Observaciones sobre la novela contemporánea en España (I)
Observaciones sobre la novela contemporánea en España (1870)
I
El gran defecto de la mayor parte de nuestros novelistas, es el haber utilizado elementos extraños, convencionales, impuestos por la moda, prescindiendo por completo de los que la sociedad nacional y coetánea les ofrece con extraordinaria abundancia. Por eso no tenemos novela; la mayor parte de las obras que con pretensiones de tales alimentan la curiosidad insaciable de un público frívolo en demasía, tienen una vida efímera determinada sólo por la primera lectura de unos cuantos millares de personas, que únicamente buscan en el libro una distracción fugaz o un pasajero deleite. Es imposible que en país alguno ni en ninguna época se haga un ensayo más triste y de peor éxito, que el que los Españoles hacen de algunos años a esta parte para tener novela. En vano algunos editores diligentes han acometido la empresa con ardor, empleando en ello todos los recursos de la industria librera; en vano las Revistas y las publicaciones periódicas más acreditadas, han tratado de estimular a la juventud, prefiriendo algunas obras muy débiles de escritores nuestros, a las extranjeras, relativamente muy buenas; en vano la Academia ofrece un premio pecuniario y honorífico a una buena novela de costumbres. Todo es inútil. Los editores han inundado el país de un fárrago de obrillas, notables sólo por los colorines de sus lujosas cubiertas; la prensa tiene que recurrir de nuevo a su sistema de traducciones; y raras veces llega al recinto de la Academia un manuscrito de mediano precio, pudiendo asegurarse que no pecan de severos los inmortales de la calle de Valverde al escatimar el premio mayor con una prudencia casi sistemática.
Este fenómeno es singular atendiendo a lo que la poesía lírica ha producido en este siglo, y el brillante período del teatro contemporáneo. Pero tal vez se encuentre una explicación satisfactoria fijándose en la especialísima índole de la novela de costumbres, y relacionándola con nuestro carácter y nuestra educación literaria.
Las personas dadas a la investigación, explican esto diciendo: los Españoles somos poco observadores y carecemos por lo tanto de la principal virtud para la creación de la novela moderna. La fantasía andaluza y castellana, que ha creado la más rica poesía popular que existe en la civilización cristiana, la literatura mística, y el gran teatro del siglo XVII, es completamente incapaz para el caso. Hemos hecho algo en la novela romántica, que ya está mandada recoger, y en la legendaria y maravillosa cuyo prestigio desciende ya notablemente; pero la novela de verdad y de caracteres, espejo fiel de la sociedad en que vivimos, no está vedada. El lirismo nos corroe, digámoslo así, como un mal crónico e interno, que ya casi forma parte de nuestro organismo. Somos en todo unos soñadores que no sabemos descender de las regiones del más sublime extravío, y en la literatura como en política, nos vamos por esas noves montados en nuestros hipogrifos, como si no estuviéramos en el siglo XIX y en un rincón de esta vieja Europa, que ya se va aficionando mucho a la realidad.
Cierto es esto: somos unos idealistas desaforados, y más nos agrada imaginar que observar. Bien se está viendo que no hay gente menos práctica en toda especie de asuntos que esta buena gente española, que tanto ha dado que hacer al mundo en tiempos lejanos, y en las letras no es en donde menos se refleja esta disposición especial de nuestros espíritus. Sin embargo, puede asegurarse que en este punto la citada disposición es más bien accidental, hija sin duda de condiciones del tiempo, que innata y característica. Examinando la cualidad de la observación en nuestros escritores, veremos que Cervantes, la más grande personalidad producida por esta tierra, la poseía en tal alto grado, que de seguro no se hallará en antiguos ni modernos quien le aventaje, ni aun le iguale. Y en otra manifestación del arte, ¿qué fue Velázquez sino el más grande de los observadores, el pintor que mejor ha visto y ha expresado mejor la naturaleza? La aptitud existe en nuestra raza; pero sin duda esta degeneración lamentable en que vivimos, nos la eclipsa y sofoca. Hay que buscar la causa del abatimiento de las letras y de la pobreza de nuestra novela en las condiciones externas con que nos vemos afectados, en el modo de ser de esta sociedad, tal vez en el decaimiento del espíritu nacional o en las continuas crisis que atravesamos y que no nos han dado un punto de reposo. La novela es un producto legítimo de la paz: contrario de la literatura heroica y patriotera, no se cría sino en los períodos de serenidad, y en nuestros tiempos rara es la pluma que no se ejercita en las contiendas políticas. No se espere hoy de los grandes ingenios otra cosa que diatribas muy bellas.
Hay además el gran inconveniente de las circunstancias tristísimas de la literatura considerada como profesión. Domina en nuestros pobres literatos un pesimismo horrible. Hablarles de escribir obras serias y concienzudas de puro interés literario, es hablarles del otro mundo. Todos ellos andan a salto de mata, de periódico en periódico, en busca del necesario sustento, que encuentran rara vez; y la mayor recompensa y el mejor término de sus fatigas es penetrar en una oficina, panteón de toda gloria española. Todos reposan su cabeza cargada de laureles sobre un expediente; y el infeliz que no acepta esta solución, y se empeña a ser literato a secas, viviendo de la pluma, bien podría ser canonizado como uno de los más dignos mártires que han probado las amarguras de la vida en este valle de lágrimas.
Entre tanto, por más que digan, aquí se lee mucho, y se lee de todo, política, literatura, poesía, artes, ciencias, y sobre todo, novela. Pero esta gente que lee, estos Españoles que gustan de comprar una novela y la devoran de cabo a rabo, estimando de todo corazón al ingenio que tal cosa produjo, se abastece en un mercado especial. El pedido de este lector especialísimo es lo que determina la índole de la novela. Él la pide a su gusto, la ensaya, da el patrón y la medida; y es preciso servirle. Aquí tenemos explicado el fenómeno, es decir, la sustitución de la novela nacional de pura observación, por esa otra convencional y sin carácter, género que cultiva cualquiera, peste nacida en Francia, y que se ha difundido con la pasmosa rapidez de todos los males contagiosos. El público ha dicho: “Quiero traidores pálidos y de mirada siniestra, modistas angelicales, meretrices con aureola, duquesas averiadas, jorobados románticos, adulterios, extremos de amor y de odio”, y le han dado todo esto. Se lo han dado sin esfuerzo, porque estas máquinas se forjan con asombrosa facilidad por cualquiera que haya leído una novela de Dumas y otra de Soulié. El escritor no se molesta en hacer otra cosa mejor, porque sabe que no se la han de pagar; y esta es la causa única de que no tengamos novela. El género literario en que se ocupan con algún resultado nuestros desdichados literatos, y el que sostiene algunas pequeñas industrias editoriales, es el de la novela de impresiones y movimiento, cuya lectura ejerce una influencia tan marcada en la juventud del día, reflejándose en nuestra educación y dejando en nosotros una huella que tal vez dura toda la vida.
La verdad es que existe un mundo de novela. En todas las imaginaciones hay el recuerdo, la visión de una sociedad que hemos en conocido en nuestras lecturas: y tan familiarizados estamos con ese mundo imaginario que se nos presenta casi siempre con todo el color y la fijeza de la realidad, por más que las innumerables figuras que los constituyen no hayan existido jamás en la vida, ni los sucesos tengan semejanza ninguna con los que ocurren normalmente entre nosotros. Así es que cuando vemos un acontecimiento extraordinariamente anómalo y singular, decimos que parece cosa de novela; y cuando tropezamos con algún individuo extremadamente raro, le llamamos héroe de novela, y nos reímos de él porque se nos presenta con toda extrañeza e inusitada forma con que le hemos visto en aquellos extravagantes obras. En cambio cuando leemos las admirables obras de arte que produjo Cervantes y hoy hace Carlos Dickens, decimos: “¡Qué verdadero es esto! Parece cosa de la vida, Tal o cual personaje, parece que le hemos conocido.” Los apasionados de Velázquez se han familiarizado de tal modo con los seres creados por aquel grande artista, que creen haberlos conocido y tratado, y se les antoja que van Esopo, Menipo y el Bobo de Coria andando por esas calles mano a mano con todo el mundo.