Observaciones sobre la novela contemporánea en España (IV)

IV Ya hemos dicho que el mundo de los Proverbios, los mismo que el de los Ejemplares, que el de los Cómicos, publicado recientemente, es el que formamos todos nosotros en la vida ordinaria y real. De la clase media han salido todos aquellos caballeros y señoras, y aunque también vemos alguna gente del pueblo, tal y cual aristócrata, considerada en conto la colección, estos tipos parece como de segundo término; o completamente ripiosos, si no es permitido decirlo. En aquella sociedad imaginaria domina la clase que domina en la real, y el punto de vista para tan vasto cuadro ha sido el de este círculo en que todos vivimos, círculo formado por nuestros amigos, nuestros conocidos, una multitud de personas que vemos perfectamente y no conocemos, otras tanto de quienes hemos oído contar pestes, muchas de quienes se cuentan maravillas, otras de que nos reímos con buenas ganas, la muchedumbre de los que quieren engañarnos, la falange de los señalamos con el dedo como una notabilidad social, la jerarquía de los extravagantes, la familia de los tontos, en fin, la serie inacabable de los fulanos, la figura del prójimo personificado, el fellow de los ingleses. Todos son individuos y a todos los veremos por esas calles con sus levitas y sus sombreros tan lejos de pensar que son un gran elemento de arte, y unos modelos de gran precio. Los vicios y virtudes fundamentales que engendran los caracteres y determinan los sucesos son también estos de por acá. Nada de abstracciones, nada de teorías; aquí sólo se trata de referir y de expresar, no de desarrollar tesis morales más o menos raras, y empingorotadas; sólo se trata de decir lo que somos unos y otros, los buenos y los malos, diciéndolo siempre con arte. Si nos corregimos, bien; si no, el arte ha cumplido su misión, y siempre tendremos delante aquel espejo eterno reflejador y guardador de nuestra fealdad. Los vicios, decíamos, son los que andan sueltos por estas tierras, hallándose por lo general en gran predicamento y teniendo mucho dominio entre nosotros. La vanidad, por ejemplo, tiene en los Proverbios, un punto tan importante como en la vida: aquí se halla en todas partes, todos la tenemos en mayor o menor grado, y casi puede asegurarse que este vicio es uno de los que más participación tienen en el movimiento moderno. Este gran siglo en el que hemos nacido nos ha traído tantas cosas buenas, que se le puede perdonar todo. Él nos ha traído la participación de todos en la vida pública, ha reconstituido el ser humano con la noción de la dignidad, del mérito personal, y, como ha traído la justicia de la gloria, como nos da a todos la seguridad de que si valemos hemos de ser apreciados, como nos abre el camino y nos paga con la estimación general, si la merecemos, de aquí el que todos queramos ser algo superior a los demás, distinguirnos de cualquier modo. Si no podemos hacerlo con buenas y grandiosas acciones, lo hacemos con un título, con un nombre, con una cinta y otra fórmula convencional. Somos muy vanidosos, pero este vicio es una pequeña sombra proyectada por las grandes excelencias de nuestra época. Todos los grandes progresos traen su cortejo de pequeñas flaquezas. La participación de todos en la vida pública, la seguridad que tiene el individuo de influir personalmente en la suerte de la sociedad, esto que es la mayor de las conquistas, ¿no ha de ser causa de que todos nos creamos ya con un pie en el templo de la fama, y de que tengamos ambición, a veces infundada, y de que procuremos, en cuanto nos sea posible, intervenir más que los demás, hacer prevalecer nuestra opinión, y rodear de todo el prestigio posible a nuestra querida persona? Esto es un pequeño mal que va fatalmente unido al resultado de un inmenso bien. Vaya otro ejemplo. El gran progreso de la industria ha hecho que una infinidad de productos de arte, objetos bellos y de valor que estaban reservados a las clases altas y poderosas, le son hoy accesibles a todas las clases; y si los objetos de gran valor intrínseco do pueden hoy ser adquiridos por las personas de modesta fortuna, en cambio la facilidad de la producción, el acierto con que se aplica el arte de la industria, ha dado origen a las cosas elegantes que están al alcance de todos. Pues bien: no es extraño que esta maravilla realizada en nuestro siglo haya fomentado el vicio de la presunción, y que este mal se haya propagado, causando muchos grandes disturbios en el seno de la familia. La vanidad en las mujeres, el lujo en el vestir es hoy uno de los males de que más se preocupa la categoría de los maridos trabajadores y modestos. Pero no disertemos más, y volvamos a los Proverbios, en cuya primera página está la familia de Lozano, que es uno de esos pobres maridos que están dados al demonio por las vanidades de su mujer. Verdad es, que él es un infeliz como muchos que conocemos. Está dominado por ella, y apenas puede levantar el gallo en la casa, porque la señora es una ortiga, y tan amante de lo elegante y lo lujoso, que pone a su esposo al borde del abismo y da origen a muy graves disturbios. En este proverbio, titulado Al freír será el reír, cuadro es animado y vivísimo: la señora aquella, el bueno de Lozano, la hija y las tres jóvenes modestas que trabajan en una boardilla y son el polo opuesto de la consabida Doña Isabel, forman un hermoso y artístico grupo. Otra presuntuosa de gran calibre, aunque de diversa índole, es Julia, jovencita, soltera, nacida en un pueblo y educada en Salamanca. Todo su empeño consiste en hacer olvidar que es lugareña, y darse un aire de dama que deprime y hiere la delicadeza de los pobres charros sus compatriotas. Además es envidiosa y embustera, es decir, lo último que puede ser una mujer, lo cual, unido a una singular belleza, forman esos demonios con falda que ya han martirizado y consumido bastante a la desdichada humanidad. Éste es el proverbio A moro muerto gran lanzada. Pero en materia de presunción, la más cómica y la más interesante, por ser la más general, es la de Próspero (proverbio cómico ¿De dónde le vino al garbanzo el pico?). Este caballerito es un tipo madrileño de los que con más abundancia tenemos aquí; es el politicastro ramplón y vanidoso que se encarama y se hace persona notable por la sola fuerza de la osadía y la falta absoluta de vergüenza. Esta polilla se ha generalizado mucho, aunque ya casi puede decirse que va siendo extirpado por el desprecio general. Todo el mundo conoce a esos individuos que por medio de la adulación y de la injuria llegan a ocupar altos puestos y a influir en los destinos de un país demasiado generoso y benévolo con ellos. Pues el tal Próspero es uno de esos entes que encontramos a cada paso en la Carrera de San Jerónimo, y que a nuestro paso nos saludan con una sonrisa de protección, o se pavonean muy orondos, volviendo la cara para evitar nuestra presencia. Y ¿qué hemos de decir de otro vanidoso descomunal, de D. Ciriaco Salido, estimable indiano que va a su pueblo a avergonzar a sus paisanos y darse tanto lustre como si trajera en el baúl todas las onzas que había producido Cuba desde la conquista? Este otro tipo de presunción (proverbio cómico Cada cuba huele al vino que tiene), es muy distinto: es el buen paleto montañés que ha puesto una taberna en la Habana, y ha traído unos ahorrillos que le permiten aspirar a la mano de la chica más encopetada del pueblo, mirar con desdén a todo el mundo y cometer las más extravagantes groserías, que a él le parecen donaires y agudezas. También es digno de llamar la atención otro pequeño vanidoso, pero inocente y sencillo, el desdichado Ricardillo de Herir por los mismos filos, que es víctima de esa encantadora presunción de las madres, que a veces por querer que sus hijos vayan como unos príncipes y lleven lo más raro y sobresaliente, hacen de ellos unos estupendos mamarrachos, de que se ríe todo el mundo. Pero entre todas esas figuras descuella el barón de la Esperanza, insigne personaje de la más cómica gravedad que puede existir en la tierra. Puede ser clasificado en la familia de los tontos rematados, de esos que no tienen atadero, y de tal modo se las componen en sus relaciones sociales, que son despreciados hasta por las personas de menor cultura. El barón de la Esperanza (Mi marido es tamborilero…) es un tipo que abunda en Madrid casi más que el del politicastro a los Próspero; es la última expresión de la vagancia vergonzante. Como su orgullo es atroz, su entendimiento escaso, y su hambre mucha, discurre los medios más extraños para salir de tan aflictivo estado, tratando al fin de embaucar a una honrada familia de la calle de Toledo, familia comerciante, cuyo jefe es D. Pablo No, el más astuto de los tenderos de ultramarinos. Pero el hambriento barón, que anda a caza de una dote, encuentra en su proyectado suegro toda la tenacidad negativa que su lacónico apellido indica. Todos los incidentes de este cuento, uno de los mejores de la colección, son muy chistosos, porque las innumerables trampas del barón y las simplezas de su criado gallego, con honores de intendente, ponen al hombre en frecuentes y grandes apuros. Hay sin embargo en esta larga serie de los tontos quien eclipsa al de la Esperanza, y es un tal González que es héroe del proverbio Perro flaco todo es pulgas. El optimismo de este desventurado raya en lo sublime: es de estos que tienen una excesiva confianza en la bondad del prójimo; y como no hacen cosa alguna que no sea una sandez, resulta que no salen jamás de un mal vivir. Son engañados y explotados por cuantos los tratan, sin que puedan curarles jamás de su necia sencillez las continuas lecciones que reciben. Por otro estilo, aunque mentecato estupendo también, es el joven Agapito de Hasta los gatos quieren zapatos, el cual vive dominado por las ideas de falsa galantería, y se ha empeñado en ser un Don Juan. La criatura intenta seducir a una mujer casa. ¡Oh, desgraciada juventud! Precisamente este empeño lo tienen casi todos los chicuelos imberbes, entecos y ridículos, los menos favorecidos por las naturaleza, y más dominado por ese vicio cardinal de nuestra época a que nos venimos refiriendo; y como complemento de esta caricatura está el marido feroz, atrabiliario y agitado continuamente por los celos indiscretos como el Francisco de Antojarse los dedos huéspedes, que es un hombre insoportable. Este artículo se hace ya demasiado largo y detenemos nuestra excursión por esa variada sociedad que encierra el libro. Si la siguiéramos encontraríamos también personas y tipos más serios que los que hemos descrito ligeramente. Los proverbios El Beso de Judas y Al que al cielo escupe, etc., son un poco patéticos, encerrando rasgos de delicadeza de la más esmerada ejecución. Hay otros patéticos también pero muy compendiosos como Hacer de tripas corazón y Tres al saco, etc…, que no son más que un ligero dibujo pero con una tención moral de alta trascendencia. En su variedad, tienen todos los cuentos lo que antes hemos dicho: la unidad que les da la sencillez del procedimiento aplicado en todos, y la verdad inapreciable de los caracteres. Son tan naturales que les conocemos desde que salen, y al punto les relacionamos con alguien que va por ahí tan serio sin pensar que un arte habilísimo ha expresado al vuelo su fisonomía con la rapidez de la fotografía y la belleza de la pintura. Están todos allí frente a nosotros, puestos en luz, colocados con un admirable punto de vista, fijos y exactos, y son el prójimo mismo, Fulano y Zutano, etc… Tal es la colección de Proverbios de Sr. Aguilera, tal es el libro, producto espontáneo de una fiel observación y una extremada bondad; porque para engendrarlo se ha unido a un ingenio vivo, la benevolencia discreta, la sana filosofía, la serenidad de corazón que tan gran parte tienen siempre en la paternidad de las buenas obras de arte. [Noticias literarias (…) Proverbios ejemplares y proverbios cómicos, de D. Ventura Ruiz Aguilera. Artículo publicado en “Revista de España”, tomo XV, núm. 57, págs. 162-193, Madrid, 1870.] Parte I Parte II Parte III Parte IV

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