[Artículo] La casa de Shakespeare, de Benito Pérez Galdós
Inglaterra
Camino de Inglaterra, me afirmé en la resolución de no demorar mi viaje a Stratford-on-Avon, donde vio la luz el inmenso Shakespeare. Mi fiel amigo Pepe Galiano no podía en aquellos días acompañarme. Nos despedimos en Newcastle, y solito, enterándome de la dirección que debía seguir, me dirigí a Birmingham, que es, como todo el mundo sabe, uno de los grandes emporios industriales de Inglaterra. Como no me guiaba ningún interés industrial ni comercial, poco tiempo me detuve en Birmingham, y tomando otro tren seguí mi ruta hacia el lugar donde la musa británica engendró a Hamlet, Macbeth y otras inmortales criaturas.
Confirmando lo que ha dicho mi ninfa, omito en estas Memorias mis impresiones de Stratford, porque ya lo hice en un libro titulado La patria de Shakespeare [3] , y emprendiendo nueva ruta, paso por Oxford, la ciudad universitaria; por Windsor, residencia habitual de los reyes de Inglaterra, y no paro hasta Londres.
Por tercera vez me veo en la metrópoli de la Gran Bretaña; pero ni esta ocasión ni las siguientes me bastarán para contaros mis observaciones en este conglomerado de ciudades populosas. París es grande, metódicamente regular y armónico. Londres es disforme, desproporcionado, sin medida en sus bellezas, como en sus fealdades; compónenlo arrabales magníficos, rincones deliciosos y longitudes desesperantes, como ensueños de pesadilla. Dividiré en tres partes mis relatos londinenses, empezando por el Oeste, que sintentizó en este rótulo: El Parlamento y Westminster. Tarea tengo ya para hoy. Y cuando Dios quiera tendréis la segunda conferencia: San Pablo y la City. El extremo Este y la tercera: Regent’s Park y el Jardín Zoológico, British Museum.
Doy principio a mi tarea descriptiva. Partiendo de la columna de Nelson (Trafalgar Square), paso junto a la estatua ecuestre de Carlos II y entro en Whitehall, avenida espaciosa, formada por varios edificios del Estado. Entre ellos se destaca, a mano izquierda, un palacio de modesta arquitectura y aspecto vulgar; no obstante, tiene gran valor histórico, porque en él fue decapitado el rey Carlos I el 30 de enero de 1649. En medio de la calle se levantó el patíbulo, que fue comunicado con el palacio por uno de los balcones de éste. Víctima de su orgullo y de su desprecio del Parlamento, pereció el segundo de los Estuardos. En el terrible momento de entregar su cuello al verdugo mostró Carlos la dignidad propia de su estirpe y de su acendrado cristianismo. Este acontecimiento, punto culminante de la historia de Inglaterra, marca una ejemplaridad política que reaparece de tarde en tarde en la conciencia de otro pueblos europeos…
Sigo mi camino por la espaciosa vía, en dirección del Támesis, y sin parar mientes en diferentes edificios que a uno y otro lado se ofrecen a mi vista, toda mi atención se clava en una torre corpulenta, elevadísima, de traza robusta dentro del estilo gótico rectangular. En su cuerpo más alto campea el disco de un reloj monumental, que se me antoja el reloj más grande del mundo. Acercándome más, veo la enorme mole del Parlamento, uno de cuyos lienzos se extiende a la largo del Támesis, fundado sobre las corrientes aguas del río. Por la otra parte aparecen otras grandes prolongaciones del mismo edificio, que sirve de asiento y albergue a la institución política más estable y grandiosa de la vieja Inglaterra. En otra ocasión penetré por breves instantes en aquel recinto. En la ocasión que ahora refiero me procuré un pase para visitarlo y recorrerlo detenidamente. ¡Qué inmensidad, qué lujo, qué magnificencia!
Allí reside la verdadera majestad, la soberanía efectiva de la nación. En una parte, la Cámara de los Comunes; en la otra, la de los Pares, y entre ambas, dilatada serie de salones destinados a locutorios, conferencias, bibliotecas, oficinas, comedores, escritorios, habitaciones privadas del presidente y secretarios, que en el régimen inglés son funcionarios permanentes; cuanto conviene, en fin, a la relación entre ambos estamentos y a la complicada máquina del régimen parlamentario de una nación cuya base política es gobierno del pueblo por el pueblo. No quiero meterme en una disquisición prolija sobre el sistema inglés, que es admiración y debiera ser ejemplo de todo el mundo. Para seguir con brevedad mi plan, abandono el Parlamento y me dirijo a un edificio próximo, también monumental y de gótico estilo, en el cual veremos glorificado en forma religiosa lo más espiritual del alma británica.
***
Ya estamos en la Abadía de Westminster. Siempre que penetro en este templo siéntome como el que asiste a llevar una ofrenda a los dioses o a los mortales que con los dioses se codean. Ni Francia en su Panteón ni nosotros en nuestro Escorial hemos igualado a lo que los ingleses han hecho aquí. Sepulturas de reyes tenemos nosotros. Sepulturas de grandes hombres tiene Francia; pero ni en una ni en otra parte del Continente se ha conseguido, como en Londres, la incineración y glorificación de todas las grandezas de una raza. En las capillas de Westminster encontramos todos los reyes, reinas, príncipes y caballeros que han florecido en este noble suelo. La capilla de Enrique VII es en este concepto interesantísima. También hay reyes santos en esta y otras capillas; pero algunos visitantes rinden culto a los santos de su mayor devoción, no en las capillas, sino en las naves y cruceros de la iglesia. En ésta encontré a Newton, que en la piedra de su sepulcro tiene grabado el famoso binomio, fórmula matemática que dio fama a este varón extraordinario, descubridor de la gravitación universal y del sistema del mundo. La ciencia debe, además, a Newton otras grandiosas conquistas. No lejos de la tumba de Newton vi la de Darwin, creador de la teoría del origen de las especies por la selección natural… En una de las salas del crucero, y en la que lleva el nombre de Rincón de los poetas (Poets’ Corner), nos hallamos ante la brillantísima pléyade de poetas, novelistas, historiadores, críticos, músicos, actores, etc., que en siglos diferentes han brillado en el espacio infinito del arte británico. Los que no tienen sepultura en la Abadía con inscripciones y signos fehacientes están representados por estatuas, bustos, medallones y expresivas leyendas. Resulta un completo cielo, como nos lo pintan y describen las escrituras dogmáticas. Allí están los profetas, apóstoles, mártires, los elegidos, en fin, merecedores de la inmortalidad. Allí podemos rendir culto a los santos que nos merecen más respeto o veneración. Resplandecen en la celestial muchedumbre Macaulay, Thackeray, el compositor Haendel, que los ingleses consideran como suyo, aunque nació en Alemania; Oliverio Goldsmith, Pope, Addison, Chaucer, Thomson, Prior, Campbell, duque de Argyll, Spencer, el afamado comediante Garrick, Milton cuyo solo nombre basta para caracterizarle; Dryden, Ben Jonson y, descollando entre todos, el soberano hacedor de humanidades vivas, Guillermo Shakespeare…
La última vez que visité la Abadía vi en el suelo del Rincón de los poetas una sepultura reciente; en ella, trazado al parecer con carácter provisional, leí esta inscripción: Dickens. En efecto, el gran novelador inglés había muerto poco antes. Como éste fue siempre un santo de mi devoción más viva, contemplé aquel nombre con cierto arrobamiento místico. Consideraba yo a Carlos Dickens como mi maestro más amado. En mi aprendizaje literario, cuando aún no había salido yo de mi mocedad petulante, apenas devorada La comedia humana, de Balzac, me aplique con loco afán a la copiosa obra de Dickens. Para un periódico de Madrid traduje el Pickwick, donosa sátira, inspirada, sin duda, en la lectura del Quijote. Dickens la escribió cuando aún era un jovenzuelo, y con ella adquirió gran crédito y fama. Depositando la flor de mi adoración sobre esta gloriosa tumba, me retiro del panteón de Westminster… Quisiera dar un vistazo al Museo de Pintura: pero es muy tarde y este capítulo es demasiado largo. Quédese para un día próximo el tratar de lo que me sugiere mi caprichosa memoria.
I ¿Por dónde voy a Stratford? La estación de Birmingham
En cuantas visitas hice a Inglaterra me atormentaron las ansias de ver la gloriosa villa de Stratford-on-Avon, patria de Shakespeare. Una vez por falta de tiempo, otra por rigores del clima, ello es que no pude realizar mi deseo hasta el pasado año (1889). Por fin, en septiembre último, pisé el suelo, que no vacilo en llamar sagrado, donde está la cuna y sepulcro del gran poeta. Desde luego afirmo que no hay en Europa sitio alguno de peregrinación que ofrezca mayor interés ni que despierte emociones tan hondas, contribuyendo a ello no sólo la majestad literaria del personaje a cuya memoria se rinde culto, sino también la belleza y poesía incomparable de la localidad. Si en Inglaterra es Stratford un lugar de romería fervorosa, pocos son los viajeros del continente que se corren hacia allá. En los voluminosos libros donde firman los visitantes he visto que la mayor parte de los nombres son ingleses y norteamericanos; contadísimos los de franceses e italianos, y españoles no vi ninguno. Creo que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalén literaria, y no ocultaré que me siento orgulloso de haber rendido este homenaje al altísimo poeta cuyas creaciones pertenecen al mundo entero y al patrimonio artístico de la humanidad.
Y no crean mis lectores que ir a Stratford es obra tan fácil, aun hallándose en Inglaterra. La superabundancia de comunicaciones viene a producir el mismo efecto que la falta de ellas. No conozco confusión semejante a la del viajero instalado en cualquier ciudad inglesa cuando coge el Bradshaw, o Guía de ferrocarriles, y trata de investigar en sus laberínticas páginas el camino más directo y rápido para trasladarse de un confín a otro de la Gran Bretaña. El libro de los Vedas es un modelo de claridad en comparación del voluminoso Bradshaw. Si quisiéramos dirigirnos por cualquiera de las tres grandes líneas o redes que, partiendo de Londres, cruzan toda la isla, a saber: el North Western, el Midland y el Great Northern, la tarea no es en extremo difícil; pero si intentamos buscar direcciones transversales por las infinitas ramas que enlazan estas líneas unas con otras y con las secundarias, vale más renunciar al estudio previo del camino y entregarse a las peripecias de un viaje de aventuras, y a la buena fe de los empleados del ferrocarril.
Verdadera maravilla de la ciencia y de la industria es la muchedumbre de trenes que ponen en movimiento todos los días de la semana, menos los domingos, las compañías antes citadas, y además las del Great Western y Great Eastern, y la fácil exactitud con que las estaciones de empalme dan paso a tan enorme material rodante sin confusión ni retraso. La velocidad, desmintiendo distancias, desarrolla en aquel país hasta tal punto el gusto de los viales, que toda la población inglesa parece estar en constante movimiento. Se viaja por negocios, por hacer visitas, por hablar con un amigo, por ir de compras a una ciudad próxima o lejana, por pasear y hacer ganas de comer. Hallábame en Newcastle, y nadie me daba razón de la vía más corta para visitar the home of Shakespeare. Una rápida inspección del mapa simplificó la dificultad, pues viendo que Stratford está cerca de Birmingham, a esta ciudad había que ir por lo pronto. Después Dios diría. Entre Newcastle y Birmingham, el viaje es entretenidísimo, pues se pueden admirar las catedrales de York y Durham, y después se atraviesa una de las comarcas fabriles más interesantes, la del Hallamshire, donde campea Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve, y llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más trabajadoras y opulentas de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la febril animación de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales.
¿En qué parte del mundo, por remota y escondida que sea, no se habrá visto la marca de esta ciudad aplicada a infinidad de objetos de uso común y ordinario? La universalidad, la variedad y el cosmopolitismo de la industria de Birmingham se expresan muy bien en un elocuente párrafo de la obra de Burrit Paseos por el país negro. Dice así:
«El árabe come su alcuzcuz con una cuchara de Birmingham; el pachá egipcio ilumina su harén con candelabros de cristalería de Birmingham; el indio americano se bate con el rifle de Birmingham, y el opulento rajah del Indostán decora su mesa con los cobres de Birmingham; el audaz jinete que recorre las estepas de Sudamérica espolea su caballo con un acicate de Birmingham, y el negro antillano corta la caña de azúcar con su hacha de Birmingham…, etc.» No copio más porque es el cuento de nunca acabar, semejante al de las cabras de Sancho.
La estación de este formidable emporio industrial es de tal magnitud, y hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes y gentío tan inquieto que no extrañaría yo que perdiera el sentido quien, desconociendo la lengua y las costumbres, quisiera indagar una dirección en aquella Babel de los caminos humanos.
—¿En qué plataforma se toma billete para Stratford?
Esta es la pregunta ansiosa del peregrino shakespeariano en la ingente estación de Birmingham.
No se crea que tal pregunta es contestada claramente. Muchos empleados suelen informar con incierto laconismo:
—Es de la otra parte.
Y recorre usted otra vez los puentes que comunican las inmensas naves por encima de las vías. Después pase usted por un túnel abierto debajo de otras, hasta llegar a las plataformas del costado Sur, y allí échese a correr a lo largo del interminable andén.
Por fin. Hay quien dé informes exactos de la vía que se debe tomar, del sitio donde está el booking-office o despacho de billetes, y de la hora del tren. Gracias a Dios, ya tengo en la mano el billete para Stratford; tomo asiento en un coche; el tren marcha. Alabado sea mil y mil veces el Señor.
II Stratford al fin – Shakespeare’s Hotel
Llego por fin, a una comarca totalmente distinta de la Inglaterra de Birmingham, Manchester y Leeds. Han desaparecido las chimeneas, han huido aquellos fantasmas escuetos que se envuelven en el humo que vomitan, y que agobian el espíritu del viajero con su negrura satánica. Penetro en un país risueño, más agrícola que industrial, impregnado de amenidad campestre. No más talleres, no más hornos. La pesadilla parda se disipa, y el humo, que todo lo entristece, se va quedando atrás. Recorro un ramal del Midland, que enlaza esta gran red con la no menos importante del Great Western, y entramos en el condado de Warwickshire, las regiones más pintorescas de Inglaterra, y además ilustradas con nobles recuerdos históricos; comarca de dulce verdor, en que flotan las églogas.
Paso junto al célebre castillo de Kenilworth, parte en ruinas, que da nombre a una sugestiva novela de Walter Scott. Perteneció aquella señoril residencia al conde de Leicester, favorito de la reina Isabel, en honor de la cual se celebraron fiestas aparatosas. Omito la descripción de esas hermosas ruinas, así como la del castillo de Warwick, que me apartaría de mi objeto, y sigo en busca de la casa del poeta. ¡Kenilworth, Leicester, Isabel! Todo esto ha pasado, mientras que Shakespeare vivirá eternamente, y su humilde morada despertará más curiosidad y admiración que todos los palacios de príncipes y magnates.
La impresión de descanso y de paz que trae al ánimo del viajero este ameno y poético rincón de Inglaterra, vale las penas y contrariedades del excéntrico viaje. La campiña es deliciosa y revela las mayores perfecciones de la agricultura. Por fin, el ramal del Midland enlaza con un ferrocarril puramente local, tranquilo, y más parecido a los nuestros que a los ingleses, porque no hay en él el vértigo ni la velocidad de las redes centrales de la isla, ni en las estaciones desmedida aglomeración de pasajeros. Por fin, llego a la estación de Stratford, que es una villa de diez mil habitantes. En la estación, lo mismo que en nuestras ciudades provincianas, hay un ómnibus que recoge a los viajeros y los va dejando en las casas o en las fondas. Es de noche. Todo en este simpático pueblo respira sosiego, bienestar y sencillez campestre. El que sale de las bulliciosas ciudades industriales para venir aquí cree entrar en la gloria. Los nervios descansan del loco estruendo, y de las impresiones rápidas y múltiples que constantemente recibimos en los grandes centros urbanos. La imaginación es la que no descansa, antes bien, se lanza a los espacios ideales, representándose el tiempo en que vivía la excelsa persona cuya sombra perseguimos en aquella localidad apacible. No podemos separar al habitante de la morada; nos empeñamos en trasladar ésta a los tiempos de aquél, o en modernizar al poeta para hacerle discurrir a nuestro lado por calles, hoy alumbradas con gas, de su querida y placentera villa.
Dos hoteles hay en la patria de Shakespeare que merecen especial mención. Uno es el llamado Red Horse, celebrado porque en él escribió Wahington Irving sus impresiones de Stratford; el otro, llamado Shakespeare’s Hotel, ofrece la particularidad de que los cuartos están designados con los títulos de los dramas del gran poeta. El que a mí me tocó se denominaba Love’s Labour’s Lost [4] , y a la mano derecha vi Hamlet, y más allá, en el fondo de un corredor oscuro y siniestro, Macbeth.
La posada pertenece al género patriarcal, sin nada que la asemeje a esas magníficas colmenas para viajeros que en Londres se llaman el Metropolitan y en París el Gran Hotel. Es más bien una de aquellas cómodas hosterías que describe Dickens en sus incomparables novelas, y de las cuáles habla también Macaulay en su hermosa descripción de las transformaciones de la vida inglesa. Todo allí respira bienestar, confort, tranquilidad y refinado aseo. El estrepitoso y chillón lujo de los hoteles a la moderna, no existe allí. La escalera, de nogal viejo, ennegrecido por el tiempo; los muebles, relumbrantes de limpieza, revelan la domesticidad, la familiar sencillez. Huéspedes y patrones viven en apacible concordia. La mesa es abundante y poco variada: el roastbeef, excelente, el té magnífico, y luego vengan tostadas, bacon, huevos escalfados, ensaladas, patatas cocidas, y todo lo demás que constituye la sobria culinaria británica. La cerveza y la mostaza completan el buen avío. Para mayor encanto, el interior de aquel hermoso cuarto que lleva el título (estampado con claras letras en una tabla sobre la puerta) de Love’s Labour’s Lost , ofrece comodidades que en vano buscaríamos en los más aparatosos hoteles del Continente. Basta decir que las camas inglesas, grandes, mullidas, limpias como los chorros del oro, son las mejores del mundo, y que el ajuar de tocador que las acompaña no tiene rival.
El dueño de la casa (y ésta revela en su interior una respetable antigüedad), queriendo, sin duda, que sus huéspedes se empapen bien en las ideas e imágenes shakespearianas, ha llenado el edificio, desde el portal hasta el último cuarto, de cuadros y estampas colocados en vistosos marcos, todos de asuntos de los famosos dramas. Cuanto ha producido el buril en el siglo pasado y en el presente, allí se encuentra. Hay grabados hermosos y otros deplorables. El viajero que allí pasa la noche, se ve acosado por la turba de ilustres fantasmas. Se los encuentra en la alcoba, en el comedor y hasta en el cuarto de baño. Aquí, Lady Macbeth lavándose la mano; más allá, Catalina de Aragón reclamando sus derechos de reina y esposa, o el Rey Lear , de luenga barba, lanzando imprecaciones contra el cielo y la tierra; por otra parte, el fiero Gloucester, de horrible catadura; el cínico Falstaff, panzudo y locuaz; más lejos, el judío Shylock ante el tribunal presidido por la espiritual Porcia. No faltan Antonio discurriendo ante el cadáver de César, ni Calibán ni Ariel, seres imaginarios que parecen reales; Romeo ante el alquimista, Julieta con su nodriza. Ofelia tirándose al agua; en fin, todas las figuras que el arte creó, y la Humanidad entera ha hecho suyas, reconociéndolas como de su propia sustancia.
En el comedor del hotel encuentro tipos de los que Dickens nos ha hecho familiares. La raza inglesa es poco sensible a las modificaciones externas impuestas por la civilización. En algunos he creído encontrar aquella casta de filántropos inmortalizada por el gran novelista, y les he mirado las piernas esperando ver en ellas las famosas polainas de Mr. Pickwick [5].
Después de una noche de descanso en la cómoda vivienda en compañía de las imágenes trágicas que decoran las paredes de la habitación, la claridad del día me permite hacer un reconocimiento de la villa, la cual es pequeña, pues sólo tiene quince o veinte calles, y revela un perfecto orden municipal. Ya quisieran nuestras presumidas capitales del Mediodía tener una administración local que se asemejase a la de aquella poblacioncita semioculta en un rincón de Inglaterra. Los servicios municipales son allí tan esmerados como en los mejores barrios de Londres. Basta dar por las calles de Stratford un paseo, en el cual no se emplea más de media hora, para comprender que nos hallamos en un pueblo donde las leyes reciben el apoyo y la sanción augusta de las costumbres. La cultura urbana tiende a la uniformidad, y bajo su poderoso influjo hasta las más remotas aldeas toman las apariencias de ciudades coquetonas. En Stratford se encuentran tiendas tan bellas como las de Londres, y el vecindario que discurre por las calles tiene el aspecto de la burguesía londinense. Por ninguna parte se ven los cuadros de miseria que suelen hallarse en las ciudades industriales, ni las turbas de chiquillos haraposos, tiznados y descalzos que pululan en los docks de Liverpool o en el Quayside de Newcastle. El bienestar, la comodidad, la medianía placentera y sin pretensiones, se revelan en las calles de Stratford. Es algo como el olor de la ropa planchada, que brota de la patriarcal alacena en esas casas de familia, más bien de campo que de ciudad, donde reinan el orden tradicional y la economía que se resuelven en positiva riqueza.
En una de las principales y más espaciosas calles, contrastando con los edificios modernos hay una casa de estructura normanda, con ensamblajes de madera ennegrecida por el tiempo. Parece una gran cabaña, de las que actualmente se construyen en los jardines con troncos sin descortezar. Es de dos pisos de poca elevación, y tiene un cobertizo de madera que sombrea y ampara la puerta, junto a la cual pende un llamador de alambre terminado en argolla. El cartel allí fijado dice al visitante que llame si quiere entrar. Llamo, y me abre un señor muy atento, bien vestido. Es el guardián del edificio. ¡Parece mentira que de tan sencillo modo entre uno en la casa natal de Guillermo Shakespeare!
III La casa
Omitiré la historia jurídica de este que podremos llamar monumento, y las diferentes transmisiones que sufrió como inmueble desde 1574, en que la compró John Shakespeare por la suma de cuarenta libras, hasta 1847, en que fue adquirida por los Comités de Stratford y Londres, y declarada patrimonio nacional.
Consta de dos pisos, y las habitaciones de ambos han sido restauradas con refinada inteligencia, procurándose que conserven el aspecto y carácter que debieron tener en tiempo del grande hombre. En el piso bajo está la cocina, con su inmensa chimenea de campana, en la cual subsisten los ganchos de que se colgaba la carne para ahumarla. A un lado y otro hay dos asientos o poyos de mampostería. El conserje permite a los visitantes sentarse en ellos, y cuantos hemos tenido la dicha de penetrar en aquel lugar, que no vacilo en llamar augusto, nos hemos sentado un ratito en donde el dramaturgo pasaba largas horas de las noches de invierno contemplando las llamas del hogar, que, sin duda, evocaban en su ardiente fantasía las imágenes que supo después reducir a forma poética con una maestría no igualada por ningún mortal.
Vetusta escalera conduce al piso alto, donde está la habitación en que nació Guillermo. En ella se ven sillas de la época, un pupitre y otros muebles. El testero de la calle es una gran ventana de vidrios verdosos, en los cuales no hay una pulgada de superficie que no esté rayada al diamante por las infinitas firmas de personas que han visitado la estancia. Destácanse en aquel laberinto de rayas los nombres de Walter Scott, Dickens, Goethe, Byron y otras celebridades. Las paredes están asimismo cubiertas de nombres.
En otra pieza que da al jardín se ve el célebre retrato, que pasa por auténtico, si bien su autenticidad, diga lo que quiera la inscripción que lo acompaña, no aparece completamente probada. Su semejanza con el busto de Trinity Church, de que hablaré después, es grande; Pero encuentro en el busto mayor belleza y más fiel expresión de vida. Como pintura, el retrato es mediano.
Junto a la casa se ha construido un edificio en el mismo tipo de arquitectura, destinado a museo shakesperiano. Mil curiosidades, objetos diversos, documentos, cartas, grabados que se relacionan más o menos claramente con la vida del dramaturgo, se muestran allí perfectamente ordenados.
Lo que más atrae la atención es la carpeta que se dice fue usada por Shakespeare cuando recibió la primera enseñanza en Grammar School, las célebres cartas de Quincy, los originales de los contratos que el poeta celebró con empresas teatrales, ejemplares de las primeras ediciones de sus dramas, un anillo marcado con las iniciales W. S., copas y otros utensilios domésticos, armas, libros y papeles varios. El museo es interesante, y revela un extraordinario grado de cultura; pero como impresión de la existencia del autor de Hamlet es mucho más honda la que se recibe sentándose en el poyo de la cocina, bajo la enorme campana de la chimenea. Ambos edificios, la casa natural y el anejo, son cuidados y conservados con diligente esmero. En ellos no se enciende fuego ni de noche ni de día, para evitar el peligro de un incendio en aquel viejo maderamen, ennegrecido y resecado por el tiempo. En un jardín contiguo se cultivan las flores y arbustos más comúnmente citados por el poeta en sus inmortales escenas y sonetos. La peregrinación a la casa natal aumenta cada día. El número de visitantes, según consta en los libros de firmas, ascendió el último año a diecisiete mil.
De Hensley Street pasamos a New Place, donde estuvo la casa en que murió Guillermo. En ella habitó los últimos diecinueve años do su vida y escribió algunos de sus dramas, probablemente Julio César, Antonio y Cleopatra, Macbeth, y todos los del cuarto período. En el extenso jardín de la casa de New Place plantó Guillermo un moral. Árbol y casa fueron destruidos bárbaramente a mediados del pasado siglo por el poseedor de la finca, Sir F. Gastrell, cuyo nombre ha pasado a la posteridad por este acto de salvajismo. Para consumarlo no tuvo más motivo que las continuas molestias que le daban los visitantes. La madera del moral fue conservada por algunos industriales, que se dieron a fabricar objetos y a expenderlos. Pero el número de baratijas del árbol shakespeariano llegó a ser tan considerable, que debemos suponer entró en su confección, no un árbol, sino un bosque entero. La casa no tardó en ser derribada también, y de ella sólo quedan informes cimientos. La que en su lugar existe contiene otro museo, menos interesante que el de Hensley Street. El jardín, esmeradamente cuidado, es amenísimo, delicioso, lleno de la memoria, y de las huellas, y de la sombra de aquel a quien Ben Jonson llamó «alma del siglo, asombro de la escena».
IV La tumba
Pero lo más interesante de Stratford es la iglesia, Holy Trinity Church, sepultura del poeta y de su mujer. Honor insigne para un país es guardar los restos de sus hombres eminentes. Nuestra incuria nos impide vanagloriarnos de esto, y aunque sabemos que los huesos de Cervantes yacen en las Trinitarias, y en Santiago los de Velázquez, no podemos separarlos de los demás vestigios humanos que contiene la fosa común. Téngase en cuenta que Shakespeare disfrutó en vida de fama resplandeciente; que sus contemporáneos le estimaron en lo que valía; que poseyó cuantiosos bienes de fortuna, y que su familia pudo y supo cuidar de la conservación de sus cenizas venerables.
La iglesia parroquial de Stratford es bellísima, ojival, del tipo normando en su mayor parte, pequeña si se la compara con las catedrales españolas y aun con las inglesas, grande en proporción de los templos parroquiales de todos los países. Antes del cisma fue colegiata, con un coro de quince canónigos. Consta de una gran nave con crucero, y otras dos colaterales pequeñas, y sobre el crucero se alza la torre del siglo XVI, construcción aérea y elegantísima. El interior no ofrece la desnudez fría de los templos protestantes. Parece una iglesia católica, sobre todo en el presbiterio, lo más hermoso de este ilustre monumento. Las rasgadas ventanas del estilo inglés perpendicular, los pintados vidrios que las decoran, el altar con gallardas esculturas, la sillería de tallado nogal, los púlpitos, los sepulcros, ofrecen un conjunto de extraordinaria belleza y poesía. Al penetrar en el santuario, todas las miradas buscan el monumento del altísimo poeta en la pared norte del presbiterio, en el lado del Evangelio. Es propiamente un retablo, y quien no supiera qué imagen es aquella, la tomaría por efigie de un santo allí colocado para que le adoraran los fieles.
Consta de un sencillo cuerpo arquitectónico, grecorromano: dos columnas sostienen un cornisamento con guardapolvo, que ostenta en el copete las armas de Shakespeare; en el centro el busto, imagen de medio cuerpo y de tamaño natural. A primera vista se tomaría el monumento por una ventana, en la cual estuviera asomada la figura, viéndosela de la cintura arriba. Los brazos caen con naturalidad sobre un cojín. La mano derecha tiene una pluma, y la izquierda se apoya abierta sobre un papel. El color aplicado a la tallada piedra da a la escultura una viva impresión del natural. La cara es grave, la mirada algo atónita, la expresión noble, la frente majestuosa, el traje sencillo y elegante, ropilla de paño negro y valona sin pliegues.
Imposible apartar los ojos de aquella imagen, en que por un efecto de fascinación, propio del lugar, creemos ver vivo al dramático insigne, y con la palabra en los labios. En el plinto se lee la siguiente inscripción, que por tratarse de quien se trata no resulta todo lo enfática que en otro lugar parecería:
JUDICIO PYLIEM, GENIO SOCRATEM, ARTE MARONEM, TERRA TEGIT, POPULUS MŒRET, OLYMPUS HABET.
Está bien claro el texto latino, y no necesita traducción. Sólo debe indicarse que Pylium es Numa Pompilio, y que la palabra Socratem se considera equivocación del grabador, a quien sin duda mandaron poner Sophoclem.
Debajo de la inscripción latina hay seis versos ingleses, que literalmente traducidos dicen:
Detente, pasajero, ¿por qué vas tan aprisa?
Lee, si puedes, quién es aquel colocado por la envidiosa muerte
dentro de este monumento: Shakespeare, con quien
la vívida Naturaleza murió; cuyo nombre adorna esta tumba,
mucho más el mármol, pues cuando él escribió
supo convertir el arte en mero paje; servidor de su ingenio
OBIIT ANNO 1616.- AETATIS 53; DIE 23 AP.
Al pie del monumento está la lápida que cubre los restos del más grande hijo de Inglaterra. La inscripción, compuesta por él mismo, según creencia tradicional, es de un vigor que claramente acusa la soberana mente del poeta. La traducción más aceptable que de ella puede hacerse, expresando el pensamiento de modo que la fidelidad perjudique lo menos posible a la energía, es esta:
Buen amigo, por Jesús abstente
de remover el polvo aquí encerrado.
Bendito sea quien respete estas piedras,
maldito quien toque mis huesos.
Cerca del sepulcro de Guillermo está el de su mujer, Ana Hathaway, que le sobrevivió siete años, a pesar de ser más vieja que él. Dieciocho años y medio tenía el poeta cuando se casó, y su mujer veinticinco. También yace allí Susana, la hija mayor. Además de Susana, nacieron de aquel matrimonio dos gemelos, llamados Hamlet y Judit.
El monumento que he descrito y la piedra sepulcral que cubre los huesos del autor de Otelo absorben por completo la atención en el presbiterio de Trinity Church. Las hermosas vidrieras, el altar y las graciosas líneas de aquella arquitectura, quedan ante el espíritu del visitante en lugar secundario. Luego se advierte que hay en todo perfectísima armonía; que el gallardo templo es digno de encerrar la memoria y los restos mortales del primer dramático del mundo, y que en aquel noble recinto parece dormir su genio con un reposo que no es el de la muerte. Toda persona espiritual ha de sentir en semejante sitio emociones profundísimas, imaginando que conoce a Shakespeare y ha de connaturalizarse con él más íntimamente que leyendo sus obras.
Resulta una impresión mística, una comunicación espiritual como las que en el orden religioso produce la exaltación devota frente a los misterios sagrados o las reliquias veneradas. El entusiasmo literario y la fanática admiración que las obras de un superior ingenio despiertan en nosotros llegan a tomar en tal sitio y ante aquella tumba el carácter de fervor religioso que aviva nuestra imaginación, sutiliza y trastorna nuestros sentidos, nos lleva a compenetrarnos con el espíritu del ser allí representado, y a sentirle dentro de nosotros mismos, cual si lo absorbiéramos por misteriosa comunión.
Para recorrer todo lo antiguo que conserva las huellas de Shakespeare nos falta visitar Grammar School, donde recibió la primera enseñanza. El aula se conserva sin variación desde aquellos tiempos, y su arquitectura tiene el mismo carácter que la casa natal y otras que en la ciudad subsisten. Inmediata a la escuela hállase Guildhall, donde, si no miente la tradición, daban sus funciones dramáticas los cómicos errantes que alguna vez llegaban a Stratford. Supónese que allí vio Guillermo las primeras representaciones escénicas que despertaron su genio creador, y allí aprendió los rudimentos del arte histriónico, en el cual descolló también, aunque no tanto como en el de la creación poética.
Los monumentos modernos consagrados a la memoria de Shakespeare son dos; la Clock Tower, o torre del reloj, construcción de estilo gótico, más severa que elegante y de proporciones no muy grandiosas, y el Shakespeare Memorial, edificio complejo, situado a orillas del Avon, y en el cual se quiso hermanar lo útil a lo agradable. El primero de estos monumentos fue construido a expensas de un generoso americano, que quiso, como vulgarmente se dice, matar dos pájaros de un tiro: honrar el nombre de Shakespeare y perpetuar la memoria del jubileo de la reina Victoria. No se ve claramente la paridad entre ambas ideas; pero el patriotismo sajón es tan extensivo, que fácilmente abarca y sintetiza todos los sentimientos de que se enorgullece la raza. A mayor abundamiento, la Clock Tower representa también la fraternidad entre Norteamérica y la madre Albión, y para este sentimiento hay allí símbolos que el artista ha sabido hermanar con la iconografía shakespeariana y con el busto de la emperatriz de las Indias.
El otro monumento, o sea el llamado Shakespeare Memorial Building, es un edificio complicado y grandioso, erigido por suscripción pública, y que contiene un teatro, museo y biblioteca. Exteriormente su aspecto de alhóndiga o depósito comercial no expresa bien el objeto espiritual de su fundación. Hállase situado a orillas del Avon, no lejos de Trinity Church, y desde los jardines que le rodean se goza de la perspectiva hermosísima del río y sus risueñas márgenes. Lo más notable del edificio como arte constructivo es la escalera. La sala del teatro, donde con frecuencia se representan por los mejores actores ingleses los dramas del sublime hijo de Stratford, es grande y bella. Pero las colecciones de escultura y pintura que componen los muros anexos, apenas podrían calificarse de medianas. Con todo, la erección de este vasto edificio honra a los paisanos de Shakespeare y es una prueba de refinada cultura. En el jardín se admira una estatua de bronce (bastante mejor que la que Londres ostenta en Leicester Square), sobre gallardo pedestal, que decoran cuatro figuras representando a Lady Macbeth, Hamlet, Falstaff y el Principe Hall, los cuatro caracteres fundamentales de la creación shakespeariana: el trágico, el filósofo, el cómico y el histórico.
Y ya no hay más que ver en Stratford.
La visita ha concluido, y sólo quedan espacio y margen para las reflexiones que sugiere la contemplación de los interesantes objetos relacionados con la vida mortal del dramaturgo, que ha sido y será siempre asombro de los siglos. Pero estas reflexiones mejor las hará el lector que yo. No es ocasión para un estudio de las creaciones del trágico inglés, las cuales son patrimonio del género humano, y por esto quizá, y por su propia universalidad, parece como que están exentas de crítica.
Pero si del teatro shakespeariano no es fácil escribir con novedad, la vida del poeta, por tanto tiempo rodeada de oscuridades, ofrece inagotable asunto… Los comentaristas del hijo de Stratford no descansan, y cada día se aclara un punto dudoso de aquella preciosa existencia. Así, la diligente labor biográfica, integrando la crítica, forma un eterno expediente de canonización.