[Cuento] Aquél, de Benito Pérez Galdós

¿Quién es aquel?

¡Enigma indescifrable! Tengo para mí que todos los seres de la creación ignoran quién es aquel, y sin embargo, aquel existe y está en todas partes, os persigue como vuestra sombra por donde quiera que vais; parece el acreedor sempiterno que está reclamando constantemente una deuda inmortal; parece del Banquo de todos nuestros sustos, el ave agorera de todos nuestros presentimientos, la imagen óptima de todas nuestras alucinaciones.

Supongamos que un día nefasto os veis en la necesidad de formar en las tristes filas de un entierro. Llegáis al cementerio, entráis en la capilla para asistir al oficio fúnebre, y entre la enlutada muchedumbre, está infaliblemente aquel.

En otro día, quizás más nefasto, vais a un baile de máscaras; discurrís por el salón tratando de matar el fastidio. Supongamos que os divertís, que no; supongamos que os dan una broma pesada o una feliz sorpresa. Todo es accidental y está sujeto a mil contingencias. Lo invariable, lo categóricamente cierto, es que entrar, al salir, en todas las vueltas que, como mariposa atontada distéis por el salón, encaró con vosotros una persona cuyo semblante conocíais bien, y esta persona era aquel.

Pongamos el ejemplo de que vais a una parada, a una ceremonia pública, a un meeting, y en el primer caso os causa perplejidad y admiración la variedad de uniformes, el guerrero ademán de las tropas, la estirada gravedad y deslumbrante entorchamiento de los generales, así como en el segundo nada os conmueve tanto como la elocuencia y ardor de los oradores políticos, que se quieren tragar unos a otros por un mendrugo de libertad más o menos. Pero en la parada y el meeting lo que os causará un asombro parecido al espanto es ver confundido entre el gentío… ¿a quién, cielos divinos?…, a aquel.

Otro caso: un día que debe marcarse con piedra negra en vuestra mísera existencia, os prenden, por equivocación, en una calle de las más públicas, por haberos confundido (nuestra policía tiene un ojo…), con cierto sujeto célebre en los garitos, y al formarse en torno de vuestra persona el indispensable círculo de curiosos que mira con indignación al delincuente, observáis que entre todas aquellas caras se destaca una, la más insolente y desvergonzada de todas, y esa cara… no lo dudéis un momento, esa cara es la de aquel.

Más ejemplos. Sentemos la atrevida hipótesis de que os casáis. Llega el infausto día. Os personáis en la iglesia: llega la novia, llegan los padrinos, llega el cura, llega el monaguillo, llegan los amigos; parece que no falta nadie. Como nada falta, principia la ceremonia: os dais la mano, el sacerdote os bendice, y cuando ya parece que está consumado el sacrificio, extendéis la presuntuosa mirada por todo el ámbito del templo para que la felicidad, estampada en vuestra cara, despierte envidias en el apiñado concurso, y… ¡oh sorpresa!, apoyado en una columna, con la vista fija en el novel matrimonio, está un hombre, en cuyo semblante reconoceréis al punto las aborrecidas facciones de aquel. En resumen, si vais al café, ahí está aquel tomando su brebaje; si vais al teatro, allí está aquel desde que se alza el telón; si viajáis en verano, al poner el pie en el coche veis una figura que se acurruca en el rincón y recorre las páginas del Indicador de los caminos de hierro, y al punto le conocéis… es aquel.

Basta de ejemplos y meditemos.

Todo el que se encuentra en presencia de este singularísimo fenómeno social, se pregunta: ¿quién es aquel?

Como respondiendo que aquel no es nadie iríamos a parar a un absurdo, es fuerza convenir en que aquel es una persona que se encuentra en todas partes, lo mismo en los espectáculos gratuitos que en los de pago, lo mismo en los tristes, como en el entierro, que en los alegres, como el baile; figura decorativa de los cafés y de los teatros; parte alícuota de todo numeroso y escogido público en las reuniones y meeting; un hombre que siempre estamos viendo y nunca conocemos, el tipo de los tipos, raras veces simpático; por lo común, insoportable, ente aborrecido, que nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni qué hace, ni de qué vive.

El ser misterioso que viene al mundo predestinado a ser el aquel de la sociedad, lleva en su enigmática ubicuidad el don de originar multitud de interpretaciones diversas acerca de su posición y persona. Por tanto, si un día preguntáis, ¿quién es aquel?, recibiréis respuestas tan diferentes que os dejarán más confusos. Quien abriese una información sobre este singular personaje y fuese apuntando en su cartera las diversas noticias que sobre él recibiría, había de formar el curiosísimo ramillete que va a continuación:

Aquel es un hombre a quien se ve en todas partes. Yo tengo para mí que es un vago.

Aquel es un marqués inmensamente rico que, como no tiene nada que hacer, se anda por ahí con las manos en los bolsillos. Me figuro que es persona extravagante.

Aquel es un conde tronado que derrochó al juego su fortuna y ahora está tratando de distraerse.

Aquel es un filósofo extravagante que se pasea.

Aquel es un hombre de mucho talento, que se ocupa en estudiar la sociedad en sus varios aspectos y condiciones.

Aquel es de la policía secreta.

De lo cual se deduce que nuestro hombre es todo el mundo.

Pero hagamos personalmente una indagación concienzuda, y fijémonos bien en él. Miradle, ¡oh curiosos lectores!, asistiendo con solícita puntualidad al relevo de la guardia que tiene lugar en palacio todas las mañanas. Es un hombre de mediana estatura, de mediana edad, de mediana decencia: todo mediano. Anda solo; no pasa junto a otra persona sin mirarla bien, y por su parte parece cuidarse poco de que le miren bien o mal. Antes de comenzar la música se acerca a los atriles para ver en el papel de música el nombre de la pieza que se va a tocar. Cuando suena el redoble se para oír mejor, y hasta se nos figura que se mueven sus pies como queriendo contradancear un poco en presencia del público. Concluye la fiesta musical y esta es la ocasión de satisfacer nuestra mortificante curiosidad, pues le seguiremos, y viendo adonde va, averiguaremos quien es. Por ejemplo, si entra en una oficina, sabremos que es empleado; si se cuela en la universidad, tendremos la certidumbre de que es estudiante; si penetra en la iglesia no hay remedio sino que es secretario de alguna archicofradía; si se mete en la bolsa, cátate que es hombre de negocios; si se abren ante él las puertas de uno de esos santuarios de la opinión que se llama redacciones de los periódicos, es indudable que periodista ha de ser; si se introduce, hundiéndose a manera de espectro de teatro por uno de los agujeros de la alcantarilla, no hay duda de que es de la ronda nocturna, y por último, para que no se nos escape ningún conjetura en lo que se refiere a este ser extraordinario, si se desvanece ante nuestro ojos como el humo de un cigarro, será preciso confesar que es un espectro, enviado al mundo para nuestro tormento.

Sigámosle, pues. Concluido el relevo de la guardia, aquel se dirige a la Puerta del Sol, y cuando esperábamos verle entrar en alguna parte, he aquí que comienza a pasearse con mucha calma, mirando cada poco tiempo al reloj de la casa de Correos. Pues con este dato, el menos listo comprenderá que aquel es un cesante. ¡Oh, desventurada porción del linaje humano! Si no se le conoce por su rancia costumbre de medir las aceras de la Puerta del Sol, fijando la vista en aquel reloj que parece contar los momentos en que se dan y se quitan los destinos, en aquel reloj, cuya inflexible manecilla hace como que está escribiendo credenciales y cesantías; si no se le conoce en este rasgo genuino y característico, ¿de qué sirven la filosofía y la zoología?, ¿para qué vino al mundo Buffon?

No hay duda ya de que nuestro hombre es cesante; pero como el ser cesante es no ser nada, por fuerza nuestro interesante aquel ha de ser alguna otra cosa, y eso es lo que trataremos de averiguar. Atención. Por fin se cansó de pasear y entra en un café. ¿Será posible verlo para asegurar que va a tomarse un gran vaso de café con media tostada? No, seguramente; y si queréis cercioraros, a través de empañado cristal podéis contemplarle engullendo con voracidad leonina su frugal almuerzo. Como es fácil comprender, este dura poco, y al concluir, nuestro personaje lleva a efecto un acto de heroísmo, que despierta el dormido entusiasmo de nuestro positivista espíritu. ¡Acción inaudita! Aquel mete la mano en el bolsillo, y paga su café. ¿No os mueve este rasgo de sublime generosidad? Todos nuestros cálculos y conjeturas han venido a tierra como alcázar de utopías que destruye de un golpe el poderoso ariete del sentido común. Nuestro hombre no puede ser cesante. Ha pagado.

Pero no desmayemos en nuestras pesquisas: no nos acobardemos por este contratiempo, y sigamos tras él. Ya sale, vuelve a pasear y a mirar el reloj. Sin duda espera una hora determinada para ir a alguna parte. Pero pasa un entierro lujoso: delante va el féretro arrastrado por los caballos de la funebridad; detrás, en lenta y simoniaca procesión, van los amigos, a quienes el recuerdo del que se fue obliga a cumplir el más fastidioso de los deberes. Todos los transeúntes miran el entierro, incluso aquel. Pero todos le dejan pasar, menos aquel, que lo sigue.

Probablemente no será pariente del difunto; pero sigue el entierro a pie hasta el cementerio, oye con profunda atención el oficio de difuntos, acude solícito a ver el cadáver cuando se le destapa, y por último no quita los ojos del nicho hasta que el albañil no ha puesto el último ladrillo en aquella puerta de la eternidad.

Pues no hay duda: nuestro interesante aquel ha de tener en la sociedad la misión de asistir a los entierros; y o mucho nos equivocamos, o existe una misteriosa liga de protección a los muertos, que impone a sus individuos la obligación de presenciar las tristes

escenas del cementerio con objeto de que se nos trate allí con consideración y respeto. Siniestro oficio es este, y si realmente existe, no se podía haber escogido para desempeñarle persona más a propósito que el ente singularísimo de quien nos ocupamos.

Ved como sale del cementerio y pedibus andando se vuelve a Madrid. Nosotros le seguimos de cerca, espiando sus movimientos, observando si habla con alguno. Se para en los escaparates de las tiendas, examinando lo que hay allí como si fuera a comprar algo. Pero no: no compra nada y sigue su camino. De repente llama su atención cierta mujer, portadora de un recién nacido, cuya diminuta figura no se distingue bajo el follaje de lienzos blancos que le cubre. Esta mujer seguida de algunas personas más, entra en una iglesia, y acto continuo aquel se cuela también dentro.

Tenemos bautizo. El incógnito asiste a esta patética ceremonia acercándose todo lo que puede a la santa pila, y ahora comprendemos que el oficio de aquel es velar por que los recién nacidos entren con pie derecho en nuestra católica Iglesia. Él sin duda ha recibido esa misión de algún comité protector de bautizos, y ved con cuánta solicitud la cumple. Gracias a Dios que hemos averiguado el papel que desempeña en el mundo este hombre, a ninguno otro parecido. De seguro que al salir de nuevo a la calle, va a situarse en punto a propósito para observar quién se bautiza. Pero no, anda y anda, nuevo judío errante, paseando siempre su voluble mirada por todas las tiendas sin hablar con nadie. No le abandonemos todavía, con tanto más motivo, cuanto que le estamos viendo llegar al Congreso, acercarse a la puerta del público, hacer su cola correspondiente y subir al fin, cuando le ha llegado el turno.

¡Tontos e imbéciles de nosotros! Hasta ahora no habíamos caído en la cuenta de que este ser incomprensible, no es ni inspector de muertos, ni vigilante de nacidos, sino simplemente un pensador consagrado a los problemas políticos; un hombre que se va a estudiar las grandes cuestiones del día en el candente terrero donde se debaten, como un geólogo que estudia la lava en el mismo cráter del volcán. Subamos tras él, si no con el cuerpo, con la imaginación, y veremos cómo se está allí las horas muertas, atendiendo a cuanto se dice, tomando apuntes para futuras obras, entre las cuales por fuerza ha de haber una en que se trata del origen y fin del hombre.

¿Pero cuál no sería nuestra sorpresa al ver que apenas está un cuarto de hora en la tribuna, al ver que baja y sale después, sin haber prestado atención a la edificante discusión del Congreso? Nos engañamos. Aquel no es ni cata-muertos, ni cata-nacidos, ni hombre político, ni filósofo. Por fuerza ha de ser otra cosa, y esta cosa es la que queremos averiguar, corriendo tras él, como soga tras el caldero. Se dirige al paseo. Suena la bandurria de un ciego, y ya lo tenéis abriéndose paso para ponerse en la primera fila del corro. Se desbocan los caballos de un coche, y es el primero que se apresura a informar de la gravedad del suceso. Sacan a un ahogado del estante del Retiro, y él es quien primero le toca y le examina y le registra. Se abre la verja de la casa de fieras, y él es el primero que entra a pasar revista, por ver si falta algún cuadrúmano o algún paquidermo. Se eleva un globo en punto lejano, y él es el primero que lo ve, y, mirado al cielo como un astrónomo sorprendido, hace converger hacia aquel punto los ojos de todos los circundantes. Por fin torna a Madrid después de sentarse cuatro veces y pasear otras tantas, y cuando ha descrito complicadísimas curvas y diagonales por cien calles, plazuelas, costanillas y recovecos, le vemos entrar en un portal y desaparece de nuestra vista. Ha entrado en su casa. Nuevo y más indescifrable enigma. Veamos si la mansión de aquel tiene algún rótulo en sus balcones que indique oficio o profesión. No hay muestra alguna. Preguntemos al portero. La casa no tiene portero. Entremos: es casi de noche y no hay luz en la escalera. Se ha perdido, se ha hundido como una sombra de la noche, que después de aterrar una comarca entera, se sumerge en su cueva o en su hoyo. En vano se pide a aquella también ininteligible morada una letra, un signo, que manifiesten al aturdido pasajero la condición de los que la habitan. Su casa calla como una tumba sin epitafio.

¿Y estamos condenados a no saber nunca quién es aquel, quien es el hombre que encontramos en todas partes, por la mañana y por la noche, sombra de nuestro cuerpo, especie de sempiterno acreedor que está reclamando sin cesar una deuda inmortal? Sí.

Aquel ha sido, es, y continuará siendo, indescifrable. Inclinemos con respeto la frente ante este misterio, y apartándonos de la casa en que parece habitar, demos fin a este artículo, que debía haberse titulado El vago.



Madrid, 1872.

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