha propagado

el cultivo hasta las caras:

aquel bruto desaliño

del cabello y de la barba,

que hacía nuestra nación

tan terrible á las contrarias,

ya dócil á beneficios

del jabón y las pomadas,

por donde quiera que vamos,

va diciendo nuestra facha

que somos gente de paz.

(2) La mejor pintura del caballero gala oteador ea aquellos tiempos, la hace hablando de sí mismo un petimetre en el sainete La oposición á cortejo.

Fausto. Yo sé que no

lo podéis estar, sabiendo

que ninguno contará

diez años como yo cuento

de perenne cortejante

obstinado á los pies vuestros,

tanto que en Madrid soy yo

decano de los cortejos.

Yo, por vos he tolerado

que me desuelle el barbero

todos los días; por vos

he desmentido mi sexo,

ya al tocador, porque fuera

mi peinado el más perfecto;

ya bordando en cañamazo

á vuestro lado; ya haciendo

bufandas; por vos, con todos

mis parientes indispuesto

vivo; por vos renuncié

los más brillantes ascensos;

por vos jamás voy á misa

sino el día de precepto;

por vos soy un animal,

pues ni me aplico ni leo,

y sólo sé hablar de modas

y murmurar, ¡que son, cierto,

en un hombre conocido

muy apreciables talentos!

(3) Es chistosísima la entrada y relación del abate en Las dos viuditas. Dice así:

—Señora, estuve aguardando los correos.

—¿Y las cartas?

—Aún no las han apartado.

Luego volveré. Aquí están

la Guía y los calendarios.

El cotillero vendrá;

el zapatero está malo:

la comedia es la de ayer;

la hatera está pegando

ya las cintas; doña Petra

ayer se sangró del brazo,

y don Jacinto se purga

hoy por la boca. Están ambos

mejores. No hay en la plaza

nada bueno extraordinario;

en la Puerta de Toledo

me han dicho que aún no han llegado

los arrieros de Sevilla;

fui al Hospicio de paso,

y, en efecto, la doncella

que ayer les recomendaron

á ustedes para 3u casa, ^

está allí: la he visto y salgo

por ella; su padre dicen

que fue mozo muy honrado:

de su madre no sé nada;

pero en Castilla el Caballo

lleva la silla. Con esto

creo quedan evacuados

los recadillos que anoche

ustedes me confiaron.

(4) Así hablan el señorito y el abate:

Abate. Señorito, mire usted

qué lindo par de muchachas

van con ese petimetre.

Señ. ¡Qué se me da á mí que vayan!

Ayo mío, este paseo

no me divierte y me cansa:

vámonos por el Retiro

que hay flores, hacia la plaza

que hay fruta, ó á ver las calles

donde la procesión anda.

Abate. Hombre, esas son niñerías;

y á usted ya la edad le basta

para pensar cosas grandes,

como cortejar madamas,

conocer el vario mundo

y entrar con todos en danza.

Señ. ¿Y si lo sabe mi madre?

ate. Por ahora está ocupada

en rezar sus oraciones;

y bien sabe á quién encarga

su hijo; venga usted conmigo,

que no le daré crianza

opuesta á la de los que

más en Madrid se señalan,

Ñ. Si esto á mí no me divierte;

ate. Ahí veréis vuestra ignorancia;

y es menester por lo mismo

que la diestra vigilancia

del ayo á quien os confían,

la veuza con enseñanza

de lo bueno y de lo malo;

porque no digáis mañana

que no os enseñé de todo.

¿Qué gruñís?

Ñ. Voy estudiando

la lección para mañana.

ate. Eso importa menos. Ahora

vaya estudiando en las caras

que se encuentran, lo difícil

de encontrar la semejanza

en unas mismas especies

de un mismo modo criadas.

(5) He aquí un poco del diálogo de La Maja majada, sainete que, como otros machos de igual Índole, yace en el olvido y alejado de los teatros, mientras imperan el género bufo y las insulsas piezas en un acto, arregladas del francés:

Blas. ¡Qué brava cesta

de frutas!

Col. ¡Para ti estaba

aquí! Mira si la dejas

ó te abro con el martillo

en la frente una tronera

para que salgan á misa

del gallo las tres potencias.

Blas. En no estando don Patricio

aquí, no hay diablos que puedan

aguantarte.

Col. Calla, Blas.

Blas. Digo bien. Sí.

Col. ¿Cuánto apuestas

que te sacudo?

Blas. Dale.

¿No callo ya?

Blas. ¡Paciencia!

Pepa. ¿Y patricio?

Col. ¡Qué sé yo!

Si en dando las seis y media

no ha parecido, á las siete

ya estoy yo de centinela

en la puerta de la calle,

y la pregunta primera

no se la haré yo.

Pepa. ¿Pues quién?

Gol. Esta manita derecha

con un sopapo tan limpio

que, antes que llegue, las muelas

se le han de salir de miedo

con el aire que he de hacerlas.

………………………………………….

Si al instante no me cuentas

lo que sabes, me encaramo

encima de tu conciencia

y te hago de cada brinco

echar un pecado fuera.

(6) Canillejas convoca así á los majos del Barquillo:

Grandes, invencibles héroes,

que en los ejércitos diestros

de borrachera, rapiña,

gatería y vituperio

fatigáis las faltriqueras,

las tabernas y los juegos,

venid á escuchar el modo

de vengar nuestro desprecio.

Envidiable Pelachón,

Marrajo temido y fiero,

inimitable Zancudo,

y demás que sois modelo

de virtudes, venid todos…

(7) Al final del Manolo dice Mediodiente estos versos, que son como la moraleja del sainete:

¿De qué aprovechan

todos vuestros afanes, jornaleros,

y pasar las semanas con miseria,

si dempués los domingos

ó los lunes disipáis el jornal en la taberna?

(8) La comedia El día de Campo se representó en el palacio de la Duquesa viuda de Benavente y Gandía por las damas y servidumbre de S. E., según dice el autor en nota puesta á dicha obra. La desempeñaron con la mayor gracia, viveza y propiedad en celebridad de los días del señor Duque de Osuna. La Briseida se representó en la casa del Conde de Aranda en 1768.

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