[Cuento] Un tribunal literario, de Benito Pérez Galdós (1872)

I

«Me gustaría enteramente sentimental, que llegase al alma, que hiciera llorar… Yo cuando leo y no lloro, me parece que no he leído. ¿Qué quiere usted? yo soy así, -me dijo el duque de Cantarranas, haciendo con los gestos frente, boca y narices uno de aquellos nerviosos que le distinguen de los demás duques y de todos los mortales.

-Yo le aseguro a usted que será sentimental, será de esas que dan convulsiones y síncopes; hará llorar a todo el género humano, querido señor duque, -le contesté abriendo el manuscrito por la primera página.

-Eso es lo que hace falta, amigo mío: sentimiento, sentimiento. En este siglo materialista, conviene al arte despertar los nobles afectos. Es preciso hacer llorar a las muchedumbres, cuyo corazón esta endurecido por la pasión política, cuya mente está extraviada por las ideas de vanidad que les han imbuido los socialistas. Si no pone usted ahí mucho lloro, mucho suspiro, mucho amor contrariado, mucha terneza, mucha languidez, mucha tórtola y mucha codorniz, le auguro un éxito triste, y lo que es peor, el tremendo fallo de reprobación y anatema de la posteridad enfurecida.

Dijo; y afectando la gravedad de un Mecenas, mirome el duque de Cantarranas con expresión de superioridad, no sin hacer otro gesto nervioso que parecía hundirle la nariz, romperle la boca y rasgarle el cuero de la frente, de su frente olímpica en que resplandecía el genio apacible, dulzón y melancólico de la poesía sentimental.

Aquello me turbó. ¡Tal autoridad tenía para mí el prócer insigne! Cerré y abrí el manuscrito varias voces; pasé fuertemente el dedo por el interior de la parte cosida, queriendo obligar a las hojas a estar abiertas sin necesidad de sujetarlas con la mano; paseé la vista por los primeros renglones, leí el título, tosí, moví la silla, y, con franqueza lo declaro, habría deseado en aquel momento que un pretexto cualquiera, verbi gracia, un incendio en la casa vecina, un hundimiento o terremoto, me hubieran impedido leer; porque, a la verdad, me hallaba sobrecogido ante el respetable auditorio que a escucharme iba. Componíase de cuatro ilustres personajes de tanto peso y autoridad en la república de las letras, que apenas comprendo hoy cómo fui capaz de convocarles para una lectura de cosa mía, naturalmente pobre y sin valor. Aterrábame, sobre todo, el mencionado duque de los gestos nerviosos, el más eminente crítico de mi tiempo, según opinión de amigos y adversarios.

Sin embargo, Su Excelencia había ido allí, como los demás, para oírme leer aquel mal parto de mi infecundo ingenio, y era preciso hacer un esfuerzo. Me llené, pues, de resolución, y empecé a leer.

Pero permitidme, antes de referir lo que leí, que os dé alguna noticia del grande, del ilustre, del imponderable duque de Cantarranas.

Era un hidalguillo de poco más o menos, atendida su fortuna, que consistía en una posesión enclavada en Meco, dos casas en Alcobendas y un coto en la Puebla de Montalbán; también disfrutaba de unos censos en el mismo lugar y de unos dinerillos dados a rédito. A esto habían venido los estados de los Cantarranas, ducado cuyo origen es de los más empingorotados. Así es que el buen duque era pobre de solemnidad; porque la posesión no lo daba más que unos dos mil reales, y esos mal pagados, las casas no producían tres maravedises, porque la una estaba destechada, y la otra, la solariega por más señas, era un palacio destartalado, que no esperaba sino un pretexto para venirse al suelo con escudo y todo. Nadie lo quería alquilar porque tenía fama de estar habitado por brujas, y los alcobendanos decían que allí se aparecían de noche las irritadas sombras de los Cantarranas difuntos.

El coto no tenía más que catorce árboles, y esos malos. En cuanto a caza, ni con hurones se encontraba, por atravesar la finca una servidumbre desde principios del siglo, en que huyó de allí el último conejo de que hay noticia. Los dinerillos le producían, salvo disgustos, apremios y tardanzas, unos tres mil realejos. Así es que Su Excelencia no poseía más que gloria y un inmenso caudal de metáforas, que gastaba con la prodigalidad de un millonario. Su ciencia era mucha, su fortuna escasa, su corazón bueno, su alma una retórica viviente, su persona… su persona merece párrafo aparte.

Frisaba en los cuarenta y cinco años; y esto que sé por casualidad, se confía aquí como sagrado secreto, porque él, ni a tirones pasaba de los treinta y nueve. Era colorado y barbipuntiagudo, con lentes que parecían haber echado raíces en lo alto de su nariz. Éstas llamaron siempre la atención de los frenólogos por una especial configuración en que se traslucía lo que él llamaba exquisito olfato moral. Para la Ciencia eran un magnífico ejemplar de estudio, un tesoro; para el vulgo eran meramente grandes. Pero lo más notable de su cariz era la afección nerviosa que padecía, pues no pasaban dos minutos sin que hiciese tantos y tan violentos visajes, que sólo por respeto a tan alta persona, no se morían de risa los que le miraban.

Su vestido era lección o tratado de economía doméstica. Describir cómo variaba los cortes de sus chalecos para que siempre pareciesen de moda, no es empresa de plumas vulgares. Decir con qué prolijo esmero cepillaba todas las mañanas sus dos levitas y con qué amor profundo les daba aguardiente en la tapa del cuello, cuidando siempre de cogerlas con las puntas de los dedos para que no se le rompieran, es hazaña reservada a más puntuales cronistas.

¿Pues y la escrupulosa revista de roturas que pasaba cada día a sus dos pantalones, y los remojos, planchados y frotamientos con que martirizaba su gabán, prenda inocente que había encontrado un purgatorio en este mundo? En cuanto a su sombrero, basta decir que era un problema de longevidad. Su ignora qué talismán poseía el duque para que ni un átomo de polvo, ni una gota de agua manchasen nunca sus inmaculados pelos. Añádase a esto que siempre fue un misterio profundo la salud inalterable de un paraguas de ballena que le conocí toda la vida, y que mejor que el Observatorio podría dar cuenta de todos los temporales que se han sucedido en veinte años. Por lo que hace a los guantes, que habían paseado por Madrid durante cinco abriles su demacrada amarillez, puede asegurarse que la alquimia doméstica tomaba mucha parte en aquel prodigio. Además el duque tenía un modo singularísimo de poner las manos, y a esto, más que a nada, se debe la vida perdurable de aquellas prendas, que él, usando una de sus figuras predilectas, llamaba el coturno de las manos. Puede formarse idea de su modo de andar, recordando que las botas me visitaron tres años seguidos, después de tres remontas; y sólo a un sistema de locomoción tan ingenioso como prudente, se deben las etapas de vida que tuvieron las que, valiéndonos de la retórica del duque, podremos llamar las quirotecas de los pies.

Usaba joyas, muchos anillos, prefiriendo siempre uno, donde campeaba una esmeralda del tamaño de media peseta, tan disforme, que parecía falsa; y lo era en efecto, según testimonio de los más reputados cronistas que de la casa de Cantarranas han escrito. No reina la misma uniformidad de pareceres, y aún son muy distintas las versiones respecto a cierta cadena que hermoseaba su chaleco, pues aunque todos convienen en que era de doublé, hay quien asegura ser alhaja de familia, y haber pertenecido a un magnate de la casa, que fue virrey de Nápoles, donde la compré a unos genoveses por un grueso puñado de maravedises.

Corría, con visos de muy autorizada, la voz de que el duque de Cantarranas era un cursi (ya podemos escribir la palabrilla sin remordimientos, gracias a la condescendencia del Diccionario de la Academia); pero esto no sirve sino para probar que los tiros de la envidia se asestan siempre a lo más alto, del mismo modo que los huracanes hacen mayores estragos en las corpulentas encinas.

El duque, por su parte, despreciaba estas hablillas, como cumple a las almas grandes. Pero llegaron tiempos en que salía poco de día, porque en su levita había descubierto la astronomía vulgar no sé qué manchas. En esto se parecía al sol, aunque por raro fenómeno, era un sol que no lucía sino por las noches. Frecuentaba varias tertulias, tomaba café, iba tres veces al año al teatro, paseaba en invierno por el Prado y en verano por la Montaña, y se retiraba a su casa después de conversar un rato con el sereno.

La índole de su talento le inclinaba a la contemplación. Leía mucho, deleitándose sobremanera con las novelas sentimentales, que tanta boga tuvieron hace cuarenta años. En esto, es fuerza confesar que vivía un poco atrasadillo; pero los grandes ingenios tienen esa ventaja sobre el común de las gentes; es decir, pueden quedarse allí donde les conviene, venciendo el oleaje revolucionario, que también arrastra a las letras. Para él, las novelas de Mad. Genlis eran el prototipo, y siempre creyó que ni antiguos ni modernos habían llegado al zancajo de Madama de Staël en su Corina. No le agradaba tanto, aunque sí la tenía en gran aprecio, La Nueva Eloísa, de Rousseau; porque decía que sus pretensiones eruditas y filosóficas atenuaban en parte el puro encanto de la acción sentimental. Pero lo que le sacaba de sus casillas eran Las noches de Young, traducidas por Escóiquiz; y él se sumergía en aquel océano de tristezas, identificándose de tal modo con el personaje, que, a veces le encontraban por las mañanas pálido, extenuado y sin acertar a pronunciar palabra que no fuera lúgubre y sombría como un responso. En su conversación se dejaba ver esta influencia, porque empleaba frecuentemente la quincalla de figuras retóricas que sus autores favoritos le habían depositado en el cerebro. Su imagen predilecta era el sauce entre los vegetales, y la codorniz entre los vertebrados. Cuando veía una higuera, la llamaba sauce; todos los chopos eran para él cipreses; las gallinas antojábansele palomas, y no hubo jilguero ni calandria que, él, con la fuerza de su fantasía, no trocara en ruiseñor. Más de una vez le oí nombrar Pamela a su criada, y sé que únicamente dejó de llamar Clarisa a su lavandera señá Clara, cuando ésta manifestó que no gustaba de que la pusiesen motes.

¿Será necesario afirmar que, aun concretado a una especialidad, el duque de Cantarranas era un excelente crítico? Baste decir que sus consejos tenían fuerza de ley y sus dictámenes eran tan decisivos, que jamás se apeló contra ellos al tribunal augusto de la opinión pública. Por eso le cité, en unión de los otros tres personajes que describiré luego, para que juzgase mi obrilla.

Era ésta una novela mal concebida y peor hilvanada, incapaz por lo tanto de hombrearse con las muchas que, por tantos y tan preclaros ingenios producidas, enaltecen actualmente las letras en este afortunado país. Luego que los cuatro ilustres senadores que formaban mi auditorio se colocaron bien en sus sillas, saqué fuerzas de flaqueza, tosí, miré a todos lados con angustia, respiró con fuerza, y con voz apagada y temblorosa, empecé de esta manera:

«Capítulo primero. Alejo era un joven bastante feo, hijo de honrados padres, chico de estudios de sanas y muy honestas costumbres, pobre de solemnidad, y bueno como una manzana. Vivía encajonado en su bohardilla, y desde allí contemplaba los gorriones que iban a pararse en la chimenea y los gatos que retozaban por el tejado. Miraba de vez en cuando al cielo, y de vez en cuando a la tierra, para ver ya las estrellas, ya los simones. Alejo estudiaba abogacía, lo cual le aburría mucho, y no tenía más distracción que asomarse al ventanillo de su tugurio. ¿Describiré la habitación de esta desventurada excrescencia de la sociedad? Sí; voy a describirla.

Imaginaos cuatro sucias paredes sosteniendo un inclinado techo, al través del cual el agua del invierno por innumerables goteras se escurre. Andrajos de uno a modo de papel azul, pendían de los muros; y la cama, enclavada en un rincón, era paralela al techo, es decir, inclinada por los pies. Una mesa que no los tenía completos, sostenía apenas dos docenas de libros muy usados, un tintero y una sombrerera. Allí formaban estrecho consorcio dos babuchas en muy mal estado, con una guitarra de la cual habían huido a toda prisa las cuatro cuerdas, quedando una sola, con que Alejo se acompañaba cierta seguidilla que sabía desde muy niño. Allí alternaban dos pares y medio de guantes descosidos, restos de una conquista, con un tarro de betún y un frasco de agua de Colonia, al cual los vaivenes de la suerte convirtieron en botella de tinta, después de haber sido mucho tiempo alcuza de aceite. De inválida percha pendían una capa, una cartuchera de miliciano (1854), dos chalecos de rayas encarnadas y una faja que parecía soga. Un clavo sostenía el sombrero perteneciente a la anterior generación, y un baúl guardaba en sus antros algunas piezas de ropa, en las cuales los remiendos, aunque muchos y diversos, no eran tantos ni tan pintorescos como los agujeros no remendados.

Pero asomémonos a la ventana. Desde ella se ve el tejado de enfrente, con sus bohardillas, sus chimeneas y sus misifuces. Más abajo se divisa el tercer piso de la casa; bajando más la vista el segundo, y por fin el principal. En éste hay un cierro de cristales, con flores, pájaros y… ¡otra cosa! Alejo miraba continuamente la otra cosa que contenía el cierro. ¿Diremos lo que era? Pues era una dama. Alejo la contemplaba todos los días, y por un singular efecto de imaginación, estaba viéndola después toda la noche, despierto y en sueños; si escribía, en el fondo del tintero; si meditaba, revoloteando como espectro de mariposa alrededor de la macilenta, luz que hacía, veces de astro en el paraíso del estudiante.

Mirando desde allí hacía el piso principal de enfrente, se distinguía en primer término una mano, después un brazo, el cual estaba adherido a un admirable busto alabastrino, que sustentaba la cabeza de la joven, singularmente hermosa. ¿Me atreveré a describirla? ¿Me atreveré a decir que era una de las damas más bellas, de más alto origen, de más distinguido trato que ha dado a la sociedad esta raza humana, tan fecunda en duquesas y marquesas? Sí, me atrevo.

Desde arriba, Alejo devoraba con sus ojos una gran cabellera negra, espléndida, profusa, un río de cabellos, como diría mi amigo el ilustre Cantarranas. (Al oír esto símil en que yo rendía público tributo de admiración al esclarecido prócer, éste se inclinó con modestia y se ruborizó unas miajas. Debajo de estos cabellos, Alejo admiraba un arco blanco en forma de media luna: era la frente, que desde tan alto punto de vista afectaba, esta singular forma. De la nariz y barba sólo asomaba la punta. Pero lo que se podía contemplar entero, magnífico, eran los hombros, admirable muestra de escultura humana, que la tela no podía disimular. Suavemente caía el cabello sobre la espalda: el color de su rostro al mismo mármol semejaba, y no ha existido cuello de cisne más blanco, airoso y suave que el suyo, ni seno como aquél, en que parecían haberse dado cita todos los deleites. La gracia de sus movimientos era tal, que a nuestro joven se le derretía, el cerebro siempre que la consideraba saludando a un transeúnte, o a la amiga de enfrente. Cuando no estaba puesta al balcón, las voces de un soberbio piano la llevaban, trocada en armonías, a la zahúrda del pobre estudiante. Si no la admiraba, la oía: tal poder tiene el amor que se vale de todos los sentidos para consolidar su dominio pérfido. Pero, ¡extraño caso! jamás en el largo espacio de un trienio alzó la vista hacia el nido de Alejo, no observar aquella cosa fea que desde tan alto la miraba y la escuchaba con el puro fervor del idealismo.

Añadamos que Alejo era miope: el estudio y las vigilias habían aumentado esta flaqueza que no le permitía distinguir tres sobre un asno. Felizmente, el autor de este libro goza una vista admirable, y por lo tanto puede ver desde la bohardilla de Alejo lo que éste no podía: la dama tal cual era en su forma real, despojada de todos los encantos con que la fantasía de un miope la había revestido; las máculas que le salpicaban el rostro, bastante empañado después de su quinto parto; podía advertir (y para esto hubo de reunir datos que facilitó cierta doncella) que para formar aquella sorprendente cabellera habían intervenido, primero Dios, que la creó no sabemos en que cabeza, y después un peluquero muy hábil que sola, arregló a la señora. También hubo de notar que no era su talle tan airoso como desde las boreales regiones de Alejo parecía, y que la nariz estaba teñida de un ligero rosicler, no suficiente a disimular su magnitud. En cuanto al piano, juraría que la dama no tocó en tres años otra cosa que un que empezaba en Norma y acababa en Barba Azul, pieza extravagante que su inhabilidad había compuesto de lo que oyó al maestro; y por último, por lo que respecte al seno, sería capaz de apostar que…».

Al llegar aquí me interrumpieron. Desdo que leí lo de las máculas, notaba yo ciertos murmullos mal contenidos. Fueron en crescendo, hasta que llegando al citado pasaje, una exclamación de horror me cortó la palabra y me hizo suspender la lectura.

Cantarranas estaba nervioso, y la poetisa se abanicaba con furia, ciega de enojo y hecho un basilisco. No sé si he dicho que una de las cuatro personas de mi auditorio, era una poetisa. Creo llegada la ocasión de describir a esta ilustre hembra.

II

La cual pasaba por literata muy docta y de mucha fama en todo el mundo, por haber escrito varios tomos de poesía, y borronado madrigales en todos los álbumes de la humanidad. Cumpliendo cierta misteriosa ley fisionómica, era rubia como todas las poetisas, y obedeciendo a la misma fatalidad, alta y huesuda. La adornaba una muy picuda y afilada nariz, y una boca hecha de encargo para respirar por ella, pues no eran sus órganos respiratorios los más fáciles y expeditos. No sé qué tenían sus obras, que llevaban siempre el sello de su nariz, visión que me persiguió en sueños varias noches; y el mismo efecto de pesadilla me causaban dos rizos tan largos como poco frondosos, que de una y otra sien le colgaban. Por lo que el traje, dejaba traslucir, era fácil suponer su cuerpo como de lo más flaco, amojamado y pobrecillo que en Safos se acostumbra.

Era viuda, casada y soltera. Expliquémonos. Siempre se la oyó decir que era viuda; todos la tenían por casada, y era en realidad soltera. En una ocasión vivió en cierto lugar con un periodista provinciano, y allí pasaban por esposos. El infeliz consorte fue un mártir. Llamaba ella a las piernas columnas del orden social, lo cual no era sino gallarda figura retórica, que cubría su mortal aversión a coser pantalones… Ella no cogía los puntos a los calcetines, porque, poco fuerte en toda clase de ortografías, siempre tenía en boca aquella sabia máxima: no se vive sólo de pan, apotegma con que quería disimular su absoluta ignorancia en materia de guisados. La novela era su pasión: en el folletín del periódico de su marido, publicó una que éste, aunque enemigo de prodigar elogios, calificaba de piramidal. Yo leí tres hojas, y confieso que no me pareció muy católica. También escribió obra que ella llamaba eminentemente moral. No quise moralizarme leyéndola, y regalé el ejemplar a mi criado, el cual lo traspasó a no sé quién.

Excuso reiterar la veneración que me infundía la tal señora por su competencia en el arte de novelar. Me había dicho repetidas veces, que quería inculcarme alguno de sus elevados principios, y con este fin asistía como inexorable Juez a la lectura.

La buena de la poetisa se escandalizó viendo el giro que yo daba a la acción. Rabiosamente idealista, como pretendían demostrar sus rizos y su nariz, no podía tolerar que en una ficción novelesca entrasen damas que no fueran la misma hermosura, galanes que no fueran la caballerosidad en persona. Por eso, saliendo a defender los fueros del idealismo, tomó la palabra, y con áspera y chillona voz, me dijo:

«¿Pero está usted loco? ¿Qué arte, qué ideal, qué estilo es ése? Usted escribirá sin duda para gente soez y sin delicadeza, no para espíritus distinguidos. Yo creí que se me había llamado para oír cosas más cultas, más elegantes. ¡Oh! No comprendo yo así la novela. Ya veo el sesgo que va usted a dar a eso: terminará con burlas indignas, como ha empezado. ¡Ay! ¡Encanallar una cosa que empezaba tan bien! Ahí está el germen de una alta obra moralizadora. ¡Qué lastima! Esa bohardilla, ese joven pobre que vive en ella, melancólicamente entretenido en contemplar a la dama del mirador… y pasan días, y la mira… y pasan noches, y la mira… ¡Que me maten si con eso no era yo capaz de hacer dos tomos! Y esa dama misteriosa… yo no diría quién era hasta el trigésimo capítulo. Tenía usted admirablemente preparado el terreno para componer una obra de largo aliento. ¡Qué lastima!

Al oír esto, no sé qué pasó por mí. Puesto que debo hacer confesión franca de mis impresiones aunque me sean desfavorables, me veo precisado a decir que el dictamen de persona tan perita me desconcertó de modo que en mucho tiempo no acerté a decir palabra. Sirva el rubor con que lo confieso de expiación a mi singular audacia y a la petulante idea de convocar tan esclarecido jurado para dar a conocer uno de los más ridículos abortos que de mente humana han podido salir. Al fin me serenó, gracias a algunas frases bondadosas del siempre magnífico duque, y haciendo un esfuerzo, respondí a la poetisa:

«Y dado el principio de la novela; dados los dos personajes, la bohardilla, el cierro y lo demás, ¿qué discurriría usted? ¿Cómo desarrollaría la acción? (Inútil es decir que al hacer estas preguntas sólo me guiaba el deseo de aprender, apoderándome de las recetas que para componer sus artificios literarios usaba aquella incomparable sibila.)»

¡Oh! ¿Que haría yo, dice usted? -repuso acercándose a mí con tal violencia que pensé que me iba a saltar los ojos con su nariz; -¿qué haría yo? Seguramente había de tirar mucho partido de esos elementos. Supongamos que soy la autora: ese joven pobre es muy hermoso, es moreno e interesante, un tipo meridional, tórrido, un hijo del desierto. Desde su ventana mira constantemente a la joven, y pasa la noche oyendo el triste mayar ele los tigres (así llamaremos por ahora a los gatos hasta encontrar otro animal más poético), y desde allí se aniquila en el loco amor que le inspira aquella dama misteriosa, misteriooooosa… ¿Qué haré? ¡Dios mío! Primero describiría a la dama muy poética… ticamente, muy lánguida, con cabellos rubios, muy rubios y flotantes, y una cintura así… (Al decir esto, hizo un ademán usual, determinando con los dedos pulgar e índice de ambas manos un círculo no más, grande que la periferia de una cebolla.) La pintaría muy triste, vestida siempre de blanco, apoyada día y noche en el barandal, la mano en la mejilla, y contemplando la enredadera, que trepando como vegetal lagartija por los balcones, hasta sus mismos hombros llegaba.

Le advierto a usted -dije con timidez- que yo no he puesto jardín, sino calle.

-No importa -respondió-; yo quito la calle y pongo pensiles. Continúo: la supondría siempre muy triste, y de vez en cuando una lágrima asomaba a sus ojos azules, semejando errante gota de rocío que se detiene a descansar en el cáliz de un jacinto. El joven mira a la dama, la dama no mira al joven. ¿Quién es aquella dama? ¿Es una esposa víctima, una hija mártir, una doncella pura lanzada al torbellino de la sociedad por la furia de las pasiones? ¿Ama o aborrece? ¿Espera o teme? ¡Ah! Esto es lo que yo me guardaría muy bien de decir hasta el capítulo trigésimo, donde pondría el gran golpe teatral de la obra… Veamos cómo desarrollaría la acción para lograr que se vieran y se conocieran los dos personajes. Un día la dama llora más que nunca y mira más fijamente al jardín; su vestido es más blanco que nunca y más rubios que nunca sus cabellos. Un pajarito que juguetea entre las matas viene a apoyarse en la enredadera junto a la mano de la dama, y como al ver la yema del dedo gordo crea que es una cereza, la pica. La joven da un grito, y en el mismo momento el pajarillo salva asustado, remonta el vuelo y va a posarse en la bohardilla de enfrente. La dama alza la vista siguiendo al diminuto volátil y ve… ¿a quién creeréis que ve? Al joven que ha estado doce capítulos con los ojos sin que ésta se dignara mirarle. Desde entonces una corriente eléctrica se establece entre los dos amantes. ¡Se hallan contemplado! ¡Ay!

Al llegar, volvime casualmente hacia el duque de Cantarranas: estaba pálido de emoción y una lágrima se asomaba a sus ojos verdes, semejando viajera gota de rocío que se detiene a reposar en el cáliz de una lechuga. Sentíame yo confundido, anonadado ante la pasmosa inventiva, la originalidad, el ingenio de aquella mujer, junto a quien las Safos y Staëlas eran literatas de tres al cuarto. De los demás personajes de mi auditorio nada diré, todavía.

«-¡Bravo, soberbio! -exclamó Cantarranas aplaudiendo con fuerza y entusiasmándose de tal modo que se le saltó el mal pegado botón de la camisa, y las puntas del cuello postizo quedaron en el aire.

-¿Le gusta a usted mi pensamiento? preguntó la poetisa.- Esto es el canevas tan sólo; después viene el estilo y…

-Me entusiasma la idea -repliqué, apuntando con lápiz lo que ella con el mágico pincel de su fantasía dibujara.

-Ése es el camino que usted debe seguir -añadió, dando a Cantarranas un alfiler para que afirmase el cuello.

-¡Oh! el recurso del pajarillo es encantador.

-El pajarillo -dijo Cantarranas- debe ser el intermediario entre la dama blanca y el joven meridional.

-Pues yo continuaría desarrollando la acción del modo siguiente -prosiguió ella: -Veamos; el joven tomó el pajarillo con sus delicados dedos, y dándole algunas miguitas de pan, le alimentó varios días, consiguiendo domesticarle a fuerza de paciencia. Verá usted qué raro: le tenía suelto en el cuarto sin que intentara evadirse. Un día le ató un hilito en la pata y lo echó a volar; el pájaro fue a posarse al balcón en donde estaba la dama, que le acarició mucho y lo obsequió con migajitas de bizcocho, mojadas en leche. Volvió después a la bohardilla; el joven le puso un billete atado al cuello, y el ave se lo llevó a la dama. Así se estableció una rápida, apasionada y volátil correspondencia, que duró tres meses. Aquí copiaría yo la correspondencia, que ocuparía medio libro, de lo más delicado y elegante. Él empezaría diciendo: «Ignorada señora: los alados caracteres que envío a usted, le dirán, etc…». Y ella contestaría: «Desconocido caballero: Con rubor y sobresalto he leído su epístola, y mentiría si no le asegurara que desde luego he creído encontrar un leal amigo, un amigo nada más…». Por esto de los amigos nada más se empieza. Así se prepara al lector a los grandes aspavientos amorosos que han de venir después.

-¡Qué ternura, qué suavidad, qué delicadeza! -dijo el duque en el colmo de la admiración.

-Acepto el pensamiento -manifesté, anotando todo aquel discreto artificio para encajarlo después en mi obra como mejor me conviniese.

Después que la poetisa hubo mostrado en todo su esplendor, adornándole con las galanuras del estilo, su incomparable ingenio; después que me dejó corrido y vergonzoso por la diferencia que resultaba entre su inventiva maravillosa y el seco, estéril y encanijado parto de mi caletre, ¿cómo había de atreverme a continuar leyendo? Ni a dos tirones me harían despegar los labios; y allí mismo hubiera roto el manuscrito, si el duque, que era la misma benevolencia, no me obligase a proseguir, con ruegos y cortesanías, que vencieron mi modestia y trocaron en valor mis fundados temores. Busqué, pues, en mi manuscrito el punto donde había quedado, y leí lo siguiente:

-«El joven Alejo era pobre, muy pobre. (Bien -dijo la poetisa.) Sus padres habían muerto hacía algunos años, y sólo con lo que le pasaba una tía suya, residente en Alicante, vivía, si vivir era aquello. La mala sopa y el peor cocido con que doña Antonia de Trastámara y Peransurez le alimentaba eran tales, que no bastarían para mantener en pie a un cartujo. Y aun así, doña Antonia de Trastámara y Peransurez, tan noble de apellido como fea de catadura, solía quejarse de que el huésped no pagaba; horrible acusación que hiela la sangre en las venas, pero que es cierta. (La poetisa articuló una censura que me resonó en el corazón como un eco siniestro.) Así es que con los doscientos reales que de Alicante venían, el pobre no tenía más que para palillos, que era, en verdad, la cosa que menos necesitara. Luego las deudas se lo comían, y no podía echarse a la calle sin ver salir de cada adoquín un acreedor. Como era miope, las monedas falsas parece que le buscaban. ¡Singular atracción del bolsillo raras veces ocupado! En cuanto a distracciones, no tenía, aparte la dama citada, sino las murgas que en bandadas venían todas las noches, por entretener a la gente colgada de los balcones.

-¡Ay! ¡ay! -observó la poetisa; -eso de las murgas es deplorable. Ya ha vuelto usted a caer en la sentina.

Al oír esto, otro de los personajes que me escuchaban rompió por primera vez su silencio, y con atronadora voz, dando en la mesa un puñetazo que nos asustó a todos, dijo:

-No está sino muy bien, magnífico, sorprendente. Pues qué, ¿todo ha de ser lloriqueos, blanduras, dengues, melosidades y tonterías? ¿Se escribe para doncellas de labor y viejas verdes, o para hombres formales y gentes de sentido común?

Quien así hablaba era la tercera eminencia que componía el jurado, y me parece llegada la ocasión de describirlo.

III

Don Marcos había sido novelista. Desde que se casó con la comercianta en paños de la calle de Postas, dejó las musas, que no le produjeron nunca gran cosa ni le ayudaron a sacar el vientre de mal año. Continuaba, sin embargo, con sus aficiones; y ya que no se entregara al penoso trabajo de la creación, solía dedicarse al de la crítica, más fácil y llevadero. Siempre en sus novelas (la más célebre se titulaba El Candil de Anastasio) brillaba la realidad desnuda. De las muchas diferencias que existían entre su musa y la de Virgilio, la principal era que la de D. Marcos huía de las sencillas y puras escenas de la naturaleza; y así como el pez no puede vivir fuera del agua, la Musa susodicha no se encontraba en su centro fuera de las infectas bohardillas, de los húmedos sótanos, de todos los sitios desapacibles y repugnantes. Sus pinturas eran descarnados cuadros, y sus tipos predilectos los más extraños y deformes seres. Un curioso aficionado a la estadística, hizo constar que en una de sus novelas salían veintiocho jorobados, ochenta tuertos, sesenta mujeres de estas que llaman del partido, hasta dos docenas y media de viejos verdes, y otras tantas viejas embaucadoras. Su teatro era la alcantarilla, y un fango espeso y mal oliente cubría todos sus personajes. Y tal era el temperamento de aquel hombre insigne, que cuanto Dios crió lo veía feo, repugnante y asqueroso. Estos epítetos los encajaba en cada página, ensartados como cuentas de rosario. Era prolijo en las descripciones, deteniéndose más cuando el objeto reproducido estaba lleno de telarañas, habitado por las chinches o colonizado por la ilustre familia de las ratas; y su estilo tenía un desaliño sublime, remedo fiel del desorden de la tempestad. ¿Será preciso decir que usaba de mano maestra los más negros colores, y que sus personajes, sin excepción, morían ahogados en algún sumidero, asfixiados en laguna pestilencial, o asesinados con hacha, sierra u otra herramienta estrambótica? No es preciso, no, pues andan por el mundo, fatigando las prensas, más de tres docenas de novelas suyas, que pienso son leídas en toda la redondez del globo.

De su vida privada se contaban mil aventuras a cuál más interesantes. Mientras fue literato, su fama era grande, su hambre mucha, su peculio escaso, su porte de esos que llamamos de mal traer. El editor que compraba y publicaba sus lucubraciones, no era tan resuelto en el pagar como en el imprimir, achaque propio de quien comercia con el talento; y D. Marcos, cuyo nombre sonaba desde las márgenes del Guadalete hasta las del Llobregat, desfallecía cubierto de laureles, sin más oro que el de su fantasía, ni otro caudal que su gloria. Pero quiso la suerte que la persona del insigne autor no pareciese costal de paja a una viuda que tenía comercio de lana y otros excesos en la calle de Postas: hubo tierna correspondencia, corteses visitas, honesto trato; y al fin uniolos Himeneo, no sin que todo aquel barrio murmurara sobre el por qué, cómo y cuándo de la boda. Lo que las musas lloraron este enlace, no es para contado; porque viéndose en la holgura, trocó el escritor los poco nutritivos laureles por la prosaica hartura de su nueva vida, y cuéntase que colgó su pluma de una espetera, como Cide Hamete, para que de ningún ramplón novelista fuera en lo sucesivo tocada. Después de larga luna de miel, cual nunca se ha visto en comerciantes de tela, se afirma que no reinó siempre en el hogar la paz más octaviana. No están conformes los biógrafos de D. Marcos en la causa de ciertas riñas que pusieron a la esposa en peligro de morir a manos de su esposo: unos lo atribuyen a veleidades del escritor, otros más concienzudos, y buscando siempre las causas recónditas de los sucesos humanos, a que el pesimismo adquirido cultivando las letras infiltrose de tal modo en su pensamiento, que llenó su vida de melancolía y fastidio. ¡Tal influjo tienen las grandes ideas en las grandes almas!

A los ojos del profano vulgo, D. Marcos era siempre el mismo. Aconsejaba a los jóvenes, procurando guiarles por el camino de la alcantarilla. Daba su opinión siempre que se la pidieran, y no negaba elogios a los escritores noveles, siempre que fuesen de su escuela colorista, que era la escuela del betún.

Éste es el tercer personaje de los cuatro que formaban mi auditorio, y este el que expuso su modo de pensar, diciendo:

«No está sino muy bien. Hay que pintar la vida tal como es, repugnante, soez, grosera. El mundo es así: no nos toca a nosotros reformarlo, suponiéndolo a nuestro capricho y antojo: nos cumple sólo retratar las cosas como son, y las cosas son feas. Ese joven que usted ha pintado ahí tiene demasiada luz, y le hace falta una buena dosis de negro. Hoy no saben dar claro-obscuro al estilo, y desde que han dejado de escribir ciertas personas que yo me sé, está la novela por los suelos. Si usted quiere hacer una obra ejemplar, rodee a ese caballerito de toda clase de lástimas y miserias; arroje usted sobre él la sombra siniestra de la sociedad, y la tal sociedad es de lo más repugnante, asqueroso o inmundo que yo me he echado a la cara. Y después, si lo conviene ofrecer una lección moral a sus lectores, haga que el chico se trueque de la noche a la mañana, por la sola fuerza del hambre y del hastío, en un ser abyecto, revelando así el fondo de inmundicia que en el corazón de todo ser humano existe. Preséntele usted con toda la negra realidad de la vida, braceando en este océano de cieno, sin poder flotar, y ahogándose, ahogándose, ahogándose… Pero, eso sí, déjele usted que se enamore con hidrofobia de la dama de enfrente; porque en ese gran recurso dramático ha de cimentarse todo el edificio novelesco. Si yo me encargara de desarrollar el plan, lo haría de ingenioso modo, nunca visto ni en novelas ni en dramas.

-¿A ver, a ver? -interrogamos todos, yo por afán de penetrar los pensamientos literarios de mi amigo, los demás por curiosidad y deseo de ver en todo su horror la cloaca intelectual de aquel atroz ingenio.

-Yo haría lo siguiente, -continuó-: le supondría muy desesperado sin saber qué hacer para comunicarse y entablar relaciones con la dama de enfrente. Suprimo eso del pajarito, que es insufrible. (La poetisa dejó traslucir, con un movimiento de indignación, su ultrajado amor de madre.) Él piensa unas veces meterse a bandido para robar a la dama; otras se le ocurre quemar la casa para sacar a la señora en brazos. Entre tanto se pone flaco, amarillo, cadavérico, con aspecto de loco o de brujo: la casa se cae a pedazos, y en su miseria se ve obligado a comer ratas. (Cantarranas cerró los ojos después de mirar al cielo con angustia.) Un día se le pasa por las mientes un ardid ingenioso, y para esto tengo que suponer que vive, no en la casa de enfrente, sino en la bohardilla de la misma casa. Modificada de este modo la escena, fácil es comprender su plan, que consiste en introducirse por el cañón de la chimenea y colarse hasta el piso principal.

-¡Qué horror! -exclamó la poetisa tapándose la cara con las manos. -¡Se va a tiznar! Si al menos tuviera donde lavarse antes de presentarse a ella.

-No importa que se tizne, -continuó el novelista.- Yo pintaría a la dama muy hermosa, sí, pero con una contracción en el rostro que denota sus feroces instintos. Ha tenido muchos amantes; es mujer caprichosa, uno de esos caracteres corrompidos que tanto abundan en la sociedad, marcando los distintos grados de relajación a que llega en cada etapa la especie humana. Ha tenido, como decía, muchísimos querindangos, y al fin viene a enamorarse de un negro traído de Cuba por cierto banquero, que es un agiotista inicuo, un bandolero de frac.

Con estos antecedentes, ya puedo desarrollar la situación dramática, de un efecto horriblemente sublime. Veamos: ella está en su cuarto, lánguidamente sentada junto a un veladorcillo, y piensa en el Apolo de azabache, charolado objeto de su pasión. Hojea un álbum, y de tiempo en tiempo su rostro se contrae con aquel siniestro mohín que la hace tan espantablemente guapa. De repente se siente ruido en la chimenea: la dama tiembla, mira, y ve que de ella sale, saltando por encima de los leños encendidos, un hombre tiznado: en su delirio creo que es el negro: domínanla al mismo tiempo el estupor y la concupiscencia. La luz se apaga ¡Pataplum!… Qué les parece a ustedes esta situación?

-Digo que es usted el mismo demonio o tiene algún mágico encantador que lo inspire tan admirables cosas -respondí confuso ante la donosa invención de D. Marcos, que me parecía en aquel momento superior cuantos, entre antiguos y modernos, habían imaginado las más sutiles trazas de novela.

La poetisa estaba un tanto cabizbaja, no sé si porque le parecía mejor lo suyo o porque, teniendo por detestable el engendro de D. Marcos, consideraba, a qué límite de fatal extravío pueden llegar los más esclarecidos entendimientos. No estará de más que con la mayor reserva diga yo aquí, para ilustrar a mis lectores, que la poetisa tenía, entre otros, un defecto que suele ser cosa corriente entre las hembras que agarran la pluma cuando sólo para la aguja sirven: es decir, la envidia.

Pues verán ustedes ahora continuó D. Marcos -cómo armo yo el desenlace de tan estupendo suceso. A la mañana siguiente hállase la dama en su tocador, y ha gastado dos pastas de jabón en quitarse el tizne de la cara. Su rabia es inmensa: está furiosa; ha descubierto el engaño, y en su desesperación da unos chillidos que se oyen desde la calle. El joven, por su parte, trata de huir, al ver el enojo de la que adora. Quiere matar al desconocido mandinga, de quien está celosísimo; pero en lugar de bajar la escalera, se ve obligado a subir por el mismo cañón de la chimenea para no ser visto de cierto conde que entra a la sazón en la casa.

La fatalidad hace que no pueda subir por el cañón, habiendo sido tan fácil la bajada; y mientras forcejea trabajosamente para ascender, resbala y cae al sótano y de allí, sin saber cómo, a un sumidero, yendo a parar a la alcantarilla, donde se ahoga como una rata. La ronda le encuentra al día siguiente, y le llevan, en los carros de la basura, al cementerio. Como aquí no tenemos Morgue, es preciso renunciar a un buen efecto final.

Así habló el realista D. Marcos. Cantarranas estaba más nervioso que nunca, y la poetisa sacó un pomito de esencias, para aplicarlo al cartucho que tenía por nariz: este singular pomito era el flacón que había visto en todas las novelas francesas. Es la verdad que D. Marcos le inspiraba profunda repugnancia, y por eso le llamaba ella barril de prosa, sin duda por vengarse del otro, que en cierto artículo crítico la llamó una vez espuerta de tonterías.

Yo no sabía qué hacer en presencia de dos fallos tan autorizados y al mismo tiempo tan contradictorios. Vacilaba entre figurar a mi héroe dando migajas de pan al pajarito, o metiendo la cabeza en los sumideros del palacio de su amada. Miré al magnífico duque, y le vi con la cabeza gacha y colgante, como higo maduro. La poetisa se hallaba en un paroxismo de furor secreto. ¿Cómo podía yo decidirme por una solución contraria a las ideas de Cantarranas, cuando éste era mi Mecenas, o, para valerme de una de sus más queridas figuras, corpulento roble que daba sombra a este modesto hisopo de los campos literarios? Y al mismo tiempo, ¿cómo desairar a D. Marcos, tan experimentado en artes de novela? ¿Cómo renunciar a su plan que era el más nuevo, el más extraño, el más atrevido, el más sorprendente de cuantos había concebido la humana fantasía? En tan crítica situación me hallaba, con el manuscrito en las manos, la boca abierta, los ojos asombrados, indeciso el magín y agitado el pecho, cuando vino a sacarme de mi estupor y a cortar el hilo de mis dudas la voz del cuarto de los personajes que el jurado componían. Hasta entonces había permanecido mudo, en una butaca vieja, cuyas crines por innumerables agujeros se salían, allí estaba, con aspecto de esfinge, acentuado por la singular expresión de su rostro severo. Creo que ha llegado la ocasión de describir a este personaje, el más importante sin duda de los cuatro, y voy a hacerlo.

IV

Si cuarenta años de incansable laboriosidad, de continuos servicios prestados al arte, a las letras y a la juventud son título bastantes para elevar a un hombre sobre sus contemporáneos, ninguno debiera estar más por cima de la vulgar muchedumbre que don Severiano Carranza conocido entra los árcades de Roma por Flavonio Mastodontiano. Era casi académico, porque siempre que vacaba un sillón se presentaba candidato, aunque nunca quisieron elegirle. Su fuerte era la erudición; espigaba en todos los campos; en la historia, en la poesía, en las artes bellas, en la filosofía, en la numismática, en la indumentaria. Recuerdo su última obra, que estremeció el mundo de polo a polo, por tratar de una cuestión grave, a saber: de si el Arcipreste de Hita tenía o no la costumbre de ponerse las medias al revés, decidiéndose nuestro autor por la negativa, con gran escándalo y algazara de las Academias de Leipsick, Gottinga Edimburgo y Ratisbona, las cuales dijeron que el célebre Carranza era un alma de cántaro al atreverse a llegar un hecho que formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ¿Pues y su disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fue causa de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos? No diré nada, pues corre en manos de todo el mundo de su famoso discurso sobre el modo de combinar las tes y las des en el metro de Arte Mayor, el cual le alzara a los cuernos de la luna, si antes, para gloria de España y enaltecimiento de sí propio, no hubiera escrito y dado a la estampa la nunca bastante encarecida Oda a la invención de la pólvora, en que llamaba a este producto químico atmósfera flamínea. Ésta es su única obra de fantasía. Las demás son todas eruditas, porque vive consagrado a los apuntes. Como crítico no se le igualara ni el mismo Cantarranas, aunque no faltan biógrafos que lo equiparan a él, y hubo alguno que aseguró le aventajaba en muchas cosas. Basta decir que Carranza había leído cuanto salió de plumas humanas, siendo de notar que todo libro que pasase por su memoria dejaba en ella un pequeño sedimento o depósito, aunque, no fuera más grande que una gota de agua.

No había fecha que él no supiera, ni nombre que ignorara, ni dato que le fuera desconocido, ni coincidencia que se escapase a su penetración y colosal memoria. Bien es verdad que de este almacén sacaba el cargamento de sus críticas, las cuales tenían más de indigestas que de sabrosas, porque no existe cosa antigua que no sacara a colación, ni autor clásico que no desenterrara a cada paso para llevarle y traerle como a los gigantones en día de Corpus. Escribiendo, era prolijo: su estilo se componía de las más crespas y ensortijadas frases que es dado imaginar. Pulía de tal modo su prosa, que parecía una cabellera con cosmético y bandolina, pudiendo servir de espejo; y sus versos eran tales, que se les creerían rizados con tenacillas. Nunca repitió una palabra en un mismo pliego de papel, por miedo a las redundancias y sonsonetes. En cierta ocasión, habiendo hablado en un artículo del mondadientes de marfil de una dama, viéndose obligado a repetirlo por la fuerza de la sintaxis y pareciéndole vulgar la palabra palillo, llamó a aquel objeto el ebúrneo estilete. Por esta razón aparecían en sus escritos unas palabrejas que sus enemigos, en el furor de la envidia, llamaban estrambóticas. Tratarle a él de pedante era cosa corriente entre los malignos gacetilleros que molestan siempre a los grandes hombres como las pulgas al león.

La persona del erudito Carranza era tan notable como sus obras. Componíase de un destroncado cuerpo sobre dos no muy iguales piernas, brazos pequeños y los hombros cansadísimos; exornando todo el edificio un sombrero monumental, bajo el cual solía verse, en días despejados, la cabeza más arqueológica que ha existido. Después de la corbata, que afectaba cierto desaliño, lo que más descollaba era la boca, donde en un tiempo moraron todas las gracias, y ahora no quedaba ni un diente; y la nariz hubiera sido lo más inverosímil de aquel rostro si no ocuparan el primer lugar unos espejuelos voluminosos, tras los cuales el ojo perspicaz y certero del crítico fulguraba.

Estos ojos fueron los que me miraron con severidad que me turbó: esta boca fue la que con voz tan solemne como cascada, tomó la palabra y dijo:

«¡Oh extravío de las imaginaciones juveniles! ¡Oh ruindad de sentimientos! ¡Oh corrupción del siglo! ¡Oh bajeza de ideas! ¡Oh pérdida del buen gusto! ¡Oh aniquilamiento de las clásicas reglas! ¿Hay más formidable máquina de disparates que la que usted escribió, ni mayor balumba de despropósitos que la que esa señora y ese caballero han dicho? ¿En qué tiempos vivimos? ¿Qué república tenemos? Vaya usted, señora, a coser sus calcetas y a espumar el puchero, y usted, D. Marcos, a cuidar sus hijos si los ha; y usted, joven, a aprender un oficio, que más cuenta le tiene, cualquier ocupación, aunque sea ingrata y vil, que componer libros. Pues qué, ¿es el campo de las letras dehesa de pasto para toda clase de pecus o jardín frondosísimo donde sólo los más delicados ingenios pueden hallar deleites y amenidades? Id, cocineros del pensamiento, a condimentar vulgares sopas y no sabrosos platos; que no es dado a tan groseras manos preparar los exquisitos manjares que se sirven en el ágape de los dioses.

Como Semíramis cuando ve aparecer la sombra de Nino para echarle en cara sus trapicheos; como Hamlet cuando oye al espectro de su padre revelándole los delitos de la señá Gertrudis; como Moisés cuando vislumbra a Jehová en la zarza ardiente, así nos quedamos todos, mudos, fríos, petrificados de espanto. El apóstrofe de aquel hombre, tenido por un oráculo, su singular aspecto, su severa mirada y el eco de su vocecilla, nos infundieron tal pavor, que hubo de transcurrir buen espacio de tiempo antes que yo tomase aliento, y sacara la poetisa su flacón y cerrara la boca el excelente duque.

Al fin nos repusimos del terror, y Carranza, advirtiendo el buen efecto que sus palabras habían producido, arremetió de nuevo contra nosotros, y de tal modo se ensañó con D. Marcos, que pienso no le quedara hueso sano. La poetisa estaba turulata y no hacía más que abanicarse para disimular su enojo, mientras Cantarranas parecía inclinado, en fuerza de su natural bondad, a ponerse de parte del tremendo crítico.

«¡Y para esto me han llamado! -decía éste. -La culpa tiene quien, dejando serias ocupaciones y la sabrosa compañía de las musas, asiste a estas lecturas, donde le hacen echar los bofes con tantísimo desatino.

Entonces yo, desafiando con un arrojo que ahora me espanta la cólera del Aristarco, le dije:

«Pero ya que he tenido la osadía de traerle a usted aquí, oh varón insigne, ¿no me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme pudiera, ayudando con sus luces a mejorar este engendro mío que con tan mala estrella viene al mundo?

-Sí, lo haré de muy buen grado -contestó el sabio, trocándose repentinamente en el hombre más suave y meloso de la tierra. Voy a decir cómo desarrollaría yo mi pensamiento; pero han de prometerme que no he de ser interrumpido por aplausos, ni otra manifestación semejante. Empezaré, pues, declarando que yo colocaría la acción de mi obra en tiempos remotos, en los tiempos pintorescos e interesantes, cuando no había alumbrado público, y sí muchas r ondas y gran número de corchetes; cuando los galanes se abrían en canal por una palabrilla, y las damas andaban con manto por esas callejuelas, seguidas de Celestinas y rodrigones; cuando se guardaba con siete llaves el honor, sin que eso quiera decir que no se perdiese en su santiamén. Yo no sé cómo hay ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar aventuras en una calle empedrada y con faroles de gas. Por Dios y por los Santos, ¿cabe nada más ridículo que un diálogo amoroso, en que aparece a cada momento la palabra usted, hecha para preguntar cómo está el tiempo, los precios de la carne, etc.?… Pues bien; yo figuraría mis personajes en el siglo XVII, y abriría la escena con gran ruido de cuchilladas y muchos pardieces y voto a sanes; después el ir y venir de los alguaciles y, por último, la voz cascada de una vieja alcahueta que acude con su farolito a reconocer la cara del muerto.

Todos nos mirábamos, sorprendidos ante el pintoresco cuadro que en un periquete había trazado aquel maestro incomparable.

«El joven pobre que ha puesto usted en la bohardilla, donde está muy retebién, le figuraría yo un hidalgo de provincias, sin blanca y con malísima estrella. Ha llegado a Madrid en busca de fortuna, y solicita que la hagan capitán de Tercios, para lo cual anda de ceca en meca, sin poder conseguir otra cosa que desprecios. La dama de enfrente es de la más alta nobleza, hija de algún montero mayor de la casta real, o cosa por el estilo, lo cual hace que tenga entrada en palacio, y sea bienquista de reyes, príncipes e infantes. Meteremos en el ajo algún rapabarbas o criado socarrón que haga de tercero, porque novela o comedia sin rapista charlatán y enredador es olla sin tocino y sermón sin Agustino. ¡Y cómo había yo de pintar las escenas de tabernas, las cuchilladas, las pendencias que dirige siempre un tal maese Blas o maese Pedrillo! ¿Pues y las escenas de amor? ¡Qué discreción, qué ternezas, qué riqueza metafórica había yo de poner allí! Carta acá, carta allá, y entrevista en las Descalzas todos los días, porque la condesa vieja es tan devota, que no se mueve un clérigo ni fraile en las iglesias de Madrid sin que ella vaya a meter sus narices en la función. El hidalguillo tañe su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y quintillas. Ambos están muy amartelados. Pero cata aquí que el padre, que es un condazo muy serio, con su gorguera de encajes que parece un sol gran talabarte de pieles y unos gregüescos como dos colchones, quiere que se case con D. Gaspar Hinojosa, Afán de Rivera, ete., etc., etc., que es contralor, hijo del virrey de Nápoles y secretario del general qué sé yo cuántos, que ha tomado a Amberes, Ostende, Maestrich u otra plaza cualquiera. El Rey tiene un gran empeño en estas nupcias, y la Reina dice que quiere ser madrina del bodorrio. Ahora es ella. La dama está fuera de sí, y el hidalguillo se rompe la cabeza para inventar un ardid cualquiera que le saque de tan espantoso laberinto. ¡Oh terrible obstáculo! ¡Oh inesperado suceso! ¡Oh veleidades del destino! ¡Oh amargor de la vida! Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha enterado de que hay un galán que corteja a la niña, y se enfurece de tal modo, que si le coge, le parte la cabeza en dos con la espada toledana. Cuenta al Rey lo que pasa, la Reina lo echa fuerte reprimenda a nuestra heroína, y todos convienen en que el galán aquel es un majagranzas, que no merece ni descalzarle el chapín a la doncella. El mozo ya no rasca laúdes ni vihuelas, y se pasea por el Cerrillo de San Blas muy cabizbajo y melancólico. Los criados del conde le andan buscando para darle una paliza; pero escapa de ella, gracias a las tretas del socarrón de su lacayo, que no por estar muerto de hambre deja de ser maestro en artimañas y sutilezas. Los amantes van a ser separados para siempre. Y lo peor es que el D. Gaspar se enfurruña y ya no quiere casarse, y dice que si topa en la calle al pobre hidalgo, le pondrá como nuevo. ¿Qué hacer? ¡Tate!… Aquí está el quid de la dificultad. ¿Cómo desenredar esta enmarañada madeja? Pues verán ustedes de qué manera ingeniosa, con qué donosura y originalidad desato yo este intrincado nudo, en que el lector, suspenso de los imaginarios hechos, los mira como si fuesen reales y efectivos. ¿Qué les parece a ustedes que voy a inventar? ¿A ver?

Todos nos quedamos con la boca abierta, sin saber qué contestarle. Yo sobre todo, ¿cómo había de imaginar cosa alguna que igualara a los profundos pensamientos de aquel pozo de ciencia?

-Pues verán ustedes -prosiguió-. Hallándose las cosas he dicho, de repente… ¡Qué novedad! ¡Qué agudísima e inesperada anagnórisis!… Pues es el caso que el muchacho tiene un tío, oidor de Indias. Este tío oidor, que es todo un letrado y persona de pro, muere legando un caudal inmenso; de modo que cuando menos se lo piensa, el hidalguillo se ve con doscientos mil escudos en el arca y es más rico que el conde de enfrente. Cátate que en un momento le obsequian todos y le guardan más miramientos que si fuera el mismo duque de Lerma, ministro universal. El padre de la dama se ablanda, ésta se marcha a Platerías diciendo que va a comprar unas arracadas, pero con el disimulado fin de ver al hidalguillo y oír de sus mismos labios la noticia de la herencia; la Reina se desenoja, el Rey dice que les ha de casar o deja de ser quien es. Don Gaspar se va furioso a las guerras de la Valtellina, donde le matan de un arcabuzazo, y por fin los dos jóvenes se casan, son muy obsequiados, y viven luengos años en paz y en gracia de Dios. Así, señores, desarrollaría yo el pensamiento de esta novela, que, expuesta de tal modo, pienso no sería igualada por ninguna de cuantas en lengua italiana o española se han escrito, desde Bocaccio hasta Vicente Espinel; que yo las he leído todas, y aquí pudiera referirlas ce por be, sin que se me quedara una en la cuenta.

Aquí terminó el dictamen de D. Severiano Carranza, fénix de los literatos. Esta lección tercera era ya demasiada carga de lección tercera era ya demasiada carga de bochorno y humillación para mí. Y ¿cómo había yo de continuar leyendo, si en un dos por tres me habían mostrado aquellos personajes la flaqueza de mi entendimiento, apto tan sólo para bajas empresas? Me afrentaron, y de sus enseñanzas saqué menos provecho que vergüenza. Sí: lo digo con la entereza del que ya ha desistido de caminar por el escabroso sendero de la literatura, y confiesa todos sus yerros y ridiculeces. Cuando D. Severiano acabó, la poetisa hizo un mohín de fastidio, señal de que el discurso no le había parecido de perlas. D. Marcos se reía del insigne erudito, y el duque de Cantarranas… (rubor me cuesta el confesarlo, porque lo estimo sobremanera, y desearía ocultar todo lo que le menoscabase; pero la imparcialidad me obliga a decirlo) el duque se había dormido, cosa inexplicable en quien siempre fue la misma cortesía.

Otro suceso doloroso tengo que referir, y sabe Dios cuánto me cuesta revelar cosas que puedan obscurecer algún tanto la fama que rodea a estas cuatro venerandas personas. ¿Revelaré este funesto incidente? ¿Llevaré la mundanal consideración y el afecto particular hasta el extremo de callar la verdad, hija de Dios, sin la cual ninguna cosa va a derechas en este mundo? No; que antes que nada es mi conciencia; y además, si enseño una flaqueza de mis cuatro amigos, no por eso van a perder la estimación general quienes tantos y tan grandes merecimientos y títulos de gloria reúnen. Hay momentos en que los más rutilantes espíritus sufren pasajero eclipse, y entonces, mostrándose la naturaleza en toda su desnudez, aparecen las malas pasiones que bullen siempre en el fondo del alma humana.

Esto fue lo quo pasó a mis cuatro jueces en aquella noche funesta. Sucedió que unas palabras de D. Marcos, que fue siempre algo deslenguado irritaron al augusto crítico. Quiso intervenir Cantarranas, y como la poetisa dijese no sé qué tontería de las muchas que tenía en la cabeza, D. Marcos le increpó duramente; salió a defenderla con singular tesón el duque, y recibió de pasada, y como sin querer, un furibundo sopapo. Desde entonces fue aquello un campo de Agramante, y es imposible pintar el jaleo que se armó. Daba el erudito a D. Marcos, D. Marcos al duque, éste al erudito, el cual se vengaba en la poetisa, que arañaba a todos y chillaba como un estornino, siendo tal la baraúnda, que no parecía sino que una legión de demonios se había metido en mi casa. No pararon los irritados combatientes hasta que D. Marcos no derramó sangre a raudales, rasguñado por la poetisa; hasta que ésta no se desmayó dejando caer sus postizos bucles, y haciéndome en la frente un chichón del tamaño de una nuez; hasta que al duque no se le fraccionó en dos pedazos completos la mejor levita que tenía; hasta que Carranza no perdió sus espejuelos y la peluca, que era bermeja y muy sebosa.

Así terminó la sesión que ha dejado en mí recuerdos pavorosos. He revelado esta lamentable escena por amor a la verdad, y porque debo ser severo con aquellos que más valen y más fama gozan. De todos modos, si hago esta confesión, no es con ánimo de publicar debilidades, sino por hacer patente lo miserable de la naturaleza humana, que aun en los más elevados caracteres deja ver en alguna ocasión su fondo de perversidad.

V

De la novela, inocente causa de tan reñida controversia y desbarajuste final, ¿qué he de decir, sino que salió cual engendrada en aciaga noche de escándalo? Como quise adoptar las ideas de cada uno, por parecerme todas excelentes, mi obra resultó análoga a esas capas tan llenas de remiendos y pegotes, que no se puede saber cuál es el color y la tela primitivos. Después de la introducción que he leído, adopté el pensamiento del pajarito y le puse de intermediario entre los dos amantes. Luego, pareciéndome de perlas el incidente de la chimenea, hice que Alejo se mudara a la casa de enfrente, y que una noche se deslizara muy callandito por el interior del ennegrecido tubo, apareciéndose a la dama cuando ésta se percataba menos. Lo del negro no me fue posible introducirlo; pero sí el magnífico desenlace del tío en Indias, ideado por el fénix de los críticos, aunque no pude suponerlo oidor, sino tabernero, diferencia que importa poco para el caso. Así la novela, como hija de distintos progenitores, venía a ser la cosa más pintoresca, variada y original del mundo, y bien podía decir su autor: «yo, el menor padre de todos…». Imprimila, porque ningún editor la quería tomar, aunque yo, llevando mi modestia hasta lo sublime, la daba por ochenta reales al contado y otros ochenta, pagaderos a plazos de dos duros en dos años.

La puse a la venta en las principales librerías, y en un lustro que ha corrido llevo despachada la friolera de tras ejemplares, con más los que me tomaron al fiado, y que espero cobrar si la cosecha es buena en el próximo otoño. Un librero de Sevilla me ha prometido comprarme un ejemplar, si le hago la rebaja de dos reales; y este pedido, con otras proposiciones que me dirigen de lejanas tierras, me hace esperar que venderé hasta diez en todo lo que queda de año. No puedo quejarme, en verdad, porque yo sé que si las cosas estuvieran mejor y sobrase dinero en el país, no había de quedar un ejemplar para muestra.

De todos modos, me consuela la singular protección que me dispensa, ahora como antes, el duque de Cantarranas, mi ilustre Mecenas; quien ha podido conseguir de un amigo suyo, dueño de una tienda de ultramarinos, que me compre media edición al peso, y a veinticinco reales la arroba. Si merced a la solicitud del prócer ilustre, consigo realizar este negocio, me servirá de estímulo para proseguir por el fatigoso camino de las letras, que si tiene toda clase de espinas y zarzales en su largo trayecto, también nos conduce, como sin querer, a la holgura, a la satisfacción y a la gloria.

Madrid, Septiembre de 1872.

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